Retrato de David Muñoz en Guadalajara y un cuento
Víctor Manuel Pazarín Seguramente fue José Luis Jara, un sonorense de Hermosillo, quien provocó que David Muñoz y yo nos encontráramos. Ya no recuerdo bien, pero sí estoy seguro que fue porque vino a Guadalajara y presentamos su libro Mexicalipsis: Éxodo hacia la frontera (2000), que acababa de aparecer. Me pidió David que le organizara una presentación y yo hice lo propio para que fuera en un lugar entonces icónico, la casa del escritor jalisciense José López Portillo y Rojas, autor de entre muchas obras de La parcela (1898); en esa casa, que convirtieron en museo, y por ese tiempo era uno de los mejores espacios para la presentación. La sinergia, en todo caso, resultó de lo más bien. Y a la presentación fueron un mundo de gente que celebró la lectura de los relatos de David. Después del brindis organizamos una celebración particular, ya no recuerdo en qué casa ni de quien. Como David no conocía Guadalajara, lo que hicimos fue organizar un viaje por esta ciudad y sus lugares más emblemáticos y esos que hacen que una ciudad sea distinta a la otra: los espacios inhóspitos. La vida nocturna y los lugares donde el baile era el alma de una ciudad que duerme y no duerme. De ese encuentro, años después, surgió un cuento-crónica, donde David y yo somos los protagonistas. David nunca leyó el texto porque lo había olvidado entre mis papeles. Mezcla entre la realidad y la ficción, lo doy a conocer ahora, como un homenaje y un testimonio de nuestra larga amistad. De la noche al amanecer Estamos en la línea de la noche. Su filo nos desgarra, nos abre en canal. Nos indica los caminos que debemos transitar: seguimos su paso y nos adentramos en la bruma. Es la Calzada donde las sombras cobran vida: aquí una mujer se nos ofrece. Más allá las cantinas abren sus puertas, nos dan la bienvenida y quedamos detenidos. Nos suspenden las luces artificiales, porque la noche es la reina. El placer es el condimento, el comercio de los cuerpos. Cruza ahora mismo un mar de gente y una marea enorme de autos. Nos alumbran —como si fuéramos su centro— las luces de los arbotantes. Nos embelesa esa luz hasta llevarnos al lugar preciso: son los altos de un edificio en Juárez y la Calzada. Aquí está la escalinata que asciende hasta el infinito. Sudamos. Se acaba el aire en los pulmones. Ascendemos. Nos detiene una mujer. Nos ofrece la precisión de una noticia. Es fresca. Nos cuenta la historia. Aquí, justo en los escalones que pisamos, mataron a una mujer. La sangre derramada ya no se nota, pero indica la glamorosa dama que un hombre tenía a la mujer por amante. Ella ofrecía sus servicios en el salón, y una madrugada salieron a los pasillos y, luego, a las escaleras. Discutieron “sabrá Dios por qué”, pero en dado momento se escuchó un grito. Ese grito llegó a los oídos y se enchinó la piel. Era un lamento: “Una puñalada, luego otra y después más”. La sangre siguió las líneas de la escalinata y floreció en la Calzada. Gran movimiento. Enorme susto. La policía entró y nos detuvo. La Tropicosa guardó un profundo silencio y todos corrimos a donde habían surgido los gritos: “Lo que encontramos fue una carnicería”. “La compañera estaba tirada allá abajo, en el descanso de las escaleras, porque su cuerpo rodó por completo.” Son altas y ascendentes las gradillas que desembocan en la Tropicosa, ahora escuchamos la música viva, no el grito de la mujer. Es la obra de las manos de los músicos que hacen su labor. Seguimos el camino. La mujer nos ofrece su compañía: “Si están solos cuando regrese, espero que me elijan para estar en su mesa”. David sonríe. Le damos las gracias y continuamos el camino que asciende, hasta hacernos llegar. David Muñoz es escritor. Vive en Arizona. Está de visita en Guadalajara. Su trabajo lo realiza en Chandler-Gilbert Community College. Un lugar lejano. Se me antoja lejano. Nació en la Ciudad de México, pero desde muy joven David vive en los Estados Unidos. Vino a presentar un libro sobre la frontera, la vida de los chicanos. Escribe cuentos: narra pausadamente, sin aspavientos. Toma —con una camarita desechable— fotografías de todo: de allí surgen sus cuentos. Sus relatos se parecen a su voz: habla como un sacerdote. Me pidió que le mostrara la noche de la ciudad. Ahora está ante sus ojos. David suda. Se enjuga la frente con una servilleta. Elegimos la mejor mesa: desde aquí observamos a todos y nuestras espaldas quedan protegidas. En este lugar se debe andar con cuidado. La violencia puede aflorar en cualquier instante. Hay una multitud en las pistas de baile: cerca de nosotros está la gente más pacífica, pero más allá bailan los bravos, los caras de matones. Son violentos y vienen todas las noches a bailar y a buscar riña. Es su vida, la pueden perder en un instante. Para ir a los baños se cruza el largo salón. Hay un cerrado camino y uno tiene que palmear las espaldas y pedir permiso. Si uno es cordial, la vida está abrigada. Vengo de orinar y una dama me ofrece sus servicios. La llevo a la mesa y el mesero exige el consumo. Pedimos una cubeta de cervezas. Está en la mesa de inmediato. El servicio es eficaz. Veloz como la dama que nos acompaña. Bebe sin parar. Aduce “el calor me abruma”. Es una verdad. Cientos de cuerpos se mueven sin parar. Es un tumulto. Son humores diversos. Y el sudor es una brisa caliente. Resulta una fortuna nuestra mesa, entra el suave viento de la noche. La mujer bebe sin parar. No habla. Se embelesa en consumir las cervezas. En poco tiempo la dotación se ha terminado. La dama habla, pero su voz es pastosa. Es el resultado de su apresuramiento. Nos exigen un nuevo consumo y el pago por la compañía. Es un fastidio la mujer. No baila. No habla. Bebe. El tiempo se cumple ordinariamente. Cruzo el salón. Son cuerpos compactos los que toco. Huelo su sudor. Bailan al centro del salón. Lo cruzo transversalmente. Desde los amplios ventanales se mira la noche en la Calzada. Los ojos bajan hasta encontrar los autos. Se distinguen diminutos cuerpos que se ofrecen. Un hombre corre. Lo persiguen dos sombras. Tropieza el hombre con los autos y en seguida las sombras lo alcanzan. Lo tiran al piso y lo patean. Los golpes, desde esta altura, se miran en una cámara lenta que no alarma. Lo golpean. Lo arrastran. Vuelan los pies y se detienen afianzados en el cuerpo. Se estrellan en el rostro. La sangre, que es imaginaria desde aquí, brota y se derrama en la banqueta. Corre como un río invisible. Luego una sombra hace brillar la daga. La hunde en las carnes. Alumbran las luces de las patrullas. Las sombras huyen, se pierden de mi vista. Desaparecen. Unos ojos me observan atentos, curiosos. Los enfrento. Voy hacia ellos. Los labios se abren en sonrisa. Los descubro carnosos. Los aprecio oscurecidos por el carmín. Le hablo a la mujer. —Dura golpiza —dice. —Duro el cuchillo y dura la vida sin ti —digo. Sus labios se abren en sonrisa y la invito a la mesa. Son cuerpos visibles e invisibles los que toco, pero ella es un cuerpo delicado. Se ofrece con finura. Cruzamos hasta encontrar a David que mira absorto. Su rostro oscurecido. Sus ojos de negro se abren hasta mirarnos. La dama que le hace compañía se ha embrutecido. La presencia de Istar la incomoda. Grita. Ofende. En un instante ya no está con nosotros. No se llama Istar. Pero se llama Istar. Es Istar en este momento porque la describe. Es su nombre ficticio. David la detalla, enciclopédico: Es la diosa siria del amor (la fecundidad) y de la guerra (la esterilidad): fue asimilada a la Astoreth de la Biblia, a la Astarté de los fenicios y, más tarde, a Afrodita o Venus. Joséphin Péladan escribió una novela en torno a este nombre (1888), titulada La décadence latina y Vincent d’Indy se inspiró en la epopeya de Istar para unas variaciones sinfónicas (1897) e ilustró la liberación del “hijo de la vida, su joven amante” por el progresivo deshojamiento de Istar ante cada una de las siete puertas del infierno... —Para ustedes soy Istar —dicen sus labios carnosos. Tiene veintitrés años y es dama de compañía de un hombre que viaja con frecuencia. Las noches que tiene de asueto las pasa en la Tropicosa. Tiene un hijo pequeño. “El gasto es grande.” Tiene apenas un año de trabajar de cortesana. Pero su nombre es Istar y su rostro moreno es fino. Hermoso. Es educada y fue a la universidad. Es Istar y me besa los labios. Es Istar y besa a David al tiempo que dice su bello nombre de batalla. Se encaminan a bailar. Entonces el tiempo corre. La bebida es deliciosa. El baile alternado despierta la sensualidad. La cortesana baila. Su cuerpo es la perfección de la vida. Sus piernas se mueven con precisión. La toco y ella sonríe. Baila. David se entusiasma. Antes, en la Calzada, David hubiera pagado una bicoca por acostarse con las damas nocturnas. Ahora daría todo porque Istar se fuera a su cuarto de hotel. Pero la cortesana sólo viene a bailar. Bebe y sus delicados labios apenas tocan el filo de la botella. Es alta porque apenas le toca mi cabeza los hombros. Ahora baila con David. Ella es la perfección de la madrugada, porque han llegado las brumas y el tiempo se ha ido como un suspiro. Su modo, su hablar es la mañana que llega. Bailamos y bebemos hasta que el nuevo día está alumbrando en los grandes ventanales. Luego Istar se despide y nos quedamos en la completa soledad. La desvelada multitud baja la escalinata para encontrarse con las calles. Vemos la figura de Istar perderse en la multitud. Después estamos en el jardín del templo de Aránzazu. Allí la volvemos a ver. De lejos y de cerca su figura es una maravilla. David se apresura al encuentro. La aborda y ella sonríe como si fuera la primera vez. A sus labios ha vuelto el encendido carmín. La detiene David un instante. Ella, entera, se abre como la mañana. Algo le dice David y ella ríe. Los alcanzo y caminamos hacia el Lido, que abre las veinticuatro horas. En la mesa escucha la canción que David solicitó para Istar. Istar es otra, nueva. Luce como la mañana. Nos entrega un delicado beso en los labios. Nos ofrece su casa. Nos levantamos y seguimos sus pasos hasta que la vemos subir en el primer camión de la mañana. Nunca la volvemos a ver.
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Betsy Pecanins
Apareció de pronto la figura de Betsy en el escenario del Foro de arte y cultura (era tal vez un jueves del mes de junio de 1987) y hechizó en ese instante al tiempo. Abrió su voz y cantó “Volví sobre mis pasos” y ya nada fue igual para mí. Había yo llegado a Guadalajara en octubre del año anterior con muchos sueños y un año después estaba montado en un gran viaje que modificaría para siempre mi vida. Asistí al taller de poesía de Ricardo Yáñez en el Centro cultural del ISSSTE, en la casona de la esquina de Prado y Vallarta; fui parte de la fundación del Centro para la escritura de creación en la Universidad de Guadalajara, y comencé —a invitación del periodista Francisco Arvizu— como reportero cultural en El Occidental. Una de mis primeras asignaciones fue hacer una entrevista a la cantante de blues Betsy Pecanins, a quien no conocía. La ronda de diálogos era en un hotel en las inmediaciones de La Calzada y, nervioso, llegué antes de la hora señalada. Estaba dispuesta una mesa con frutas y bebidas, pero el tiempo pasó y el único reportero era yo. La Pecanins había venido a la ciudad para presentar su disco El sabor de mis palabras y a invitar a los tapatíos a su concierto en el Foro. Después de una larga espera, de alguna parte salió la cantante con una hermosa sonrisa. —Parece que seremos sólo tú y yo —dijo. Y yo me ruboricé. Y me quedé por un instante sin aliento. Bellísima, Betsy Pecanins —lo supe de sus labios— nació en Yuma, Arizona, de padre gringo y madre catalana, pero —ya no recuerdo la razón— a finales de los años setenta vino a México y se quedó a vivir. De tal forma que cuando la conocí apenas tenía diez años en nuestro país y El sabor de mis palabras era su tercer disco. Betsy extendió su brazo y me obsequió el acetato y cuatro entradas para su concierto. Nos despedimos y me dio un beso, el mismo que recordé, un día después, a la hora que cantaba “Lo profundo de tu boca”. La reina del blues —como se le conoció más tarde—, se paró al centro del escenario, rodeada por los músicos. Abrió los labios y extendió su potente voz hasta alcanzar mis oídos. Las luces y la música la transformaron, la volvieron Tira interpretada por Mae Wets en I’ No Angell, en Rita Renoir bailando al centro de su centro y convirtiendo su baile en arte —descrita por Cortázar, en su “Homenaje a una joven bruja”, incluido en Territorios—, y en el que declara que Rita, en su baile, “escribe con su cuerpo”, pero lo que yo vi y escuché fue a una Betsy en un juego doble de escritura: su cuerpo condujo el nacimiento de su voz, y todo en ella era sensualidad. Betsy fue, en todo caso, la Salomé bíblica. Con la salvedad que no pedía la cabeza del Bautista, sino que ella misma se ofrecía como ofrenda y derramaba su sangre a todos los que la fuimos a escuchar al Foro. Lo cierto es que la Pecanins en la escena era otra y la misma: su belleza se trasformó en una curvatura, en una línea en una secuencia de resonancias que al menos a mí me llevaron al deseo. Porque ella invitaba al deseo aún sin proponerse. Porque era el cuerpo y la voz que atraían y despertaba la libido. Y yo me dejé llevar por ella y subí hasta su altura y entré a su profundidad. En ese año que la vi yo había cumplido veinticuatro años y ella tenía treinta y tres. Y toda la fuerza y la juventud nos invadían. Nos daban el empuje y la velocidad. Nos parecía que ambos fuéramos caballos de una manada salvaje. Veloces corrimos por la pradera de la urbe. Cada uno, es claro, por su propio camino. Mas esa noche del concierto yo tuve la fantasía que íbamos juntos, uno del lado del otro, y éramos el viento que rompía el espacio y el tiempo. Pero luego el concierto se terminó ella se fue a perder en la oscuridad del escenario: dejando en mis sentidos la fuerza de su voz. Ese día de la entrevista, cuando estuvimos ante un salón decorado y vacío, donde conversamos por largo tiempo, reímos mucho. Luego nos despedimos y un beso selló la amistad que duraría por largos años. La volvía a ver, dos años después, en un concierto con el pianista Guillermo Briseño, si no recuerdo mal en el Sajhara, aledaño al Teatro Galerías. Por algunos años nos escribimos; luego vino el silencio: los diarios de todo el país anunciaron su repentina muerte. Betsy Pecanins falleció en la Ciudad de México el 13 de diciembre de 2016, al parecer de un paro cardiaco fulminante, intenso: como ella siempre fue. Cuando me enteré recordé cuando, al siguiente día del concierto, como respuesta a la pregunta de una amiga, le dije: “Betsy me fascinó, ella es una mujer muy erótica…”. Mi amiga me dijo: —No, Betsy no es erótica, tus ojos son los eróticos… Y guardé silencio. © Víctor Manuel Pazarín ENSAYO
Viajes inesperados: del Reino, la Aldea, y ciertas ciudades Luis G. Abbadie Fotografía: Abraham Aréchiga El autor no puede hacerse responsable de aquellas vivencias, y lecturas, y lugares, que evoca en el lector. Pero, en cambio, evocarlas es su triunfo. Justin Geoffrey Viajes inesperados. Un libro que guarda para mí momentos largamente esperados; desde aquellos días en la Casa Tinta en que —a viva voz de Víctor Manuel Pazarín— conocí los primeros párrafos que finalmente han germinado en él. Su lectura trae con fuerza la presencia de su autor… pero también otras, que le acompañan y me circundan. Cierro el libro y más allá de él, la ciudad prosigue. Guadalajara: nada diferente de las calles de Eutropia. Casi puedo ver la Torre Inclinada alzándose por encima de las azoteas. Y es que en ciertos lugares, en determinados momentos, Eutropia se cruza con mi ciudad. Un momento así fue cuando, por única vez en el siglo XX, estas calles conocieron una nevada: así mismo, las aceras de Eutropia blanquecieron. El momento de encrucijada pasó, y cada ciudad prosiguió sus vicisitudes; mas ambas continuaron compartiendo semblantes, rostros de un alma colectiva en común; dispersa en la vigilia, exacerbada en el ensueño. Leer estas páginas me conduce por terrenos familiares, remueve memorias, de lo vivido, y también de lo soñado. O de lo leído. ¿Hay diferencia? Lo vivido; lo soñado; lo leído. Se entrecruzan con similar familiaridad. ¿Es este uno, o varios libros? Me parece que es un entrecruzamiento de libros: el primero, Los pastores nómadas, me ha conducido por terrenos que conozco muy bien; las callejuelas y desiertos con aromas de Oriente, se desdibujan de la geografía del mundo para erigirse, como pensamientos repentinos, en las tierras del sueño. Los pastores que recorren estas páginas han departido sin duda junto a más de una hoguera con Haïta el pastor. Lord Dunsany y Khalil Gibrán, en la intemporalidad onírica, seguramente escucharon los debates filosóficos de Hali, del Loco y de Akaab mientras bebían un té, en una plaza de Poltarnees, la que mira al mar. Mas las viñetas breves —como los episodios de La feria en más de un sentido, lo que tampoco me sorprende—, que decantan en lo ambiguo y en cotidianos imposibles, evocan también los portentos de Penumbria, donde seguramente Emiliano González podría encontrarse leyendo en una gacetilla las últimas noticias de Eutropia. Viajes inesperados, el libro epónimo que atraviesa este libro como un atisbo a una historia más grande, que no comienza ni termina, es una crónica de viajes por los mundos que contiene Eutropia; un sitio ahora sereno, ahora siniestro, que prosigue inexorable su existencia, como todas las ciudades. No hay explicaciones; hay semillas de preguntas, y aquello que se sugiere hace que queramos saber más, pero también intuimos que es más seguro ignorarlo, ya que hay un aletear de alas por lo alto, y cierto inquietante Elevador continúa siguiendo su trayecto hacia honduras insondables: “De pronto descubro a sus pies una frágil escalera de madera que emerge de lo profundo. Me inquieta sólo el recordarlo: en un sueño me he visto bajar infinitas veces por un pasaje igual que da al Centro de la Tierra”. En Eutropia —como en las ciudades de Lord Dunsany, en las de Emiliano González— se puede soñar dentro de un sueño. Y la Zona Restringida, la Torre rodeada de singularidades, por encima del foso inexplicado, cuyos trabajadores parecerían estar construyendo las realidades: “Vuelve al trabajo: imprime toda su fuerza, su rabia y su miedo al hecho cotidiano de usar su pistola: une la luz azul al metal y da forma al Universo otra vez”. En una ciudad que se funde con la ciudad, una Torre que se funde con la Torre. Roland a la Torre Inclinada venía… en pos del Oscuro Señor… Pero más que eso: Eutropia se encuentra demasiado cerca para tener tranquilidad; no nos descuidemos al leerlo, ya que podríamos, con demasiada facilidad, abrir la puerta equivocada, o seguir la calle que nunca recorremos, y acabar en las calles de Eutropia. Pues, como dije, cerrar el libro no exorciza la curiosa ciudad. Tragedias nacionales se entretejen entre Eutropia y mi propio hogar. Y más que eso: Eutropia es en verdad un sitio que ya he visitado, cuando visité la Casa Tinta, otro de esos lugares que coexisten, de esos sitios donde las existencias se traslapan; y desde allí salí a las calles de Eutropia algunas veces, en esas mismas fechas que se mencionan en el texto. Un taller literario que cambió muchas cosas para quienes allí estuvimos, nos condujo a la Casa Tinta; y desde allí a otros ámbitos. Y así como no sólo lugares sino circunstancias se multiplican en nuestras ciudades, El Círculo de la Casa Tinta, otro y el mismo, ¿acaso continuará congregándose allá —aquí— en Eutropia? Así lo sospecho. Pero revisitar estos viajes trae nuevas sorpresas; el circo que se instala en Eutropia es sombríamente profético, un circo de humanos como actualmente lo son todos los circos, y quizá no miraré igual a los ostentosos habitantes de las carpas. Historia de dos cuerpos es como un cuento que ocurre en la poesía, donde las metáforas se desatan y devienen en personajes; mucho más que una unión amorosa, es una abstracción sensual y pintoresca, realismo mágico y fantasía en una danza. Peces que, atrapados como el lenguaje, se ven arrebatados por su propia sustancia metafórica para describir y simular los cuerpos, los mundos, las humanidades. “Cuerpos moviéndose en las aguas. “Los seres en abrazo se abren en círculos hasta encontrar la perfección. Cada línea viene surgiendo hasta hallarse en total sosiego. “Quietud. Movimiento perpetuo. Iridiscencias. “Algo escuchan los peces. Es el sentido de las formas en la breve corriente que se enlaza para buscar respiro. Son ellos. El aire es su nueva condición”. En estos versos imagino una analogía de estos libros entrelazados —enlazados— como realidades tejidas entre sí. Los círculos, las líneas, describen los cuerpos, sus movimientos, pero también las espirales que trazan, y ¿por qué no? las líneas de texto, los versos, que sujetan las costuras del múltiple tapiz de sueños. Como los peces, los habitantes de estos tapices, sus narradores/tejedores/motivos, sus escenarios, se entrelazan y son cambiados, renacen al doblar una esquina, al atravesar una ventana, al despertar a un sueño desde otro más, o menos, profundo. Otros y los mismos. La prosa deviene incluso en verso de una manera que parece inevitable. Y sin embargo, tan diferente que podría parecer de los libros precedentes y subsecuente, se trata de una transición idealmente posicionada, cuyos elementos se prefiguran en las páginas previas y se filtran con las aguas y las mareas en el siguiente Libro, Retorno al reino imaginario, donde una vez más siento la cercanía de Emiliano González, en el tono onírico —ahora sí, en un ambiente no lejano de Penumbria: un Castillo Gótico (próximo, por supuesto, al acantilado, arquetípico que es), un bosque, una fiesta en un jardín—; la sutil pesadilla sombría se revela en esta región de la geografía onírica por la que viajo al seguir las señales de esta guía y crónica; el Reino es un escenario de sensualidad y melancolía, a veces inquietante como una pesadilla latente, de aquellas en las que algo permanece inminente, a punto de suceder: y cuando en efecto sucede, la ambigüedad que impregna toda transcripción onírica (conservando, incluso, la frustrante cualidad del soñador que pierde, y gana, valiosos conocimientos de sus circunstancias conforme progresa su jornada, y por supuesto, en los momentos más inoportunos), mantiene un matiz amoroso con rezagos siniestros, o trágicos: “Sobre el acantilado, me corono. Aquí están las voces: se escuchan apagadas, intangibles. “‘¿Cuándo volveremos al Reino?’, dicen”. Pero la búsqueda del Reino —que nos conduce por etapas cuasiiniciáticas, muy específicas en la sutil claustrofobia del sueño— es como la búsqueda del Castillo (el de K, no el Gótico): ¿es este el Reino, vamos hacia él, o bien escapamos de él? Como peces, danzamos con pasos sorprendidos, no por poder dar pasos sino porque los universos cambian en torno. ¿El testigo de Eutropia, el amante entrelazado en un abrazo, el soñador arrebatado por las ambigüedades de Marlene, el pastor cautivado por las abstracciones, ¿son otro o el mismo, en distintas vidas y facetas, en todas estas realidades? ¿Son los muchos libros un libro, las varias historias, una historia? La respuesta, estoy seguro, se encuentra en la Torre Inclinada… no en lo alto, sino muy por debajo de ella. Los pasajes que nos señalan a gritos los espacios que permanecen sin escribirse, no están incompletos, ni se sienten tales: como viajes oníricos que son los que hemos emprendido, contienen sus propias respuestas… e incluso, sugiero de nuevo, podría ser que en las distintas espirales, en todos los libros que componen este libro, están todas las partes que podrían no parecer evidentes; sencillamente, traducidas al escenario y al lenguaje de cada sueño, de cada mundo, de cada ciudad en esta Matrushka de derviches que nos arrastra en sus viajes. Y mientras nos absorben sus giros, allí en la plazuela por encima de la costa de Poltarnees, la que mira al mar, desde donde se atisban los techos ladeados de Penumbria, el acantilado del Castillo Gótico en dirección al Reino, y la Torre Inclinada de Eutropia a lo largo de la costa curvada, Víctor Manuel Pazarín deja a un lado el catalejo con que nos espía y, sonriendo, alza una copa y brinda con Dunsany y con Emiliano, mientras en la mesa vecina Kafka y Arreola —éste recién arribado desde la Aldea— revisan con ocio un ejemplar de Viajes inesperados y arremeten en una prolongada discusión de los epígrafes que contiene. Y cerca del horizonte, una galera procedente de Parg trae nuevos materiales para las interminables obras de la Torre Inclinada. ENSAYO
Viajes inesperados, o cómo hilar entre géneros Juan Fernando Covarrubias Fotografía: Abraham Aréchiga La literatura no es un modo clásico de contar historias. Al menos, no lo es en los últimos tiempos. La experimentación es quizá hoy su sello distintivo. Puede resultar una perogrullada decir que hay tantas maneras de contar un drama como hay narradores, sin embargo, en el fondo, es una verdad por los cuatro costados. Alfonso Reyes se adelantó muchas décadas cuando declaró que el ensayo era el centauro de los géneros. Reyes se diría complacido al comprobar que en la actualidad no solamente el ensayo puede combinar favorablemente varios géneros: lo hacen el cuento, la novela, e incluso la poesía, género al que considero el más difícil. Valga este párrafo introductorio para subrayar que Viajes inesperados (Keli Ediciones, 2019), el más reciente libro del escritor Víctor Manuel Pazarín (Zapotlán el Grande, 1963) es un compendio de dramas e historias que intercalan varios géneros de un modo subrepticio (para usar un término al que Víctor Manuel recurre a menudo en su escritura) y alentador. Si en la novela Cazadores de gallinas ya se insinuaba este hilvanar fino entre géneros, en Miedo al vacío (también novela) alcanza una tesitura que ahora en Viajes inesperados se refina y se potencializa a su grado máximo. Víctor Manuel sale bien librado de este modo de contar, y no muchos narradores pueden presumir tal cosa. Además de este afortunado brebaje de géneros, Viajes inesperados da cabida a reminiscencias de índole bíblica, de la tradición árabe, de literatura antigua (“la literatura nace de la literatura”, decía Northrop Frye), conocimientos en artes y oficios, lo carnal y lo sensual (ingrediente que no podía faltar en un libro de Víctor Manuel), lo imaginario y lo fantástico, el esfuerzo humano y el trabajo artístico y sudoroso del circo como un gran promontorio al que son atraídas las múltiples narraciones y lo onírico, que funciona como la estructura o el esqueleto del que se sostiene la novela. Los ramajes, como puede verse, son múltiples, y cada uno tiene su propio cometido en el volumen de la novela. Viajes inesperados es un perpetuo comienzo. En El oficio de vivir, Cesare Pavese escribe que lo que tiene de bueno la vida es que es un comenzar constante, cada día es un incesante reiniciar en el mismo punto o en el sitio en que se elija. Y esta más reciente novela de Víctor se le asemeja en ese sentido porque, dividida en cuatro grandes bloques, en cada uno de ellos vuelve a comenzar la historia: pone la primera piedra, da el primer palazo, coloca el primer cimiento, y de allí se larga a contar. Es un todo a la vez que demanda del lector un constante compromiso y atención, a riesgo de que pierda la madeja del hilo. Esto, que quede claro, no va en contra del placer que supone la lectura de la novela y de la comprensión del drama general que de ello pueda tener cada lector. Al avanzar las páginas del libro se conocen las múltiples historias y los variados escenarios en que ocurren, pero queda la sensación de que el autor no nos ha contado todo. Como tal, es un demiurgo. Ernest Hemingway defendía esta postura del escritor de no darle todo al lector, y que eso que se ocultara fuera una parte importante para el armado de la historia. Viajes inesperados deja este sabor de boca: lo que Víctor se ha guardado tiene que inferirse durante la lectura, pero no es una ruta que se hace a ciegas, el zapotlense la hace de Virgilio en esos subterráneos sobre los que se sostiene el libro. Aquí aparece una pista, allá siembra una duda, más allá revela un detalle, y en otro sitio despeja incógnitas que venían persistiendo desde el inicio. La novela como género, se sabe, es un artificio. Una vía (un pretexto, si se quiere) para contar, para atraer la atención y entonces, malabares de por medio, encandilar con palabras. Y como artificio, uno de sus recursos es el lenguaje. En anteriores trabajos (recordemos que Víctor ha escrito poesía, cuento, novela, ensayo, crónica y ha hecho periodismo) el también autor de La medida ha demostrado ser un reinventor del lenguaje, de sus posibilidades, de sus atributos y de sus revelaciones. Cada uno de los cuatro bloques de Viajes inesperados (Los pastores nómadas, Viajes inesperados, Historia de dos cuerpos y Retorno al reino imaginario) apela a un lenguaje que pasa por la inventiva y acaba en la tradición, o viceversa, comienza en la tradición y acaba en la inventiva. Lo que hace el lenguaje, en última instancia, es evidenciar lo que la estructura de la novela tiene para el lector, es como su Lazarillo en un entorno oscuro. La prosa, sin embargo, se cuece aparte. Porque Viajes inesperados es también un libro revelador, que en un momento nos aprisiona y en otro, casi enseguida, nos deja estar quietos, con un respiro regular y medido. Esa es una de las cualidades de la buena prosa, que puede encandilarnos por largos pasajes hasta que, en la solución del drama, deja de lado su hipnotismo para dejarnos en un estado de placidez inigualable. Y ese es otro atributo de la novela de Víctor Manuel que quiero señalar, la prosa, cuidada, sumamente trabajada, como si cada palabra fuera puesta una detrás de otra con tal precisión y esmero que uno bien podría detenerse en cualquier renglón y apreciar el esfuerzo del narrador embebido en su tarea. Pregunta y respuesta. Respuestas. Preguntas. Tal es el leit motiv que hace avanzar la novela. Por último, Viajes inesperados da la idea de un cubo de Rubik. Es un libro inesperado por lo que tiene de no convencional, de híbrido, de inclasificable incluso. Desde el principio de este texto al libro yo lo he catalogado como novela, lo leí como novela y lo concibo como novela. Sin embargo, dadas sus cuatro aristas, esos cuatro bloques que lo dividen y lo unen en un todo indivisible, como un cubo de Rubik su armado da al lector para posibilidades infinitas y coloridas, y tras los intentos fallidos no queda nunca la sensación de fracaso, sino de un placer quedamente paladeado, hasta quedar bien hartado, ahíto pues. Tonalá, enero de 2020 Entrevista
Víctor Manuel Pazarín Soñar es una forma de escribir Martha Eva Loera Foto: Abraham Aréchiga Víctor Manuel Pazarín está convencido de que la imaginación y el sueño son un viaje, y de que siempre ocurre algo cuando una persona se traslada de un lugar a otro y está abierta a la percepción. El viaje para él siempre es una sorpresa, y lo inesperado siempre lleva hacia algo desconocido, aunque sea cotidiano, como lo evidencia en Viajes inesperados, su último libro publicado bajo el sello de editorial Keli. El libro está compuesto por textos divididos en cuatro partes: “Los pastores nómadas”, “Viajes inesperados”, “Historia de dos cuerpos” y “Retorno al Reino imaginario”. Los textos provocan en el lector la sensación de asistir a un concierto rico en matices, colores, sensaciones y notas musicales. La primera parte inicia con evocaciones al campo y los pastores. Posteriormente las notas se tiñen de rareza en Eutropia, una ciudad imaginada por Ítalo Calvino, en el libro de Ficción Las Ciudades invisibles”, pero en el caso de Viajes inesperados coincide con Guadalajara en una realidad paralela. Es una ciudad literaria con su propia lógica donde lo extraño y fuera de lo común tiene carta de normalidad y lo considerado normal, como un simple estornudo, es raro y puede ser objeto de sospecha. La tercera parte puede ser imaginada primero, en blanco y negro, en ambientes lluviosos, continúan escenas campiranas, alegres, soleadas, el libro remata con un ambiente donde el sueño se confunde con la realidad hasta el punto de que el lector no distingue entre ambos. “Los pastores nómadas” surge en 1996 como juego y necesidad por teorizar sobre temas como la metáfora y lo que significa el símbolo poético. En esta parte la poesía está presente. Los textos son pequeñas historias donde se describen asuntos que tienen que ver con la teoría literaria y con la imaginación”, explica el autor. El segundo libro “Viajes inesperados” fue escrito entre noviembre y diciembre de 1997, cuando Víctor Manuel Pazarín trabajaba en un edificio ubicado por las avenidas Alcalde y Los Maestros. Enfrente estaban apuntalando el edificio de la Secretaría de Educación Pública. El autor cuenta que había muchos trabajadores y unas estructuras extrañas para el entorno. Él tenía que cruzar un pasillo muy largo todos los días, y vivió momentos singulares. “Atrás de la construcción se instaló un circo, y todo me llamaba a la imaginación y la escritura. De pronto, me sorprendía y me angustiaba, y me parecía que no era yo. Entonces en esos estados alterados escribí textos de todo lo que me ocurría durante el día, mientras trabajaba. Yo escribía sin pensar, sin saber qué escribir, y en ese orden un tanto sonámbulo fue que surgen esos textos, y el título del libro porque esos viajes fueron como intermitentes”. Los pequeños textos que componen esta segunda parte están escritos como impresiones, a la manera de un diario, de acuerdo con las vivencias cronológicas del autor. Hay algunas que se entrelazan y forman parte de una historia. Se conjugan la crónica y el cuento. Los desenlaces dejan muchos hilos a la imaginación de los lectores. Los cuales se convierten en colaboradores del autor. De manera que cada uno podría leer una historia distinta. El tercero y cuarto libro fueron escritos entre el año 2004 y 2005, al mismo tiempo que escribía la novela Miedo al vacío. Fue un sábado, después de una plática con un amigo, cuando Pazarín se dio cuenta de la relación que existía entre los textos que conforman Viajes inesperados, y decidió reunirlos en un libro, ya que concluyó que estaban hermanados. Para ti, ¿qué es el viaje? Un viaje puede resultar de la cama al baño; del baño al comedor o de la sala hacia un espacio o un jardín. Siempre ocurren cosas cuando uno está abierto hacia la percepción, y en realidad, éste es el viaje. Para mí la imaginación y el sueño son un viaje. Éste es un traslado hacia alguna parte ¿A cuál?, no sé, pero siempre nos lleva a un lugar. El viaje es siempre una sorpresa, y lo inesperado siempre nos lleva hacia algo desconocido, hacia algo que no sabíamos, aunque sea cotidiano. Entonces para mí la imaginación es un viaje, para mí el sueño es un viaje. Mientras escribías la segunda parte del libro “Viajes inesperados”, ¿qué motivó tu estado alterado? Nunca lo supe. Me parece que fue un momento de gracia. Pocas veces ¿verdad?, y ese año fue muy singular: había nieve en Guadalajara, la ciudad sufrió cambios, yo sufrí cambios, soñé mucho, y de manera persistente. Algo que ya no me ocurre con tanta frecuencia, y eso es para mí doloroso porque soñar es una forma de escribir, es una forma de construir y reconstruirte todos los días. Yo creo que sí sueño ahora, pero no recuerdo los sueños. En aquel entonces venían cambios en mi vida. ¿Como cuáles cambios se acercaban a tu vida? Yo tuve que abandonar a mi anterior familia y una casa que amaba. Hablo de una casa física, y tuve que dejar poco después un trabajo donde había laborado alrededor de diez años, y había preludios. Hay textos en este libro que para mí son como premoniciones, muchas de las cuales están ocurriendo hoy. La segunda parte describe una ciudad muy extraña, con su propia lógica, está envuelta en el misterio, donde lo raro es lo cotidiano, y esto se rompe por la normalidad del plano real o por hechos que no causarían sorpresa…. Para yo tranquilizarme de estar solo en un edificio tan grande, tuve la necesidad de escribir todo lo que me ocurría como aquél que va por el campo o por el bosque y comienza a silbar porque tiene miedo. Entonces para sentirme acompañado entre noviembre y diciembre de 1997 comencé a escribir. En ese tiempo yo no miraba normalmente. Lo veo ahora, y lo vuelvo a confirmar, que los estados, la imaginación y mis sentidos estaban totalmente de otro modo. Quizá por eso, la escritura de esos textos me gusta mucho. Me resulta un tanto difícil volver a esa escritura. Lo he intentado, no puedo. Yo creo que me falta lo que tuve en esos años. Posteriormente cuando escribí “Historia de dos cuerpos” y “Retorno al Reino Imaginario”, volvieron esos estados alterados. En “Historia de dos cuerpos” hay un cuento con el mismo título que asocio con El Cascanueces y el rey de los ratones, de Hoffmann. Todo empieza con magia, y en el caso de tu libro uno como lector se imagina siempre un ambiente gris u oscuro y lluvioso donde ocurren sucesos increíbles... Ese libro en realidad cuenta la historia de mi mujer Deana Molina y yo, cuando nos conocimos y crecimos en nuestra relación de pareja. Mi idea era hacer un homenaje a ese momento, pero me resultó complicado narrarlo directamente, y de pronto, los estados alterados me dieron la pauta para que fuera un texto poético más que narrativo. En esta tercera parte conjugo muchos géneros. Entonces hay una mixtura envidiable. Me encantaría volver a esa posibilidad porque para mí la literatura no tiene que entregarse a un solo género, sino más bien debe conformarse como un ente espiritual, de imaginación y, por su puesto, con un mecanismo del lenguaje, el cual es sencillo y no lo es en esos textos. “Historia de dos cuerpos” narra otras historias que tienen que ver con el conflicto humano de la violencia. Todo el mundo hemos sufrido violencia o hemos sido violentados, además está acompañado de música de Feng Shui. Ese libro lo escribí escuchando ese tipo de música. ¿Cómo fue que escribiste “Retorno al reino imaginario”? Está basado en una secuencia de sueños que yo tuve. Yo soñaba y escribía. A veces el sueño se detenía y continuaba la siguiente noche. Lo que no me ha vuelto a ocurrir jamás. De algún modo la literatura nos lleva a encontrarnos con esos estados subconscientes. El libro me resulta interesante, intenso y loco. Confronta y exige mucho, pero da también mucho. Habla de un espíritu en el que reina la imaginación. Otro constante en las dos últimas partes de tu libro, así como en obras anteriores como Cazador de Gallinas es el erotismo, ¿cuál es la razón? Creo que el erotismo y la sexualidad es lo que nos hace seres humanos. Entre el lenguaje y el erotismo hay una correspondencia. Es decir, nos completamos. Lo que el lenguaje nombra el cuerpo lo dice, y viceversa, entonces tanto el lenguaje como el erotismo nos hace humanos. El perro, por ejemplo no es erótico, tampoco pronuncia palabras. Tu libro es como un concierto… ¿tratas de trasmitir música con tu libro? Yo podría dejar de leer poemas, pero dejar de escuchar música sí me dolería porque ahí encuentro la poesía y las historias. Entonces, ¿quien lee tu libro asiste a un concierto? Ojalá. Dos cuentos para niños
Para Ana Karol y Luis Renán, mis nietos La nube y el conejo Juan subió corriendo hasta lo más alto de la loma y se recostó para mirar el cielo. Había una parvada de nubes que se deslizaban en lo más alto, contrastando con el intenso azul. Luego las nubes se detuvieron y se acumularon ante la mirada de Juan, quien cerró los ojos un instante cuando el sol las iluminó, encandilándolo. Abrió después los ojos y escuchó unos ruiditos: hojas secas que se quebraban. Y sintió una presencia a su costado izquierdo. Volteó a toda prisa y se llevó una enorme sorpresa: a su lado estaba un conejo blanco con gris. También, como Juan, contemplaba las nubes en lo alto del cielo. —Son hermosas, verdad —dijo el conejo a Juan, quien abrió desmesuradamente los ojos, al tiempo que, como impulsado por un resorte, se levantó. Miró al conejo y le preguntó: —¿Cómo es que tú hablas, si eres un conejo y los conejos no hablan? —De donde vengo —respondió el conejo— todos hablamos… —Pero… —Calma, Juan, y sigue mirando el cielo. ¿Ves las formas que están tomando las nubes? ¿Qué figuras ves? Juan se volvió a acostar en la tierra y miró con atención. —Allá está un elefante, ¿lo ves? Y más allá un camello… —Yo veo una gran tortuga y un caballo corriendo —dijo el conejo. Juan miró con mayor firmeza y logró ver que de nuevo se iluminaban de pronto las nubes. Y cerró otra vez los ojos, pero alcanzó antes a distinguir las largas orejas de un conejo y su colita gris. —Mira, allá está un conejo que se parece a ti. ¿Lo ves? —le dijo Juan al conejo. —No se parece a mí, soy yo. ¿Acaso no sabes que yo soy una nube? —dijo el conejo. Juan abrió miró hacia donde estaba hasta hace un instante su amigo el conejo. Pero ya no estaba. Lo que vio fue una borla de nube que volaba hacia donde estaba el conejo de nube. Juan abrió la boca y dijo: “¡Oh!” Y el conejo, desde lo alto del cielo, lo saludó con su manita gris… El ruidito que se oye —¡Uuuuuuu¡ ¡Uuuuu! —escuchó Juanito y se asustó. Se había quedado solo en la casa de su abuela, a la que había ido a visitar. La abuela vivía en el campo, y Juanito, que vivía en la ciudad, no estaba acostumbrado a los sonidos del campo. Sintió miedo. Se arrinconó junto al fogón de la cocina. La cocina, donde había almorzado con su abuela antes de que ella le dijera: —Juanito, voy a salir un momento, no salgas de la casa. No tardaré… Y Juanito dijo “Sí, está bien, abuela”. Pero ya solo, cuando volvió a entrar en la casa y su abuela se había perdido en el recodo del camino, comenzó a escuchar el ruidito. Y tuvo miedo. Entonces se fue corriendo a la recámara y miró por la ventana el camino: había muchos pinos y árboles de distinto follaje. Había vacas y caballos pastando. Y, a lo lejos, arriba de un cerrito, unas casas. Era allí a donde había ido su abuela a visitar a unos amigos. Pero Juanito escuchaba: —¡Uuuuuuu¡ ¡Uuuuu! —el ruidito se escuchaba con mayor intensidad cada vez. Y ansiaba que su abuela volviera, pero tardaba. Fue que volvió a mirar por la ventana para ver si regresaba su abuela. Y observó que las copas de los árboles se movían con fuerza. Y un remolino se levantaba a lo lejos y caminaba hacia la casa. Se fue a refugiar, muy asustado, a la cama. Se cubrió con las cobijas y se tapó los oídos. El ruidito persistía y cada vez más fuerte. “Tengo que saber de dónde viene ese ruido”, se dijo. Y se armó de valor y salió al camino. Justo en ese momento apareció su abuela. Un puntito lejano. Era ella. Juanito corrió por el camino levantando una polvareda a su paso. Al llegar a donde su abuela, Juanito quiso decirle lo de los ruiditos, pero no pudo. La abuela traía un papalote en sus manos. Y se lo entregó al tiempo que le dijo: —Mira, Juanito, lo que mandaron mis amigos, un papalote para que lo vueles, ahora que es el tiempo del viento. Entonces Juanito, sorprendido, pensó que era el aire el que hacía esos ruidos. El viento entre los árboles chocando con el cielo. Al poco rato Juanito ya volaba su papalote, muy feliz. Su abuela había sacado una sillita a la puerta de la casa y lo miraba llena de contento. Azul, el papalote se confundía con el cielo y las nubes, que se movía para dejar que el viento pasara… © Víctor Manuel Pazarín Algunos apuntes de memoria
Víctor Manuel Pazarín Gabriel García Márquez El escritor colombiano Gabriel García Márquez, quien gran parte de su vida vivió en México y mantuvo una relación muy fuerte con la Universidad de Guadalajara y la Feria Internacional del Libro, el 21 de octubre de 1982 se convirtió en el primer escritor colombiano —y el cuarto latinoamericano— en recibir el Premio Nobel de Literatura. Su novela cumbre, Cien años de soledad, que se publicó en Argentina en 1967, fue escrita en la Ciudad de México, y es uno de los motivos por el cual la Academia Sueca se fijó en él y en su obra. La Academia Sueca al conceder el premio al narrador colombiano, en su declaración oficial, en la que argumentó las razones por las cuales motivaron la decisión, adujo que: “La publicación de su novela Cien Años de soledad en 1967 proporcionó a García Márquez un reconocimiento internacional de desacostumbrada magnitud. La novela se tradujo a un gran número de idiomas y se ha editado en millones de ejemplares. Nuevas generaciones de lectores siguen comprándola y leyéndola con un interés que no disminuye. Un éxito de tal calibre, conseguido con un solo libro, podía haber sido fatal para un escritor que no tuviese los recursos de que dispone García Márquez. […] Con sus narraciones García Márquez ha creado un mundo propio que es un microcosmos. En su tumultuaria, desconcertante y, sin embargo, convincente autenticidad, este microcosmos refleja, con gran claridad, un continente con sus riquezas y miserias humanas. Quizás más aún: Un universo donde las fuerzas unidas del corazón humano y de la historia desbordan una y otra vez los límites del caos —matando y creando.” La novela se había traducido y publicado a casi todos los idiomas, menos a uno: el chino, que fue quizás el último en traducirse, porque el escritor se había negado a ceder los derechos a ese país asiático. Sin embargo, en 2011 García Márquez dijo “Sí”. Harold Bloom La reciente muerte del crítico literario y ensayista Harold Bloom, vino a recordarnos la importancia de la lectura. Su leyenda dice que de niño devoró, literalmente, gran parte de los libros de la inmensa Biblioteca Pública de Nueva York, que alberga obras de todo el mundo y en casi todos los idiomas, como una especie de Babel ubicada en 476 5th Ave. de la Gran Manzana. Sus obras más importantes, y leídas en castellano, son: Shakespeare: La invención de lo humano (1998), El Canon occidental: Los libros y la escuela de las edades (1994) y Cómo leer y por qué (2000), en el que defendió el placer de leer por leer y de leer en orden, en el prólogo de este gran libro dice: Importa, si es que los individuos van a retener alguna capacidad de formarse juicios y emitir opiniones propias, que sigan leyendo por su cuenta. Qué lean y cómo —bien o mal— no puede depender totalmente de ellos, pero el motivo (el porqué) debe ser el interés propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia, pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio último es universal. Harold Bloom, fue hijo de una familia judía ortodoxa, cuyo padre era un trabajador de la confección, fue uno de los críticos literarios más influyentes del pasado y presente siglos, murió el pasado 14 de octubre en un hospital de New Haven (Connecticut) a los 89 años, y había nacido en el barrio neoyorquino de Bronx en 1930. Luisa Valenzuela Para la narradora y ensayista argentina Luisa Valenzuela, la escritura no es un asunto solamente mental, sino —y sobre todo— algo corporal. Y se podría decir que también una labor que pone en relevancia una postura política ante el mundo. Por esa razón toda su obra está en el punto del feminismo, del que ha dicho en una conversación con las periodistas Ángela Fernanda Vitale y Florencia Vidal Domínguez: Soy una feminista nata, me corre por la sangre. Me importa mucho la lucha de la mujer para alcanzar su verdadero y justo lugar en un mundo configurado por los hombres desde tiempo inmemorial. El papel de la mujer en estos tiempos es de enorme importancia. En su narrativa ha desarrollado historias que, luego en sus cuadernos de ensayos ha justificado de manera impecable, su sentir y su pensamiento sobre los temas que le son esenciales: el poder, el deseo y el lenguaje. Para Valenzuela es fundamental involucrar el cuerpo en la escritura, y ha declarado en esa conversación que “hace mucho que lo siento, que se escribe con el cuerpo, que el cuerpo está implicado en la escritura, absolutamente, porque estás escribiendo con tu respiración, con tu libido, con todas tus hormonas, toda la fisiología puesta en juego en el momento de la creación. Por eso mismo decimos que escribir puede ser peligroso…”. Lo mejor de su obra está en: Peligrosas palabras y Escritura y Escritura y secreto: viaje alrededor del misterio (ensayos); Aquí pasan cosas raras y Cambio de armas (narrativa). El domingo 1 de diciembre abrirá el Salón Literario Carlos Fuentes en el Auditorio Juan Rulfo de la FIL Guadalajara. David Huerta Hijo del poeta Efraín Huerta, David ha creado por separado de su padre una obra lírica que ha logrado convertirse en una propia voz. Se dio a conocer con El jardín de la luz (1972), un libro de juventud, pero quizás sus mejores libros sean Cuaderno de noviembre (1976), Versión (1978), Incurable (1987) e Historia (1990), en los que deposita su visión del mundo y, a la vez, sus temáticas más frecuentes. David ha creado una voz personalísima que describe las influencias de la filosofía que Huerta adquirió en sus estudios formales en la UNAM. Hace unas semanas fue declarado ganador del Premio Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) de Literatura en Lenguas Romances 2019. Sobre la poesía ha dicho que “siempre es vigente y siempre ha sido útil, aunque no pertenece al círculo de las grandes empresas de consumo masivo de entretenimiento”. Para David Huerta “la poesía no es solamente algo que se hace, como poner una palabra detrás de la otra en la computadora o en la hoja en blanco, sino es aprender a vivir de una manera que yo llamo vivir con los ojos y los sentidos abiertos”. “En la utilidad de la poesía está su vigencia y no es una vigencia inmediata; es una vigencia que se va desplegando a lo largo del tiempo”, agregó. © Víctor Manuel Pazarín Luisa Valenzuela
De la escritura a la verdad y viceversa por Víctor Manuel Pazarín De la escritora argentina Luisa Valenzuela (26 de noviembre de 1938, Buenos Aires), he leído cuentos sueltos y algunos de los capítulos de sus innumerables novelas, pero sobre todo he intentado aprehender de dos de sus más representativos libros de ensayos: Peligrosas palabras y Escritura y secreto: viaje alrededor del misterio, ambos publicados en los primeros años de este siglo, en los que vierte sus obsesiones narrativas a manera de pensamiento: el poder, el deseo y el lenguaje. Me agrada pensar en ella como la periodista que es (siempre he creído que los mejores son excelentes narradores) y la mujer viajera (para ver mejor nuestra propia realidad, la de nuestro país, son importantes los viajes), pero sobre todo saber que a sus ochenta años es una persona lúcida y una enormísima mujer de su tiempo. Sus estancias han sido en París, Nueva York, Barcelona y la Ciudad de México, como huyendo mas siempre quedándose: porque desde esos espacios ha sabido mirar los horrores de la dictadura de su país, mirarse, sentirse y saber sobre qué es el deseo y comparar los significados de su otra obsesión —que debería ser de todo escritor—: el lenguaje. Sobre su aprendizaje del oficio de la escritura, alguna vez le respondió a Victoria Ríos Castaño (Les Ateliers du SAL, 2017) lo siguiente, que da un panorama completo de los que es y será siempre Luisa Valenzuela: Fue sin quererlo. Soñaba con ser o hacer de todo, ser científica, trotamundos, aventurera. Era una lectora voraz y estaba rodeada de gentes de letras, pero la escritura no estaba dentro de mis planes. Hasta cuando, a mis 17 años, me aseguraron que el periodismo englobaba todo lo que yo quería ser o hacer, y les creí. Y me fui adentrando a tientas por ese camino periodístico, y un buen día escribí un cuento para demostrar que no era tan difícil hacerlo, y dicho cuento, que en un principio se tituló “Ese canto”, es hoy “Ciudad ajena” y sigue circulando. Como en mí sigue circulando la certeza de una vocación. En esa entrevista, se pinta a ella misma y nos ofrece sus secretos y nos adentra en la perspectiva de lo que es y significa para ella su propia escritura, sus viajes y sus obsesiones. Tal es su claridad de las cosas que rodean su vida que permite un doble aprendizaje: el conocerla y conocer el producto de su vida: la escritura. En 2001 definió lo que para ella ha sido —y es— su trabajo: “Escribo contra aquellos que creen tener todas las respuestas. Espero que cada uno de mis libros sea un semillero de preguntas que genere más preguntas y por suerte casi ninguna respuesta”. Sus palabras, al menos para mí, han sido un camino hacia mis propias preguntas, y son esenciales: nadie que considere que la escritura es un asunto trascendente en su vida puede dejar de lado preguntarse sobre la realidad de las cosas: su país, su cuerpo, su objeto-materia de trabajo. “El escribir con el cuerpo lo siento físicamente, como un fluir de la energía. Y lo del poder de la palabra, bueno… no necesita ejemplo, lo vemos a diario con el descaro con que circulan las posverdades y las falsas verdades”, ha dicho. La lectura de la obra de Luisa Valenzuela, en todo caso, ha sido una lección de rigor, una manera y un camino. Un espacio para la conversación sobre temas que, de uno u otro modo, son inherentes a todo ser humano que está atento a los acontecimientos de su propia realidad —exterior e interior. Porque, en definitiva, lo que ocurre adentro de uno está íntimamente ligado a la realidad de su circunstancia. Y se debe tratar de descubrir y domeñar lo que secretamente nos invade. Estos es, nuestra imaginación erótica pudiera ser trastocada por una circunstancia política equis de nuestro país; y nuestro lenguaje podría por tanto contaminarse por las mismas circunstancias, entonces es prioritario que cada uno de nosotros reflexionemos en cada tópico que incumbe al poder, el deseo y el lenguaje, ejes que nos circunscriben en un espacio-tiempo, pero también nos conforman como seres humanos. No pensar el poder, el deseo y el lenguaje, sería como no estar vivos. Sólo los muertos no se enteran de nada. Y no saber de nosotros y nuestra circunstancia es una muerte en vida. Y eso no, nunca. No nos lo permitamos, como Luisa Valenzuela no se lo ha permitido. Leer su obra, estoy seguro, nos ayudará y será de enorme provecho en ese camino. © Víctor Manuel Pazarín De la aldea a los libros,
de la vida a la poesía La lluviosa tarde del pasado sábado 7 de septiembre, en el Andador Coronilla en el Escarabajo Scratch Bar de Coronilla 28, en la zona Centro de Guadalajara (que se halla justo enfrente de la casa donde alguna vez vivió María Félix, cuando aún no era ni actriz ni la “Doña”, sino la bella y joven madre de Enrique Álvarez Félix solamente), el ensayista y narrador Juan Fernando Covarrubias y el ensayista e historiador de la literatura jalisciense Pedro Valderrama Villanueva presentaron mis más recientes libros: Enredo (poesía/Archivo Histórico Zapotlán el Grande, 2018) y La vuelta a la aldea (ensayos/Keli Ediciones, 2018), los textos de la presentación son los siguientes: Uno La poesía en la vena Juan Fernando Covarrubias * Soy un infrecuente lector de poesía. Como lector no tengo disciplina. Leo, sí, bastante, pero no sigo una ruta predeterminada o trazada sesudamente en tardes y noches de pensamiento tenaz. Por ello, reitero, a la poesía llego como sin querer, de un modo infrecuente. Esto que estoy diciendo, esta confesión, quizá invalide los renglones siguientes: porque mis acercamientos a la poesía, hasta ahora, han sido menores o, por decirlo de algún modo, tibios. Esto no obsta para que, ya encarrilado, la poesía me emocione, me cuente cosas, como lo hace la literatura en general. Y podría citar como prueba de lo que digo los nombres de poetas que me han prácticamente atenazado por el cuello, impidiéndome el regular respiro y el sosiego, pero no lo haré porque estoy seguro de que tengo una torpe forma de leer poesía (como torpes son mis formas en otros quehaceres, en otros mundos). Sin embargo, lo que sí puedo hacer es describir mi reciente querencia con la poesía: como un nuevo amor, o viejo, si se piensa, con Octavio Paz, que el poema se apoya en el lenguaje que nos es elemento insustituible en la cotidianidad más llana. Y para hacerlo, no podría haber mejor principio que citar algunos versos entrañables, definitorios, poderosos, contenidos en Enredo (Archivo Histórico Zapotlán el Grande, 2018) de Víctor Manuel Pazarín: Es un fantasma el que come a mi lado. Es un hombre sin esperanza, a punto de morir. En el plato y la olla, navega un pescado con el cuerpo destruido. En la mesa, el salero es una diminuta constelación: las estrellas lanzan sus tímidas luces. Si la sal se desparramara ahora, sería como si la noche enviara sus astros. Y esos astros nos cegarían. (“Caldo”, en La medida, poemario que Víctor escribió de 1988 a 1996, y que publicaría ese mismo año de 1996). La querencia comienza en la vena. La poesía en la vena. O en las venas. Es decir, desde los adentros. Más que sangre, por las venas han de correr versos (por lo menos, en Víctor, seguro), versos que se apuran a vaciarse en la hoja. Si se piensa en Ezra Pound, a propósito del ejercicio/oficio de la poesía, se cae en la cuenta de que fue, esencialmente, poeta, y que luchó por serlo toda su vida. Lucha y vida fueron sinónimos en él. En ese sentido, Víctor se le emparenta, se le parece en su esfuerzo cotidiano por ser un poeta en la vida, por andar por la vida como un tipo que se distingue de los comunes porque encuentra en lo efímero y lo anodino un motivo de celebración, un motivo de escritura, un motivo para versear. Hacer poesía no es una tarea a la que le rehúya, pero sí en la que se desangra y se embarca con alegría y dolor. Para muchos no es desconocido que Paz es, de algún modo, el padre poético de Víctor, su ars pater (si se pudiera llamar, articular de ese modo). Otro tanto habría que decir del jerezano López Velarde y del británico-estadounidense T. S. Eliot. Si Paz entendió que la voz poética sería el vehículo por medio del cual podría afincar una posición frente al mundo y los otros, no como obstáculo sino como entraña abierta y poderosa, Víctor pronto supo que la poesía sería su lenguaje, esa patria que en el escritor no tiene defectos ni virtudes, solamente es el sitio desde el cual se parte y el sitio al cual, pasado el tiempo y la escritura, se llega, como medio y meta final. No hay pierde. La poesía es lenguaje y el lenguaje, es todo, corazón, vísceras y emoción. Abatido, con la sutil maquinaria del/ corazón gastada, finjo/ estar enamorado de la vida. Pero en la calle, en el/ bosque, en los profundos aires,/ el ronroneo/ momentáneo de la muerte ya se escucha.// Y me tumba los dientes (apestados e inservibles)/, me enflaquece los brazos, me casca la voz.// Es vana la esperanza. Es una llamada absurda/ que dejo pasar. Y en el viento que se arquea/ como una vara seca se presiente la nada. (“La muerte” en La medida) La poesía —o el poeta— recurre a dos clases de imágenes, según Antonio Machado: las que expresan conceptos y las que expresan intuiciones; voluntaria o involuntariamente, agregaría yo. La poesía de Víctor, no tengo duda, se decanta por las intuiciones, pero también por los conceptos: nombrar, porque la poesía es nombrar, lo que sea que cada poeta quiera nombrar. Y Víctor nombra, le pone nombre a aquello que, en los más, es innombrable, indefinible. Labor del poeta, labor del vate que desnuda más que señalar, que muestra más que inventariar, que embellece más que denostar. T. S. Eliot se pregunta: “¿Cómo y a quién se lo voy a decir (el poema)?”. A quién he de hacer sentir con mis versos, creo que se pregunta el poeta estadounidense. Y esa pregunta, por extensión, le acomoda a Enredo, o particularmente a La medida, a Ardentía, a El cantar, a Los dones matinales… A quién, Víctor, hace sentir, preguntarse, removerse en sus cimientos y hallarle un punto de quiebre a los adentros. Sigo con La medida: Por mucho tiempo/ postergó/ la visita/. Fue entonces,/ sólo para oír/ de labios de su padre/ la última frase,/ la más contundente/ que le escuchó/ y aunque le duele/ recordarla,/ en su mente resuena/ “qué cuentas, padre”/ —Puras desgracias/ Y se murió. (“La visita”) En todo momento uno corre riesgos, más aún cuando se trata de definir un libro, una novela, un cuento, y máxime si se trata de un poema. ¿Qué valorar? ¿Por dónde empezar? ¿Qué considerar y qué, dejar de lado? Por consecuencia, sé que corro un gran riesgo si declaro que Enredo es un compendio emocional. Pero me arriesgo, y lo hago convencido de lo que he leído y encontrado en los poemas de los distintos libros reunidos en este volumen. Hago un alto porque no quiero que se malentienda esto que digo: esta selección, esta reunión (me gusta ese término, reunión, poemas que se congregaron en un punto para mostrarse); esta reunión de poemas de una vida de trabajo poético no carece de atisbos de lógica, de armazones como un edificio con líneas verticales y horizontales, de formulaciones que siguen cierto acomodo, de declaraciones de amor y dolor que siguen una determinada estructura –todo poema es una estructura–, de guiños inteligentes en versos y en entreversos, entreverados. Sin embargo, esta especie de declaración poética de Víctor que es Enredo —porque un poema también es una declaración íntima y pública al mismo tiempo—, tira más por ese sendero que conduce a la celebración de las emociones y las intuiciones por lo que tienen de entrega y alma. La tarde gris se está iluminando:/ Él la mira aparecer tras de la puerta, subir las escaleras --blusa negra, pantalón azul--: sus pies desnudos la hacen ver desnuda. Él aprecia su extraña belleza: por las grises calles de la ciudad Ella es un sol intenso que aparecería en el mundo la mañana de un día después… (“Bajo un cielo verde; bajo un fresno en sombra”, II, en Ardentía, 2000) Víctor se va por las ramas, porque Enredo es un gran árbol con múltiples ramificaciones. Como lectores, no teman adentrarse en Enredo, les aseguro que encontrarán reflexiones surgidas de deliberaciones sesudas y emotivas, de una revisión que hizo el poeta de sus motivos y querencias; todo esto puede conducir a momentos epifánicos, a advertir en estos versos una riqueza que no puede pasar desapercibida y, al percibirla, no desecharla sino amasarla para sí, para el regodeo y disfrute total. Extraviado, después del beso, de acariciar su mano, de tocar su espalda Él ya no sabría el camino sino hacia Ella. Ella se deslizó hacia su vida. Y se cerró para abrirse en Él… (“Bajo un cielo verde; bajo un fresno en sombra”, III, en Ardentía, 2000) Colofón Explicación falsa de mi presentación Por último, quiero decir que hace unas semanas, en su departamento de Tonalá, con la ciudad más allá de la ventana, compartiendo una tarde de whiskies, Víctor me invitó a estar aquí este día. Entre otras cosas, entre trago y trago, y entre confesión y confesión, Víctor me dijo que Enredo era el primero de sus libros de poesía. Su primer libro de poemas. No una antología, me aclaró en ese momento, sino una reunión de poemas que ha escrito a lo largo de muchos años de entrega a la literatura, a lo largo de muchos años de vida. En estos días he querido entender qué quiso decir con eso de que se trata de su primer libro de poemas (porque sabemos que ha escrito y publicado unos cuantos), y tengo, creo, una primera aproximación: Enredo constituye una mirada renovada a las viejas formas del pasado; Enredo es, ni más ni menos, el origen desde el cual Víctor entra en la vida para celebrarla y para, cuando se lo merezca, hacerla pedazos. Tonalá, septiembre de 2019 Dos Víctor Manuel Pazarín: estudioso de las letras de Jalisco Pedro Valderrama Villanueva * Yo escribo ensayos para pagar una deuda —Víctor Manuel Pazarín Uno de los géneros que más escasea en el medio literario de Jalisco es el ensayo. El gusto por el estudio y difusión de nuestros autores es una actividad reservada curiosamente para pocos. De ninguna manera pensemos que se deba a que las musas de la crítica o los dioses del olimpo solamente iluminan a unos cuantos dichosos y cuyos destinos, asimismo, están encaminados a grabar su nombre en letras de oro en las páginas de la historia de la literatura regional debido a la escasez de estudiosos que circulan. Temo que de ninguna manera es así. El estudioso de las letras está, por lo general, en resguardo en algún cubículo universitario y cuyos frutos se publican en revistas académicas muchas veces ininteligibles y libros engorrosos y soporíferos y, por si fuera poco, de nula circulación; muchas veces éstos son producidos sólo para cumplir con las exigencias y los estímulos monetarios que ofrece su universidad y la infinita lista de requisitos que solicita el Conacyt. Libros, pues, que difícilmente le pueda llamar la atención a un lector curioso e interesado en algún autor o tema literario. Estos productos académicos desgraciadamente, muchas veces, vacunan a los poquísimos lectores a no interesarse por la fascinante actividad que es la investigación literaria. Considero ocioso en este espacio nombrar a nuestros estudiosos de cubículo que destacan en el medio universitario regional, pues, como ya mencioné, sus productos están destinados a poquísimos lectores, a una audiencia de minorías, a la clase elite de las letras. Más bien quiero referirme a los estudiosos que escriben, sin comprometer la calidad de sus textos desde luego, tanto para el lector especializado como para el curioso, el aficionado. Aquel estudioso que se adentra al tema, en ocasiones, con más entusiasmo que con certeza teórica, con la intención de difundir o rescatar del olvido a un escritor del pasado. En este apartado cabe destacar el trabajo de estudiosos destacados como Juan B. Iguíniz, Ramiro Villaseñor, Adalberto Navarro Sánchez, Ernesto Flores, Sara Velasco, Luis Alberto Navarro y los investigadores universitarios Silvia Quezada y Wolfgang Vogt. A esta breve y selecta lista ahora se suma: Víctor Manuel Pazarín (Zapotlán el Grande, 1963), quien, a través de su volumen de ensayos, La vuelta a la aldea (Keli Ediciones, 2018), aborda un abanico amplio de escritores mexicanos de los siglos XIX y XX, como Juan José Arreola, Guillermo Jiménez y Juan Rulfo, por ejemplo. Pazarín no es de ninguna manera un debutante dentro de este campo, pues, además de ser un destacado narrador y poeta, es autor de Retrato a cuatro voces. Arreola y los talleres literarios (1994) y Arreola, un taller continuo (1995), donde nos muestra sus dotes de investigador y del difícil oficio de llevar a cabo la entrevista de fondo. Ya desde 1987 Víctor Manuel Pazarín incursionó en el periodismo cultural; el autor nos revela al respecto: “Mi gran taller de cuento y periodismo fue El Financiero. En poesía, el [taller] de Ricardo Yánez, a quien considero mi maestro”. Estamos, pues, ante una obra crítica titánica, son más de treinta años dentro de este campo. De hecho, Una vuelta a la aldea es apenas el primero de seis volúmenes que nuestro autor tiene en preparación. Es decir: si concreta este ambicioso proyecto, estaremos ante una de las obras críticas más extensas en Jalisco. La vuelta a la aldea contiene catorce textos escritos con una diversidad amplia de estilos y donde las fronteras entre los géneros de repente se borran, de éstos siete fueron publicados en el suplemento o2 Cultural, entre 2011 y 2013; “El infinito Arreola” y “La muerte como recurrencia”, fueron anteriormente publicados en la revista capitalina Tierra Adentro, en 1998 y 2000, respectivamente; “Rosas Moreno retorna a la aldea”, en su blog Barcos de papel, en 2010, y “Una prosa edificante” en el diario zapotlense El Volcán, en 2016. Tres ensayos más: “Entre paisaje y la política”, “Un poeta de provincias” y “Nervo y sus circunstancias”, enfocados en los poetas Manuel José Othón, Enrique González Martínez y Amado Nervo, respectivamente, fueron escritos para el libro Historia crítica de la poesía mexicana (2015), coordinado por Rogelio Guedea. La vuelta a la aldea es asimismo una mirada íntima y nostálgica al terruño del autor, es un recuerdo prolongado que inicia desde su niñez hasta sus años formativos como escritor y posteriores, y sobre aquellos autores que han forjado la cultura del sur de Jalisco y específicamente Ciudad Guzmán. Pocos saben que Pazarín, en algún momento, a temprana edad, flirteó con la idea de volverse pintor, los dibujos al carbón del muralista José Clemente Orozco que alguna vez admiró Víctor Manuel en su pueblo natal le dejaron una honda huella en su espíritu. Tal vez nuestro autor, con el paso del tiempo, no se volvió paisajista, los años le orientaron hacia otra disciplina: la escritura en sus más variadas formas; no obstante: sus ensayos, y cualquier lector que ha seguido su trayectoria lo puede constatar, son amplios lienzos que encarnan los paisajes más ricos de su patria chica: Arreola, Rulfo, Jiménez son algunos de los protagonistas de los ensayos de nuestro escritor. Sus trazos como escritor, al igual que Orozco, son enérgicos y generosos al mismo tiempo. Sus composiciones también son representativas del espíritu jalisciense. Son numerosos los aciertos contenidos en La vuelta a la aldea, Pazarín nos muestra en este puñado de textos que es una voz crítica de las letras de su patria chica y principalmente de su aldea: el sur de Jalisco. Con meticuloso conocimiento y un estilo que fluye con amenidad entre una página y otra, nuestro autor se consolida, con este título, como uno de nuestros ensayistas más sólidos, ambiciosos y legibles. * JUAN FERNANDO COVARRUBIAS Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2014 por su libro O Cirilo tal vez regresó. Es autor del libro de cuentos La muerte compartida (La Zonámbula, 2013). Es coautor de Bernardo Couto Castillo. Asfódelos y otros cuentos (FONCA /Editorial Serapis, 2011). Está antologado en 17 voces que dicen presente (Instituto Zacatecano de Cultura, 2016). * PEDRO VALDERRAMA VILLANUEVA Es miembro del Seminario de Cultura Mexicana. Editor de la revista DADA. Su libro más reciente es Disidencia. Las publicaciones periódicas marginales de Guadalajara (1970-1990) y la poesía disidente que aparecerá bajo el sello de Ediciones Arlequín este año. * ABRAHAM ARÉCHIGA Es fotoperiodista independiente y reportero gráfico en La gaceta de la Universidad de Guadalajara. Las lavanderas
Víctor Manuel Pazarín Nunca he pretendido que el verano fuese el paraíso, o que esas vírgenes fueran virginales; en sus bandejas de madera están los frutos de mi conocimiento, radiante de morbo, y te ofrecen esto, en sus ojos de almendras marinas maduras, los pechos de arcilla brillando como lingotes en un horno. Derek Walcott Un zancudo patón se paró en la membrana del agua del arroyo. Yo veía venir la veloz corriente desde el recodo y fue que, ante mis ojos, sus patas se posaron sobre el agua en el pequeño remanso donde las lavanderas se inclinaban sobre las pulidas piedras para tallar la ropa que sacaban de un canasto. Bajo los frondosos árboles, desde donde se filtraban los rayos del sol de las doce, este mundo era uno muy distinto al que antes había visto. Una ventisca suave meneó al insecto que se eternizó con serenidad. Oí, de pronto, el movimiento de los carrizos y el canto de un agua que se abismaba de entre las rocas más grandes. Era allí donde la fuerza del arroyo se detenía y justo en ese lugar estaba yo. El agua me cubría el cuerpo hasta la barbilla. De pronto vi al zancudo. Grande. Patón. Su lento detenerse me sorprendió. Era como si no pesara, y como si rompiera todas las leyes de la Física. Pero en ese tiempo yo no sabía nada de Física ni que existía cualquier tipo de leyes. Mucho tiempo después me enteré que el efecto del zancudo lo había estudiado la ciencia. Y determinado que ese principio de flotación se podía explicar con las teorías del griego Arquímedes (La fuerza de flotación es igual al volumen de líquido expulsado); si no sabía eso, menos sabía que los zancudos de agua científicamente se llamaban Cimex lacustris Linnaeus. Lo que yo hacía entonces era ver con enorme curiosidad al zancudo, hasta que algo me distrajo, y abandoné por completo esa visión por otra, también nueva. La corriente de agua bajaba con fuerza desde las montañas y seguía un sinuoso camino hasta llegar al recodo, donde se alzaban árboles enormes que daban una sombra y una frescura que contrarrestaba el calor del verano, que ese año era intenso. Bajaba serpenteando; en algunos parajes lograba una velocidad vertiginosa, luego se detenía en los estanques donde lograba serenarse y ofrecer tranquilidad a la mirada. Fue en una de esas represas que un día vi a un hipopótamo bañarse. En ese arroyo que ya no existe, pero una vez existió. ¿Cuántas cosas, por cierto, ya no están y no obstante viven en mi memoria después de tantos años? Sigue ese temblor en el agua, pero el que digo no es el del zancudo de enormes patas, sino ese temblor que se mostró de pronto en el espejo del agua detenida. Era el reflejo de las mujeres el que acababa de descubrir. El temblor de los enormes senos de las lavanderas logró por vez primera llamar mi atención. Era un movimiento que hizo que todo cambiara. Fue ese vaivén y ese escándalo en el agua del arroyo que me indujo hacia otra manera de ver el universo, un escalofrío me recorrió y ya no hice sino mirar y mirar. Me deleité la mirada. Las ropas de las mujeres se humedecieron y, lúbricamente, yo miré cómo sus pezones se hincharon. Eran enormes. Magistrales. Y su ir y venir me atrajo profundamente. No pude dejar de mirarlas. Las lavanderas dejaron de ser lo que eran y se volvieron el imán, el amuleto que me transformó. Mi mirada de niño fue hacia otra parte: esa que logra que el cuerpo se tense, se haga de una sola pieza y la sangre hierva. Esa agua que antes era fría, se entibió. Y en lugar de espuma fueron burbujas que se alzaron por los aires y me elevaron. Entonces comenzó mi vuelo. Fui hacia las copas de los árboles y las miré desde lo alto. Las mujeres fregaban la ropa. La golpeaban contra las piedras. Y el jabón, su espuma, se convirtió en un chisporroteo. En seguida volví al agua del arroyo, y me humedeció. Macizos, los senos de las lavanderas se abrieron para mí. Ellas hablaban y reían. Se mojaban. Se desplegaban como alas, como dos enormes montañas pegadas a sus cuerpos. Yo sentí que mi cuerpo se tensó. Me avergonzó sentir. Y ese sentir me volvió otro, el mismo y otro. Sus “pechos de arcilla brillando como lingotes en un horno” me turbaron. Una intensa agitación se apoderó de mí. Bebí el agua del arroyo para calmarme. Nada. Dejé de respirar para encontrar la calma. Me toqué por debajo de la corriente para sentirme. Me sentí y el ardor se hizo un fuego de dragones. El dragón me levantó y, luego, me sumergió hasta el fondo. Había pequeños peces (o eso es lo que creí ver). Aparecieron, de súbito, las lavanderas. Eran sirenas de pechos bronceados por el sol. Desnudas como estaban, las faldas se convirtieron en escamas. Eran un deleite sus gruesas piernas. Vi cómo se despojaban de sus ropas y nadaron desnudas. Sus brazos me alcanzaron. Me cubrieron hasta rodearme. Bailaron en las aguas y yo —al centro de su danza— me cubrí de vergüenza y de ardor. Salí a flote. Respiré. Me quedé sin aliento. El viento, antes fresco, fue como un infierno donde las llamas eran de agua. Me sentí. Me volví a adentrar en las aguas para volver a mirar a las lavanderas. Pero ellas estaban allí, junto a las piedras. Se lanzaban agua con las manos. Sus enormes senos eran un delicioso temblor. Agitadas como estaban, las encontré desnudas. Sus bocas eran profundos abismos. Sus labios carne delicada y atrayente. De pronto, en su juego, una tomó la espuma del jabón y fue hacia las otras y la untó en sus cuerpos. Estallaron, otra vez, en risas. Se tocaron unas a otras con la espuma. Se acariciaron, sentí, y yo también imaginé hacerlo. Las vi brillar con los rayos del sol que apareció, repentino, entre el follaje de los árboles. El sol las volvió otras. Eran cinco pero yo creí ver a una multitud. Mi respiración se volvió más intensa y mi cuerpo se transformó, alcanzó una especie de madurez. Fui un botón maduro a punto de estallar. Me hundí en las aguas para traer la calma. Vi el fondo y había (o maginé) unos pequeños peces. Nadé hacia la orilla. Evité sus miradas. Me cubrí con las manos. Y me sentí desnudo. Recorrí con la mirada a cada una de las lavanderas. Reían y jugaban. Salí a toda prisa de las aguas del arroyo. Me sentí mirado. Las lavanderas se concentraban, otra vez, en su labor. Yo no existía, ellas no existían. Nadie existía. Ni el agua, ni el viento, ni los árboles. Fui a esconderme entre el follaje. Me perdí. Me encontré. El sol entró en mis ojos y me cegó… © Víctor Manuel Pazarín |
Víctor Manuel Pazarín
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June 2020
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