La lira de Santana
Víctor Manuel Pazarín Luz siempre es luz, oscuridad siempre es oscuridad. Yo lo llamo fragmentos de miedo. La luz tiene un objetivo: iluminar. No mentir, ni separar, ni dividir, ni comparar, ni competir; solamente complementar y elevar. Carlos Santana Sólo una vez he visto y escuchado —en vivo— a Carlos Santana. Santana, quien en mil novecientos sesenta y nueve —a los veintidós años— se dio conocer como solista en el mundo de la música con el álbum Santana, y actualmente (y desde hace varias décadas) es considerado uno de los más grandes guitarristas del orbe musical, este año cumple sus primeros setenta años. Pero Carlos Santana no siempre fue Carlos Santana —uno de los veinte guitarristas más grandes de todos los tiempos de acuerdo con la revista Rolling Stone—, sino que antes, mucho antes, corrió —como muchos de los niños que ahora tienen su edad— por las calles de Autlán (de la Grana, y luego de Navarro, Jalisco), su pueblo natal. De acuerdo con un documento oficial del ayuntamiento (emitido el catorce de septiembre de dos mil dieciséis, para declarar el veinte de julio como Día de Carlos Santana en Autlán de Navarro), Carlos es hijo de José Santana Meza y Josefina Barragán Corona y pasó sus primeros años en el barrio de la Sirena. Su padre fue integrante de un mariachi. Fue él quien inició a Carlos (y a sus hermanos) en el aprendizaje de los instrumentos musicales y el gusto por la música tradicional mexicana. Primero fue el violín, pero a los ocho años, cuando su familia se muda a la frontera, encuentra que es la guitarra. A Tijuana llega en mil novecientos cincuenta y cinco, con ocho años de edad. El encuentro con el músico Javier Bátiz le cambió la vida. Y bajo su tutela aprendió los acordes esenciales imitando a los grandes músicos como de B. B. King, T-Bone Walker y John Lee Hooker, influencias que aún se notan cuando uno lo escucha tocar la lira. En Tijuana, siguiendo las líneas de su leyenda, Carlos tocó en clubes de música locales con el grupo Los T.J.’s, en el que era bajista; luego, en mil novecientos sesenta y uno, su familia se mudó a San Francisco de California, donde el ambiente hippie fue propicio para que surgiera Carlos Santana, el músico, con su banda la Santana Blues Band, en 1966, un año después de haber obtenido su nacionalidad norteamericana. Su carrera en ascenso logró que del Filmore West de Bill Grahams fuera luego al legendario festival de Woodstock, donde, el dieciséis de agosto de mil novecientos sesenta y nueve, abrió su participación con “Black Magic Woman”. Antes, mucho antes había escuchado a su padre tocar en un mariachi (en dos mil catorce, en una entrevista con el periodista de El Mundo de Madrid, Santana respondería a una pregunta sobre sus orígenes musicales): —Usted nace a la música en los 50, justo en el momento en que acaba la era del mambo y llegan el rock and roll y las guitarras eléctricas. ¿Qué música recibe por primera vez, la que le da el latigazo, la conmoción? ¿Es la de mariachi de su padre? —No, antes de tocar música de mariachi mi padre tocaba la música de 'Vereda tropical' [Santana entona quedo y bonito]. La música de Agustín Lara, Toña La Negra, Pedro Vargas. Música cubana hecha en México, Pérez Prado... Luego, de aquel mambo surgió el 'Zoot suite', los 'pachucos' que copiaban a Cab Calloway [que en los años 40 crearon en California una forma mestiza de vestir y de bailar a medio camino entre el mambo y el jazz]. En Tijuana empecé a meterme al blues, a la guitarra eléctrica de Chuck Berry. Para mí era lo mismo, como cuando recibes algo divino y te da escalofríos o cuando descubres tu primer orgasmo espiritual o físico. Eso es la música de Pérez Prado o Chuck Berry. Eres chiquito pero ya tienes esa frecuencia. No sabes ni cómo ni por qué hacerlo, pero, como dice John Lee Hooker, “lo tienes dentro y tienes que darlo”. Desde su salida del pueblo en mil novecientos cincuenta y cinco, Carlos Santana no volvería sino en el año dos mil uno —cuarenta y seis años después—, cuando lo declararon hijo predilecto del pueblo. El hijo pródigo volvió al pueblo Sólo una vez he escuchado en vivo a Carlos Santana. Campos de agave azul por el camino. Los miro como ráfagas desde la ventanilla del auto que nos llevará hasta Autlán, donde Santana será declarado hijo predilecto de su tierra nativa, a la que nunca había vuelto desde su pronta salida hacia, primero, Tijuana, y luego a San Francisco, donde creció y se hizo el músico que es. Yo lo había visto y escuchado si no recuerdo mal en mil novecientos setenta y cuatro, en uno de los primeros conciertos donde él, en definitiva, era la estrella y me había fascinado, al igual que a mis primos quienes conformaban hoy un trío romántico y otros días una banda de rock en Zapotlán. Viajamos en un auto rentado por un camino de frecuentes curvas que van, irremediablemente, hacia los desfiladeros. Somos tres reporteros y el chofer quien, en este instante —y de manera súbita—, hunde hasta el fondo el freno y tuerce el volante para evitar el golpe contra un atrabancado que se cruza en nuestro camino. Son las once de la mañana de ¿qué día? ¿De qué año? Salí entonces levantado en vilo por tres guardias del palacio municipal del poblado, porque había entrado al recinto donde, en ese momento, le entregaban las llaves a Carlos Santana; mis piernas se elevaban y de pronto escuché una voz que reconocí. Ordenaba a los guardaespaldas que me dejaran, que él era mi amigo y que podía entrar, que yo era su invitado. Bajé hasta el piso y entré. Me coloqué justo a unos centímetros de Carlitos y él me sonrío. Me dijo algo que no entendí, pero sí pude saber que su mirada me tocó. Ofreció unas palabras en un mal español y yo miré el oro falso de las llaves. En seguida fuimos hacia una calle donde se levantaba una figura parecida a Santana. Tocaba una guitarra. Luego se hizo de noche y en un baldío, donde se había dispuesto un escenario, me coloqué justo en una esquina. Fui allí, al pie del espacio escuché la lira de Santana, quien de pronto volvió a interpretar “Black Magic Woman”, “Europa” y, finalmente, “Samba pa ti”. Había esperado yo veinticinco años para que ocurriera, y sin haberlo imaginado, en una distancia de un metro Santana rasgaba las cuerdas para lograr que yo volviera a sentir otra vez la misma emoción de la primera vez. Retornó entonces a mí aquel año de mil novecientos setenta y cuatro y una especie de sueño se había cumplido… Luego el músico se retiró del escenario y ya no lo volví a ver. Son las once de la mañana ¿de qué día? ¿De qué año? El automóvil se detuvo a unos milímetros del coche que se cruzó, intempestivo, ante nosotros. Entonces supe: hoy es veinte de julio de dos mil uno. Ahora escucho a Santana tocar “Black Magic Woman”, “Europa” y, finalmente, “Samba pa ti”... Lo tienes dentro y tienes que darlo Lo pensé entonces —lo sentí— cuando escuché tocar a Carlos Santana en aquel improvisado templete de Autlán; lo pienso y siento ahora: para el guitarrista ese breve concierto fue tan importante como cuando fue al memorable Woodstock Peace, Love, Music festival y abrió con “Black Magic Woman” su concierto. En realidad las líneas musicales de Carlos Santana son —y serán por siempre— “Black Magic Woman”, “Samba pa ti” y “Europa”. La primera tiende sus redes hacia la música negra (latina y norteamericana), la segunda va hacia sus orígenes latinos y la tercera abre su universo al orbe. Tres líneas de la mano de Santana que son las vías hacia toda su obra que es amplia, esas fuentes que han permitido al guitarrista mexicano darle sentido a su ser musical y, al mismo tiempo, rendirle un homenaje a sus orígenes. Ahora que gira el disco vuelvo a escucharlo como aquella vez, la única en que lo he escuchado y visto en vivo. Esa primera vez que lo vi supe que Carlos Santana no necesitaba hacer sino tocar, no hubo aspavientos, movimientos desequilibrados, carreras por el escenario de aquí para allá, de allá para acá, solamente se paró en la orillita del entablado y cerró los ojos: hizo entonces que el universo todo se centrara en sus manos y logró hacer que todos, absolutamente todos los que allí estuvimos encontráramos nuestro centro musical. Supimos —quiero imaginar— que el universo es musical. Y que ese cielo soleado que nos amparó esa tarde, era éste y todos los cielos del mundo. El aire fue, entonces, música: fuimos con ella y en mi caso logré sentir lo que había dentro de él, porque lo dejé entrar en mi ser y su espíritu fue como un rocío de luz: inundó todo, fue el absoluto. Paró todo su movimiento el universo. Escuché —como sucede ahora— que en las tres canciones había una gramática. En unas más que en las otras, es posible percibir no solamente la gramática sino también una sintaxis muy clara, una narrativa y una poética. Es en la canción “Europa” donde mejor se siente —y al sentirla se ve, se palpa—, su escritura que es obviamente, musical. Hay, pues, una historia sin historia: su narrativa de algún modo invisible. Pero está, como el viento que nos toca el rostro… Ahora mismo voy hacia ese aire. Sólo una vez he visto y escuchado —en vivo— a Carlos Santana. Pero una vez, en el año de mil novecientos ochenta y nueve, del radio despertador que me levantaba a las seis de la mañana, de pronto surgieron las notas de “Europa”: fue entonces que alcancé a percibir la íntima escritura de la melodía. De entre sus ramificaciones logré encontrar una veta que es a la vez visible e invisible: la melodía tiene una profunda raíz erótica que se hace sentir. Esa mañana, entonces, me desperté con una erección provocada no por un cuerpo de mujer, sino por el corpus erótico de una melodía tan cadenciosa que va en crescendo y, luego, parte a otro lugar, para luego reencontrarse para lograr la concentración necesaria que debe tener toda obra sensual, sexual y, es claro, erótica. Nunca antes o después, con una canción tuvo mi cuerpo tal revelación, pero ocurrió —y seguramente volverá a suceder con “Europa” —quizás la Europa de Santana tiene la referencia de la mitología griega, aquella de la que Zeus quedó prendado cuando recogía flores en el campo y éste, como un dios libidinoso se tornó en hermoso toro que ella montó para viajar en sus lomos hacia Creta… Podría ser, pero es una suposición; lo único cierto fue que “Europa” me erotizó una mañana. Nosotros agarramos y lo hacemos universal El veinte de julio de dos mil uno vi por primera vez y única —hasta ahora— a Carlos Santana en su pueblo natal. Ofreció en agradecimiento un breve concierto en un tablado alzado sobre un pequeño campo. Había vuelto después de cuarenta y seis años y fue como ver a un dios. En El Mundo de Madrid, le preguntó José Manuel Gómez: —La música latina de California y la de Nueva York tienen tradiciones musicales separadas. Cuando hace su versión del “Oye como va” de Tito Puente consigue unir agua y aceite. No sé hasta qué punto fueron conscientes en Nueva York. —Nosotros agarramos y lo hacemos universal, y en Nueva York tocan música no más que para Cuba o Puerto Rico. Tienen una devoción increíble a la clave, si no tocas en clave [clap-clap-clap-pausa- clap clap] no vales nada. Bateristas como Buddy Rich o Tony Williams no saben nada de clave, pero es imposible pararlos. Y también hay muchos músicos que vienen de Cuba y no saben tocar James Brown, ni Sly Stone, porque, si no hay clave, se pierden. El lenguaje de EEUU es multidimensional. Si vienes y no quieres aprender algo y compartir, mejor ni vengas. Necesitas oír con otro oído. Ni Billie Holiday, ni Coltrane tenían clave. ¿Cómo vas a medir a la gente su forma de respirar? Mucha gente viene a EEUU a imponer su cosa y no a aprender. Yo vine a aprender. El veinte de julio vi tocar a Carlos Santana, faltaba un mes y medio para la tragedia del 11 de Septiembre en Nueva York. © Victor Manuel Pazarin
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Hacia el jardín de las transformaciones
Víctor Manuel Pazarín I En aquel tiempo narciso miraba, al salir de la recámara, los ojos de Leda. Ahora la incertidumbre: ¿existió realmente Narciso? ¿O es una de las figuraciones de Jonás en el instante de su caída hacia las profundidades, en el encuentro con la oscuridad? La noche está aquí, en medio de las aguas, y se alimenta del tiempo transcurrido. Detiene, en una especie de limbo, la memoria y vuelve los hechos. Aquella vez Narciso lo tomó del hombro hasta llevarlo al Louvre. Cerca de allí había un jardín en donde las transformaciones eran necesarias: cruzar un sendero solitario, hasta llegar al edificio y, poco después, entrar: transitan un largo pasillo para encontrar, acto seguido, una sala. Las sombras en torno de las mesas son seres aguardando la sorpresa prometida: Leda con sus rasgados ojos y los cabellos negros sobre sus hombros blancos. Leda con el cuerpo desnudo a la espera de Jonás. Leda sola y callada. Su silencio inicial fue un misterio que enervó a Jonás. Pero no aparece Leda. Están únicamente las sombras. En las mesas se mueven. Lúbricas figuras, la noche las encapsula para detenerlas allí, como a la espera del tiempo. Brillan las pieles y luego las luces de la pista en la cual aparece una mujer, o mejor, lo que parece ser una mujer: su voz, ronca y baja por sobre el fingimiento, más parece la de un varón de bellas piernas: anuncia el festín de la noche. Narciso sostiene la promesa. Retiene a Jonás bajo la espera. La noche se detiene por un largo periodo, en ese tiempo perpetuo ocurre la fiesta desmesurada, salaz en su totalidad; en un momento determinado, ya Jonás está disfrutando. Abre las piernas la mujer ante azorados ojos. Levanta su falda para dejar visible la rajadura de su cuerpo: hace que el hombre a su lado, en el precipicio de un tiempo sin tiempo, de una forma clara vea las profundidades de su inquietud. De súbito la sensación se vuelve colectiva: ya los convidados están inmersos en la experiencia de la ebria figura, la cual —por su rostro cubierto de nada— es todos. Los todos están en el hombre y se emocionan ante la impudicia: los seduce la ebriedad al punto de llegar a celebrar el ritual que no les pertenece. II Nadie se vuelve todos, y el todo está en cada uno de los seres: lubrican hasta alcanzar a sentir que la vida les llega por doquier. Cada invisible se vuelve sombra; cada sombra en una corporeidad; cada corporeidad en una fuente de la cual manan las miradas: se realiza el milagro de estar todos en todos; la vida surge de un atisbo de suerte que a nadie pertenece, pero en la cual los participantes sienten estar. El toro mítico, la vaca mítica. La carne única a cuatro patas recorre el escenario preparado para el fornicio, clandestino y primigenio. Mueve las caderas la vaca y es embestida por la cornamenta que escurre. El cuerno único se arroja hacia lo profundo y, en apariencia, lo reciben para engendrar el deseo en los seres en la penumbra. De la sombra surge, entonces, la figura de Leda. Jonás la persigue hasta hacerla jadear. Ella abre las piernas y muestra sus grandes nalgas: las abre hasta dejar visible su negro orificio y la impostergable rajadura de la cual brota el agua de un río. El río es una flor de aguas cristalinas en donde nadan Narciso y Jonás. Caminan entre las sombras; vibran y, a su vez, son ríos de donde el agua vuelve a brotar. Jonás persigue a Leda. Narciso parece negarse a consentirlo; sin embargo, Leda, repentina, va hacia un camino y tras ella Jonás y se pierden por un largo momento hasta cerrar los ojos: se quedan en las aguas por tiempo indefinido; nada saben de sí. Para después volver a despertar de un sueño incierto en el cual aparecen juntos, dentro uno del otro. Los mece la tranquila luz, los moja la fina luz, surge de una oscuridad antes no descubierta; mas nada tiene que ver el sueño de Jonás con la vida: ahora la mirada de Leda mira el escenario y se borra: la vaca y el toro mítico se persiguen hasta alcanzarse y se ayuntan en fingimiento. Florece la luz de la realidad para encontrar a una multitud enfebrecida y dispuesta a compartirse en el recinto. Allí de nuevo la incertidumbre: ¿existe realmente Narciso? ¿La promesa en algún tiempo se cumple? Nada existe: los cuerpos, ante la sala, dispuestos para ser encontrados; ignorados; vistos; atraídos; deseados; poseídos, en cualquier instante. III Leda, lejana ya, se borra entre la carne; del río brotó para después fluir en un cauce: arroja ahora a Jonás, y en seguida a Narciso, hacia el jardín de las transformaciones. © Víctor Manuel Pazarín Deana Molina
La poesía como un diario espiritual Víctor Manuel Pazarín Fotografía: Fernando Pérez González …para negar hay que conocer primero aquello que se niega… Octavio Paz Los domingos hay sol Como es domingo, se ha despertado tarde. Deambula, entonces, por sus pensamientos —mientras toma su café, recostada en la cama—, como si el bosque que se mira por la ventana estuviera invadido por la niebla. Pero hoy no hay niebla, hay sol. Y los pájaros se posan en las ramas del frondoso guamúchil, que casi toca su ventana, y cantan. Deana Molina es poeta, narradora y periodista, ha publicado los libros de poesía Dispuesta (1995), Atrapada (1999), Silencio rojo (2000) y La suma azul (2006), este último editado por CONACULTA y con prólogo de Luis Vicente de Aguinaga. Y un libro de ensayos: Invitación al gozo, que se editó en 2010. Cuando apareció este último libro le pregunté: Atentos como estamos al fracaso, propio o ajeno, las personas no distinguimos el triunfo ni lo distinguimos del propio fracaso. ¿Entonces qué es el gozo y qué es el éxito? Desde que nacemos tenemos una sed natural y un motivo por el que nacimos. Y ese motivo por el cual venimos a la vida es encontrarnos con la felicidad. Para ser felices vinimos a la tierra, nacemos para ello. Pero al crecer vamos considerando y aprehendiendo —por la mercadotecnia y las programaciones culturales—, que el éxito se proyecta en propiedades, en cuestiones meramente materiales y nos olvidamos poco a poco de las personas, incluyéndonos incluso nosotros mismos en ese proceso. Nos olvidamos de nosotros, pero esa sed que es esencia nuestra, se mantiene. Y así podamos acumular todo lo que se nos antoje, resulta que esa categoría de deseos tan humanos y tan superficiales que sí traen comodidad, no satisfacen esa necesidad de origen. ¿Cómo reconocer que hemos llegado al éxito? Cuando no aspiramos a cosas materiales y no necesitamos sino sabernos, agradecer esta vida, y aceptarla. Porque cuando la aceptamos es cuando buscamos alternativas en favor de cumplir esas insuficiencias, ese sentido natural a la vida. Solamente podemos reconocernos, cuando comenzamos a reconocer a los otros. Si estamos negados a los demás, entonces estaremos negados a nosotros mismos como una consecuencia. Y esto solamente nos lleva a fondos de dolor insoportables, en esa frustración y sed que se está quedando… olvidada, porque incluso nos olvidamos que tenemos ese sentido. La poesía como un diario espiritual Deana Molina nació en Mérida, Yucatán; sin embargo su vida ha transcurrido entre Ciudad Obregón, Sonora (donde creció), la capital de Chihuahua (donde estudió Química), San Cristóbal de las Casas, Chiapas (donde pasó largas temporadas en la casa de sus abuelos). Y desde hace quince años ha vivido entre Zapopan, Guadalajara y Tonalá. A Tonalá llegó hace ocho años. Es allí donde, en su casa que mira hacia el bosque de la cañada —a lo largo del día—, responde a mis preguntas. ¿Es la poesía un diario espiritual? Sí, la poesía es un diario espiritual que se escribe desde los sentidos de nuestro corazón, sitio que nos centra en nuestro origen del todo universal habitándonos para proveernos de esa voz y esas palabras plenas de verdad y belleza que nos hacen fuente de paz y entrega total hacia el entorno y hacia nuestro propio ser humano. Con esa voz entonces escribimos, registramos los instantes y nos abandonamos al viento hasta anularnos por el otro, colmados de amor. Cuando se escribe un poema ¿quién escribe?, ¿quién dicta el poema? Escribe el todo; dicta el poema la voz más profunda del ser que nos habita y emana la visión del todo a través nuestro con palabra certera, amable y firme como el mejor perfume; discreta, seductora y bella: inevitable ante su belleza y luminosidad. ¿Qué es lo que no se puede decir con el lenguaje? El lenguaje por sí mismo, creación humana, es limitado. Pero la comunicación, vibración estremecedora que nos rinde y hace rendir ante el impacto de la suma que somos desde la creación hasta el presente, desde el todo incidiendo en uno, es la artífice de las emociones creadas y recreadas para uno y para todos, con nuestra voz y la de todos aquellos a los que nos debemos, haciéndonos uno; seres capaces de tomar lo limitado de aquí para promover lo ilimitado de siempre. ¿El poeta es un vidente? Sí, el poeta es un vidente capaz de emitir los dictados de los tiempos en esencia y forma con la seguridad de quien se sabe emisor habitante del silencio de sí mismo y voz de cada uno cuando el tiempo armonioso se unifica. Poema y memoria Sigo a Deana por estrecho el pasillo de la casa. Va a la cocina. Hace lo necesario ya que hoy espera a sus nietos, a su hija y su yerno. Es un día especial, porque hará una fiesta familiar por el cumpleaños de su nieta, quien cumple nueve años. Comenzó a amar la cocina “leyendo libros de recetas”, me ha dicho, “pero no cocinaba: comencé cuando llegué a Guadalajara, antes nunca lo había hecho…”. Al poco tiempo ya comienzan los aromas, invaden el espacio. ¿Cuál es la función de la poesía en los tiempos de la información? Creo que la función de la poesía es asir a la sabiduría para conservarla vibrante en medio de la diversidad de conceptos y datos que se emiten desde las cuerdas bucales para los oídos que no oyen, los ojos ciegos y los sufrientes ignorantes de las emociones que navegan desesperados por encontrar el mar desde la regadera de la tecnología o tecnicismos. La poesía es inmortal, paciente y suficiente para ir al encuentro de cada uno en el silencio propio. ¿La escritura del poema es una artesanía del lenguaje? La escritura de un poema es un arte del lenguaje; es una voz para todos y una voz para cada uno cuando se comunica el espíritu desde el corazón del universo que nos habita y unifica desde ese lenguaje materializado en alguna forma de expresión como la escritura, por ejemplo. Hacer silencio es un poema que asoma y se registra a través nuestro y no desde nosotros, tan limitados y mínimos. Me lee, entonces, un poema de su libro (aún inédito y próximo a publicarse): Presagio de certezas. AUSENCIA DE DISTANCIA y de tiempo es tu rostro —desde el paso conjunto por los algodonales que teñían de blanco y verde el horizonte ardiente del verano: el cielo como fuego sobre nuestras cabezas bañadas de dorado; y tu mano en mi mano siempre, tejiendo historias de pan tras la compuerta, el huerto y los maizales de rubia cabellera—, ausencia de temores verme inmerso en los lagos profundos de tus ojos negros, pero brillantes como el manto estrellado de los campos nocturnos donde juntos sembramos sueños bajo el arrullo de la lluvia, las ranas, los grillos y chicharras entre las luciérnagas que se quedaron dentro como el pasado grato: los campos de algodón, los cielos despejados hasta la palidez, la llama del quinqué centrando nuestra sombras y tu cuerpo, y tu voz que aún cimbran mi memoria en momentos como éste: noche de lluvia intensa rodando por las hojas de un árbol solitario perdido en la ciudad, sus luces y motores. Poesía y realidad En “Siete apuntes preliminares”, título del prólogo que escribió el poeta y ensayista Luis Vicente de Aguinaga, para el libro de Deana Molina, describe: Dos cuerpos —uno todo exterior, todo interior el otro— conviven, combaten y se complementan a lo largo de La suma azul. Me refiero a dos concepciones del cuerpo, a dos formas de comprenderlo y de representarlo. Uno es el cuerpo ajeno, hasta cuyos bordes podemos acercarnos y que siempre, invariablemente, nos impedirá fundirnos al final con él: cuerpo que vemos, que tocamos y olemos, que se nos presenta desde fuera. El otro es el propio cuerpo, el nuestro, el que somos nosotros mismos y del que debemos escindirnos (reflejándolo en un espejo, separando carne y conciencia, imaginándolo, comparándolo con otros cuerpos) para sentirlo, ya que a sí mismo no se huele, no se ve, no se toca. Cuerpo, el interno, que anhela ser externo. Cuerpo, el externo, que anhela ser interno. El externo, el ajeno, es “frágil energía”. El interno, el propio, es “intimidad que intuye”. Energía, la del primero, que aspiramos a volver nuestra. Intimidad, la del segundo, que deseamos inocular al cuerpo ajeno. Íntima energía. Enérgica intimidad. ¿Por qué escribe Deana Molina? Escribe porque no puede contener al universo y la historia total del hombre en su pequeñez; escribe porque al abrirse a la poesía se anula y entrega rendida a la voz capaz de arrullarla y arrullar a todos en los brazos amorosos de la sabiduría que no planta como personas en un mundo sinsentido donde el sufrimiento asedia y se muestra como sombra indeseada. Deana ve la luz, persigue la luz, comunica la luz y la registra para sí y quien la desea, como sendero de plenitud. Deana no es luz ni poema. Deana es escritora, instrumento del lenguaje palabra a palabra. Por eso escribe. No es voluntad ni voz propia, es simplemente voz de la Voz luminosa. ¿Cuáles son los elementos de tu poesía? Los elementos poéticos que registro se encaminan al sentido del ser, entre los filos de las sombras y la certeza luminosa de la palabra, el entorno y la suma de sus procesos. Desde un perseverante colibrí, el abrigo leve de una lluvia, la danza de las amapolas, la calle, los senderos, la cocina o la sonrisa seductora esparciéndose en el otro como aroma predilecto de contagiosa alegría, gozosa alegría. Mi poesía incorpora la mirada ajena, el sentir ajeno y el indomable deseo de saberlos y sumarlos, de tocarlos con el lenguaje como puente hacia el origen, hacia el fin y sentido, desde la poesía como pira del sofocante dolor del no ser para ser. ¿La poesía describe tu realidad? La poesía no soy yo, no es mi realidad ni mi historia, aunque parezca hacerme partícipe. La poesía se vale de lo que soy y visiono desde el todo y nada que soy. La luna está allá afuera, en el bosque Llegada la noche, y amanera de descanso, la poeta Deana Molina lo que hace es ir hacia el piano. Sus manos se deslizan entre las negras y blancas. Y surge una deliciosa melodía —“Mis ojos te adoraron”—, que invade la casa, luego se va hacia la ventana de la sala y sale hacia el bosque, donde la luna tiende sus hilos hasta iluminar el oscuro bosque… Un retrato a lápiz hecho por el pintor y muralista Héctor Martínez Arteche parece mirarla desde el pasado. Es la una de la madrugada del lunes —hace frío en esta parte del mundo. © Víctor Manuel Pazarín Auster en los espejismos de Nueva York
Víctor Manuel Pazarín Solamente una vez vi, en la ciudad de Nueva York, a un hombre emulando a la estatua de la Libertad; bajaba directo del Times Square por la Séptima Avenida con el cuerpo cobrizo simidesnudo, apenas cubierto por un breve calzón de playa y un brasier; caminaba como un símbolo: en su cabeza estaba una (falsa) corona de siete puntas y calzaba chancletas; en lugar de las tabletas de declaración de libertad de los Estados Unidos en su brazo derecho pendían unas bolsas de plástico y un ejemplar de The New York Times; en el izquierdo había un reloj de pulso que marcaba las cinco y media de la tarde. El sol iluminaba el delgado y garrudo cuerpo del hombre. Saludaba a la multitud que ya se acercaba desde el sur a la intersección de ese punto geográfico y reanimaba otra vez la ciudad, siempre en movimiento. En cierto instante, como pude, le tomé una foto y vinieron a mí miles de imágenes de la Manhattan que había visto, leído y escuchado durante más de treinta años. Y es que parece que adentrarse en las avenidas de Nueva York presupone entrar a una metrópoli sinuosa, oscura y desconocida, pero no lo es del todo. Al mirar a la estatua viviente lo supe. Nueva York es una de las ciudades más visibles y recordadas: la hemos visto en los cómics y los filmes; en los libros de pintura, arquitectura y fotografía; la hemos sentido en la música; visto en la televisión, leído en los periódicos, pero sobre todo —al menos yo— la recordamos por algunas obras literarias. Entre ellas, La trilogía de Nueva York. Al ver perderse al hombre-símbolo entre la multitud esa tarde, además de las imágenes evocadas por la novela de Paul Auster, traje a mi memoria “Cuando Karl Rosmann —muchacho de diecisiete años de edad a quien sus pobres padres enviaban a América porque lo había seducido una sirvienta que luego tuvo de él un hijo— entraba en el puerto de Nueva York, a bordo de ese vapor que ya había aminorado su marcha, vio de pronto la estatua de la Libertad”, que Franz Kafka dispuso en el primer capítulo de América; los verso del Poeta en Nueva York de Federico García Lorca; algunos pasajes de Manhattan Transfer de John Dos Passos; los primeros párrafos de Desayuno en Tiffany’s de Truman Capote; las descripciones en los diarios de América día a día de Simone de Beauvoir; la historia entera de la ciudad en Nueva York de Paul Monrad… Ese hombre desnudo en plena Séptima Avenida, al igual que los personajes de La trilogía de Nueva York de Auster —Peter Stillman, Henry Dark y Daniel Quinn—, más que seres concretos de carne y hueso son la eterna búsqueda de una identidad. Y en eso basa sus argumentos el narrador, pero también en la interrogante “¿Quién es?” Intentar, entonces, responder sobre la identidad desde el género policiaco hace que la “Ciudad de cristal”, “Fantasmas” y “La habitación cerrada” se conviertan en una profunda interrogante del detective Daniel Quinn, que lo lleva y a nosotros con él, a una pregunta metafísica: ¿dónde la locura, el sinsentido, se acercan al delirio? En el universo urbano de Nueva York es casi imposible saber quiénes somos. Interpelarnos en plena Séptima Avenida, rodeados de una multitud, resulta infructuoso. Hay, pues, miles de identidades de cada uno de nosotros, y como en la Trilogía se nos ofrecen —seductores— múltiples espejos: nos reflejan y no nos reflejan. Como los personajes de La trilogía de Nueva York somos solamente símbolos. Y lo que veremos —como sucede cuando leemos la novela—, es —y será— un recuerdo de nosotros mismos: nadie concreto. Cuando examinamos las historias de Paul Auster siempre debemos preguntarnos quién demonios es él, y de cuál Nueva York habla, porque tal vez la suya sea una creación de su propio delirio. Auster, en todo caso, es un Quijote perdido en la inmensa Manhattan. Sería una sorpresa encontrarlo en alguna de sus avenidas como lo fue encontrar al hombre-estatua en Times Square: el único punto claro de la Gran Manzana. ¿Paul Auster es, en todo caso, ese joven eternamente de diecisiete años, Karl Rosmann, que llega en un barco de vapor para crear la ciudad e inventarse? La Nueva York de Auster es un símbolo espiritual. © Víctor Manuel Pazarín Dos escritores centroamericanos en México
Por Víctor Manuel Pazarín I Ernesto Cardenal El memorioso Arreola se encargó de recordarnos que el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal (1925), durante su estancia en México (tiempo de sus estudios en letras en la Universidad Autónoma de México), tradujo poemas de Catulo y Marcial; y un repaso somero por la historia de su país, nos indica su posición destacada como hombre revolucionario y en contra de Somoza en los años cincuenta: ante un fallido golpe de Estado, durante el cual fueron asesinados muchos de sus compañeros de lucha, Cardenal decide viajar a Estados Unidos y abandonar las palabras durante su estancia en el monasterio trapense Getsemaní; pronto viaja a Cuernavaca, como sabemos, y estudia teología para, al tiempo, en una isla conformar una comunidad cristiana. Lo anterior lo supe hace veinticinco años de labios de los integrantes de Casa de Nicaragua (hasta hace poco abierta en Guadalajara), ahora son datos localizables en internet; lo cierto es que me enteré de la poesía de Cardenal por mis amigos justo el 19 de julio de 1979, cuando la revolución le daba el triunfo a Daniel Ortega; en ese año nos preparamos —ilusos y jóvenes—, también para una nueva revolución en México; nos preparamos porque creímos que ese entusiasmo llegaría hasta Zapotlán: hicimos ayunos prolongados, ya que intuíamos debían ser nuestros preliminares, pues consideramos inminente la “posibilidad”; escribimos sendas cartas a Ortega y, ya enterado de la existencia del poeta, me di a la personal tarea de enviarle mis letras (mensajes llenos de faltas de ortografía, pero emocionados): estoy seguro nunca le llegaron; al triunfo de la revolución, Ernesto Cardenal realizó una jornada cultural (ambiciosa como la de Vasconcelos) que aplaudimos en su momento y, luego, criticamos: propuso que todo el pueblo (incluidos los policías y soldados) escribiera poesía; nos preguntamos, entonces: ¿los milicos-poetas dejarán de matar a sus semejantes? Veintiocho años después tuve la oportunidad de hacerle la pregunta a Ernesto Cardenal, durante la feria del libro en Guadalajara...; quiero decir tuve la oportunidad, pero no fue posible: unos minutos antes del súbito encuentro había comprado los Epigramas; los leí apresuradamente y emocionado como era de esperarse; luego caminé y se me apareció: hablaba con alguien a quien no reconocí; dije su nombre y le mostré el libro; intenté conversar con él, pero lo que hizo fue tomar el cuadernillo de pastas doradas, extraer su fina pluma fuente y estampar su nombre; luego volví a dirigirme a él, no me miró —nunca lo hizo—: se volvió a alojar en su charla y yo esperé por largo tiempo, hasta saber de mi inexistencia para él; salí de la feria molesto; luego ya la lectura de sus versos me reconcilió con el definitivo universo. Salvo algunos cuantos poemas del (casi) total de su obra, Epigramas (1961) —lo vuelvo a saber ahora que he revisado su trabajo—, me sigue pareciendo su mejor poemario; Cardenal después de traducir en nuestro país (para editoriales españolas) a Marcial, Catulo y Propercio, lo llevaron a lograr sus quizá más exquisitos y breves poemas, los más revolucionarios y desde la palabra, no desde la lucha en los campos de batalla: Te doy, Claudia, estos versos, porque tú eres su dueña. Los he escrito sencillos para que tú los entiendas. Son para ti solamente, pero si a ti no te interesan, un día se divulgarán tal vez por toda Hispanoamérica Y si al amor que los dictó, tú también lo desprecias, otras soñarán con este amor que no fue para ellas. Y tal vez verás, Claudia, que estos poemas, (escritos para conquistarte a ti) despiertan en otras parejas enamoradas que los lean los besos que en ti no despertó el poeta. Contrario a sus posteriores textos, en los incluidos en Epigramas hay una sobriedad y una economía del lenguaje, amén de una postura política bien clara; después Cardenal alongaría sus poemas y se abriría a la épica cercana a la obra de Whitman y con dejos de la lírica de algunos poetas norteamericanos actuales; iría hacia temas como la “Oración por Marilyn Monroe” —tan celebrada—; hacia los cantos con temas míticos mesoamericanos; nunca más volvió a la concentración de estos deliciosos epigramas en que lo encuentro entero y netamente revolucionario… II Augusto Monterroso A Monterroso, de quien todo lector debería colocar más de uno de sus libros en la canasta básica, lo encasillamos durante cuarenta años como un escritor de “prosa impecable”, llena de “inteligencia” y dueño de un “inusual y depurado humor”; no obstante ser verdad lo anterior, él mismo se encargó de salir, buscar nuevos caminos y demostrar que habían otros paraderos desde dónde también cantar. El lugar común es recordarlo como el autor del cuento más breve del castellano, algo de menor importancia si no se han leído sus Obras completas (y otros cuentos) (1959), Movimiento perpetuo (1972), La palabra mágica (1983) y La letra e: fragmentos de un diario (1987). Autor de un aparente “breve trabajo literario”, incursionó también en la novela (Lo demás es silencio) y reavivó la fábula en nuestro idioma (La oveja negra); y casi al final de sus días nos entregó quizás su mejor obra: Los buscadores de oro (1993). Perdido y luego encontrado gracias a una persona que se deshizo de parte del acervo de su biblioteca personal —que imagino desbordada—, volví a encontrarme a mí mismo leyendo, echado al borde de la cama, encantado. Hacía mucho no me acontecía. Los buscadores de oro es como uno de esos arroyos encontrados de pronto después de una larga caminata por los campos (o las faldas de altas cumbres); es un exquisito material germinado desde la memoria, la imaginación y la inteligencia. Escritura distinta a la encontrada en el resto de sus textos publicados antes y después, lo ofrecido en este cuaderno de memorias. El manantial de donde mana esta agua cristalina, se aleja de las concluyentes definiciones que sobre el autor nacido en Tegucigalpa en 1921, y crecido entre ciudades de Honduras y Guatemala, han vertido sus lectores y la crítica, ya que el lirismo de la prosa depositada en Los buscadores de oro es otra y la misma, es nueva y es antigua, es universal y particular. Rara belleza la de este libro. Curiosa la forma de contarnos parte de una vida. Sustraídos en su lenguaje —donde el canto es visible—, ya no importa (aunque esté, claro) la inteligencia, pues es el corazón de donde surge la voz: se escucha el palpitar de ese niño narrado y descrito. Se abre a las múltiples posibilidades: es a la vez un texto de memorias, un cuaderno de poemas en prosa, una novela sin tiempo, nacida de la experiencia del tiempo detenido por siempre en un punto: la vida. Las memorias de Monterroso se abren en una fecha fija: el miércoles 23 de abril de 1986. Viajero incansable como fue el escritor, se hallaba en la Universidad de Siena, ante un auditorio que lo escuchaba a las cuatro y media de la tarde. Luego se describe a sí mismo recorriendo con la mirada el paisaje de la Toscana, en un trayecto hacia otra parte de Italia. ¿A dónde iba Monterroso? ¿Hacia su infancia? ¿Hacia la vida? Seguramente a ninguna parte y a todas. Hacia el lenguaje, para desde ese punto ir hacia el fondo de su persona y contarse y contarnos ciertas partes de su historia… Augusto Monterroso había nacido en otra parte, pero fue en México donde se hizo hombre de letras en los años cincuenta. Pero, ¿de dónde fue exactamente?, ¿cuál fue su verdadera patria? No hay patrias fijas: parece decirnos en alguna parte. No hay fechas ciertas, ni fijezas. Hay Historia y lenguaje. ¿Fue el idioma castellano su verdadera patria? Todo es incierto: aprendió a contar con los poetas y prosistas del Siglo de Oro español; aprendió a pensar con los escritores latinos y griegos; su humor es muy cercano a los ensayistas ingleses, y su escritura mantiene la herencia alfonsina… Hay un misterio en el nombre de Los buscadores de oro. ¿Qué es lo que buscaban? ¿Qué encontraron los gambusinos? Si en alguna parte se dice, lo olvidé. Si está entrelíneas, no lo vi; si se halla en la breve extensión de tiempo entre 1921 y 1936 —cuando para el niño Augusto acabó su tiempo de infancia—, no me enteré. Yo estoy en que ese oro de los buscadores está en otra parte: en la belleza de la prosa, en su lirismo, en su intimidad compartida. El oro es el canto. Porque en verdad, en este poema, en esta novela, en estos ensayos, en esta serie de cuentos o de fábulas, se escucha cantar el rumor de una agua límpida que fascina… © Víctor Manuel Pazarín Sombras y máscaras
(Story-board) Víctor Manuel Pazarín Dirección, guión y diálogos René Durante Cámara Bruno Rosales Realizador Eduardo Colina Producción Los Coyotes Personajes Batman El Guasón El Pingüino Se escucha un vuelo de palomas con estruendo sonoro; luego se abre fija la imagen en una gárgola del Templo Expiatorio [todo el cortometraje es en blanco y negro, excepto algunas tomas esporádicas] y se describe la ficha técnico-artística para dar inicio al filme: durante ese espacio de tiempo (unos momentos) hay un haz de luz luminoso y, en seguida, se oscurece la pantalla y rigen los créditos; se escucha —fuerte— una canción de Tom Waits [tomada del disco Mule —quizás “The Black Rider” o “Innocent When You Dream”], que baja hasta quedar en un total silencio que permanece por algunos segundos. De nuevo el vuelo de palomas en silueta, abiertas a la acción como un resultado tardío del relámpago (a), pero en silencio. Después unas gotas de lluvia caen sobre la gárgola (b), que la cámara toma en contrapicada, para seguir un gran plano (c) de la silueta del Templo Expiatorio. La lluvia cae, y la cámara la sigue hasta encontrarla en el piso, se mirarán las gotas repetirse (d) por algunos segundos en los charcos iluminados repentinamente por las luces de los relámpagos y sus sonidos. El agua de la lluvia se tiñe de rojo (color). Se escucha el sonar del reloj dar la hora. Y en cierto momento la risa del Pingüino, que lastima los oídos; su mano contrahecha se abre al primer plano: entre sus dedos está una braza de cigarrillo en Close up (e), que se ilumina en un rojo encendido (color). Interior de una taberna (en un segundo piso) Primer plano, al principio ligeramente borrosa, la boca del Guasón (color) en una sonrisa cáustica. Permanece hasta que termina el primer parlamento de Batman. Batman (voz en off): Hay frío en mi alma, abierta al recuerdo. La muerte de mis padres..., lo sabes bien, es un dolor que proviene de lejos. Llovía como ahora llueve en la ciudad. Me recuerdo saliendo del teatro, a toda prisa. Los pasos de mis padres como un lejano eco; se aviva en mis oídos. Cruzamos el vestíbulo hasta salir por la puerta trasera. Estaba el callejón y la lluvia, que comenzaba a ser fuerte... Exterior. Un callejón de Ciudad Perdida En contrapicada los pasos de B-niño y los de sus padres, humedeciéndose con las primeras gotas de lluvia, pero luego totalmente mojados hasta las rodillas. Iluminados, dramáticamente, por las luces mortecinas de los arbotantes. Batman (sigue voz en off): En mi corazón estaba el miedo y en mi mente un presentimiento: en la carrera por el salón del teatro pude imaginar lo que sucedería. De hecho tuve un mal pensamiento, porque deseé que así ocurriera; estaba muy enojado con mi padre: me obligaba siempre a tener una vida que yo no deseaba. Luego me arrepentí: cuando vi tu rostro en la oscuridad del callejón; nunca creí que todo se volvería una realidad, quizás lo anhelé con gran fuerza, por eso sucedió... Interior de la taberna Guasón: ¿Y eso te duele, verdad? (La boca del Guasón en Close up, sigue sonriendo.) ¿Te duele aquí? (Lleva su mano hasta el corazón abierto de Batman; hunde su dedo índice hasta desaparecerlo.) Pingüino (risa en off): Ji-ji-jí... Batman (voz dolorida): Duele... (Se abre su capa y cubre toda la pantalla como si se tratara de la noche --Color). Duele, no puedes imaginar cuánto... Guasón: Me gusta que te duela, lo disfruto. Podría verte sufrir por una eternidad. Pero mi placer, por el momento, ya dura demasiado... (Saca el dedo sangrante —color.) Primer plano de la mano del Pingüino; se estremece momentáneamente y se derrama en la mesa la braza del cigarrillo (Close up). Por un instante sigue encendida en la mesa; luego se transforma en el corazón sangrante de Batman, que late pausadamente. Escena inmediata: Exterior. Callejón Primer plano: el revólver disparado por el Guasón (se describe la mano enguantada), y, acto seguido, el cuerpo tirado del padre de Batman entre la basura; luego el grito en off de la madre. La lluvia cae fuerte. Primer plano del corazón sangrante. La sangre se derrama en la lluvia; se describe su trayectoria por unos segundos. El llanto de Batman en off, durante todas la secuencias. Interior de la taberna Batman (sigue llorando): ¿Por qué mataste a mis padres? Él te dio su cartera, cuando se la pediste. (Imagen de la cartera y el dinero volando.) ¿Por qué? (Se miran en Close up las lágrimas correr por la máscara de Batman —color. Batman cambiando de actitud.): Yo fui un niño solitario que buscaba la felicidad, hasta esa noche. Luego el dolor. Siempre el dolor. La risa del Pingüino en off. Exterior. Una feria Un gran plano de una feria llena de gente. Guasón (burlón): Yo soy tu espejo. Quiero decir: soy tu dolor sonriente. Quiero decir: mi risa perenne te la debo a ti. (Cambiando de actitud: triste —fingidamente— un instante.) Una vez te vi en la feria: ibas de la mano de tus padres. Sentí, de pronto, la tristeza de mi infancia. La recordé sin querer. Quiero decir: soy tu espejo. El lado opuesto de tu propia existencia. Tú tuviste lo que yo no tuve. Lo supe cuando te vi de la mano de tus padres. Desde entonces fui feliz, ¡mira mi risa! (Close up de la risa del Guasón.) La primera vez que los encontré, yo era todavía un hombre triste. Entonces los seguí por varias semanas, hasta que los encontré bajo la lluvia del callejón... Luego, ya sabes, creciste y me buscaste; al tú encontrarme me encontré. Desde entonces tu venganza fue mi venganza, porque mi vida cambió: encontré, gracias a ti, esta sonrisa que ahora ves en mi rostro. (Primer plano de la mano enguantada de Batman —color--, llena de ira.) Y soy feliz al estar frente a ti, porque seremos amigos ahora, ¿no? (Close up de la risa del Guasón.) Se escucha la risa en off del Pingüino. Secuencia rápida de los pasos del B-niño corriendo por el salón del teatro. En contrapicada las figuras de los padres saliendo por la portezuela trasera del teatro, encuentran la lluvia del callejón. La mano del Guasón empuñando el revólver. Se ilumina la pantalla con el disparo. El cuerpo derrumbado del padre de B-niño. El corazón latiendo hasta detenerse. La sangre se derrama hasta confundirse con el agua de la lluvia. Se escuchan los pasos del Guasón correr hacia la profunda oscuridad del callejón. La secuencia se interrumpe con un grito: el de la madre de B-niño. Se funde un primer plano de la mano del bebé Pingüino (Gran plano.): navega un moisés por el canal de aguas negras... Interior de la taberna La silueta del Pingüino. Se levanta de su silla y va hacia la ventana de la taberna. Se miran, a través de los cristales, las luces de Ciudad Perdida. Los relámpagos lanzan sus luces. La imagen de la mano ofrece un cigarrillo recién encendido en las contrahecha mano. La lucecita roja. El humo. La ciudad inundándose de lluvia. Pingüino (voz en off): Una vez escuché una cita del Libro de Job, decía: “Tras las tinieblas espero la luz”, la guardé por años, quizás por siglos. Esperé, la luz nunca llegó: las tinieblas me han cubierto desde que fui abandonado en el canal de aguas negras. Hoy la recuerdo mirando caer la lluvia sobre Ciudad Perdida. Cae la maldad, cae el pecado y la abate. Deseo ver el definitivo derrumbe de la ciudad. Aguardo, su lento caer me pertenece. Y alguna vez las tinieblas la cubrirán para siempre y yo gobernaré. Soy el ser que surgió de la podredumbre y se levanta como nunca lo ha hecho. Ya nadie me detendrá, como nadie ha detenido el dolor en mí. Porque el dolor me desmorona. Pero yo haré caer a todos los habitantes de Ciudad Perdida y sabrán de mi venganza... Durante el monólogo del Pingüino las imágenes de Ciudad Perdida, sus bajos fondos se describirán puntuales: hombres que súbitos aparecen de las cloacas; mujeres desnudas y harapientas se masturban en las calles; asesinatos; autos que chocan; decrepitud total... Batman (voz en off): Te busqué porque deseaba salvar a Ciudad Perdida de tu violencia, de tu horror, de la muerte que provocas... Las siluetas de Batman y el Guasón en una calle oscura. Pelean. Guasón (voz en off): ¡Lotería: me encontraste! Mal momento para los dos. Aquella noche no supe que eras tú. Pero el odio en tus ojos, oculto tras la máscara, reveló mi idéntico odio. En dado momento nos miramos: los ojos en los ojos. Supe entonces que eras tú. Fue como verme al espejo. Pingüino (su risa estridente lastima): Ji-ji-jí... Batman (llora): Aquella noche salvé de la muerte a una mujer. Me recordó a mi madre. Yo amé a mí madre. La amé como si fuera la mujer de mi vida, pero tú me la quistaste. (Pausa. Transición en la voz.) Una vez la vi bañarse desnuda. Estaba en la bañera y entré para desearle buenas noches. La busqué en su cama, pero no estaba. Escuché el sonar del agua. Caminé sin hacer ruido y la vi salir de la tina y secar su hermoso cuerpo. La contemplé por largo tiempo. Luego salí corriendo. Volví. La besé con pasión, fingí tener miedo. Pero en realidad tenía miedo de todo y de mí... Pingüino (sigue apostado cerca de la ventana; la lucecita del cigarrillo permanece): El miedo nos mata. Sentí miedo desde siempre: desde que vi alejarse de mi cuerpo las manos de mi madre que me abandonaron en las aguas negras. Recuerdo la oscuridad y el ladrar de los perros. El moisés navegó hasta adentrarse en una cloaca. Grande y profunda. Una fuerte corriente me arrastró hasta quedar al centro de un espacio cerrado. Silencio. Enorme. Luego los perros nadando hacia el centro, hacia donde yo estaba. Me arrastraron con sus hocicos, me llevaron a su territorio, en tierra firme. Hundieron sus dientes en mis tiernas carnes. Mordieron mis manos. Mis piernas. Mi sangre se derramó en el fango: corrió hacia el centro de las aguas. Allí se concentró hasta conformarse en repetidas ondas profundas... Luego unas manos me rescataron. Me llevaron a los subterráneos de una caverna. Lavaron mi cuerpo, la sangre se confundió con las aguas. Yo creí ver las manos de mi madre, pero no eran... Durante esta parte del monólogo del Pingüino una secuencia de imágenes corre: siguen fiel las formas que describen sus palabras. Guasón (irónico): ¿Y te gustó más ver a tu madre desnuda, o derrumbada en el callejón, al lado de tu padre? (Pausa. Se escucha en off el llanto de Batman.) Perdón... ¡ah, no creí que eso te lastimara! Pero ya veo que te lastima. Me temo que lo disfruto enormemente. ¿Dijiste que es aquí donde te duele? (Hunde su dedo otra vez en el corazón de Batman.) Batman (grita de dolor): ¡Agh! Pingüino (grita al quemarse sus contrahechos dedos con la braza del cigarrillo): ¡Ay! ¡Maldita sea! ¡Maldita la gente de esta ciudad! (Se va a sentar de nuevo a seguir escuchado la conversación de Batman y el Guasón.) Batman (firme en la voz): Sé cómo acabar contigo. (Close up de su mano empuñada.) Si somos reflejos de un solo espejo, entonces me dejaré morir; me lanzaré por la ventana hasta caer sobre el pavimento y mi muerte será la tuya. No tendrás ya a quien martirizar con tu injusta violencia. Tu risa se acabará cuando yo caiga... Porque de nada ha servido que todas las noches me disfrace y salga a las calles a la hora de la señal. Con nuestra muerte ya no será necesaria ninguna luz. Nada. Mi muerte será tu muerte. La vida continuará en Ciudad Perdida y se multiplicará. (Pausa. Imagen de las calles sin lluvia, pero mojadas aún.) Una vez mi madre me leyó una frase de la Biblia: “Tras las tinieblas espero la luz”... Ahora sé el significado, porque: Yo soy las tinieblas. Pingüino (abre los ojos y la boca desmesuradamente): ¡Ah! Guasón (burlón): ¡Linda frase, en verdad! Has lo que quieras, yo terminaré mi copa y saldré a las calles. Ya va siendo la hora... Pingüino (voz en off): ¿Entonces eso significa la frase?.. (Close up de sus contrahechos dedos. Sostienen una braza de cigarrillo —color.) Guasón (fingidamente triste, deja de sonreír): Se acaba el tiempo de la tregua. El tiempo se cumple, invariablemente. Si dices que con tu muerte se acabará la maldad en Ciudad Perdida, adelante. El vacío te espera. Quiero verte caer: aún me quedan dos sorbos en mi copa. Adelante, adiós, déjame el mundo libre. —Ja-ja-ja. Pingüino (asombrado todavía del desciframiento de la frase): ¿Eso significa la frase?.. Batman (lleno de rabia): Ni la muerte te conmueve. Te llevaré al vacío conmigo, lo juro... Toma Batman al Guasón del cuello y comienza la lucha. Los parroquianos se sorprenden. Se levantan de sus mesas y se repliegan en las paredes...Luchan encarnizadamente. Vuelan por los aires mesas y sillas... Pingüino (excitado): “Yo soy las tinieblas”. ¿La maldad en Ciudad Perdida se acabará entonces con la muerte del murciélago? No. No lo permitiré, porque Yo soy las tinieblas que buscan la luz. Siempre busqué la luz, siempre deseé la muerte, propia y ajena. Mi venganza será que siga la oscuridad, la maldad y el pecado... Nadie se salvará, porque el mundo seguirá igual... El Pingüino se levanta de su silla, de donde no se ha movido, y se lanza por la ventana. El estrépito de los cristales se confunde con el nuevo trueno en los cielo (y con el ruido de la pelea), porque la lluvia ha vuelto y comienza a caer desmesuradamente. Imagen exterior. Las calles de Ciudad Perdida El cuerpo del Pingüino derramado en el piso. Pingüino (mueve los labios moribundos, sin que se entiendan sus palabras. Aparece en la pantalla la frase.): “Soy las tinieblas...” Escena inmediata: En lo alto del cielo se mira la señal de luz. Batman la observa angustiado, en un descanso en la pelea. Batman (turbado dice al Guasón): ¡Maldición: debo atender la señal! ¡Te encontraré después!.. Abre Batman su capa y cubre toda la pantalla que se queda en azul. Se escucha la canción “Shit City” [de La Revolución de Emiliano Zapata], que dura hasta el final. Fin [Créditos finales.] © Víctor Manuel Pazarín Entre la pólvora, la sed de orden y el idilio provinciano
Víctor Manuel Pazarín Josefa de los Ríos —la musa de Ramón López Velarde conocida como “Fuensanta”— murió en mil novecientos diecisiete, fue entonces que el poeta jerezano comenzó quizás su libro más célebre: Zozobra. Durante ese año crucial en el que fue promulgada la Constitución, la que hasta ahora (con supresiones y modificaciones sustanciales al documento original sufridos a lo largo de cien años) se ejerce en nuestro país, es uno de los más importantes documentos en nuestra vida nacional y es, junto a Zozobra (que se publicó hasta mil novecientos diecinueve), obra esencial para entender la vida social y la vida íntima de México. Ambos escritos ofrecen visiones sobre un país que había comenzado su insurgencia en mil novecientos diez y que duraría hasta mil novecientos veinte. La llamada “Decena trágica”, de algún modo abrió uno de los siglos más violentos y vertiginosos de la historia debido a las grandes guerras mundiales y el desarrollo de la tecnología, que junto a la tragedia humana dio origen a manifestaciones artísticas, filosóficas y a nuevas sociedades, como la nuestra en la actualidad. Este siglo veintiuno ha traspasado ya su primera década, no obstante aún mantiene mucho de lo que fue —y es— el siglo veinte. La sociedad y la Revolución Se dijo por muchos años, y con demasiada frecuencia, que el movimiento insurgente que dio origen a la Revolución mexicana carecía de fundamentos ideológicos y propósitos claros. Sí y no. Lo cierto es que ya desde el hecho de que se declarara en contra de la dictadura de Porfirio Díaz, es algo concreto que tuvo al menos un sueño social. Sin embargo, en sentido contrario y para confirmar la falsía en la que se declara la ausencia de sentido social e ideológicos, en mil novecientos setenta y tres el ensayista y jurista Daniel Moreno publicó el libro Raíces ideológicas de la Constitución de 1917 (Colección Metropolitana, 19), en donde afirma: “Para comprender el pensamiento social de los hombres que intervinieron en la formulación de la Constitución de 1917, resultado de asamblea constituyente reunida en la ciudad de Querétaro, del 20 de noviembre de 1916 al 5 de febrero de 1917, es imprescindible una información, así sea suscita, de los principales sucesos, tanto desde el punto de vista material, como del espiritual, más los ocurridos desde principios del siglo XX, hasta el momento de ser lanzada la convocatoria para las elecciones de diputados que habrían de integrar aquella trascendente reunión…”. De acuerdo con Daniel Moreno “buena parte de la base cultural ideológica de los prohombres de la asamblea de Querétaro, había sido formada en el pensamiento combatiente, en su tiempo considerado subversivo, de los hermanos Flores Magón…”, y que fundamentaron las bases en las que surgió la Revolución. El pensamiento de los Flores Magón, del que resulta fundamental Ricardo, dice Moreno que provenía “de una corriente de pensamiento radical, inspirado en los más descollantes luchadores revolucionarios del siglo XIX”, y agrega que fue esencial en los ideólogos de la revuelta de mil novecientos diez la lectura de libros que se habían editado en Barcelona, “en la Cataluña anarquista”, en la que fueron cruciales los autores Bakunin, Kropotkine y, entre otros, Malatesta. Hay, pues, una ideología definida y una postura clara, ya que, además del grupo de los Flores Magón y el que fue llamado Partido Liberal, había otras corrientes de pensamiento como la de Francisco I. Madero, quien históricamente fue el primer candidato a la presidencia de la República que haya hecho una campaña electoral en el orden nacional, y la disidencias políticas imperantes en su tiempo, las que desembocaron “en una abierta resistencia contra la dictadura” porfiriana. Convenciones, planes y documentos que se editaron y se llevaron a cabo en varios puntos del país, son en conjunto el pensamiento manifiesto que da origen a que el cinco de febrero de mil novecientos diecisiete se promulgue la Constitución. Es verdad, por otra parte, que una gran parte de los alzados en la gesta de mil novecientos diez no leyeron los muchos escritos que se escribieron, también es verdad que una élite social estaba enterada de los planes libertarios que lograron que la Revolución mexicana tuviera un efecto en la sociedad, para bien y para mal; dicha decena trágica, fue la primera revolución libertaria del siglo pasado. Ramón López Velarde, quien fue seguidor de Madero, también se mantuvo al tanto de los hechos, primero porque ocurrieron en su tiempo y presencia, segundo porque era abogado y tercero porque quienes se enteraron y sufrieron las balas y los estragos de dicha revuelta, fue el grueso de la sociedad, que si no eran alzados, eran soldados, o bien hacendados despojados por los revolucionarios a lo largo y ancho del territorio nacional. La lucha de la Revolución mexicana para muchos trajo muerte, para otros derrotas, para algunos más fue la realización de un sueño de libertad aplazado. López Velarde, en todo caso, vivió la lucha desde dos bandos: uno fue como abogado y ciudadano que aspiraba a la vida política; otro fue desde su trinchera poética y cuya arma fue el lenguaje. López Velarde a su modo describe esa parte de una sociedad provinciana e ideal, esa que vivía aletargada por el catolicismo y por las costumbres de los pueblos. Lo que hizo fue describir la idiosincrasia nacional y en ciertos momentos describió la lucha armada. Da fe de ello en su poema “El retorno maléfico”: Mejor será no regresar al pueblo, al edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla. Hasta los fresnos mancos, los dignatarios de cúpula oronda, han de rodar las quejas de la torre acribillada en los vientos de fronda. Y la fusilería grabó en la cal de todas las paredes de la aldea espectral, negros y aciagos mapas, porque en ellos leyese el hijo pródigo al volver a su umbral en un anochecer de maleficio, a la luz de petróleo de una mecha su esperanza deshecha... Un país y una sociedad A cien años de emitida la Constitución, es importante recordar que en la actualidad queda muy poco de aquella redacción que se logró, y de la que, dice la leyenda literaria mexicana, Ramón López Velarde fue uno de sus redactores. Su poemario Zozobra cumple también la centuria de haberse escrito, y por fortuna nunca se modificó. En toda la obra en verso y en prosa del poeta zacatecano podemos observar y descubrir cómo era el mundo provinciano de México y cómo era que sentía uno de nuestros grandes poetas; del mismo modo si localizamos la Constitución (de modo facsimilar, sin modificaciones ni enmiendas), podremos ver cómo era el pensamiento de los protagonistas que la hicieron en favor de una sociedad vilipendiada, maltratada, herida por una dictadura porfiriana. En ambos libros podríamos ver los que fuimos y, quizás, lo que somos. En Zozobra y la Constitución (la del diecisiete original) podríamos ver, si queremos, lo que deseábamos como sociedad y lo que —es una realidad— no se cumplió ni se cumple en nuestra actualidad. © Víctor Manuel Pazarín Las muchas Alicias y sus mundos
Víctor Manuel Pazarín Al principio creó Disney los cielos y la tierra en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas (en castellano se omiten “las aventuras” que indican el título original), o al menos así lo creímos los niños que acudimos a la matiné de los cines para ver la obra animada que surgiera del imperio de Walter Disney, en 1951. Después, quizás los más curiosos, con los años nos dimos entera cuenta de que no había sido el dibujante quien había dado vida a Alicia y su mundo, sino el profesor de matemáticas Lewis Carroll, en 1865. Luego, entonces, al principio era el verbo y no la alucinante animación cinematográfica, que continuó la tradición iniciada en 1903 por Cecil Hepworth y Percy Stow, quienes adaptaron al cine mudo la historia en Alice in Wonderland para que hasta nuestros días mantenga su vigencia en casi todas las artes, incluyendo una película musical para adultos titulada Alicia en el país de las porno maravillas, que dirigiera Bud Townsend en 1976. La vigencia y actualidad del libro de Lewis Carroll, a más ciento cincuenta años de su publicación, aún repercute en la imaginación de todos los lectores, y logra que músicos como el británico Damon Albarn, quien ha sido vocalista de Blur y Gorillaz, anunciara este pasado veintiuno de enero que iniciará una nueva temporada del musical Wonder.land, de acuerdo a un comunicado de prensa de la agencia EFE, donde reportan que Damon Albarn afirmó: “La Reina de Corazones, la Duquesa, el Conejo Blanco y la Oruga Azul eran algunos de los personajes que más miedo me daban cuando era niño”. Las Alicias de Lewis Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo —como se han titulado las obras de Lewis Carroll (Daresbury, Cheshire, Reino Unido, 1832) al castellano—, se han catalogado, por antonomasia, como cumbres de la literatura infantil o para niños; sin embargo ambas historias, por su desbordada imaginación, también podrían caber dentro de las obras fantásticas o, en todo caso, por su perfecta manufactura en cualquier parte; es decir, no es posible colocarlas en lugar alguno sino catalogarlas como gran literatura. Lo cierto es que no fueron escritas por alguien que enteramente se dedicara a escribir libros —aunque toda su vida escribió poemas y cuentos que enviaba a las revistas de su época a probar suerte, como The Comic Times y The Train, donde aparecieron la mayoría de sus trabajos—, sino más bien por un profesor de matemáticas que intentó “halagar” a una alumna, a la inspiradora de estas dos obras ya célebres por resultar magníficas: a Alicia Liddell. En todo caso, si las ¿novelas? Alicia en el país de las maravillas y su continuación Alicia a través del espejo fueron escritas para la niña Alicia, bien podrían caber en esa categoría de literatura infantil; y si atendemos las palabras de la ensayista española Irene Gracia: “Cada vez que volvemos a Alicia en el país de las maravillas regresamos a ese país la infancia en el que como Alicia también fuimos niños, y podemos deslizarnos con ella en su barca por el río donde se funde con el pretérito y con el futuro…”. Pero también podríamos agregar que la lectura de ambos libros no en pocas ocasiones reproduce las pesadillas contenidas en las dos historias escritas, y que de acuerdo a una confesión del propio Carroll, las redactó a petición de la Alicia real, después de que se las había contado: “Así, para complacer a una niña a la que quería”, dijo. Lo que nos lleva a recordar un texto de Augusto Monterroso colocado en su libro La letra E: “Fue un placer reexaminar Alicia y cuanto encontré a su alrededor; halagó mi vanidad ver otra vez mi nombre, a propósito de espejos fantásticos en el prólogo de Ulalume González de León en su libro El riesgo del placer, que recoge sus traducciones de La caza del Snark, Jabberwoky y otros divertimentos de Lewis Carroll que sólo con gran optimismo podrían considerarse hoy en día literatura para niños; releí otros prólogos y biografías de este hombre extraño y me acerqué a sus juegos matemáticos que no entiendo nada, si bien poco me costó entender su afición a las niñas menores de edad cuando una vez más escudriñé, con curiosidad malsana, sus fotografías de la ninfeta Alice Liddell y sus amigas a quienes el buen Lewis trataba incluso de fotografiar desnudas…”. Como dice Irene Gracia: “Hay muchas Alicias, pero están en ésta. Están las 1001 Alicias contadas aquella tarde. La Alicia real que lo escuchó, la Alicia musa, la inspiradora del cuento. La Alicia ilustrada por el dibujante Tenniel. La Alicia añorada cuando se hizo mujer. Y sobre todo está la Alicia soñada por Carroll, la idílica. La Alicia soñadora, la que sueña el cuento adentro del cuento. Y cuando al final la despierta su hermana y la Alicia contada le cuenta a ésta lo que ha soñado, su hermana volverá a soñar el sueño de Alicia. El sueño dentro del sueño. Alicia dentro del sueño…”. Las múltiples Alicias En todo caso, son múltiples las Alicias, porque son una pesadilla, como múltiples pueden ser las lecturas del texto. Una que se ha evadido —por falta de conocimiento o candidez— es la sexual, pues en Alicia en el país de las maravillas y en Alicia a través del espejo —hay estudios serios que lo sustentan—de metafórica como está dispuesta toda la escritura de Carroll, la sexualidad está presente. Un ensayo de Heloisa Caldas, de la Escola Brasileira de Psicanálise y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, señala en su ensayo “Sexo y lógica en la escritura de Lewis Carroll”: “Lacan cita a Lewis Carroll cuando se dedica a las cuestiones fálicas del sujeto declinadas entre cuerpo visto, la imagen en el espejo, y cuerpo hablado, legislado por el lenguaje. La pregunta de lo que es una mujer despierta en Alicia. Y ella precisa atravesar lo especular, adoptar una nueva imagen. Pregunta sobre su ser objeto que dice respecto a la identificación, diferencia y alteridad. A través de Alicia, Lewis Carroll formula esos impasses, mostrando el agujero en lo previsible del Otro, en la lógica consagrada en donde Alicia se miraba, se oía y se reconocía. Alicia sueña de esta manera, el sueño de su hermana; se encuentra a través del espejo, al mismo tiempo que se aleja de sí misma; construye un pasaje del punto en que fue clavada en el orden familiar, fotografiada en el álbum de familia, para una nueva imagen, ideal que está por venir. Es en ese vacío, en el que Alicia no es, que Lewis Carroll toca en la esencia del ser para el sexo”. De allí que una lectura concentrada, en casi todos los lectores, o bien puede traerles noches de sudores y escalofríos por los miedos primitivos que ambas obras despiertan, o bien pueden lograr noches húmedas, donde el inconsciente se abre y se dispone a soñar de manera abierta y sin tapujos en las Alicias imaginadas, ya que, como afirma Heloisa Caldas, “el carácter irreductible al metalenguaje, característico de la escritura de Lewis Carroll, es ahí donde reside el sexo en su escritura”. Luego confirma: “Extraer de la literatura de Lewis Carroll la lógica del sexo parece que es de esa naturaleza: el lenguaje como condición del sexo, el sexo como existente al lenguaje. Así, ya no importa el deseo de lo lógico, del celibatario, del loco apasionado por las pupilas que hayan funcionado como causa de sus escritos. Su ser no está más en la causa, en la premisa anterior. Él está en el escrito y solamente de allí toma el valor ético de un goce”. © Víctor Manuel Pazarín Un poeta de provincias
Y pasarás, y al verte se dirán: “¿Qué camino va siguiendo el sonámbulo?...” Desatento al murmullo irás, al aire suelta la túnica de lino, la túnica albeante de desdén y de orgullo. Enrique González Martínez En la actualidad resulta extravagante recordar que el poeta tapatío Enrique González Martínez hubiera sido postulado al Premio Nobel de literatura en 1949 (propuesto por Antonio Castro Leal), año en el que le fue otorgado al narrador norteamericano William Faulkner. El dato ofrece, además de una sorpresa tardía, la justa estatura de la poesía de un poeta de provincias, que fuera parte —y es— de uno de los movimientos más importantes de la literatura hispanoamericana: el modernismo. De hecho la tradición cultural le confiere haber clausurado esa corriente, que proclama a Rubén Darío como su más alto exponente (en la poesía) y a José Martí (en la prosa), con su soneto “Tuércele el cuello al cisne”, hoy uno de sus textos mejor conocidos. Sin embargo, José María Valverde, en su Historia de la literatura latinoamericana, ya dispone una larga controversia que se antoja eterna, pues declara que no fue precisamente Darío quien inicia el modernismo, sino un mexicano cuyo lustre nunca alcanzará, por distintas razones, la trascendencia que Rubén Darío. Se trata de Manuel Gutiérrez Nájera. Valverde expone: “La consideración del modernismo ha de tener su centro, por supuesto, en Rubén Darío, pero hay algunos poetas que, aun siendo coetáneos suyos, deben ser recordados antes que Rubén…” En México —afirma el historiador y traductor español—, ante todo, llega a haber un amplio grupo de escritores del nuevo estilo antes que éste haya encontrado su epónimo en Rubén Darío… Y logra disponer los motivos de su aseveración al recordar que Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) “establece un nuevo clima literario” centrado en la Revista Azul (1894-1895), “cuyo manifiesto inicial ofrecía líricas justificaciones sobre su título, sin mencionar, no obstante, las que parecían obvias: el Azul… de Rubén Darío y la Revue Bleu de París”. De acuerdo con José Emilio Pacheco, en su ensayo introductorio a su Poesía modernista. Una antología general, el posible comienzo de la corriente modernista se da en el encuentro de José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera en el antiguo centro de la Ciudad de México, en 1876. El encuentro entre el adolescente Gutiérrez Nájera, quien apenas tenía diecisiete años, y un José Martí apenas alcanzando la edad adulta con veintitrés, se antoja mítico. José Emilio Pacheco y todos en Hispanoamérica nos quedaremos con los inmensos deseos de saber algo sobre la conversación que sostuvieron por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México, quedará en una incógnita sepulcral, pues nadie fue testigo, en apariencia, de lo que hablaron. Lo único a nuestro alcance —dice Pacheco en su ensayo— son los artículos publicados en los periódicos mexicanos de entonces. Martí y Gutiérrez Nájera ensayaron en sus páginas una prosa española nunca antes escrita. En 1974 se editó una selección los escritos de José Martí, publicados en México, bajó el título Martí en México, que disfrutaron los miles de capitalinos, usuarios del Metro. Hasta ahora, por cierto, el texto sobre la corriente del modernismo, de José Emilio Pacheco, es considerado por los críticos el más lúcido y descriptivo que hay sobre el tema. Trata los puntos histórico-literarios que dieron oportunidad de su existencia, expone las ideas centrales y declara, en definitiva, la dificultad de una concreta definición de los que es —y será por siempre— el modernismo, porque “no tenemos, y quizás no habrá nunca, una definición satisfactoria…”. Ante el caso es bueno recordar algunos antecedentes que crearon al movimiento, pues resulta fundamental para la historia y formación de los más cercanos integrantes de la corriente literaria, en cuya nómina destacan los nombres de José Martí (Cuba), Salvador Díaz Mirón (México), Manuel José Othón (México), Manuel Gutiérrez Nájera (México), Julián del Casal (Cuba), José Asunción Silva (Colombia), Rubén Darío (Nicaragua), Ricardo Jaimes Freyre (Perú), Amado Nervo (México), Enrique González Martínez (México), José Juan Tabalada (México), Guillermo Valencia (Colombia), Leopoldo Lugones (Argentina), José María Eguren (Perú), José Santos Chocano (Perú), Julio Herrera y Reissing (Uruguay), Porfirio Barba Jacob (Colombia), y Delmira Agustini (Uruguay), la única mujer en la lista de ese grupo de varones. La línea directa que logró los fundamentos para que se diera el modernismo, siguiendo las palabras de Pacheco, fue el liberalismo hispanoamericano que fue “una tentativa de romper con tres siglos de humillación y aspirar a un desarrollo semejante al de las metrópolis”; y eso ya va, de algún modo, concluyendo bases para el mejor entendimiento de lo que es este modernismo y su poesía y prosas. Si agregamos que “el modernismo en sus grandes poetas nunca se estereotipa ni se vuelve dogmático ni convencional”, y aspiró desde su inicio ser una “literatura urbana”, y “sólo comienza cuando previamente ha empezado la transformación de la ‘gran aldea’ en los pequeños ‘París de América’”, ya tendremos un panorama más cierto e inteligible. Sin embargo, aunque nunca hubo postulados o manifiestos, por ello no es “un dogma ni escuela”, hay una influencia natural que cada uno de los poetas inmersos en esta corriente tenían como educación poética, cuyas fuentes provenían de las escuelas parnasianas y simbolista decadente. Están los nombres de Victor Hugo, Théophile Gautier y, sobre todo, Charles Baudelaire. En todo caso Octavio Paz tenía razón al afirmar: “Los modernistas se apropiaron de la cultura literaria internacional del fin de siglo”. Para ello invirtieron lo que tenían a la mano, y lo más cercano fueron los periódicos de la época, y se lanzaron hacia el periodismo, cuyos trabajos, en casi todos los que lo ejercieron, lograron piezas hoy aún vitales, pues “fue el gran campo experimental del movimiento renovador”. Donde “nuestras sociedades han fracasado, nuestros poetas no”, afirma José Emilio Pacheco. Y aclara, contundente: “En veinte años de trabajo los modernistas han hecho más de lo que se hizo en tres siglos anteriores del continente…”. En 1905, las voces habían madurado y se conseguían un prestigio cada una en lo particular, de tal modo que cada poeta mantenía “su propio modernismo”. De entre esas voces, resonaba ya la de un poeta provinciano, quien resistiéndose aabandonar la región, se había trasladado de su natal Guadalajara a Mazatlán, Sinaloa, donde la imprenta Retes, en 1903, dispuesto en la portada de un libro de poemas, Preludios, el nombre de un nuevo autor: Enrique González Martínez. ¿De la provincia a la provincia? El poeta nació en Guadalajara el 13 de abril de 1871 (en la antigua calle de Parroquia, entre Madero y López Cotilla, como lo recuerda en sus memorias Emmanuel Carballo) y, desde muy joven, fue instruido por su padre que era maestro de escuela; de éste había recibido las primeras enseñanzas hasta lograr entrar a muy temprana edad (a los diez años) a la Preparatoria, luego siguió su ingreso al Seminario Conciliar (que marcaría a toda su poesía con un sello, de algún modo, católico), para luego ser parte de una de las instituciones con mayor prestigio de la época: el Liceo de Varones del Estado de Jalisco. Se debatió, entonces, entre las letras y la medicina y ya en ese tiempo, como lo recuerda Wolfgang Voght, en su estudio “Literatura y prensa, 1910-1940” (incluido en la enciclopedia Jalisco desde la Revolución), ya publicaba sus primeros versos en el periódico El Regional de Guadalajara. El diario tapatío fue pieza importante en la difusión de la obra de los poetas de la época, entre sus páginas se pueden encontrar los primeros poemas de Ramón López Velarde, Francisco González León, el padre Alfredo R. Plascencia, y González Martínez. La formación esencial de Enrique González Martínez fue el periodo en el que dominó la dictadura de Porfirio Díaz, y la circunstancia lo circunscribió, como a otros grandes poetas de su tiempo, a las posibilidades encontradas en su momento histórico. El 7 de abril de 1893, “seis días antes de que cumpliera los veintidós años”, nuestro poeta obtuvo el título de médico, cirujano y partero, nos indica Jaime Torres Bodet en un ensayo introductorio a la antología Tuércele elcuello al cisne y otros poemas, del rapsoda guadalajarense, preparada por el poeta de la generación agrupada en torno a la revista Contemporáneos, en cuyos poetas, la lírica de González Martínez logró una aceptación importante que originó de cierta manera la continuidad de la tradición poética nacional. Su inclusión en la rigurosa Antología de la poesía mexicana moderna, preparada por Jorge Cuesta, dan el singular cierre a una carrera trascendente a Enrique González Martínez y su aceptación definitiva en las nuevas generaciones. “Su retórica, de planos muy simples y sólidos; la pureza abstracta de su lenguaje, más lineal que pintoresco; la elevación de su generosidad artística y, casi continuamente, la majestad de su pensamiento, aseguraron a González Martínez un puesto de honor en el grupo de los poetas mayores de nuestra literatura”, así se refiere Cuesta en la ficha de entrada a la selección de sus poemas. La vida del poeta se había desarrollado en una ciudad de provincia. Y por un relativo tiempo siguió desarrollándose en esos territorios… Sin embargo, tras dos años de prácticas profesionales en la medicina, se trasladó de Guadalajara a otra ciudad del interior del país. Se estableció en Mazatlán, Sinaloa, donde se desempeñó como Prefecto político y sirvió, además, como Secretario General de Gobierno; fue allí donde escribió y publicó sus primeros libros de poemas. Voght, en su estudio, refiere cómo el modernismo “se desarrolla plenamente bajo el gobierno de Porfirio Díaz.” Muchos poetas —afirma— ocupan puestos oficiales bajo la dictadura, lo cual no les causa ningún conflicto personal pues su obra es apolítica; porfirismo y modernismo armonizan muy bien, incluso podemos notar ciertas semejanzas entre la poesía modernista y la arquitectura. La poesía —declarara el estudioso alemán, avecindado en Jalisco desde 1976—, y la arquitectura de esta época, se caracterizan por el eclecticismo. “El gusto modernista no se extingue con la Revolución, persiste junto con los brotes de innovación literaria. Durante la Revolución, el modernismo es, en Guadalajara, la corriente literaria más representativa, pues la poesía tradicional ya está agotando sus últimos recursos y la vanguardia no tiene la fuerza suficiente para imponerse.” Durante tres años vive González Martínez en el vecino estado de Sinaloa, habita Mazatlán y, luego, Mocorito, donde realiza más que trabajos relacionados a su carrera de médico, actividades en el gobierno que lo relacionan con políticos porfiristas, y sobre estas bases decide abandonar la provincia e ir a vivir a la capital mexicana, lugar donde se desempeña en diversas actividades, sobre todo dentro del campo periodístico y la docencia. Ya durante el movimiento revolucionario de 1910, a pesar de que tuvo algunos inconvenientes por su filiación con la gente cercana al dictador, logra salvarlos y la resolución lo llevaría a ocupar distintos cargos diplomáticos, donde quizás el más importante para su carrera diplomática y poética, fue haber sido embajador mexicano en Madrid. Pese a que sus primeros libros publicados en provincia tuvieron escasa difusión, la reedición en 1915 de su libro Los senderos ocultos, con un prólogo de Alfonso Reyes, le ofrece el reconocimiento dentro de algunos importantes círculos literarios de la Ciudad de México. Su tercer libro Silenter le sirvió como ingreso a la Academia Mexicana, y en su estancia primera en México capital, es invitado a formar parte del célebre Ateneo de la Juventud, del cual en 1912 llega a ser su presidente. Ese mismo año funda la revista literaria Argos y se vuelve editorialista del periódico El Imparcial. En 1915 también aparece un libro fundamental para Enrique González Martínez, La muerte del cisne, si bien como han dicho los críticos no es el mejor, en sus páginas se imprimió un poema que aún hoy resuena y es punto de referencia cuando se habla del movimiento modernista, pues como se apuntó al comienzo de este texto, la controversia sobre el mismo ha venido resultando intensa e interesante dentro de la historia de la literatura hispanoamericana. Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje que da su nota blanca al azul de la fuente; él pasea su gracia no más, pero no siente el alma de las cosas ni la voz del paisaje. Huye de toda forma y de todo lenguaje que no vayan acordes con el ritmo latente de la vida profunda. . . y adora intensamente la vida, y que la vida comprenda tu homenaje. Mira al sapiente búho cómo tiende las alas desde el Olimpo, deja el regazo de Palas y posa en aquel árbol el vuelo taciturno... Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta pupila, que se clava en la sombra, interpreta el misterioso libro del silencio nocturno. Uno de los siete dioses mayores de la lírica mexicana La importancia de la obra de Enrique González Martínez logra que uno de los críticos más acertados de América Latina lo declare como uno de los siete dioses mayores de la lírica mexicana, la afirmación se debe al crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), quien lo conoció bien y mantuvo una relación muy estrecha durante largos años, en su estancia en México. Para Henríquez Ureña, en sus Estudios mexicanos, la obra del poeta tapatío resultaba fundamental, en 1915, cuando escribió su ensayo. Interesantísima —dice al inicio de su texto—, para la historia espiritual de nuestro tiempo, es la formación de la corriente poética a que pertenecen los versos de Enrique González Martínez. Luego declara que en la obra del poeta hay un “culto que suscita entre los jóvenes. Aunque muchos en América no lo conocen todavía, González Martínez es en 1915 el poeta a quien admira y prefiere la juventud intelectual de México; fuera, principia a imitársele en silencio.” Sin embargo, a lo largo del tiempo nuevos críticos han revisitado la obra de González Martínez y sostienen —como es el caso de José Joaquín Blanco en su Crónica de la poesía mexicana —, un punto de vista contrario a muchos de los admiradores de su obra y trayectoria. Blanco vuelve al poema de “Tuércele el cuello al cisne”. Afirma el crítico mexicano: que el poeta-pensador “tuvo un prestigio desmesurado; su culto al silencio, a la naturaleza pura, a la introspección estetizada, a la serenidad pragmática y completamente prefabricada, lo configuraron como el ‘hombre del búho’: el pensador, opuesto al cisne sensual rubendariano que él creyó meramente decorativo y excesivamente sensual”. Para en seguida referir que lo que para Tablada fue “el comienzo de la audacia, para González Martínez es el colmo de la frivolidad”, ya que arguye Blanco: “…desde el primer libro se siente inhibido y molesto por la sensualidad frívola de los ‘cisnes amanerados’ y busca formas más austeras, púdicas y mentales que desarrolla entre 1909 y 1921”, en sus libros de esos años (Silenter, Los senderos ocultos, La muerte del cisne, El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño, Parábolas y La palabra del viento), donde la meta fue “que tu verso sea tu propio pensamiento/ hecho ritmos y luces y murmurios y aromas.” Más delante, en su artículo, abunda José Joaquín Blanco: “El problema es que el pensamiento de González Martínez nunca fue variado ni inteligente, y su expresión poética conocía muy bien sólo unas cuantas formas y trucos retóricos. De este modo, su obra es una reiteración infinita de una idea banal expresada con los mismos instrumentos combinados de una misma manera.” La idea banal es ésta —describe Blanco—: “el hombre es esencia y accidentes, pureza y frivolidad, silencio y ruido y debe renunciar a accidentes (pasiones, aventuras), a la frivolidad (todo lo que no sea profundidad espiritual, aérea) y al ruido (expresiones festivas, orgiásticas y declamatorias), para ser desnudamente él mismo: ‘y llegues, por fin, a la escondida/ playa con tu minúsculo universo,/ y que logres oír tu propio universo,/ y que logres oír tu propio verso/ en que palpita el alma de la vida.’” José Joaquín Blanco vuelve al multicitado poema de González Martínez “Tuércele el ello al cisne…”. Declara, entonces, que “es autor de un solo poema, mediocre aunque célebre, estúpido aunque concretamente cabal al personaje de su autor y a toda su obra”. Blanco afirma que hay en el poema —y en todo la obra de González Martínez— “todos los elementos de la inocencia mistificadora”; todos los dispositivos “que equivale, se pretende, a una sabiduría natural, franciscana, de hablar con los pajaritos, la lluvia, los árboles, la brisa, en una comunicación espiritual íntimamente silenciosa”. Encuentra el origen de “Tuércele el cuello al cisne…” en un poema de Verlaine, que es una sola frase: “Prendsl’eloquence et tords-lui son cou”, que utilizó en contra de “la elocuencia fácil de los imitadores de Victor Hugo, contra la poesía-de-declamación”. Y reclama que el poeta de Guadalajara: “¡González Martínez la usa para reinstaurar la declamación contra la rigurosa, atrevida, inteligente estética de Rubén Darío!” Contra el argumento de Blanco se encuentra la explicación de José Emilio Pacheco, donde aclara lo siguiente: “Cuando González Martínez en 1911 se dice a sí mismo ‘Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje…’, no está reaccionando contra el modernismo, como afirman tanto manuales: se despide de los elementos parnasianos y opta por los rasgos simbolistas.” La ya célebre querella ha olvidado toda la obra de Enrique González Martínez y sus poemas mejor conocidos y leídos por un amplio sector de lectores. Uno de los más bellos poemas de González Martínez, que es poco citado y menos estudiado, es aquel que bajo el nombre de “La cautiva”, nos lleva hacia caminos distintos a casi toda la obra del autor, pues se desdobla hacia los caminos del horror clásico. Cautiva que entre cerrojos, frente a la angosta ventana dejas espaciar los ojos por la campiña lejana, ¿de qué te sirve tener en el pecho un ansia viva, si eres libre para ver, y para volar cautiva? Siento mayor la amargura de tu mal cuando te veo con las alas en tortura y en libertad el deseo... Finalmente José Emilio Pacheco tiene razón al afirmar: “La literatura es, será y debe ser polémica”. © Víctor Manuel Pazarín Los viajeros del Boom
En los años sesenta una explosión sacudió el mundo de la literatura y situó a Latinoamérica en los primeros planos: cada quien desde sus respectivos países, autores reunidos en el Realismo mágico mostraron al mundo la realidad del continente. Sin embargo, España fue el catalizador de todos ellos y Barcelona su Meca Víctor Manuel Pazarín Más que un descubrimiento de una literatura, el fenómeno del Boom fue una confirmación de que en Latinoamérica se escribía bien y de manera profunda. Pero sobre todo fue una apertura de nuestros autores y sus obras hacia el mercado comercial del libro en todo el mundo. Y quizás algo más: puso en evidencia que la literatura castellana de ese momento estaba desgastada, o que sufría un descalabro histórico y estaba en crisis. España había vivido su Siglo de Oro literario —que va del Renacimiento del siglo XVI al Barroco del siglo XVII —; y luego con la Generación del 27 —que es conocida como la “Edad de Plata”, sin olvidar, claro, a la Generación del 98 y el Novecentismo en las cuales surgieron obras y escritores brillantes y son sus antecedentes— había logrado un nuevo repunte durante el siglo XX; sin embargo ya sobrepasado el medio siglo, es decir los años sesenta, al parecer la salud de sus letras ya no era tan buena. Pero como siempre hay visionarios, y como suele decirse que toda crisis es una oportunidad, hubo quien supo mirar hacia el Nuevo Mundo y ver que allí anidaba una abundancia de autores que escribían de lo más bien y con enorme novedad en sus historias. Antes de que ocurriera el llamado Boom latinoamericano, ya España había notado que en esta parte del mundo se escribían obras originales, como con el Modernismo (1880-1920) que abarcó a casi todos los países de América Latina. Mas no había sido tan contundente en lo que a mercado se refiere, sino que fue más bien una apertura entre los círculos intelectuales donde hizo mella. En cambio ya en el siglo del mercado y la comercialización, donde estaba todo dispuesto de otra forma, en su momento y en un siglo que se destacó por crear a una sociedad de consumo, fue lo que logró, en todo caso, que hubiera los elementos para lanzar a las voces de esta parte del orbe hacia todos sus rincones, con gran acogimiento de unos lectores ávidos por entrar a nuevas imaginaciones de algún modo (casi) inéditas. La gran explosión Propiamente el Boom Latinoamericano se dio entre las décadas de 1960 y 1970, sin embargo continúa hasta nuestros días, quizás se consumará hasta que uno de los últimos protagonistas, Mario Vargas Llosa, deje el plano terrenal. Quizás no fue el detonador, sin embargo el triunfo de la Revolución cubana, el primero de enero de 1959, hizo que la mirada de Europa y el mundo se fijara en la historia, los acontecimientos y los movimientos sociales que ya se comenzaban a dar en América Latina, y que hasta entonces habían sido opacados por los dictadores de nuestros países quienes mantenían una buena relación con Europa. Quizás así fue. No obstante, sobre todo desde Barcelona, se fincó un sueño que se hizo realidad: poner a los escritores de América Latina ante los ojos de muchos lectores, de otros ojos que vieron la manera de que comenzara el viaje de nuestras letras que aún no acaba de terminar. En todo caso la gran explosión literaria inició con los movimientos sociales que fueron visibles para el mundo. Fuimos mirados por Europa y, también, por los Estados Unidos. Entonces comenzó el resurgimiento, nuestra segunda oportunidad de estar en el plano, en el contexto de lo que hoy se llama la Aldea Global. De pronto, pues, todos los ojos querían mirar lo que acá ocurría y para eso se habían escrito ya una enorme cantidad de piezas literarias que describían lo que éramos y, de algún modo, seguimos siendo. Muchos de los autores incluidos en el Boom, para entonces ya habían escrito parte de su gran obra; otros durante esos diez años de gracia lograron hacer sus obras maestras. No obstante a que ya Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Guillermo Cabrera Infantes, Alejo Carpentier, José Donoso, Jorge Icaza, José Lezama Lima, Augusto Roa Bastos, Jorge Amado, Juan Rulfo, Miguel Ángel Asturias, Juan Carlos Onetti, José María Arguedas, entre muchos más nombres de escritores —que son los más representativos precursores del movimiento—, ya tenían un nombre cada uno en su país, lo que el Boom hizo es conformar, de cierta manera, un bloque latinoamericanista que les permitió ser uno y varias formas de narrar, de escribir en su propio castellano y, es claro, todos y cada uno ayudaron a construir la historia de su país y hacer de sus voces unidades que a su vez fueron —y son— una comunidad. Algo que, luego, se perdió. Después de ese viaje hacia otras latitudes de toda la Tierra, ya no se ha vuelto a realizar, a pesar de los esfuerzos de la industria editorial. Hemos vuelto a ser, los latinoamericanos, unos desconocidos entre nosotros mismos… De todo ese grupo solamente sobrevive Mario Vargas Llosa, quien ahora es Premio Nobel de Literatura, al igual que Gabriel García Márquez y Miguel Ángel Asturias son quienes recibieron el reconocimiento en este grupo. Todos los caminos llevan a Barcelona Carlos Barral, quien dirigía la editorial Seix Barral, acogió a gran parte de los escritores que estaban describiendo su entorno en cada uno de sus países. Todos los autores estaban, de algún modo, comprometidos políticamente con la ola que había creado la Revolución cubana. Entonces fue, como si se tratara de la Meca del Cine, que los escritores latinoamericanos fueron a su Hollywood barcelonés. Si bien es cierto que el editor Carlos Barral los acogió, también es verdad que una agente tuvo una enorme participación para que el Boom latinoamericano surgiera: Carmen Balcells (quien murió el pasado 20 de septiembre de 2015), y con éste una etiqueta que definió el tipo de historias que a partir de ese momento se publicaron y se leyeron en Europa y todo el mundo. Ese nuevo mundo y su realidad en las letras se llamó Realismo mágico. Los escritores, entonces, tuvieron a una buena lectora, preparada y con enorme visión. Balcells (1930), además, había nacido en la misma década que la mayoría de los autores del Boom, o había crecido con algunos más. Lo cierto es que su trabajo fue esencial. Mario Vargas Llosa, a la muerte de Balcells, escribió un artículo en el diario El País, que tituló “Carmen queridísima, hasta pronto”, y en que la dibuja a ella y, también a todos los integrantes del Boom latinoamericanos de los años setenta y sesenta: "Carmen Balcells revolucionó la vida cultural española al cambiar drásticamente las relaciones entre los editores y los autores de nuestra lengua. Gracias a ella los escritores de lengua española comenzamos a firmar contratos dignos y a ver nuestros derechos respetados. De otra parte, ella indujo y hasta obligó a los editores de España y de América Latina a volverse modernos y ambiciosos, a operar en el amplio marco de toda la lengua y a sacudirse la visión pequeña y provinciana que tenían. Fue mucho más que una agente o representante de los autores que tuvimos el privilegio de estar con ella. Nos cuidó, nos mimó, nos riñó, nos jaló las orejas y nos llenó de comprensión y de cariño en todo lo que hacíamos, no sólo en aquello que escribíamos. Era inteligente, era audaz, era generosa hasta la locura, era buena y, su partida, deja en todos los que la conocimos y la quisimos un vacío que nunca nadie podrá llenar. Carmen queridísima, hasta pronto". No hay duda que fue gracias al Boom que el mundo miró hacia Latinoamérica, y todas las artes se beneficiaron de este movimiento. La realidad y el mundo, por dos décadas, se volvieron latinoamericanistas. © Víctor Manuel Pazarín |
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