Los cuerpos se buscan
VÍCTOR MANUEL PAZARÍN I Esa noche, en el abrazo, supo que la amaba. La ciudad entonces se detuvo. Las avenidas, donde autos cruzaban a gran velocidad, desaparecieron: la fuerza y el cataclismo que es toda urbe. Peces variables e iridiscentes (en sus escamas) pararon también: porque la noche dejó a los cuerpos en unión. La forma realizada, en la proximidad, abrió la fuente: peces saltaron por los aires y sobre una ola. Advenediza el agua alcanzó la calle hasta llegar al auto y a los seres en abrazo. Luego se dispersó. La asfixia —ahora— hace a los peces dar saltos sobre el pavimento. Después, acostumbrados al aire que llega, les da una nueva vida apenas descubierta. Por la costumbre de su naturaleza no saben al comienzo erguirse y caminar. Pasado el asombro se levantan y echan a andar por las banquetas. Repentinos acomodan los sombreros en sus cabezas y alargan los pasos hacia la tienda más cercana y compran cigarrillos. Húmedos no adivinan en sus bolsillos el dinero a la hora del pago: dan al azorado dependiente una propina de sal. Se marchan. Orondos, salen a las avenidas a dar un largo paseo. Las luces públicas alumbran sus rostros hasta hacerlos brillar en variadas formas. Enrojecidos los ojos por tantos días sin sueño se abren hasta mirar lo que a su paso se otorga por vez primera. Elevados árboles ofrecen rotundas sombras: marcan con mayor profundidad la noche. Alternados los faros de los autos los iluminan hasta darles resplandor; luego retornan a la oscuridad. Las brasas de los cigarrillos forman una constelación. Son siluetas, son humos. Amplias estelas se forman hasta cubrir el espacio. Tardías llegan las mujeres-peces, se aproximan a ellos seductoras. Breves pasos hacia los habitantes del árbol. El viento remueve a las sombras. Conversan. Aparecen burbujas de sus bocas, para luego descubrirse palabras: esferas volando por los aires hasta explotar en las ramas más altas. Algunas, sin encontrar obstáculos y ligeras, van a confundirse con las estrellas que, brillantes, realizan otra constelación. Abajo las palabras abriéndose continuas para completar el encuentro. Se toman las manos, luego, para reanudar el paseo. Cruzan la avenida y un auto está a punto de cometer la masacre; mas —hábil— el conductor frena y los peces siguen el camino hasta alcanzar la acera. Silenciosas, una sonrisa amable en los labios, las mujeres-peces depositan el calor —ahora necesario— en los cuerpos. Los peces remueven sus extremidades hasta alcanzar los delgados hilos en la cabeza de las mujeres-peces. Al poco tiempo encuentran los prados y el pequeño bosque. Se sientan en las bancas ocupando todo el espacio posible del jardín. Se hablan. Se acarician hasta volverse completamente humanos. Aparece —en este instante— en lo alto del cielo la luz de luna: les asombra mirarla. Llena en su totalidad, deja caer su resplandor sobre los cuerpos. Los peces la contemplan hasta ser parte de ella. Pasado el tiempo retornan sus pasos. Hallan otro jardín. Y en el jardín una amplia fuente: se hunden en las aguas hasta desaparecer. II Después del baile los cuerpos se buscan. El resistido roce de los labios, el movimiento de las manos, caminan hacia la tarde en que se conocieron. Pero ella no adivina: suspende la memoria en el instante del abrazo. Se embelesa, se abstrae en el tiempo: ocurren los hechos bajo las luces artificiales en la rotunda noche que se amplifica. Nada saben: al paso de los autos por la avenida la ocupación de la memoria en otra parte. A la salida del salón de baile caminan un trecho. La ciudad está viva, fulgurante y deseosa de más. Pero ellos en el jardín detienen los pasos. Maderamen de historias, arena del desierto en los ojos. Voces lejanas vienen hacia los cuerpos y se abren en frases alongadas; llegan supinas para armar la conversación, las explicaciones. Ella habla del dolor otorgado en antiguas relaciones, pero ya no desea el dolor. No más los sufrimientos. Nunca más los abandonos reiterados y las encarnizadas luchas consigo misma. Ella viene de lejos para restañar las heridas y recuperarse de una enfermedad. Se aleja de la maldad de los seres oscuros porque busca la luz. Esa luz, de algún modo diría después —mucho tiempo después—, la había visto cuando se conocieron. Sin saber nada de él, ella miró una luminosidad en su rostro mientras hablaba con los contertulios. Aquella vez —la vista los atrajo— él no supo sino recordar un reciente sueño donde había visto a una mujer llegar, a la mitad de la tarde, y se vistió de desnudez para calentar la soledad. La tarde en la que se conocieron —lo supo perfectamente— estaba sucediendo cuando ella partió, así sin más: una despedida, un hasta pronto. La tarde de los contertulios, a la salida del viejo café del centro, él no hizo sino hablar y hablar de ella. De su sentir, de la atracción surgida hacia la mujer venida de pronto con el viento y la arena del desierto: vestida de un color solferino surgido del sol de la tarde. Ella salió del café y una tormenta vino. Pero ahora allí —en el jardín— la noche confunde la luz en sombras, porque en el salón de baile él había pretendido robar sus labios. En medio del salón los cuerpos en deseo; o mejor: él concentrado en lo profundo del deseo. Largo y disfrutable el tiempo, el tiempo y el deseo: muy cerca los cuerpos como si la arena —en la tormenta— se uniera para ser una sola, para crear de fragmentos desunidos una roca, una piedra que al tiempo fuera brillante como la noche del baile. Esa noche —ésta— los labios hacen resurgir las tribulaciones de antiguas historias, de informes ofrecidos en la madrugada cuando el frío —racimo de flores de hielo— hace temblar las manos. Las delicadas manos apenas tocadas a la hora del baile en el salón, donde la orquesta esparció los compases para brindar a los cuerpos el abrazo. Ante la calle sola ahora se repite. © Víctor Manuel Pazarín
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La Diva de Zapotlán
Víctor Manuel Pazarín No había caído en cuenta, hasta que me lo dijo el maestro Ramón Villalobos “Tijelino”, quien realizó el busto de Consuelito Velázquez que se instaló el miércoles pasado en el jardín principal de Zapotlán el Grande: que la compositora de la célebre canción “Bésame mucho” (que dio la vuelta al mundo y se canta en todas partes), se parece a María Félix. El escultor, quien fue maestro de la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara, dice: “A Consuelito Velázquez la escuché desde niño, pues mis padres eran adoradores de sus canciones, pero yo a ella la conocí hasta en los años ochenta, cuando el presidente municipal Carlos Páez Stille la invitó a Zapotlán”. De ese encuentro, guarda una serie de fotografías que rememoran la ocasión. En ese momento Consuelito era una mujer madura “de una belleza regular, sin embargo ella siempre quiso imitar a la actriz del cine mexicano María Félix: se peinaba como ella, se pintaba el lunar y trataba de semejarse en casi todo a la Félix”. Las fotos que el escultor (quien es personaje de un cuento de Arreola) se tomó con Consuelito, en los años ochenta, de algún modo le sirvieron para lograr que fuera más sencillo hacer el retrato escultórico que en el centenario del nacimiento de la pianista y compositora el pueblo de Zapotlán coloca entre las esfinges de sus personajes ilustres. Sin embargo, reconoce que “en ese tiempo que la conocí, ella ya estaba en una edad que necesitaba siempre el arreglo. Cuando nos tomaron las fotos siempre pidió que las tomaran desde su mejor ángulo, así que en todas las imágenes aparecemos casi igual. Entonces solicité que me dieran más. Y a partir de las nuevas imágenes de Consuelito hice su figura, que realicé en pocas semanas”. Consuelito Velázquez nació el 21 de agosto de 1916; a los cuatro años sus padres la trajeron a Guadalajara, donde vivió su infancia. Fue en esta ciudad donde se formó. De su padre, que fue soldado, han dicho que tenía “alma de poeta”, y esa sensibilidad, la de bardo, fue la que hizo que la niña de cuatro años se hiciera de un pequeño piano donde logró tocar algunas melodías. Fue de ahí, de acuerdo a la leyenda, que pasó a formar parte de la escuela de música Serratos, donde ofreció su primer concierto a la edad de seis años. Ya a finales de los años treinta, a la muerte de sus padres, fue ella quien decidió seguir al maestro Ramón Serratos, quien se fue a la Ciudad de México a trabajar. En la capital Consuelito terminó su carrera de pianista y se dio a conocer. En la Ciudad de México, la pianista se relacionó con el mundo de la música y se acercó, además, a las estaciones de radio. Fue así que llegó a la XEQ en mil novecientos treinta y ocho, cuando tenía apenas diecinueve años y había estado ya con el maestro pianista Claudio Arrau, con quien realizó estudios rigurosos para perfeccionar su trabajo con el piano. Ella, la Diva de Zapotlán, estaba interesada en volverse concertista, sin embargo también su sensibilidad le otorgaba otros dones: el de ser una soñadora y pasar al papel sus sueños. Fue en ese tiempo que compuso su célebre canción “Bésame mucho”, que se estrenó en la casi recién inaugurada estación de radio XEQ. Volviendo a la historia romántica de su trayectoria, se sabe que Consuelito trabajaba tocando obras del orden de la música clásica, no obstante fue allí donde uno de sus primeros enamorados, quien era el programador de la emisora, durante la media hora del programa —y al conocer sus composiciones personales— le permitió que llevara hasta los oídos de la audiencia capitalina su obra maestra, el bolero “Bésame mucho”. La última entrevista que Consuelito Velázquez ofreció fue para Arturo Cruz Bárcenas de La Jornada y habló sobre un disco-homenaje con cantantes jóvenes, en el cual interpretaban sus creaciones. En esa conversación recordó su no-encuentro con los integrantes del grupo inglés The Beatles: “Un día me quisieron conocer pero estaba yo muy chamaca, estaba jovencita. Los Beatles siempre estaban cantando ‘Bésame mucho’ y se los agradezco, pero yo jamás he sabido molestar a alguien para que cante mi canción, para que la grabe, porque no he sabido ni me gusta hacerlo, siempre he tenido la suerte de que por algún motivo se empiecen a conocer, me las graban, me las interpretan y hasta me buscan, me hablan por teléfono para que les dé las letras. Así que yo agradezco mucho a todos los intérpretes”. La niña quiere que la besen “Las canciones de Consuelito Velázquez fueron muy populares”, afirma el maestro Ramón Villalobos “Tijelino”, cuyo nombre lleva la Casa de Arte de la Universidad en Zapotlán. Muy pronto el bolero se convirtió en un éxito mundial, que lanzó a la niña que deseaba ser besada a un panorama casi insospechado. La canción, en Estados Unidos, cuando la grabó en mil novecientos cuarenta y uno —en plena Segunda Guerra mundial— Emilio Tuero, permaneció durante tres meses en el Hit Parade, y logró durante más de sesenta años ser una de las canciones más interpretadas y traducidas. La canción la había escrito una muchacha de diecinueve años quien alguna vez afirmó que fue en un tiempo en el cual “ni siquiera había besado a nadie, ni sabía lo que era un beso”. No obstante, “Bésame mucho” es considerada como la canción del siglo XX, que fue traducida a veinte idiomas y que, de acuerdo a su historia, se grabó en dos mil versiones y cantada (e interpretada musicalmente) por una casi infinita lista de cantantes: Frank Sinatra, Ray Conniff, Nat King Cole, Diana Ross, Sara Montiel, Omara Portuondo, João Gilberto; Plácido Domingo, Armando Manzanero, Elvis Presley, Frank Sinatra, José Carreras, Luis Miguel, Nat King Cole, Plácido Domingo, The Beatles y hasta Zoé. Ese bolero puso a Consuelito Velázquez en la mirada de todos y eso incluye a la Meca del cine. Desde entonces fue solicitada para escribir la música de una infinidad de películas mexicanas y de otras partes del mundo: A toda máquina, Moon over Parador, El sueño de Arizona, Great Expectations, Un taxi para Vera, La boda y Moscú no cree en lágrimas. En mil novecientos noventa y dos se realizó el documental Consuelo Velázquez. Entre otras de sus canciones destacan: “Amar y vivir”, “Enamorada”, “Verdad amarga”, “Que seas feliz”, “Franqueza”, “Yo no fui”, “Orgullosa y bonita”, “Corazón”, “¡Qué divino!”, “Amor sobre ruedas”, “Chiqui-Chiqui”, “Cachito”, esta última “fue dedicada a su hijo y de la que se hicieron muchas bromas de tipo sexual”, recuerda el maestro “Tijelino”. ¿Se imaginó que estas canciones fueran tan importantes tantos años después? — le preguntó Arturo Cruz Bárcenas, reportero de La jornada. Ella respondió: “No. Nunca. Las hacía yo porque me inspiraba todo lo del ser humano, entonces hacía canciones porque estaba en la música, tengo oído musical y todo lo que escucho se me queda en la memoria, y de repente lo toco. Yo me asombro porque tengo oído musical”. La muerte de Consuelito Velázquez ocurrió el veintidós de enero de dos mil cinco, a causa de las complicaciones de una caída en las escaleras de su casa. En el transcurso de este año de su centenario la reconocerán como Benemérita. © Víctor Manuel Pazarín En la memoria del cuerpo
Tenía noción de que la esencia del universo era musical. H. A. Murena Una tarde de lluvia del año mil novecientos ochenta y siete, en cierta casa de Guadalajara, alguien puso a girar un negro disco. De las líneas, de los surcos, comenzó a escucharse la música más bella. No sabía de quién era, pero luego recordé que hacía muchos años yo había escuchado esos mismos acordes. Fui entonces hacia mi infancia y supe. En las vacaciones de la primavera de mil novecientos setenta y tres llegó el rumor de que un seminarista había sido expulsado de sus estudios y que venía a encontrarse consigo mismo al barrio. La primera vez que lo vi fue de lejos: estaba yo en lo alto de un promontorio de ladrillos y él, con su sotana negra caminaba en la acera de enfrente. Ignoro ahora, a esta larga distancia del tiempo, si era verdad que lo habían “expulsado” del Seminario de Zapotlán. Lo cierto: caminaba y se le notaba la paz en el cuerpo y en el espíritu. Lo miré con curiosidad. Y él sintió mi mirada. Volteó hacia mí y levantó la mano a manera de saludo. Vi en su moreno rostro una dulce y amable sonrisa. No tengo idea ahora de su edad, pero era joven. Yo levanté la mano y respondí el saludo. Luego se fue a perder en la entrada de una casa. No lo miré sino hasta tres días después, cuando conversaba con otros niños. Curioso como soy: fui. El seminarista les hacía la invitación para que acudieran esa tarde a escuchar las Sagradas Escrituras. Les invitaba, pues, a aprender rezos el Catecismo. Había yo hecho mi primera comunión no hacía mucho y en seguida y sin consultar a mis padres le dije Sí. Acudimos unos diez niños. En medio de un patio lleno de sol, pero cubierto por la sombra de un alto guayabo nos sentamos en esas sillas que les llaman “sillas chiquitas”. Ya en plena reunión, el seminaristas hizo un ritual y trajo en sus manos un libro gordo y comenzó —tenía una dulce voz, lo recuerdo— a leer. Escuchamos todos los de la reunión la Palabra. Luego el seminarista besó sus páginas y guardó el libro. Nos miró fijamente. Para, acto seguido, comenzar a ofrecernos una amplia explicación sobre la lectura. Yo me recuerdo embelesado. Yo iba y venía en sus palabras hacia todas partes. Yo me encontré —lo digo de verdad— muy bien esa tarde. Al siguiente día el mismo ritual, pero hubo —bien lo recuerdo— un agregado que, puedo decirlo ahora, me cambió la vida. El seminarista fue hacia el interior de la casa y trajo cargando un aparato. Luego supe que era un tocadiscos portátil. Lo puso en la pequeña mesa que le auxiliaba en sus charlas. Lo abrió y, también, vi que en su interior estaba un disco. Nos pidió que cerráramos los ojos. A mis oídos comenzó a llegar la más hermosa música. Nunca la había escuchado, sin embargo entró a mis oídos, a mi cuerpo y modificó todo lo que era yo a esa edad. Dejó rodar el disco —así lo imaginé— y lo que surgía se elevó hacia el cielo y luego bajó a mi cuerpo. Fui música. Me convertí en un ser musical. Me emocionó en su totalidad. De ese patío lleno de música salí para venir a este departamento. Ahora mismo escuchó la melodía que de niño escuché. No tenía idea de quién era. Solamente me dejé llevar y lo supe. Había ido y venido: la música me llevaba a la infancia y me trajo de nuevo aquí. No es necesario haber escuchado toda la obra de un músico para poder hablar de él. Si no ha escuchado con todo el cuerpo una obra musical se guarda en la memoria y logra uno saber todo. Supe yo que conocía a Bach. Era un ser cercano a mi espíritu. Era parte de mí y a una larga distancia de tiempo lo reconocí como a alguien que se estima y se ama. Ahora mismo me tiendo al centro de la sala del departamento y vuelvo al polvo del patio donde el sol brillaba con toda intensidad. Miro, entre las ramas del guayabo, la música de Bach. Me tiro al piso en el departamento en mil novecientos ochenta y siete para escuchar mejor. Escucha mi cuerpo. Siente. Vibra. Se estremece. Reconoce. Es la vuelta y el retorno. Es ser y dejar de ser. Ausencia y presencia. Mirada y ceguera. Vida y muerte. ¿Es verdad lo que dice Murena? ¿La esencia del universo es musical? Hay un patio de luz. Brilla con toda intensidad. La luz cae en mi cuerpo y me vuelve resplandeciente. Cae a mis oídos las palabras que ahora lee el seminarista. Su voz viene de lejos. Es dulce y amable. Miro su mano levantarse al otro lado de la calle y me saluda. Yo elevo el brazo y respondo. Hay mucha luz ahora mismo en el departamento. Se ha inundado de luz y de música. Escucho las palabras que surgen de las Escrituras. Soy escritura. Una y otra vez la tarde se repitió. Y escuchamos de nuevo las Sagradas Escrituras y nuevos discos. En la primavera de mil novecientos setenta y tres fui muchos y uno. ¿Estoy allí —ahora que escribo estas líneas— en el patio de sol? © Víctor Manuel Pazarín El drama de Bruno
Víctor Manuel Pazarín Estaba, entonces, El sorprendente Hombre araña, publicado por La Prensa; sin embargo también había historietas de lujo que describían las aventuras en Ciudad Gótica de El Hombre murciélago. Pero esas no las podía comprar, ni alquilar en el quiosco del portal Hidalgo o el Iturbide, donde una mañana —ya lejanísima— me encontré un compendio de biografías de pintores del mundo (editado por Selecciones del Reader’s Digest) en el que, por cierto, incluían a José Clemente Orozco. En realidad las historietas de Batman eran obras norteamericanas traducidas al castellano (o en inglés), con impecables páginas a todo color y magistralmente dibujadas. De las que estoy hablando, no se podían conseguir en Zapotlán. No obstante, una mañana me encontré una enorme pila en una casa antigua en el centro de Zapotlán, ubicada en las inmediaciones del Palacio de los Olotes. Casa de niños ricos, tenía un espacio dedicado exclusivamente a ellos, fue allí donde vi alteros enormes de historietas que, desde que las descubrí, me sedujeron. La vez primera que las vi, me entretuve un largo tiempo en sus páginas y, al mismo tiempo, hice un apartado de los ejemplares que más me habían gustado. Las escondí para, con el tiempo, sacarlas de ese deslumbrante lugar. Aún recuerdo esa mañana cuando extraje los primeros ejemplares. Me recuerdo temblando de miedo y emoción. Las manos y la frente me sudaban. Las piernas me trastabillan, pero se volvían fuertes en su andar. Me urgía, en todo caso, salir de esa casa. Alejarme de allí a toda prisa. Desaparecer… Con el tiempo me hice de una buena colección de lujosas historietas. Yo en lo personal y con mis propios peculios hice que creciera aún más. Las mías eran baratas, populares, pero muy apreciables. Ya no podría nombrar a cada una ni tampoco a todos los superhéroes de los que tenía yo conocimiento a través de sus aventuras. Podría hacer una larga lista, con la que podría llenar varias páginas. Diré solamente que mi infancia y adolescencia estuvo poblada de esos personajes y que pasé hermosas tardes solitarias leyendo una y otra vez las que más me gustaban. Fueron cientos de personajes, pero siempre se quedó uno, el principal, el más impresionante de ellos: Batman. De los superhéroes surgidos al final de la década de los años treinta del siglo pasado, casi todos ligados de alguna manera a la guerra mundial, sin duda el más interesante desde muchos puntos de vista es Bruno Díaz, es el hombre murciélago, es Batman. Si como (casi) todos se comenzamos a leer historietas en la infancia, es seguro que la historia del pequeño Bruno nos impactará. Niño rico, sí, pero niño. Bruno vive un drama que a cualquiera le toca. A nadie le es indiferente que a un niño le asesinen a sus padres. Y a mí —como a la mayoría— esas muertes me dolieron y, de algún modo, me siguen lastimando. De ese posible drama real aparece el enganche al personaje: el pequeño Bruno es como cualquiera de los niños del mundo. Todos estamos expuestos —lo sabemos— a sufrir ese dolor. Y es el dolor de la muerte de los padres el que llama en primer lugar la atención a cualquier lector. El comienzo de la historia del hombre murciélago de Ciudad Gótica plantea un drama universal: la muerte. La ciudad es otro punto a mirar. Es Nueva York, pero no es Nueva York. Es cualquier otra gran ciudad. Ciudad Gótica es un invento certero: se acerca y se aleja de la realidad. Está la muerte de los padres, sí, pero no en una ciudad real, sino creada y muy particular. De las particularidades nace la novedad. Y la historia de Batman es —y será siempre— una novedad ya que, luego de crecer y convertirse en hombre, el niño huérfano busca vengar la muerte de sus padres y a la vez hacer justicia. Venganza y justicia se unen. Es entonces Batman un personaje que se involucra con la sociedad. Hay en este espacio uno que implica a la política. Bruno Díaz un empresario importante ligado a la alcaldía de Ciudad Gótica. Tiene esta historia un acercamiento a la realidad aunque sea ficticia. Eso no ocurre en otras historias de superhéroes. Bruno Díaz no es, por otra parte, sin la máscara, sin el disfraz. Está eso también. Se tiene que transformar para ser otro y el mismo. Y no tiene súper poderes, no. Es tan humano como cualquiera aunque tiene habilidades y trucos que lo hacen distinto. Y está la noche. Es de la oscuridad y a la noche profunda va este ser extraño. Se tiene que enmascarar, travestir para estar acorde al paisaje de la ciudad. La máscara es significativa. No es cualquier máscara. Es de la de un animal poco apreciado. Y la máscara, luego entonces, pone a Batman dentro del campo de la antropología. Geneviève Allard y Pierre Lefort, en su libro La máscara (FCE, 1988), dicen: “El hombre no es el único en utilizar (o hacer la comedia de la máscara), pues también el animal puede, instintivamente, hacerlo. Gracias a la movilidad de las máscaras surge una asombrosa analogía entre el hombre y el animal, pues éste último piensa, aunque sin saberlo..., pero es el mismo instinto, el del hombre y el animal, el que une sus máscaras psicológicas...”, ya que “El portador de una máscara se identifica siempre (o tiende a identificarse) con lo que representa. El disfraz es una imitación, y por tanto adopción de una apariencia definida o engañosa; en el hombre se trata de una metamorfosis. La razón esencial de una máscara es tomar un rostro, adaptarlo al propio comportamiento y hacerse pasar por otro. Se crea así una ilusión, se quiere ser otro o bien se hace pasar por otro...”. Tenía yo la edad de Bruno Díaz cuando leí por vez primera su drama. Ya han pasado más de cuarenta años de que en esa casa de niños ricos me encontré con él. Desde entonces no se ha separado de mi vida y fue allí donde reafirmé mis deseos de leer, y, sin saberlo —y junto a las radionovelas que escuchaba con mi padre todas las mañanas— también las ganas de narrar historias, de ser escritor. © Víctor Manuel Pazarín Los paisajes del son
A Alberto Spiller y Alejandra Carrillo Le vi entrar, y tardé algunos minutos en saber que era él. ¿Qué año fue ese cuando lo vi entrar? Tendría yo quizás catorce o quince años, y supe de su presencia porque los ojos del dueño de la tienda de materiales eléctricos —Radio Servicio— se abrieron, y sus labios se tornaron en una clara y amplia sonrisa. Atendía, el señor Leguer, a un padre y a su pequeño hijo que deseaban adquirir una guitarra. Yo había ido, por orden de mi padre, a comprar ya no recuerdo si un apagador o un cuarto de chilillos de pulgada y media. Algo yo fui a comprar, lo sé. Y entonces al escuchar su nombre el dios Orfeo o el mismísimo Apolo se adueñaron del mundo. Silvestre Vargas, ya maduro, había entrado a escena y el mundo se tornó de otra forma. Miró don Silvestre al padre del niño que traía la guitarra en la mano y les preguntó: —¿Van a comprar una guitarra? —Sí, para mi hijo, pero no sabemos cuál… Entonces, Silvestre Vargas, el dueño y señor de los sones jaliscienses, de los huapangos, de las canciones vernáculas, se propuso prestarles ayuda. —A ver, déjame escucharla. Y rasgó las cuerdas. —Ésta, no —dijo—. Tráigame esa roja —le pidió al dueño de la tienda. Entonces las manos del músico comenzaron a afinar y, luego, a tocar. Escuchó cerrando sus ojos y dijo: —Ésta está bien. Tiene un buen sonido; además es muy bonita… Y el padre recibió la brillante guitarra roja y se la dio al niño. Fueron a la caja y pagaron. Y yo ya había olvidado no sé si el apagador o los chilillos que iba a comprar. Recordé, entonces, su grito en el mariachi. Recordé, sobre todo, una canción que me gustaba mucho: “El tren”, que —lo supe muchos años después— se había grabado su primera versión en mil novecientos treinta y siete. Ese tren del son del sur de Jalisco (el que se lleva a los hombres al otro lado del mar), yo no sé si había partido de Zapotlán hacia lo más profundo del paisaje sureño, o si Silvestre Vargas o quien haya compuesto el son, lo miró en Tecalitlán, pero lo cierto es que la canción pinta un paisaje ahora otra vez inédito, que solamente un poeta de pueblo lo pudo captar. El son, uno de los más hermosos que he escuchado, logra un retrato social muy preciso. Permite con toda claridad desde la música y la letra hacernos sentir que vamos en la máquina de vapor, o que estamos en la estación ferroviaria y lo que vemos es una imagen nítida, precisa: Al pasar por Zapotiltic, Me dijo una muy bonita: “Qué dice señor me lleva Ya tengo mi maletita”. Señora, no me la llevo, porque tengo a quién llevar. Hasta lloraba la ingrata porque se quería enganchar... Cada vez que escucho este son, o miro a los nuevos mariachis, me surge una tremenda nostalgia del pasado. Cada vez se me presentan las preguntas: ¿Cuándo dejamos de contar historias de los pueblos? ¿Cuándo fue que el mariachi dejó de cantar y contar narraciones casi épicas de la gente? ¿Cuándo —y esta pregunta sí me inquieta— el mariachi dejó de ser raíz para comercializarse y complacer a un público ávido de espectáculo? ¿Cuándo el mariachi evolucionó hacia el espectáculo y ya no es raíz? Porque el mariachi ya no es significado ni significante. Cuesta trabajo identificarnos con él. Al menos a mí. Tocan canciones de moda y son moda y parte del menú en restaurantes donde el alcohol es lo principal y tienen que hacer patéticas diversiones para poder ser vistos, que no escuchados… El mariachi, que narró historias, ya no evoca ni invoca. Ya no juega el papel protagónico que antes tuvo. Cierto: la canción vernácula ha desparecido casi por completo, y las regiones también están casi borradas. En la actualidad sonar a una región, a un pueblo, es —podríamos decir— casi un pecado. Se han perdido los espacios antes lejanos y que se diferenciaban unos de otros. Antes, uno podía identificar a una persona nacida en Zapotlán o en Sayula. Hoy ya es muy poco probable, aunque aún siguen existiendo el habla de cada pueblo. Sus modismos y sus costumbres culturales. Sus tradiciones. Pero ya no interesan a muchos. Ahora se tiene que romper con el acento local, con el color local, para no “parecer” ranchero. Por eso el mariachi ha perdido su sabor local. La canción “El tren”, lo tiene; y pinta lo que fue en su momento el sur y los pueblos que nombra y deja de nombrar, porque ¿a qué mar se refiere la canción cuando dice: “…el que se lleva a los hombres al otro lado del mar…”? Si el tren iba de Guadalajara a Colima y pasaba por los pueblos del sur, entonces el tren iba a Manzanillo. Sabemos, entonces, que el tren pasaba por Zacoalco, Sayula, Zapotlán, Zapotiltic y de allí a hacia la ciudad de Colima. Luego entonces: ese mar es el de Manzanillo, y si dice que “al otro lado del mar” ¿a dónde se iba la gente ya embarcados después de dejar el tren? ¿A dónde iba ese hombre a quien la mujer “muy bonita” le pidió que se la llevara? Ahora lo que narra “El tren” es un misterio. Y el misterio nos permite imaginar e imaginar es bueno. Le vi entrar, y tardé algunos minutos en saber que era él. ¿Qué año fue ese cuando lo vi entrar? Tendría yo quizás catorce o quince años, y supe de su presencia porque los ojos del dueño de la tienda de materiales eléctricos se abrieron, y sus labios se tornaron en una clara y amplia sonrisa. Atendía, el señor Leguer, a un padre y a su pequeño hijo que deseaban adquirir una guitarra. Yo había ido, por orden de mi padre, a comprar ya no recuerdo si un apagador o un cuarto de chilillos de pulgada y media. Algo yo fui a comprar, lo sé. Y entonces al escuchar su nombre el dios Orfeo o el mismísimo Apolo se adueñaron del mundo. Silvestre Vargas, ya maduro, había entrado a escena y el mundo se tornó de otra forma. © Víctor Manuel Pazarín El ánima de Sayula en la memoria Víctor Manuel Pazarín Ilustración: Orlandoto Escrito en el siglo diecinueve, el poema satírico “El Ánima de Sayula” es orgullo de los pobladores de este espacio geográfico del Sur de Jalisco. En cada negocio familiar de los sayulenses —que hay muchos— la gente a cada compra de sus productos obsequia una copia artesanal (cartulina y papel de china) del texto. Y es que su fama es real: se han hecho canciones, óperas y películas; se han logrado memorizaciones de los versos; se permite, a partir de este poema, que la gente pueda decir albures y —dicho sea en el buen término, si esto es posible— que se digan en voz alta las excelentes leperadas que allí a cada verso se expresan. Hay, entonces, un elogio al albur, que el ensayista Jorge Arturo Ojeda define de esta manera, en un ensayo sobre la novela Gazapo de Gustavo Sainz: “El albur, tan mexicano, es un juego de palabras, es una asociación fonética o semántica; no es el calembour ni el pun, sino un atrevimiento con censura, una muestra de cobardía o recelo con valor siempre sexual”. Y es que “El Ánima de Sayula” es un regocijo del albur. Compuesto en versos narra una historia (o muchas), pero siempre enfocado en destacar la chispa del lenguaje de doble sentido. Se podría decir que es una recopilación de esa tradición muy mexicana al albur, que es una reunión de todo lo posible sobre el lenguaje lépero y que sin saberlo nosotros está en nosotros, porque es otra forma de gritar, de decir, de dobletear y de utilizar nuestra lengua castellana, tan rica en giros y en formas, tan soslayada y tan directa, tan inmejorable. El texto, ya lo dije, fue escrito en el siglo diecinueve, y es quizás el más popular de nuestros poemas. Es un lujo y es, a la vez, una vergüenza: no siempre la gente lo dice sin ruborizarse, pero invariablemente se carcajea. Es un texto permisible que permite que saquemos a ese otro que llevamos dentro: el lépero, el vulgarzote (“—Me llamo Pe…rico Zúrrez. /Dijo el fantasma en secreto./ Fui en la tierra buen sujeto /muy puto mientras viví”), el malhablado y el humorista. De acuerdo con la historia de este poema, se declara como autor a Teófilo Pedroza, quien nació en Zamora, Michoacán, en 1897, pero eso es incierto porque otros dicen que fue en Tingüindín y también que La Piedad. Lo cierto es que nunca se dice nada de estos pueblos en el texto, se nombra a Sayula. Se declara el sucedido en este pueblo sureño de Jalisco. Al parecer, “El Ánima de Sayula” se publicó entre 1898 y 1904, pero lo cierto es que vive en la memoria de muchos. Y narra las aventuras de Apolonio Aguilar (“En un caserón ruinoso de Sayula en el lugar/ vive Apolonio Aguilar/ trapero de profesión”), quien es el protagonista principal. Y sucede en un panteón. El poema ha sobrevivido a lo largo de los años y se ha editado en rústicas ediciones caseras y, también, en ediciones de lujo. En las populares se ha dejado el lenguaje soez, rico y chispeante; en las de lujo se ponen mochos y culteranos y han cambiado términos que, a decir verdad, no permiten el disfrute alburero con el que nació. Quizás ocurre, como se ha dicho que sucedía a comienzos del siglo pasado y como hace referencia el comentador del texto Raúl Arreola: “En los albores del siglo XX el Ánima circuló escasamente por la idiosincrasia de una época y el criterio pacato de quienes en público la condenaban y en privado se reían de buena gana con las aventuras del trapero Apolonio Aguilar”. © Víctor Manuel Pazarín Víctor Manuel Pazarín Poeta, narrador, ensayista, periodista y editor. Nació en Zapotlán el Grande, Jalisco, 1963; actualmente vive en el poblado de Tonalá. Tiene publicados libros de cuentos, periodismo y poesía: Puentes (relatos), editorial Mala Estrella, 1993. Construcciones (poesía), Fondo Editorial Tierra Adentro, 1994. Retrato a cuatro voces (Arreola y los talleres literarios) (entrevistas), editorial de la Universidad de Guadalajara, Divagaciones en las escaleras (cuentos), Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco, 1994, Arreola, un taller continuo (periodismo), editorial Ágata, 1995, Cantar (poesía), Secretaría de Cultura de Jalisco, 1995, La medida (poesía), Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco, colección Los Cuadernos del Jabalí, 1996, Cazadores de gallinas (novela, 2008) y Ardentía (poesía, Buenos Aires, Argentina, 2009) y Enredo (poesía casi completa), El Financiero, 2013. Fue editor del sello Mala Estrella y director-editor de la revista Soberbia, Presencias, mensualidad de poesía y Éxodos, escritura de creación y pensamiento. Es columnista en La gaceta de la Universidad de Guadalajara y El Financiero de la Ciudad de México. Trabaja en la Universidad de Guadalajara y mantiene el blog Barcos de papel.
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Víctor Manuel Pazarín
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June 2020
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