La hora de la papa
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez 9 Un dominguito lluvioso, sin ganas de salir ni a dar la vuelta. Día de descanso que se inicia como a las once de la mañana, al despertar luego de haberlo hecho tres horas antes a darle su leche al bebé, quien se ha portado a la altura y nos ha dejado dormir otro ratote; y al chasquear la lengua con sana pereza, estirar la columna a lo que da y apretar los puños —con tal fuerza que hasta el nene nos ganaría en fuercitas—, el primer pensamiento: un desayuno simple. Lo bueno es que hay tortillas, queso, epazote y chile, y en un mágico santiamén hay quesadillas pasadas por el comal, el queso deshaciéndose en calientes hebras de buenura, los golpecitos de la llovizna en la ventana y la tele encendida en la primera película del día. Así, la comida y la merienda alternan con monstruos intergalácticos, lacrimógenas historias de amor y furor, de carreras de autos, de locas academias de policía y musicales. Por ahí de las nueve de la noche se corta la energía eléctrica y uno lleva al bebé a dormir, ambos con la panza repleta de humildes, nutritivas y llenadoras quesadillas y arrullados por la lluvia. 10. Cualquiera dice “De lengua me como un plato”; pero de aguacate, esa deliciosa fruta conocida como La Mantequilla de América, a ver, a ver... Hay quien lo detesta y no puede ni olerlo, aunque quién le pone un pero a un delicioso guacamole a la mexicana (aguacate, chile, cebolla, cilantro, jitomate y sal) o a la guatemalteca (aguacate, orégano, limón y sal) o a la lo que sea, rellenos de atún o de aire. Su verde carne, untada en tortilla caliente o en pan, o a mordidas quedas, es una de los frutos más deleitosos, nutritivos y engordadores que hay; digo, tan saludable como para que un poeta hiciese una gran Oda Salus a ese árbol lauráceo y a su fruto y, de por ahí, se albureara a los malpensados, que los hay; quienes, en caso de sentir trasegada su intimidad pueden comer de todo, menos aguacate, que sólo hace daño cuando uno está de mal humor o se fastidia de que lo albureen. 11 Podría dar nombres de establecimientos que presentan gratuitamente una variedad casi infinita de sabrosísimas “tapas” —como les dicen en España—, pero se iba a pensar que esto es un anuncio. Y no. De lo que se trata es de hablar de las botanas, alimentos que dan socorro al hígado, y no de hacer una apología del alcoholismo ni mucho menos aspirar a alguna rebaja en alguna imaginaria cuenta que, al calor de las copas, pudiera ser abultadísima. En algunas cantinas se come deliciosamente, aunque es posible que haya que ingerir alguna cervezas o vasos de “fuerte” para hacerle los honores al caldito de pata o camarón, frijoles refritos con queso y totopos, mojarra frita, trocitos de carne suave de res asada o deshebrada, chicharroncitos, pierna de cerdo y hasta butifarras, o a los humildes y nutritivos cacahuates. El objeto de las botanas es evitar que el alcohol nuestro estómago vacío. Alguien con menos dinero, puede comprar chicharrones de harina crudos para freírlos caseramente en aceite o, si se trata de personas de sanas costumbres alimenticias, trozos de zanahoria, pepino o jícama con limón y sal, naranjas con chile de árbol molido. Puede intentarse con éxito seguro la combinación de jugos báquicos con mitades de huevo cocido coronadas con una cruz de pimiento morrón y filete de anchoa. Claro que hay botanas —como esta última— que caen de peso a la digestión, pero éste se elimina bailando, pues para entonces la hora de la papa se convierte en fiesta y las botanas pasan a segundo plano. © Miguel Ángel Godínez Gutierrez
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El espagueti se nos hace como de cena elegante o en la que hay que quedar bien. Si viene el jefe de visita, además de la crema de champiñones y uno que otro trago para que entre en confianza, le servimos espagueti con albondiguitas de carne molida de primera, y claro, como que no nos suena para el diario, pero todo lo que se necesita es hervir la pasta unos veinte minutos con una cucharadita de sal y de aceite, un cuarto de cebolla y unos dientes de ajo. Mientras, hay que freír en mantequilla con pimienta y sal a fuego lento un poco de cebolla, ajo, jitomate molidos y unas hojitas de albahaca, para que cuando la salsa cambie del color rojo al anaranjado —paciencia—, bien caliente, se le agregue a la pasta escurrida y a darle vueltas. Si hay queso rayado, mejor. Es un plato que no es muy nutritivo y además no propicia incrementos de sueldo, pero es tan llenador que difícilmente extraña uno las albondiguitas, aunque dado el caso, estas pueden hacerse de soya texturizada y freírse por separado. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez La hora de la papa.
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez 5 Sujeto a las prisas cotidianas, uno cree que preparar una taza de chocolate es un problema de horas y horas de batido a fuego lento; en el frío invernal, a quién no se le antoja una taza de chocolate caliente tal como la hacía nuestra bisabuelita, un soconusco de oro preparado por manos de mamá; pero eso sí, qué caray, uno es muy machito y ni modo de menear el molinillo (la sola imagen es repugnante), y eso que basta con calentar un poco de leche para, antes que hierva, agregarle una bolita de chocolate; esperar un minuto y a medio fuego deshacer la pasta con un tenedor, mezclarla suavemente durante otro sexagésimo de hora y servirla luego en una tacita de barro. Si hay canela molida, espolvorearle un poco. Tiempo total: tres minutos. Mientras lo bebe, la prisa puede esperar y el honor viril queda a buen recaudo. 6 El espagueti se nos hace como de cena elegante o en la que hay que quedar bien. Si viene el jefe de visita, además de la crema de champiñones y uno que otro trago para que entre en confianza, le servimos espagueti con albondiguitas de carne molida de primera, y claro, como que no nos suena para el diario, pero todo lo que se necesita es hervir la pasta unos veinte minutos con una cucharadita de sal y de aceite, un cuarto de cebolla y unos dientes de ajo. Mientras, hay que freír en mantequilla con pimienta y sal a fuego lento un poco de cebolla, ajo, jitomate molidos y unas hojitas de albahaca, para que cuando la salsa cambie del color rojo al anaranjado —paciencia—, bien caliente, se le agregue a la pasta escurrida y a darle vueltas. Si hay queso rayado, mejor. Es un plato que no es muy nutritivo y además no propicia incrementos de sueldo, pero es tan llenador que difícilmente extraña uno las albondiguitas, aunque dado el caso, estas pueden hacerse de soya texturizada y freírse por separado. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez La hora de la papa
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez 4. ¿Sabía usted que en muchos países el chayote es considerado como alimento para animales; esto es, se usa para llenar marranos, gallinas, perros, etc.? O lo que es lo mismo, no conocen la delicia de la cueza, las puntas de chayote con huevo, ni el exquisito corazón de este fruto, abundante entre nosotros. ¿Será por su lejano parentesco vegetal con el puerco espín y el venenosísimo pez globo? A saber. Pasa lo que con otros alimentos, que son detestados a causa de un trauma infantil, juvenil o primer pleito de recién casados. El caso es que es barato y contiene calorías, carbohidratos y una pequeña dosis de proteínas. Hasta hervido sabe bien (imagínese uno ahorita, que son las once de la mañana y no le alcanza para comprar tamales, tortas, tacos o quesadillas), aunque si tiene un poquito de tiempo para prepararlo, luego de cocerlo, retire su bien peinado —a la “brush”— cuero cabelludo, pártalo en rebanadas, sumérjalo en huevo revuelto mezclado previamente con sal, pimienta y ajo, y luego fríalo; si hay queso —del que se derrite—, mejor, pues puede hacer tortitas; aunque, si no le gusta el chayote y le alcanza para comprar kilos y más kilos de carne, pues ahí usted verá. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez La hora de la papa
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez 3 Más allá de las buenas apariencias, de sus vapores sulfúreos y su yodificado sabor, el ajo es un alimento altamente nutritivo, que no hay que consumir — dicen los médicos— en casos de gastritis o úlcera estomacal o duodenal, aunque es útil contra la artritis, hipertensión, estreñimiento y problemas de tipo intestinal. Claro que después de tantas indicaciones, el recuerdo de su aroma, asociado al del sudor acumulado de varios días, no quedan muchas ganas de probarlo, pero es que hay que disfrutar su sabor y después, cual procede por elemental norma de higiene, cepillarse los dientes. Además, es muy barato, pues con unos cuantos pesos —a precios de hoy, jueves, que para mañana no responde nadie, se puede elaborar una deliciosa sopa de ajo, de la siguiente manera: se pelan los dientes de una cabeza (de ajo, se entiende, que si no estaríamos hablando de no sé que terrible cosa) y se ponen a dorar en aceite hasta que se ponen negros; luego se agrega agua, sal, un manojo de perejil picado y ya (berp); provecho. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez La hora de la papa.
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez 1 Es lugar común el decir que los hombres cocinan mejor que las mujeres, pues son varones los grandes chefs de los lugares más exclusivos. Lo cierto es que hay muchas más mujeres que a diario tienen, entre otras, la mágica tarea de hacer que un trozo de animal muerto se convierta en deliciosos taquitos, sabroso pozole o guisadito, a base de jitomate, conocimiento y talento (cuando alcanza para comprar carne, aunque para hacer una tortilla perfecta...), y no lo disfrutan. Durante el día, siempre llega el momento de la papa. Alguien tiene que combinar alimentos —los que pueda— para comer lo más sabroso posible, y también apuntar la fórmula en la memoria. Toda receta es una anécdota. La intención de esta colección es relatar las instrucciones de preparación (evitando en lo posible cajetas industrializadas, chilitos serranos, coca cola, sopas Xerox, etc.) de platillos tales como una pizza al comal, para quien guste de ella, o unos tamales de frijol que ni la hermana Engracia; comida deliciosa y barata, secretos que no nada más en los programas de gourmets, anécdotas acerca del placer de la “guisa y adereza de las viandas”. 2 Manitas de cerdo, shirlones y tibones, carnes a la tártara, costillitas doradas y otros manjares, desfilan ante nosotros en los libros de cocina; claro que a veintitantos pesos el kilo. El caso es que uno quiere cocinar o se ve obligado a hacerlo porque vive solo, o bien (¿mal?), su mujer es una recalcitrante feminista que hasta el agua se le quema y para como están las cosas no puede ir al restorán todos los días aunque ganas no le falten. Así, recurre a recetarios españoles o sudamericanos y entre estragones y arvejas no sabe de qué maldita cosa le están hablando. No hay que desanimarse: cocinar es un asunto de paciencia, y el resultado casi nunca se parece a la foto del libro de cocina aunque, en una de esas, es más sabroso. Claro que al principio siempre se ve cuesta arriba. La primera vez que cociné hice unas calabacitas rellenas. Hoy sé que ya cocidas, pueden rellenarse con sardina, atún, carne molida de res o de cerdo, o vegetales; pero, aquella vez el relleno fue a base de media cebolla, un jitomate y un diente de ajo a los que una vez fritos (hay que esperar a que del rojo original cambie la salsa a un anaranjado oscuro, paciencia), agregué el relleno natural de las propias calabacitas. Toda la mezcla se pone en el hueco de las calabacitas y listo. Llenadoras, sabrosas y nutritivas (si alcanza para comprar queso, perfecto; se puede poner por encima o revolverlo con la salsita, una vez frita). © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Allá adentro
En algunos departamentos existe un cuarto extra; un cuartito que se utiliza para meter todo tipo de cosas. Todos los demás cuartos tienen su nombre: la sala comedor, la cocina, el baño, el patiecito de servicio. A este cuarto sólo se le conoce como “allá adentro”. Un orden relativo contamina todo el departamento, menos a ese cuartito. Allá adentro habitan los objetos que no queremos ver: “Pon esa cosa allá adentro, que estorba”. Se ocupa únicamente para no verlo vacío, para no sentirlo ajeno. Allá adentro está lo que casi no nos pertenece porque no lo queremos; lo que no usamos. En algunos casos se encuentra uno con una máquina de escribir descompuesta, tablas que esperan su turno antes de convertirse en libreros, un poster viejo, los muebles de un cuñado que acaba de divorciarse, cuadernos de la primaria o secundaria y otras cosas. Este texto es tan inútil como lo que hay ahí y tal vez podrá indignar, con justa razón, a muchas parejas de esposos que viven con sus cuatro hijos Allá adentro. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Pipas
La costumbre de fumar cigarrillos se desarrolló en Europa cuando la gente pobre envolvía en papel las colillas de los cigarros de tabaco enrollado. Paralelamente progresó el uso de pipas, por influencia oriental. Desde entonces hay quien las coleccione. Su variedad es infinita; es un buen coto de caza para un coleccionista ávido de emociones. Algunos hasta fuman en ellas aromáticos tabacos que delectan con placer, arrojando grandes bocanadas de humo azul a las alturas de la sala, sentados en un buen sillón y vestidos con elegante bata de franela inglesa. Los coleccionistas de pipas usadas sufren el problema de lograr su perfecta desinfección: hay quien las hierve en brandy —método oneroso pero efectivo— y quien las “cura” en alcohol puro de caña. Quedan listas para usarse. Sin embargo, su molestia eterna será sentir pequeñas escoriaciones en la boquilla, ocasionadas por otros dientes, y percibir un vago aliento de su dueño anterior, acaso ahora polvo, huesos derruídos, aterronados en un ataúd deshecho por los años. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez No tocar
Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Inmensas naves de venerable piedra protegen las colecciones de cosas que aparecen, por lo menos, en cualquier libro escolar o página de Internet. Catedrales del conocimiento humano, muestran a los asombrados ojos de sus visitantes tanto íconos extraños como los más comunes: un peine que no es sólo un peine sino una reliquia del siglo II, pinturas de los grandes maestros, clavecines, pájaros de todo el mundo, fotografías, instrumentos de tortura, pequeñas y complicadas máquinas cuyo giro de manivela nos demuestra alguna Ley de Newton, péndulos gigantescos, esculturas de piedra, hueso, ámbar, cera; reflejos de cómo hemos sido en el escurrir del tiempo. Los museos suelen tener amplios sótanos en los que se guardan otra bola de cosas que acaso nunca verán la luz pública: pinturas no tan buenas o no tan famosas, piedras idénticas, aparatos inservibles; tantos objetos que acumulan, venerablemente, el polvo de los años y soportan con sabia dignidad su actual destino, con la esperanza de que algún día los toque el sol y se admire en ellos la gloria y la miseria humanas. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez Timbres
Timbres hay hasta de países ignotos, que producen su propia edición con fines distintos a los de sólo portear una carta o tarjeta postal: “Mujer: No pude ver en el aeropuerto cómo se llama la ciudad. Estoy bien. Nadie habla español. Llego el mes próximo. No aguanto los mosquitos. Papá”. Y ahí te van mensaje, timbre y postal, con un poco de suerte, a su destino correcto; muchas veces países tan ignotos como desde el que se han enviado. La buena mujer recibe el mensaje, exhibe la tarjeta como quien no quiere la cosa por algún tiempo, y luego la pone por ahí, fuera del alcance de los niños que, algunos años después, separarán con cuidado el timbre de la postal para pegarlo en una hoja cuadriculada tamaño carta, donde se leerá “Tanzania”, y aparecerá solitario y envidioso de las hojas de timbres correspondientes a los países a los que más hayan viajado los padres de los ahora jovencitos. Puede ser que alguna novia de ellos se quede con la postal para su propia colección, hasta que un día se case con otro y se deshaga de ella; qué diría su marido. © Miguel Ángel Godínez Gutiérrez |
Miguel Ángel Godínez GutiérrezPatafísico. Nació de madrugada en el barrio de Tacuba de la Ciudad de México. Es profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Ha sido contador, subdirector, encargado, mesero, cleaner, jardinero, agricultor, secretario, presidente, vendedor de puerta en puerta, saltimbanqui y otras actividades lícitas y edificantes. Archives
September 2017
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