Culpable
I"¡Ladrón!"; oyó que alguien gritaba, aunque no se veía a nadie. La tarde, aun iluminada, se iba lentamente estrellando sus últimas luces en su cara, enfrentada al poniente. "¡Sinvergüenza!"; vociferó una voz distinta, protegida por una celosía. Se protegió los ojos del ataque del sol poniente con la mano izquierda y escudriñó la vereda y la plaza de enfrente, que estaban vacías. Tampoco se veía venir nadie tras él, por el oriente. Se encogió de hombros, con una semisonrisa, y siguió caminando, delante de su larga sombra tardía, cavilando sobre la calumnia y el insulto, hasta que llegó frente a la puerta de su propia casa. Ahí se detuvo, y metió los libros que traía en la mano, bajo su brazo y se palpó lentamente todos los bolsillos, comenzando por los del pecho, donde sintió, a un lado las lapiceras que tanto amaba con sus plumas de oro, siempre limpias y llenas de fina tinta azul, verde y roja. Algo más gruesa, la lapicera trazadora "Enkuli", cargada con tinta china de intenso color azabache, que llegaba a despedir aromas al dibujar. Al otro lado, en el de la mano que palpaba, sintió la cartuchera, repleta de documentos, de identidad, de conducir, de diversas pertenencias a clubes e instituciones. También sintió el lado de la billetera, con sus tarjetas plásticas, algunos billetes, la chequera ya casi en desuso, y fotos de sus hijos y su mujer. Palpó el bolsillo de la izquierda de la chaqueta, que crujió al arrugar algunos papeles, en el de la derecha sintió algo sólido, y metió la mano. La sacó apretando un gran número de papeles de diversos colores y texturas, entre los cuales se asomaba un lápiz de dos colores: Azul y rojo, muy gastado, otro de palo de color amarillo, con goma, y un tercero de plástico, mordido por detrás. Algunos de los papeles cayeron al suelo, junto a una tapa de bebida gaseosa. Lenta, parsimoniosamente, metió los papeles al bolsillo nuevamente; después se inclinó y tomó los que habían caído. Poniéndose a favor de la luz del sol que se iba, examinó con cuidado aquellos que recogió, y los fue devolviendo al bolsillo de la chaqueta. A su lado pasó una pareja de edad mediana, tomados del brazo. No oyó lo que conversaban, pero entre sus murmullos logró distinguir: "... grave robo... es un ladrón... todos lo saben...". Los miró alejarse. Le pareció que ella intentó volverse a mirarlo, y él se lo impidió de un tirón en el brazo. Se palpó, con el ceño fruncido, el bolsillo del pantalón, del lado izquierdo y sintió tintinear las llaves. Fijó la vista en la tapa metálica de bebida gaseosa que había caído del bolsillo derecho de su chaqueta, y la empujó con la punta del zapato, haciéndola caer en el agujero de desagüe de las lluvias, mientras se repetía a sí mismo: "... todos lo saben...". Cambió los libros bajo su brazo, a la mano derecha, y con la izquierda sacó del bolsillo un grueso manojo de llaves. Volvió, luego, los libros bajo el brazo, y con ambas manos comenzó a juzgar las innumerables llaves, una a una, lentamente, hasta que finalmente, luego de decidirse por una, que examinó por ambos lados, la palpó con el pulgar en su borde dentado. Hizo un gesto afirmativo, mientras pensaba: "... un grave robo...". La llave calzó perfectamente en la cerradura de la puerta, que le franqueó el paso a un zaguán de adoquines. Mientras comían, apenas si participó en las conversaciones familiares. "¡Ladrón!" pensaba. "¿A quien iría dirigido el calificativo?". De soslayo oía las risas familiares, los comentarios cotidianos, mientras trataba inútilmente de armar un rompe cabezas del que no tenía pieza alguna: "¡Sinvergüenza!" oía de nuevo, recordando la celosía. Con la cabeza agobiada por el calor de la almohada, y el sordo sonido del silencio, demoró en dormirse, buscando explicaciones a una angustia que, estaba seguro, no debía pertenecerle: "... es un sinvergüenza... todos lo saben...", oía una voz interna que repetía, y que no podía dominar. La mañana fría y brumosa se veía por la ventana, a cuyo fondo se divisaba los sucios álamos, y los techos de calamina de las industrias vecinas. Se sentó en el escritorio de metal, iluminado por la ampolleta amarilla que colgaba de un largo hilo eléctrico, del techo, justo sobre su puesto. Este privilegio exclusivo, le correspondía por su cargo de supervisor. Miró a sus subordinados, y le pareció que algunos de ellos se cuchicheaban, mirándolo de soslayo, como si le criticaran alguna culpa. Carraspeó, y los miró, paseando la vista sobre todos, con el ceño fruncido. Lentamente, todos, cada uno, comenzó a trabajar en lo suyo, escapando de su vista. Pensó en la culpa, pero se dijo que no tenía sentido pensar en ello, si el no cargaba ninguna. Estaba seguro de no haber hecho nada, y nadie lo había acusado tampoco. ¿Por qué, entonces, sentía flotar en torno como una especie de bruma, un halo de culpa, que alguien le asignaba?. Abrió el primer cajón de su escritorio metálico. Lo sintió, tal vez, más frío que nunca, o quizás nunca había puesto atención a lo frío que amanecía el metal, y ahora lo notaba debido a que intentaba mantener vacía la mente, para no pensar en la culpa. Sacó los papeles en que trabajaba, y los puso, ordenadamente, frente a sí. La matriz de productos de alta rotación al centro. Algo más arriba, y a la derecha los inventarios de productos. A la izquierda, con su esquina inferior derecha, justo bajo la mano izquierda, de modo de manipularlos fácilmente con ésta, los pedidos. Simétricos, a la derecha, las guías de despacho. Sobre estas últimas, el lápiz de madera de dos colores, para aprobar o rechazar, con azul o rojo según el caso. Una vez que todo estuvo dispuesto, estiró los brazos hacia adelante, para acomodar las mangas al trabajo, y comenzó a revisar. Sintió una mirada que golpeaba su cara, desde la izquierda. Se volvió, rápidamente, hacia ese lado, y alcanzó a sorprender a un subordinado que lo miraba con gesto a la vez curioso, y atento. Al sentirse sorprendido, el funcionario bajó rápidamente la vista. Recordó la vereda, y la voz anónima: "¡Ladrón!" había dicho, sin que él supiera a quien culpaba. Continuó revisando el pedido que tenía en frente, y aprobó la guía de despacho. Le parecía estar viendo, mas allá de sus pensamientos, la celosía, detrás de la cual a escondidas le gritaron: "¡Sinvergüenza!". Ovaló con rojo la cantidad asignada en la guia de despacho. Levantó la vista hacia uno de sus subordinados, y chasqueando los dedos, hacia él, llamó su atención. El subordinado lo miró sorprendido, y miró a su alrededor, como buscando apoyo para negarse. Le hizo un gesto con la mano, para que se acercara. El subordinado, con expresión de sorpresa, se señaló a sí mismo. Él le hizo un gesto afirmativo. Todavía, el subordinado miró alrededor, como buscando amparo. Todos rehuyeron la vista. Con un gesto de desagrado, se levantó y acudió al llamado. "Verifique los productos señalados, en bodega, y que reintegren los inventarios marcados en rojo" le dijo, cuando el subordinado estuvo junto a él. De mala gana, el otro tomó el documento, y se fue murmurando. "... No me harán cómplice..." alcanzó a escuchar, o creyó oír. "¿Qué dice, Carmona?" interpeló entonces al que se retiraba. "Nada... nada..." negó el otro asustado, mientras varias miradas se le clavaban. Recordó la pareja que pasó junto a él, en la puerta de su casa: "... es un sinvergüenza... todos lo saben". Se preguntó por qué se sentía perseguido, si nadie lo acusaba directamente. Continuó trabajando, pero sentía a cada instante que había miradas que se clavaban en él como estiletes. Ya no se atrevía a desafiarlas, como si en vez de ser el jefe de oficina, fuera el condenado por todos aquellos jueces. II Eran las once veintitrés. Lo supo, pues sobre la puerta había un reloj de gran tamaño que acusaba el tiempo. Cuando aquella se abrió no sospechó que esa era su hora, de manera que en modo alguno miró preocupado al subgerente cuando se asomó, como muchas otras veces lo hacía, ni tampoco cuando gritó su nombre desde la puerta, sin consideración ninguna, lo que nunca hacía. Sólo pensó que sería otra de las urgencias que él solía solucionar al subgerente, que éste luego agradecía en el silencio de su oficina, con una conversación de diez minutos, y un café pequeñísimo, que por lo demás nunca alcanzaba a terminar, antes que lo despachara: "¡Muchas gracias!" le decía, levantándose. "¡De veras muchas gracias!. Es usted de gran utilidad para mi" insistía, palmoteándole el hombro, y empujándolo suavemente, fuera de la oficina. Él salía orgulloso, y contento de ser útil. Incluso a veces impensadamente, por la premura de la despedida, no alcanzaba a dejar la tacita de café, y se daba cuanta que la tenía en la mano cuando ya había salido de la oficina, y el subgerente había cerrado la puerta, entonces, se la entregaba a la secretaria, que tenía su escritorio ahí, junto a la entrada, como un cancerbero. Ella le sonreía, y se la recibía, casi con reverencia. Pasó junto a la secretaria, que esta vez no lo miró para saludarlo, como siempre hacía, sino que continuó impertérrita en sus quehaceres. El subgerente tampoco esperó para hacerle pasar, ni a que él entrara a la oficina para cerrar la puerta tras él, como siempre hacía, sino todo lo contrario. Mientras iba a la oficina, el subgerente había vuelto a su escritorio, donde se había sentado. Cuando lo vio en el umbral de la puerta le dijo con voz áspera: "Pase y cierre". Pasó y cerró. Esperó a que lo invitaran a sentarse, pero la invitación no llegó. — Tenemos — dijo el subgerente — graves rumores sobre usted. Entenderá que hay que poner fin a esta situación cuanto antes. El subgerente no le había preguntado, como solía hacer, por sus hijos, por su mujer, no había conversado de las cosas vanas y cotidianas que la gente conversa, socialmente, antes de tratar los asuntos serios, y de importancia. Tampoco él, de manera alguna, se sorprendió. Se diría que esperaba, en todo caso, este comportamiento del subgerente, o en fin, que no le era extraño, dadas las circunstancias. — Pero — dijo, manteniendo las manos tomadas tras su espalda —, yo no he cometido falta ninguna. Más aún, ni siquiera sé que me acusen, o de qué podrían hacerlo, ni menos quien querría acusarme. — Pues bien. Tampoco yo he dicho tal — lo interrumpió el subgerente —, ni menos aún quisiera llegar a hacerlo, por eso es que usted, desde ya, debe demostrar su inocencia, antes que ésto pueda llegar a la gerencia, o; Dios no lo quiera jamás; al directorio — aquí levanto las manos al cielo, como suplicando. — No. Por supuesto. No tenga usted cuidado — dijo —. Sepa que soy totalmente inocente. Tanto así, que ni siquiera sé de qué se me acusa. — Bueno. Pues encárguese de eso. Encárguese de eso — repitió severo —. Por ahora, diga a Menadier que tome su puesto, y recuerde que pone nuestro prestigio en entredicho. ¡Puede retirarse! — concluyó, e hizo un gesto con la mano como expulsándolo insistentemente —. ¡Puede retirarse! — repitió. Retrocedió, siempre enfrentando al subgerente, pero con la mirada fija en el suelo, hasta llegar a la puerta, que abrió sin mirarla, y salió retrocediendo, no sin golpearse en ella. La secretaria lo ignoró, mientras se retiraba, pero cuando ya se había alejado unos pasos y estaba de espaldas a ella, lo miró con un mohín de desprecio. Meneando la cabeza dijo para sí misma: "¡Sinvergüenza!". Ya no pudo trabajar durante el resto del día. Sólo miraba, ausente, los papeles que tenía sobre el escritorio. Veía cada letra, cada marca, roja o azul, carente de significado. La vista se paseaba sin método, ni interés, por toda la superficie verdosa del metal del escritorio. Los lápices yacían inertes sobre la superficie, abandonados. De cuando en cuando la vista tropezaba con la punta roma de la mina de color, y se quedaba divagando sobre sus brillos múltiples, sin significado ninguno. A ratos, se acercaba Menadier, y decía: "El pedido veintiséis ciento tres, lo esperan en bodega". Casi sin interés lo buscaba, hacía sobre él una marca críptica, y se lo pasaba. Menadier casi se lo arrancaba, con desprecio, de las manos, y se iba sin decir palabra, con un gesto de desagrado. Esa tarde, al volver a su casa, caminaba cavilando, con más lentitud que nunca, con la mirada clavada en el suelo. Sólo de vez en cuando levantaba la mirada hacia las copas de las acacias, cuando algún jilguero piaba su canto tradicional. Casi nunca lograba verlo. Cruzó, cosa que nunca hacía, por el centro de la plaza, siguiendo todos los recovecos de los senderillos, entre los macizos de arbustos. A veces, los gorriones que comían entre las flores, al verlo venir, escapaban volando, y se refugiaban en las ramas altas de las encinas. Al salir de la plaza, alguien, que se cruzó con él, le dio un empujón en el hombro, casi como si fuera casual. "¡Sinvergüenza!" le dijo y siguió su camino sin siquiera detenerse. Sorprendido, iba a decirle algo, pero la violencia del golpe, y en especial de la acusación, lo inhibió. Sólo se quedó mirándolo, abismado. III Mientras se palpaba los bolsillos, a la puerta de su casa, en la ceremonia de búsqueda de las llaves, alguien, tal vez desde la plaza, cuando tocaba la lapicera más gruesa, la trazadora "Enkuli", gritó: "¡Malnacido!". Hizo, un esfuerzo por no responder, pues hubiera querido gritarle, a su vez, que no fuera cobarde, que se mostrara, que dijera quien era, y por qué lo acusaba. Continuó palpándose los bolsillos. El de la izquierda de la chaqueta crujió, lleno de papeles, el de la derecha tenía algo sólido que sacó enredado en múltiples papeles, alguno de los cuales cayó al suelo, junto con un corcho de botella de vino. En ese momento, pasó una pareja joven junto a él. Ella comentó en voz baja al oído de su hombre: "¡Además es un borracho!". Ofuscado por los sucesos, dijo: "¡¿Además de qué?!". La pareja apuró el paso, mientras murmuraban en voz baja. Cuando estuvieron lejos, sacó, con la mano derecha, el volumen de Obras completas de Rubirosa, que había metido bajo su bazo izquierdo, y con esa mano extrajo del bolsillo del mismo lado de su pantalón, las llaves que ahí traía. Mientras las examinaba, cada una cuidadosamente, por ambos lados, pensaba en cómo podría demostrar su inocencia, si para ello debería destruir las pruebas de su culpabilidad, pero al no ser culpable de nada, ni saber quien lo culpaba, y de qué, formalmente; no podía hacer una defensa. Se dijo que era injusto que se le considerara culpable a partir de rumores, y que se le exigiera demostrar su inocencia a partir de una culpa que no tenía, ni conocía. Finalmente seleccionó una llave, palpó con el dedo pulgar, los dientes de la elegida, y sin expresar ninguna satisfacción, la encajó en la chapa, que cedió al momento. Durante la hora de comida, estuvo ausente, cavilando. Lo que hasta entonces no había sido notado por su familia, se hizo evidente cuando su mujer preguntó: "¿Has tenido algún problema con don Félember?". Concentrado en sus divagaciones, hundido en su problema, no reaccionó. Más aun, diría que no escuchó, siquiera, la pregunta. — ¿Qué te pasa a ti? — insistió ella, golpeándole el brazo izquierdo. — ¿Ah...? ¿Qué me dices? — dijo volviendo de lo profundo de sus pensamientos. — Que don Félember no quiso atenderme. — ¿Quien es don Félember?. No conozco a nadie de ese nombre. — El hombrecito de la fiambrería. Se negó a atenderme: "Su plata, aquí no vale nada" me dijo, y no me quiso atender. ¿Qué problema tuviste tú con él?. — Ni siquiera lo conozco. Compra en otro lado, y se acabó el problema. Es él quien pierde — dijo ruborizándose por la culpa. Sabía que era parte de lo mismo, pero no quería traer un problema que veía externo, e injusto, al seno de la familia. Éso no correspondía. Tenía que proteger a su familia a toda costa. Después, ya vería como solucionar el problema. — ¿Y entonces, por qué me echó de su tienda? — insistió ella. — ¡Cómo puedo saberlo! — respondió exasperado. — Es que tú te peleas con medio mundo, y luego la culpa la pago yo... Aspiró para responder, pero de inmediato desistió. Sabía que no tendría caso. Sólo meneó la cabeza, con desagrado, y se fue a sentar en el estar a fumar un cigarrillo. — Siempre lo mismo — gritó ella de lejos — huyes... Huyes de los problemas, nunca enfrentas. "No tiene sentido alguno" pensó. Entonces tomo el tomo de las obras completas de Rubirosa, y salió de la casa. Atravesó a la plaza, y ahí se sentó en un banco a leer, bajo la luz mortecina de un farol, que combatía con desventajas la oscuridad de la noche. Había leído casi tres páginas, cuando se dio cuenta que no había entendido nada, y que cada línea que pasaba iba teñida de sus preocupaciones. Trataba de buscar, en su comportamiento, el equívoco que lo hacía parecer culpable de algo. ¿Pero de qué?. Si ni siquiera sabía cómo había comenzado todo, ni de qué se le acusaba, ni quien era el que planteaba la acusación. No era Félember, el hombre de la fiambrería, ni el subgerente, o un vecino en particular. Era como una enfermedad que le hubiera caído de repente encima, sin saber como. Trataba de pensar una manera de demostrar su inocencia, pero eso resultaba del todo obvio: "Demuestre, alguien, que he hecho algo" se decía, y luego se ponía en la posición de sus acusadores, que se expresaban, por ejemplo, a través del subgerente, y se imaginaba su respuesta: "Es que no es tan fácil como decir ¿Que hice yo?. Son demasiado severas las acusaciones de impropiedad que pesan sobre usted. Más aún, hasta en los almacenes de su barrio, ya se niegan a hacer negocios con usted". Se decía, entonces, que debería recurrir a sus amigos. Ellos tendrían que dar fe de su correcto comportamiento de siempre. Pero de nuevo, parecía que escuchaba la voz del subgerente: "Mire usted, si hasta la gente que pasa por la calle sabe de su culpa, si hasta en esta oficina, donde todos deseamos lo mejor para usted, ya sabemos que se duda, o más bien se le exige que demuestre su honestidad; si sus amigos pudieran defenderlo, o afirmar su inocencia, ¿No cree que ya habrían venido a apoyarlo?. ¿No cree que habrían estado con usted desde un principio, cuando le gritan su culpa por las calles?". Trató de repasar la lista de sus amigos, pero sintió el frío de la noche, y se dijo que si estaba aquí, sentado en esta plaza, era porque ni su mujer había sido capaz de defenderlo con Félember, el de la fiambrería. Sólo se había retirado avergonzada, y le pedía cuentas, igual que hizo el subgerente. "No tiene caso" dijo, como si estuviera realmente con alguien a quien explicara su situación. "Al menos, por ahora, no tengo la solución" pensó. Concluyó que, siendo falsas las acusaciones, lo mejor era ignorarlas, de modo que se olvidaran de ellas, y entonces no prosperarían. "En caso contrario sólo lograré que sigan pensando en ello, hasta que la gente asociará la culpa conmigo, y ya no será posible convencer a nadie de mi inocencia". IV Intentó volver atrás y retomar la lectura, desde donde había dejado de comprenderla del todo. Leyó: "Mi inocencia quedó sellada entonces, para siempre: La culpa es un acuerdo social". Reconoció la verdad que encerraba esa frase, y cerrando el libro, con la cinta roja, marcadora, en la página en cuestión, pensó que su caso era todo lo inverso, pero que se aplicaba ciertamente la misma norma. El acuerdo social, por cualquier circunstancia, sin importar cual fuera, había llegado a establecer su culpa, y ya no habría salida, salvo que él mismo diseñara y estableciera un nuevo acuerdo, en el que él mismo era inocente. El problema estaba en que, tal vez, el acuerdo de su culpa se encontraba ya demasiado extendido, entonces, mientras él insinuaba un nuevo acuerdo de inocencia con el subgerente, el directorio, al que no podía llegar de manera alguna, podía condenarlo sin remedio y su única vía sería el subgerente, que estaría, por supuesto, mucho más proclive a la influencia del directorio que a la suya misma. Lo que es peor, si lograba convencer a los directivos de su industria, de todos modos, la opinión de su vecindario, así como ya había sucedido, llegaría nuevamente a la industria en que trabajaba, antes que tuviera tiempo de acordar aquí su inocencia, y viceversa. La tarea era titánica, y ni siquiera sabía como comenzar a enfrentarla. Comprendió que lo primero que debía hacer, entonces, era convencerse a sí mismo de su propia probidad y falta de culpa, de manera de destinar el mejor esfuerzo a su causa, y no como le sucedía ahora, que cualquier circunstancia lo llevaba a estas cavilaciones absurdas. "Apenas he logrado leer esta maldita línea, y me enredo en su sentencia. Mejor haría en guardar el concepto, y utilizarlo en tanto cuanto sea necesario, más que comenzar a darle vueltas y vueltas y vueltas, y en fin, enredarme en un laberinto febril, e inconducente". Pensó que si no era culpable, debía actuar como tal, y en actitud inocente y tranquila, debía seguir leyendo en calma. Así lo hizo. Cuando había logrado cierta tranquilidad y comenzaba a comprender los argumentos y el sentido que Rubirosa ponía a su novela, oyó que alguien comentaba, más allá de un macizo de ligustrinas: "¡Ése es!. Míralo ahí sentado tan tranquilo como si no tuviera nada que ocultar". Sin levantar la cabeza, dirigió la vista hacia quien hablaba. Eran dos vecinos que vivían algo más allá que él, con los que solía conversar amablemente. Quedó sorprendido de la actitud, sin embargo, decidió enfrentar la situación, sin culpa, e ignorando la acusación, ya que era falsa. — Buenas noches — dijo — como han estado. Uno miró al otro, y éste lo miró a él con desprecio. — ¿Cómo se atreve usted a saludarnos? — respondió. — ¿A qué se refiere?. — Ya debería saberlo bien. Todo el mundo se ha enterado de lo suyo... — ¿Qué sería lo mío? — preguntó, fallando en su estrategia, y entrando en la discusión que dejaría por supuesto un sabor aversivo en el otro, que sólo lo convencería de la realidad de la culpa. — Es usted muy audaz, al tratar de negar lo que todos ya sabemos — concluyó el otro, siguiendo su camino. — Usted me insulta gratuitamente — intentó defenderse. — La verdad no insulta, es sólo verdad. — ¿Y cual sería esa verdad? — intentó seguir, levantándose de su asiento, y señalando al agresor con el tomo de Rubirosa. — La violencia no es un buen argumento — concluyo uno de ellos, y se retiraron ya sin prestarle más atención. Él continuó algo más aún, elevando la voz, producto de la impotencia, intentando explicar su caso, y defenderse de la injusticia. De las casas que enfrentaban la plaza, comenzaron a oírse voces, detrás de las celosías y los postigos: "¡Ahora pretende agredir a los vecinos, además!" dijo uno. "¡Ésos son los métodos de esta gente!" contestó otro. "Debería irse a otro vecindario. ¡Es un desprestigio para el nuestro!" oyó a un tercero. Entonces él mismo, ya ofuscado, gritó, hacia las ventanas ocultas y sus enemigos escondidos: "¡Al menos den la cara, para denigrar!. ¿Quién es quien ha iniciado estas calumnias?. ¿Por qué no se muestra, y exhibe sus pruebas?". Otra voz anónima gritó: "¡No necesitamos más pruebas!". Iba a contestar, por demás inútilmente, cuando una piedra pasó zumbando junto a su oreja izquierda, entonces se retiró más allá del alcance de la pobre luz amarillenta, y se internó en la oscuridad, mientras caían otras piedras cerca de donde había estado. Caminó en la noche, bastante rato, esquivando a la gente que veía venir, y que aún transitaba por la calle a pesar de la hora ya avanzada. Después de dar un amplio rodeo, llegó casi silenciosamente a la puerta de su casa. Bajo la débil luz de la entrada, metió el volumen de las Obras Completas de Rubirosa bajo su axila izquierda, y comenzó a palparse, religiosamente los bolsillos, en busca de las llaves. Con la mano derecha tocó el bolsillo superior izquierdo de su chaqueta. Sintió ahí sus tres lapiceras, con plumas de oro, de color azul, verde y rojo, y más cerca del corazón, ostensiblemente más maciza, la trazadora "Enkuli" cargada con tinta china "Caimán". Palpó el bolsillo derecho, con la misma mano. Sintió la cartuchera, gruesa de documentos, que certificaban su identidad y pertenencia. Palpar esa cartuchera lo hacía sentirse seguro: "Sé quien soy" se dijo. Sabía que pertenecía a este lugar, y que defendería lo suyo. Ahí, sobre su pecho estaba la certificación de ello. Bajó la mano y la cruzó para palpar el bolsillo del costado izquierdo. Sintió el frágil crujido de papeles, y supo que ahí estaba la historia de sus actividades, ahí se podría leer quien era él, y cual era su ruta. Metió la mano, ahora, en el bolsillo lateral derecho, de la chaqueta, ahí donde guardaba trozos de papel con sus apuntes personales, sus pensamientos e ideas, que iba garabateando cuando éstos saltaban a su mente durante el trabajo, mientras viajaba, o cuando compartía con amigos. Cualquiera que organizara esa colección de papeles, sabría bien, qué pensaba sobre todas las cosas. Sintió ahí algo sólido. Sujetó todo el puñado, y lo extrajo. Algunos papeles planearon al suelo, y entre ellos cayo una lupa cuenta hilos, plegada. Recogió uno a uno los papeles, que fue examinando y ponderando. Algunos lo hacían sonreír, otros los guardaba rápidamente, como si lo avergonzaran, o también meneaba la cabeza con incredulidad, en fin, más. Por último, recogió la lupa cuenta hilos, y desplegándola la puso sobre la huella del pulgar izquierdo, y miró sus texturas y secretos, aumentados, a través de la lente. Sintió una especie de gozo íntimo, casi infantil, y recordó las veces que con ese instrumento había logrado producir fuego, sobre algún trozo de periódico. Lo plegó nuevamente, y lo devolvió a su lugar. Tomo el volumen de las Obras completas de Rubirosa, que tenía bajo la axila, con la mano derecha, y con la izquierda palpó el mismo bolsillo del pantalón. Oyó tintinear las llaves. Las sacó, y comenzó a examinarlas, pero en ese momento la puerta se abrió, y una luz mortecina, que escapaba diagonal, desde dentro, iluminó su figura, y recortó, a la vez, en el umbral, la de su mujer. — ¿Qué haces ahí, desde hace rato? — preguntó. — Acabo de llegar. Buscaba las llaves para abrir. ¡Nada más!. — Oí como te peleabas con todo el vecindario. Es por eso que después no me atiende don Félember, y nadie me saluda. — Me acusaban injustamente. Sólo me defendía. — ¡Vaya defensa!. Agrediendo a todo el mundo... — No agredí a nadie. Al contrario. Incluso debí huir pues me lanzaban piedras... — También huiste de aquí cuando te pregunté si te habías peleado con don Félember. ¿Acaso también te tiré piedras?. — ¡Vamos, mujer!. ¡Tú, de parte de quien estás!. — Ya no sé que pensar. Tal vez tengan razones... — ¡Ya...!, ¡ya!. ¡Cállate mejor!. Déjame pasar que quiero acostarme y olvidar este problema. Mañana ya será distinto. — No lo será si te empeñas en gritarme así. — No te he gritado, pero me desesperas. Siempre te pones de parte de los demás, como si yo fuera culpable. — Y si no lo eres: ¿Por qué huyes?. Demuestra tu inocencia, en vez de huir. — No tengo nada que demostrar mientras alguien no me acuse. — Es que ya todos te acusan. — ¿Y de qué? — le gritó él exasperado. Y luego apartándola ingresó a la casa, dejando la puerta del zaguán abierta. Ella lo siguió, fustigándolo. — ¡Además me agredes! — decía —. ¡Ya casi no te soporto!. El se encerró en el baño, y se quedó largo rato mirándose en el espejo, hasta que el rostro reflejado ahí, le pareció absolutamente extraño. Entonces se dio cuenta que todo estaba en silencio. Cuando salió del lugar percibió la luz que de la calle entraba por la mampara abierta. Fue a cerrarla, y se quedó tendido en el sofá, en la oscuridad. Respondiendo al ruido de la puerta al cerrarse, al poco rato apareció la mujer, que abrió nuevamente, y miró buscando en el exterior, la figura que habría salido. Después de buscar, inútilmente, dijo: "¡Que se vaya a la mierda, si quiere!", y se perdió en la oscuridad interior. V Entre la bruma de la mañana, tras los álamos del oriente, se asomaba el frío sol matinal, pintándolo todo con una pátina difuminada, haciendo parecer el paisaje un cuadro impresionista. Él pasaba, viendo como todos los funcionarios esquivaban su vista, sin importar si pasaban cerca o lejos. Los saludaba igual: "¡Buenos días!", "¿Qué tal?". Nadie le respondía. Algunos que no alcanzaban a hacerse invisibles, sólo lo miraban con desprecio. Otros que pasaban más lejos, los veía darse codazos disimulados, y señalarlo. "Soy inocente" se decía. "No me han probado culpa alguna. Cuando salga de todo ésto, esa misma gente tendrá que venir a pedirme disculpas, y tal vez a solicitarme favores. Entonces seré yo quien los mire con desprecio. ¿Tú quien eres?. No recuerdo tu nombre, ¿donde te conocí?". Estas cavilaciones no le conducían a ninguna parte, y sólo lograban hacerlo sentir un cierto dolorcillo pesado al centro del pecho, y tal vez cierta congoja. A ratos percibía esta situación, y se alarmaba al sentir cierto placer en estas emociones. "Esto no es normal" pensaba entonces. "Debo combatirlo, y hacer ver a esta gente que están equivocados, que soy una buena persona, y no he perjudicado a nadie, que a nadie he robado o estafado". Se torturaba pensando en cómo demostrar su causa, como ponerse por sobre sus acusadores, de modo que quisieran, quienes no lo habían juzgado aún, ponerse de su parte y así salir de esta incómoda situación. "Hablaré con el gerente" pensaba, pero luego desistía. "Es probable que ya le haya llegado el rumor de mi culpa, o que encuentre sospechoso que me acerque a exponer un caso, para él completamente desconocido, y que llame al subgerente. Éste le dirá que no he demostrado mi inocencia, que pesan sobre mi graves acusaciones, y entonces será mi palabra contra la del subgerente. Seguramente será más fiable la del subgerente que la mía, pues él está en un cargo de confianza, precisamente porque se le cree". Desistió del intento, y se dijo que si no había hecho nada, no tenía por qué temer nada. "Todo es sólo un mal entendido, y así como empezó ha de terminar. Lo mejor es seguir haciendo mi trabajo y mi vida, honesta, como siempre, y todo se disolverá como sal en el agua. Debo ignorarlo, así todos verán mi tranquilidad, y no podrán pensar que alguien que está confiado y tranquilo pueda ser culpable de nada. Entonces el subgerente volverá a tener fe en mi y me restituirá el trato que siempre me dio. Habrá pasado todo así como esta neblina de la mañana se diluye hacia el medio día". Se sentó en su escritorio metálico, de color verdoso, y vio desde ahí los álamos sucios de bruma y polvo industrial. Parecían enmarcados por los colores sepias del interior de la gran sala de trabajo, pobremente iluminada por unas cuantas ampolletas de baja energía. Abrió el segundo cajón de su derecha, y extrajo un fajo de papeles que puso en la superficie verde, hacia un rincón. Del fajo tomó el cuadernillo superior, consistente en una carátula llenada pulcramente a máquina, y los respaldos de esas cifras anexos en papeles de trabajo de diferentes colores, incluso verde, todos manuscritos, detrás. Miró las cifras del resumen, con atención. Metió la mano bajo su chaqueta, y extrajo del bolsillo superior izquierdo una fina lapicera de color azul. Lentamente, mirando con atención la maniobra, desatornilló la tapa. Cuando cedió, miró con satisfacción la pluma de oro labrado, en cuya parte alta se leía en letras caligráficas perfectas: "Shaeffer". Encajó la tapa en la parte posterior, y aplicando un cuidado extremo, posó la punta de oro en la carátula, y rubricó el documento, aprobándolo. Sopló suavemente la rúbrica y dejó descansar el cuadernillo al otro extremo de la cubierta, perfectamente simétrico con el anterior. Tomó un segundo cuadernillo, con su correspondiente carátula. A la mitad del examen de éste, frunció el ceño, y extrajo del mismo bolsillo, con el mismo cuidado, una lapicera de color verde, que procedió a abrir con el mismo cuidado y satisfacción. Este instrumento era, sin ninguna duda posible, idéntico al anterior, en todo salvo en el color. Escribió, en un recuadro de la parte baja, en que se leía la palabra "Observaciones", con letra inclinada, regular, ágil, acelerada, de cuerpo armónico, de peso leve, de espesor sólido, con hampas algo alzadas, y jambas ligeramente sensuales, una frase tal vez ilegible, referida al concepto de gastos expresados en la línea tres del documento. En dicha línea, a su costado derecho dibujó un perfecto asterisco. Luego cerró la lapicera verde, rubricó, como el anterior, este documento, con color azul, y procedió a soplar los sectores escritos, antes de pasar el cuadernillo al sector de los aprobados. Cuando se aprestaba a revisar un nuevo cuadernillo, la secretaria del subgerente, con voz sensual pero endurecida, gritó su nombre: "El señor subgerente lo llama a su oficina" dijo después de un momento, con tono severo, a la vez que despreciativo. Cerró concienzudamente la lapicera azul, que guardó en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, más hacia la izquierda que las otras, luego abrió el segundo cajón de su escritorio, y guardó el fajo de documentos sin revisar. Los que ya habían sido revisados, los entregó a Menadier, con la instrucción de que los procesara. Menadier se esforzó en ignorarlo. Cuando ya se encaminaba a la oficina de la subgerencia, Menadier murmuró algo en voz baja. Los funcionarios a su alrededor alcanzaron a oírlo, y sonrieron con sorna. Alcanzó a tomar la manilla de la puerta, cuando la voz, áspera y autoritaria, a la vez que despreciativa, de la secretaria lo atajó: "¡No entre!. Espere aquí" dijo, y pasando delante de él entró y le cerró la puerta en la cara. Pasaron dos minutos en los que le sobraban las manos y los brazos, que pasaron por los bolsillos, se entrelazaron a la espalda, se cruzaron en el pecho, arreglaron el pelo, rascaron una rodilla, sobaron las aletas de la nariz, limpiaron delicadamente la esquina interna del ojo derecho, un meñique rascó con suavidad la ceja de su mismo lado, y todo esto bajo la burlona mirada presentida, de todo el personal, aun cuando en momento alguno pudo sorprender a nadie. Una empleada auxiliar, vestida con un delantal azul claro, lo hizo moverse para pasar con una bandeja a retirar una taza vacía de café que se encontraba sobre el escritorio de la secretaria. Al retirarse, lo obligó, sin solicitarlo siquiera, a repetir la maniobra evasiva. Comenzó a sentir la sensación de prisión, del que espera un suceso que no ocurre, pero que no puede dejar de esperar. Inició un paseo ante la puerta de la subgerencia, mirando el suelo, o más bien el lugar en que la punta de su zapato hacía contacto con éste. Contó tres pasos y un sobrante pequeño desde el estante, junto a la pared, hasta el escritorio de la secretaria. Estimó que esa distancia equivalía a dos metros y cincuenta centímetros. Comparó, mentalmente, el espacio que el subgerente requería para ingresar a su oficina a través de una puerta, afincada en un vano, contra la escasez del pasillo entre escritorios, en un espacio libre, para llegar al propio. Entre su escritorio y los vecinos, no habría más de cincuenta o sesenta centímetros. La secretaria salió, y sin mirarlo dijo: "Puede pasar". Cuando ya estaba dentro, oyó, agresiva la voz de la mujer: "¡Cierre la puerta!". VI El subgerente firmaba unas cartas, como si no se percatara de su presencia. Se detuvo a un paso de la puerta, esperando la atención de su superior, con las manos tomadas en la espalda. El subgerente fingía leer y repasar la carta que había firmado. Después de mucho rato dejó caer el lápiz de material plástico transparente con que había firmado y que sostenía aún, y lo miró severo. — Y bien — dijo, sin saludar —, veo que no ha hecho nada por demostrar su inocencia. Casi no me deja salida. Sintiéndose ofuscado por el desprecio y la acusación tácita o explícita general, sobre una culpa no definida, que no sentía, sino al contrario, pues se creía enormemente más probo que cualquiera de quienes parecían acusarlo sin fundamento ninguno; miró desafiante al subgerente, tal vez pensando que al menos una actitud de desagrado y enojo mostrarían que no sentía haber incurrido en falta o pecado alguno. Ésto por supuesto tampoco era una demostración de inocencia, por lo que arrastraba el riesgo de resultar antipático al subgerente, que al menos le daba una oportunidad, cosa que otros ni siquiera habían considerado, y tal vez podía significar que perdería, si no a su único aliado, al menos al único que condescendía a escucharlo, aun cuando no fuera por su propio interés, sino por la presión que sobre él caía de la gerencia, que en alguna medida parecía hacerlo, de algún modo vago, corresponsable de su falta. De todos modos, mantuvo su actitud desafiante. — Señor subgerente: El caso es aquí todo a la inversa. Si usted me está culpando de algo, deberá decirme de qué, y con qué pruebas, y asumir mi inocencia hasta que mi culpa, más allá de mis descargos, quede fehacientemente demostrada sin lugar a caer en duda ninguna. — ¡Por favor! — protestó el subgerente —. No soy yo quien lo acusa de nada. Jamás lo haría, sin embargo su actitud agresiva e insultante, no hacen sino agravar las acusaciones que sobre usted han caído, y que por supuesto no he iniciado yo, sino, por el contrario usted mismo ha contribuido a agravar, llevando su actitud al nivel del conflicto, y la agresión. En cuanto a mi, sólo cumplo mi deber de exigir la absoluta limpieza de los antecedentes del personal de mi subgerencia. Más aún, actúo presionado por la gerencia, ante la cual su posición nos ha expuesto de modo que si usted adopta esta actitud recalcitrante terminará por perjudicar no sólo al resto del personal, sino también a mi mismo, lo que en modo alguno se puede tolerar. ¿Me comprende usted?. ¿No es así?. — Sí, por supuesto que lo comprendo, pero exijo que se crea en mi inocencia. ¡Nada más!. — Lamentablemente éso no lo hace usted posible — concluyó el subgerente, volviendo a tomar el lápiz plástico que había dejado caer, en actitud de dar por terminada la conversación. Para subrayar su actitud tomó un documento que había en su escritorio, y comenzó a leer, siguiendo las líneas con el movimiento del lápiz. Mientras, él seguía ahí, petrificado y sudoroso. Tuvo conciencia de la humedad de la palma de sus manos, y del latido de sus sienes. — En fin — continuó el subgerente, volviendo a dejar el documento y el lápiz sobre la cubierta del escritorio —, que me veo en la desagradable necesidad de ser drástico en mi decisión, aún cuando seré excesivamente benevolente con usted, incluso contra la opinión de la gerencia, pero la preferencia que con usted he mantenido siempre, me impulsa a hacerlo de este modo. He decidido adelantar sus vacaciones definitivas, para darle oportunidad, que en ese tiempo libre, usted pueda juntar los antecedentes necesarios para sus descargos. En todo caso, comprenderá que durante este período en que usted no tenía derecho a vacaciones, éstas serán por supuesto, y lamentablemente, sin goce de sueldo —. Y tomó otra vez el documento y el lápiz plástico, y pareció concentrarse profundamente en su examen. Se quedó petrificado, mirando extrañamente a esa figura, ahí sentada, que ya no se ocupaba más de él. Se dio cuenta que el subgerente estaba inmerso en un universo enorme, en el que era pequeñísimo, y cuyas constelaciones cósmicas estaban conformadas por infinidad de adornos inútiles, hechos de bronce opaco, cristal espejeante, un cenicero que jamás había recibido en su borde brillante ni el más mínimo vapor de nicotina, un soporte de pesada base de mármol para dos lapiceras, en el que reposaban dos antiguos instrumentos de madera que no habrían sido utilizados, seguramente, en más de veinte años, un reloj de pantalla de cristal de cuarzo con enormes números, soportado por un marco de plástico que simulaba metal fino, tratado para dar una terminación silverina y opaca, un calendario engarzado en un soporte de plástico que simulaba cuero marrón, y otros muchos adornos inútiles que restaban espacio sobrante. Entre ellos un recipiente inútil, hecho con palos de paletas de helado, que tal vez le hubo regalado algún hijo. De las paredes colgaban fotos y retratos de personas que sonreían, entre diplomas de poca monta, de otros tantos cursos y seminarios realizados por su propietario. Placas metálicas de cobre, aluminio, y bronce, con distintos reconocimientos, en fin, todos artefactos inútiles del todo, y ajenos a la atención de su propietario, que los había colocado cada uno de ellos, en ese lugar, como una forma de rodear su espacio para ahuyentar su vacío verdadero. Después de un tiempo casi infinito, aprisionado en su transcurso y la observación inane, vio cómo el subgerente quitó la vista, por un momento de sus documentos, y lo miró con falsa sorpresa. "Puede retirarse" dijo, como si lo estuviera repitiendo, "y entregue su cargo a Menadier como ya le había dicho". Hizo una inclinación estúpida, a modo de reverencia, y retrocedió, sin darse vuelta, como si temiera ser asesinado por la espalda, hasta alcanzar la puerta, y salió atontado. Tanto así que no oyó la orden perentoria de la secretaria del subgerente que le decía: "¡Cierre esa puerta!". Como siguiera andando, sin obedecer, ella se levantó, furiosa, y farfulló: "¡Imbécil!". Con gesto obsecuente, luego, cerró la puerta con suavidad, sonriendo siempre al señor subgerente. VII Abrió el último cajón de su escritorio, cuyos rieles oyó sonar con la misma conciencia de la primera vez que los abrió. Sacó un diccionario de sinónimos, uno de la lengua, y Las Obras Completas de Rubirosa, que amontonó sobre la cubierta verde. Cerró suavemente el cajón, como si quisiera dilatar para siempre el tiempo. Mirando los sucios álamos, a través de la ventana, que se elevaban sobre los tejados de calamina de las industrias vecinas, se palpó el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta. Sintió ahí la trazadora "Enkuli", cargada con tinta china Caimán negrísima. Más allá, justo sobre su corazón, sus tres instrumentos de trabajo, de colores azul, verde y rojo, respectivamente, cargadas con tintas de los mismos colores; señalaban su dedicación y lealtad, privilegiada por sus finas plumas de oro. Supo al sentirlas ahí, que era injustamente acusado. Palpó el otro bolsillo, el de la derecha, y sintió la cartuchera con todos sus documentos de identidad, todas sus tarjetas de plástico que lo asociaban a toda su vida cotidiana, y todos los documentos que lo ataban como persona única, y honesta a la sociedad. Ahí podía saber con claridad quien era él. Al palparla se sintió en paz consigo mismo, y aliviado, entonces se tocó el bolsillo izquierdo. Crujió, lleno de papeles. Metió la mano en él, y vació su contenido que fue examinando. Todos eran apuntes y anotaciones de su trabajo, que fue botando en el cesto de papeles, uno a uno. ¡Ya de nada servirían!. Ninguno era algún documento oficial, sino sólo recordatorios, o ayudas personales. Tocó el bolsillo lateral derecho, y sintió algo sólido entre los papeles que guardaba ahí. Metió la mano y saco un puñado de apuntes de sus lecturas, y otras instancias personales. Algunos papeles cayeron al suelo junto a un pequeño trozo de hierro cilíndrico y brillante. Los recogió uno a uno, los leyó lentamente, y los devolvió a su lugar. Finalmente recogió el cilindro metálico y lo puso sobre el escritorio, al que se pegó sólidamente con un clac sordo. Palpó el bolsillo izquierdo del pantalón, que tintineó suavemente. De él extrajo un llavero, que examinó con atención y devolvió luego. Finalmente metió la mano a su bolsillo derecho del pantalón, y extrajo un manojito pequeño de llaves, atado con un cordón de plástico verde. Lo dejó caer sobre el escritorio, tomó los libros, y despegó con un tirón el cilindro metálico: Estaba libre. Mirando a Menadier que se esforzaba en quitar la vista, le dijo: "Hágase cargo", y se fue con sus libros en la mano izquierda, mientras examinaba el imán que llevaba en la derecha. Cuando desapareció en la escalera, al fondo de la sala, Menadier se paró de su escritorio, y se sentó en el que fue de su superior. Extendió los brazos, y agarró la cubierta verde por ambos lados; sonriendo, miró los sucios álamos y los techos de calamina por la ventana, sonrió y elevó la vista al cielo todavía brumoso a esa hora y con el pecho agitado dijo: ¡Rrrrrrruuuuuuunnnnn!. Miraba sin ver. Casi no tenía noción del frío que aun no cedía al cínico sol que intentaba derretirlo. Durante mucho rato caminó sin pensar, sólo algunas sensaciones penetraban sus sentidos y sentimientos: Solo, fracaso, luz de mañana, gente al pasar, las piernas se mueven, ¿culpa de qué?, humo de aliento, nariz fría, cabeza pletórica, solo. "Mira, debí decirle: Vamos juntos a hablar con la gerencia. Es que no tiene pruebas. ¿Por qué tienes que ser tú el que demuestre inocencia?. ¿Y de qué? ¿Inocente de todas las culpas?. Dime: ¿Quien te acusa?". Llevaba ya caminando casi dos horas o más, cuando se dio cuenta que estaba ya llegando a los alrededores de su casa, porque alguien, al pasar, le dio un fuerte empujón. — ¡Apártate sinvergüenza! — le dijo. Casi lo botó de espaldas. Lo quedó mirando. Era un hombre de aspecto fuerte, con un bigote enorme y tupido, ojos pequeños y oscuros, clavados en una cara rojiza y surcada de vasitos sanguíneos. Llevaba puesto un abrigo de color gris sucio, y un sombrero de aspecto pretencioso: No lo conocía, jamás lo había visto. Nada en el agresor le era conocido, ni le recordaba cosa alguna. — ¿Por qué me agrede, si no lo conozco? — dijo sumiso, agobiado por todos los sucesos. — ¡Yo sí lo conozco a usted, y sé bien lo que ha hecho! — se detuvo y giró para encararlo. — ¿Qué hice?: ¡Dígalo!. Su voz no le sonó convincente. Hubiera querido volver atrás, y decirlo de nuevo, pero en tono desafiante. Pero ya había perdido la oportunidad. "Es por eso que te pueden acusar impunemente. No tienes convicción de ti mismo" pensó. — Usted lo sabe muy bien. No voy a perder el tiempo con usted —. Le dio un empujón con una mano enorme y ruda, en el hombro, y girando siguió su camino. — ¡No sé nada!. ¡Vuelva y hágase cargo de su calumnia!. ¡Diga, al menos, de qué me acusa!. — No pierdo tiempo con sinvergüenzas — dijo sin volverse, y se alejó a paso firme. "¿Por qué te lo quedas mirando?" se preguntó, después de bastante rato que siguió con la vista al hombre que se alejaba. "¿Acaso crees que vas encontrar, mirándolo, cual es tu pecado?". Se dio cuenta que aun tenía el imán cilíndrico en la mano derecha, entonces lo deslizó en el bolsillo de la chaqueta, y luego se pasó la mano por la frente, como limpiando la mente de esas inútiles ideas. Siguió. Se sentía deslizándose en un escenario al que no pertenecía. No llegaba a comprender claramente como sería su vida en lo sucesivo. "Escribes una carta de descargo, durísima. En ella acusas al subgerente de discriminación. La haces llegar directamente a la gerencia. ¡Eso es!" Sintió algún alivio, pero de inmediato recordó que las acusaciones habían comenzado aquí, en su vecindario. "¿Y cómo llegaron a la subgerencia, entonces?. ¿Es que hubo alguna colusión?. ¿Y Félember, el de la fiambrería, a quien no recuerdo haber conocido?". A unos treinta pasos vio venir a dos hombres que conversaban con cierta animación, pero sin quitarle la vista. Prefirió atravesar a la otra vereda. Cuando pasaron cerca, uno gritó, hacia él: "¡Cobarde!. Sigue huyendo...". Supo que nunca le permitirían hacer descargos. VIII Al llegar a la puerta de su casa, comenzó a palparse los bolsillos, en busca de las llaves, como siempre hacía. De las ventanas vecinas le llegaron insultos, ocultos tras los postigos y las celosías. En la plaza de enfrente jugaban unos niños. Alguno lanzó un piedra, que dio estrepitosamente sobre la mampara, junto a la pequeña placa de bronce con su nombre. Asustado, apuró su rutina: Palpó las lapiceras y la trazadora "Enkuli", la cartuchera con la certificación de su identidad, comprobó que no tenía nada en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, sacó el imán, enredado en varios papeles, algunos de los cuales cayeron al suelo junto con aquél. Los recogió todos y los guardó apresuradamente. Extrajo las llaves del bolsillo izquierdo del pantalón, luego de cambiar de mano los dos diccionarios y el volumen de la Obras Completas de Rubirosa. Examinó el manojo con prisa, y seleccionó con precisión, por su brillo y tacto, la llave que abría la mampara. Alcanzó a desaparecer tras la puerta en el preciso momento que otra piedra la golpeaba. Estaba sentado en el estar, cerca de la ventana, leyendo el grueso volumen de las Obras Completas de Rubirosa, cuando entró la mujer y los niños. Ellos corrieron hacia el interior sin saludar. Ella dejó caer sobre una silla algunas cosas que traía en la mano, y lo miró desafiante. — ¿Tú, qué haces aquí? — ¿Es mi casa, no? — respondió él. — Así será, pero deberías estar trabajando, ¿o ya te echaron de ahí también? — ¿Qué sabes tú de éso? — Sólo sé que a los niños ya no los reciben en el colegio mientras tu tengas problemas y sé que me corrieron del supermercado, también de la tienda de don Félember y más, y que ya estoy aburrida. ¿Piensas hacer algo?, o sólo te vas a sentar a leer mientras todos te acusan. — Soy inocente. Nada he hecho. Ya cesarán esos rumores. — Nunca si no haces algo: ¡Defenderte!. — ¿De qué me defiendo?. Nadie me ha acusado formalmente. — Tú sabrás qué hiciste. — A nadie he robado, a nadie he calumniado, no he matado, ni estafado, ni mentido, ni dejé de hacer mi trabajo como se debía. ¿A quien he ofendido con éso? — Tú sabrás lo que hiciste — insistió ella —. ¿Cómo puedo dudar yo, de lo que todo el mundo afirma? — ¿Qué afirma todo el mundo? — No lo sé. Sólo sé que todos te acusan, y a nosotros, tu familia, nos rechazan. — Pues mantén tu dignidad. Diles que no hice nada, y pregúntales de qué me acusan. — Esa es tu obligación, no la mía. — A mi nadie me hace ningún cargo. Sólo me acusan. — Pues yo no puedo seguir así. Me voy con los niños hasta que arregles el problema. Algo más tarde los recogió un taxi, en el que echaron algunas maletas y bultos. Se fueron sin despedirse. Él leía a Rubirosa, en el sillón junto a la ventana. Cuando oscureció, se asomó a la puerta de la casa, y miró furtivamente que nadie hubiera en las cercanías. Todo estaba desierto. Vio la marca del piedrazo junto a la placa con su nombre. Alguien había tachado con pintura negra y densa la partícula "Lic." que precedía su nombre, manchando además la pintura blanca de la puerta. Salió con el tomo de las Obras Completas de Rubirosa en la mano izquierda, y se fue caminando, cauteloso, en la oscuridad. Caminó hasta abandonar, entre sombras, su vecindario. Siguió por otros barrios oscuros, que cruzó evitando a la gente, hasta que llegó a la plaza mayor, toda rodeada de gentes, todos anónimos como él mismo en ese lugar. Entró en un restorán atestado de personas anónimas que casi no se miraban unos a otros, sino sólo se hacían ausente compañía. Pidió un plato sencillo, y lo acompañó con una cerveza grande. Mientras comía estuvo leyendo, sin levantar la vista, ni mirar a nadie. Terminó mucho antes el plato que la cerveza, que se alargó casi sempiterna. Las mesas vecinas cambiaron varias veces sus parroquianos sin que lo notara, hasta que el mozo que le había servido se paró junto a él y carraspeó. — Desea algo más el señor — dijo, mientras con un paño limpiaba las migas que no había, y secaba algo derramado que no estaba, para lo que levantó, casi con insolencia, el vaso de cerveza aun medio lleno. Levantó la vista hasta el mozo, y lo miró ausente, casi como si él mismo fuera nada más que otro personaje del libro que leía. — No por ahora. Lo llamaré si es necesario. — Disculpe señor: En ese caso le rogaría que me cancelara el consumo, ya que mi turno termina. Después puede pedir lo que desee a mi compañero, que me sustituya. Se palpó el bolsillo del lado izquierdo de la chaqueta, que sintió completamente vacío. Recordó entonces que ya no tenía trabajo. Luego metió la mano al de la derecha. Entre los papeles sintió el imán, frío y cilíndrico, sin nada que atraer. Recordó que ya no tenía familia. Buscó en el bolsillo izquierdo del pecho. Ahí estaban sus tres lapiceras finas, de plumas de oro, cargadas con tintas del mismo color que sus cuerpos brillantes, inútiles, ya sin razón ninguna. Junto a ellas tocó, más maciza, más gruesa, la trazadora "Enkuli" llena de tinta china "Caimán" muy negra. Quiso sacarla y dibujar, pero no era el momento. Pensó que tal vez ya no tenía un destino. Metió la mano izquierda en el bolsillo derecho del pecho de la chaqueta, y extrajo con cuidado extremo la cartuchera que guardaba la certificación de su identidad, y que lo ataba al universo. Fue extrayendo tarjetas y documentos plásticos, que examinaba atentamente, palpándolos como si sólo se les pudiera reconocer por el tacto, y los devolvía, luego, con precisión al mismo lugar de donde los había tomado. Finalmente, una tarjeta pareció satisfacerlo. La acercó entonces a su nariz, y aspiró su aroma a ebonita. Se la entregó al mozo. — Saque también, dos lucas para usted — dijo con voz casi ausente. El mozo desapareció durante largo rato. Casi se había olvidado de él, y sólo la cartuchera, provisionalmente posada sobre el libro, en la página contraria de la que leía, le advertía del trámite, todavía pendiente. Después de muchas páginas, y algunos sorbos de cerveza, que se iba entibiando lentamente, volvió el mozo con la tarjeta plástica en las manos, a la que leía insistentemente el nombre, como si quisiera memorizarlo para siempre. — Mire usted — dijo, evitando con toda intención utilizar el "Señor", necesario para un trato de respeto —: No podemos recibir su tarjeta. Solamente recibimos efectivo. — ¿Cual es la razón? — Sólo efectivo... — repitió el otro, evadiendo la respuesta. — ¿Por qué? — insistió, intentando no enojarse por lo ya sabido. — En este caso, sólo recibimos efectivo — y como no hubiera recibido la tarjeta de vuelta, aun, la dejó enfrente del parroquiano haciendo un clac ostentoso. — ¿Y si no tengo efectivo? — Lamentablemente quedaría todo confirmado — meneó la cabeza el mozo —, y habría que solicitarle alguna prenda suficiente mientras lo consigue. Tal vez el reloj... y los zapatos — dijo mientras se golpeaba la palma de la mano izquierda con el puño, apretado, de la derecha. — No soy un sinvergüenza — respondió, guardando pausadamente la tarjeta en su sitio preciso. De otro compartimento extrajo un billete azul, y lo pasó — Tráigame, también otra cerveza. Ésta ya está tibia. — Eso será imposible — dijo el mozo, mientras se retiraba. Al volver dejó sobre la mesa la boleta de consumo, y el vuelto. — Momento... — lo atajó, cuando ya se retiraba. Miró el valor del consumo, lo sumó al vuelto, clavó la mirada en la del mozo y dijo —: Faltan dos lucas. — Es mi propina... — En efectivo no doy propinas. — Pero usted había dicho... — En efectivo no doy propinas. El mozo enrojeció, y metiéndose la mano al bolsillo del pantalón, sacó dos billetes verdes, y se los tiró sobre la mesa. — Ahora retírese. Son instrucciones del propietario — y apartando el vaso a un lado, sacó el mantel, arrastrando el volumen de las Obras Completas de Rubirosa, la cartuchera, y el vuelto, que el otro tuvo que sujetar con apuro. Lo sacudió casi sobre su cara, y comenzó a ponerlo otra vez en la mesa, casi sin esperar que el parroquiano se levantara. IX Al salir al frío de la calle sacudió con fuerza la cabeza, y dijo para sí mismo: "¡A la cresta! ¡Mala cueva!". Entonces sintió que le quemaba la boca del estómago, y el esófago hasta la garganta misma. En la boca tenía un pésimo gusto. Se fue caminando por un paseo peatonal, que desembocaba en un cerro pequeño. A mitad de camino encontró a un viejo amigo, que no pudo verlo en ningún momento, aun cuando pasó junto a él, y ni siquiera cuando pronunció su nombre. Sintió que se había convertido en un ser trasparente y despreciable. "¡A la cresta! ¡Mala cueva!" se repitió, sintiendo que el ardor en el esófago se hacía intolerable. Se fue caminando por una orilla apartada, y por las faldas del cerro menos concurridas. Volvió a su casa por las rutas más escondidas, y oscuras, sintiendo el ardor del tubo digestivo, y el latido de las sienes que parecía anunciarle que sus reflexiones confusas, ya no cabían casi, en su cabeza. Demoró varias horas, pues eligió el camino que bordea el río, que no frecuenta nadie, salvo los mendigos que dormían tirados en sus riberas, tapados con andrajos y telas plásticas. Cuando llegó a su vecindario ya era madrugada, y escasamente vio a un par de personas a las que evadió al amparo de la oscuridad. Para buscar las llaves de la entrada, palpó el bolsillo del lado izquierdo del pecho de su chaqueta. Sintió el cuerpo de sus lapiceras de colores, y metió la mano en él, sacó en un sólo puño las tres "Shaeffer" de color, y la trazadora "Enkuli". Abrió con extremo cuidado, esta última, y probó su tinta negra muy densa, marca "Caimán", sobre una línea de su mano izquierda. La observó largo rato, y luego, con precisión fue marcando todas las líneas de la palma, hasta las más finas. Cuando hubo terminado, tragó saliva intentando aliviar el ardor del tubo digestivo, y musitó: "¡A la cresta, mala cueva!", a la vez que dejó caer las tres lapiceras de color. Tapó nuevamente la trazadora "Enkuli" y la devolvió al bolsillo del pecho. Palpó entonces el bolsillo derecho y sintió la cartuchera de su identidad. La sacó con un gesto delicado, y comenzó a extraer las tarjetas: Primero las comerciales, en las que leyó con atención su nombre y números; luego los diversos permisos y filiaciones, donde observó con atención las distintas fotos, en las que no se parecía en nada unas con otras, aun cuando reconoció, en cada una de ellas, que era él mismo; después sacó su cédula de identidad, que certificaba que era una persona, que tenía un número propio único, y revelaba su nombre completo y exhaustivo. La observó largo rato por el anverso y reverso, hasta que finalmente, después de dudar, la devolvió a su sitio. Al otro lado de la cartuchera tenía dinero y cheques: Los retiró también, y junto a lo demás, lo dejó caer al suelo. Devolvió la cartuchera al bolsillo donde había estado. Se aseguró que en el bolsillo lateral izquierdo no hubiera nada, arrugándolo desde fuera. Metió entonces la mano en el otro bolsillo, el de la derecha, y sacó un puñado de papeles, que fue examinando, uno a uno. Sólo algunos los devolvió al bolsillo: Tenían pensamientos personales. Los otros los rompía en trozos pequeños, y los tiraba al suelo. Finalmente le quedó en la mano sólo el imán. Intentó adherirlo a las partes metálicas de la mampara, pero todo era bronce: Lo devolvió al bolsillo. Entonces, cambiando el volumen de las "Obras completas de Rubirosa" a la mano derecha, extrajo del bolsillo izquierdo del pantalón el llavero, cuyas llaves examinó una a una, por ambos lados, hasta que dio con la apropiada, cuyos dientes ponderó con el dedo pulgar, antes de abrir la puerta. Antes de traspasar el umbral pisó con fuerza las lapiceras de color, y las tarjetas plásticas, y los trozos de papel, y los revolvió con el taco del zapato. Finalmente empujó todo por el agujero del desagüe al pie de la cañería de las aguas de lluvia. Cuando atravesó la puerta, una piedra, surgida de la oscuridad de la plaza azotó una ventana lateral, y quebró con estrépito el vidrio. Una voz ronca, en tono desagradable, y algo traposo, gritó: "¡Vete de nuestro vecindario, bandido, sinvergüenza!". No tengo más que añadir a este relato. No volví a saber de él en mucho tiempo, ni en su casa se volvió a ver señales de vida. En el vecindario poco a poco todos lo olvidaron. No se volvió, tampoco a saber de su familia, ni hubo amigos o conocidos que intentaran visitarlos. La casa comenzó a adquirir aspecto ruinoso. Nunca se le exculpó, o se le juzgó formalmente en la industria u otra parte. A la fecha, Menadier aun ocupa su lugar y su cargo, con facultades plenas. Tampoco en su vecindario u otro lugar se dio razón de su culpa, o de las acusaciones que pesaron sobre él. Sólo se esfumó su recuerdo, y todo lo que de él interesaba. Nada más que la casa, sucia, con las paredes rayadas con acusaciones terribles, los vidrios rotos o robados, los postigos caídos, los geranios que fueron rojos y amarillos, que ahora eran nada más que tallos muertos con flores secas, en macetas quebradas, permanecían. El jardincillo de flores y pasto bajo las ventanas se había trocado en matorrales y malezas de espinas y flores burdas y moradas. A la placa con su nombre le habían cortado a la fuerza, y con violencia, el trozo que precedía el nombre con la partícula "Lic.", y el nombre en sí, solo, colgaba vertical y abandonado: Vencido. Cuando entré, después de tanto tiempo, en la casa no había nada. Sólo polvo, y aroma a cuero reseco. Un sillón enfrentaba una ventana con cortinas desgarradas. Cuando me acerqué lo vi ahí sentado. Sobre las rodillas tenía el volumen de las "Obras completas de Rubirosa", abierto en la página setecientos noventa y dos. El parecía dormitar con los ojos abiertos, o estar sumido en un ensueño profundo, mirando el infinito gris, a través de la ventana. Le quité con suavidad, el libro de debajo de las manos, y leí: "La culpa es un acuerdo social". © Kepa Uriberri
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Con motivo del Día Internacional de la Mujer celebrado el pasado ocho de marzo, les ofrezco esta novela corta sobre una mujer abusada; una historia tantas veces repetida.
Encuentro en la plaza La plaza era apenas un lugar de paso para casi todos los que transitaban por ella. Sólo algunos nos sentábamos ahí en los banquitos a la sombra de las encinas, a perder el tiempo, que yo a esas alturas tenía en exceso como para derrochar. Esa tarde, mientras la luz del sol se iba escurriendo lenta por las esquinas, sólo yo mismo y las palomas que arrullaban a mi alrededor picoteando las migas que les iba tirando, estábamos ahí, quizás porque ahí no había nada. Tal vez por eso la recuerdo, porque no había razón para que llegara y se quedara, vestida con un traje de tela liviana, de ese color que aquí llamamos café y en otros lugares es marrón. Sin embargo, y lo recuerdo bien, era café; del color del café e incluso tenía el jaspeado de la espuma del café recién servido y hasta, a lo mejor, algunas volutas de humo, o de color humo como las del café, que se elevaban hasta uno de los hombros y desaparecían bajo su pelo del color de la espuma. El corte, el estilo, la caída del traje eran elegantes. También la cartera que colgaba de uno de sus hombros y quedaba bajo el brazo tostado y desnudo. Esta hacía juego con los zapatos de altos tacos, que favorecían su aspecto fino y longilíneo. Se sentó en un banquito, algo más allá, desde donde podría vigilar la llegada de casi cada transeúnte, sin embargo sus ojos castaños no hurgaron los senderos de la plaza, sino que, con precisión serena miraron sus manos de delgados dedos que se metieron en la cartera de donde sacó "Un sueño americano" de Norman Mailer. Sus ojos abstraídamente serenos se ocuparon en la lectura, después de cruzar una pierna esbelta y torneada sobre la otra. Desde donde yo estaba podía imaginarla mejor en un salón que en esta plaza. Por todo esto creo que siempre la recuerdo. Fue extraño, quizás tanto como la llegada de ella. Ese hombre joven, aunque adulto, regularmente bien vestido, pero de aspecto casual, caminó desde una esquina de la plaza, con una mano en el bolsillo del pantalón, con la decisión de cualquier transeúnte que cruzara por el camino más corto entre dos esquinas urbanas opuestas. Pasó delante mío y pude ver que su mirada examinaba, a la joven que leía a Mailer, con un aire dudoso. No obstante, pasó junto a ella sin disminuir el ritmo de sus pasos. Al pasar, apenas la miró de manera incidental. La joven, por su parte, no levantó jamás la vista del Sueño americano. Al llegar a la esquina opuesta, él se detuvo. En ese momento tomé conciencia que vestía una chaqueta de tweed cuadriculada en tonos castaños, un pantalón impecablemente planchado de color gris oscuro y zapatos de color rojizo, a juego con la chaqueta. Usaba una camisa que a la distancia parecía de color amarillo muy pálido y no tenía corbata. El corte de pelo impecable denotaba una persona ordenada y metódica. Hizo algún amago de volver, pero se arrepintió de inmediato. Se quedó un momento pensativo y luego enfiló, perdiéndose, por la calle lateral a la plaza. Puedo asegurar que en todo ese tiempo la joven no levantó la vista del libro. Sin embargo cuando el hombre desapareció en la esquina, ella, mientras pasaba una hoja del libro, que tenía ya leído a la mitad, recorrió la plaza con la vista. Además de las palomas, estábamos ella y yo. Se quedó un momento observando a las palomas alrededor de mis pies y de pronto, arrugando casi imperceptiblemente el ceño, me miró fijamente. La impresionante serenidad de sus ojos me sobrecogió. Creo que si hubiera sostenido su mirada sobre mi, otros diez segundos, habría dejado a las palomas y habría ido a compartir mi soledad infinita, por todo el resto de mi tiempo inútil, con ella; pero terminó de pasar la hoja del libro y bajó, otra vez, la vista sobre aquel sueño de Mailer. Mientras leía a Mailer, mientras yo tiraba migas a las palomas, haciéndolas correr de un lado a otro, me deleité con sus piernas torneadas, con su hombros redondos, con las manos perfectas y largas, y sobre todo, con sus ojos de zorro de mirada tan serena. Al rato, después de dar un rodeo en U por la manzana, el hombre de la chaqueta de tweed apareció por la esquina adyacente de la plaza y volvió a cruzarla en diagonal, de manera perpendicular a la forma en que antes lo hiciera. En algún momento sacó la mano del bolsillo y miró la hora. Ahora caminaba más lentamente y salvo cuando consultó su reloj, miró siempre a la joven del traje café y el pelo rubio, color espuma, que nunca pareció prestarle atención. Al llegar, nuevamente, a la esquina de la plaza, se detuvo indeciso. Nervioso dio unos paseítos cortos hacia allá y acá. Se detuvo, se metió la otra mano al bolsillo del pantalón, escudriño la plaza toda, fijó la vista en la joven, volvió a mirar la hora, y dio otros paseítos nerviosos. Al fin pareció decidirse y atravesando la calle se perdió junto con el sol que guardaba su último rayo. Ella no vestía una blusa de color verde botella, ni llevaba en la mano una margarita amarilla. Tampoco se veía ansiosa como él, sino, por el contrario, si algo de ella me resultó inolvidable, fue su completa serenidad. Por su parte, él no iba en mangas de camisa, ni esta era azul marino con gruesas líneas blancas. Tampoco llevaba un libro gris, de tapas duras en la mano. Quizás por eso no se reconocieron. Quizás ninguno quería ser reconocido, pero sí esperaban, ambos, reconocer al otro. Sin embargo la joven nunca levantó la vista de la novela de Norman Mailer. O bien, creo que nunca lo sabré, ninguno de ellos era el otro y ella, incluso, no esperaba a nadie. Mientras cavilaba sobre estas posibilidades u otras, mientras seguía haciendo correr a las palomas de uno a otro lado con las últimas migas de pan, mientras el tiempo incansable seguía escurriendo inútil, al menos para mi, y la joven, cada tanto, levantaba apenas sus ojos de zorrito que con tremenda serenidad abarcaban el paisaje, el hombre de la chaqueta de tweed tomaba una decisión definitiva. De repente volvió a aparecer por la misma esquina que lo había ocultado y se detuvo un solo instante para verificar que la mujer del vestido café aún estaba sentada, leyendo en su banquito. En ese mismo momento yo fantaseaba con la posibilidad de levantarme y acercarme, para ofrecerle compañía. Sólo la enorme duda del tiempo que nos separaba me hizo perder el instante justo y el hombre aquel emprendió otra vez la marcha definitiva. Ella nunca lo miró, ni siquiera cuando él se sentó, finalmente, a su lado y le dijo algo que no alcancé a escuchar entre el rumor del arrullo de los pájaros a mis pies. Sólo siguió leyendo. Siguió por un buen rato, mientras crecía mi admiración por su actuar tan sereno. Creo que siguió hasta que terminó el capítulo, mientras el otro la miraba convencido y a ratos esbozaba una especie de sonrisa nerviosa. En algún momento creí haber escuchado que decía: "¡Sé que eres tú!" y luego soltaba una débil risita nerviosa, pero ella continuaba, como si en ese momento Rojack estuviera asesinando a Deborah y resultara impensable abandonar la lectura. Sin embargo, al terminar el capítulo, o cuando lo consideró pertinente, quizás al final de un párrafo en página par, sacó un marcador de cartulina que había metido al final del libro y lo insertó en donde lo había tenido abierto para la lectura. Cerró sin prisa el libro y lo metió en su cartera. Cerró sin apuro la cartera, la puso al lado contrario del visitante y se tomó la mano izquierda con la derecha sobre el regazo. Después lo miro con un gesto tranquilo, pero suavemente burlón, subrayado por una mínima sonrisa y le dijo algo que hizo sonrojarse al hombre. Sólo sé que él contestó: "¿Por qué?". Sólo pude oír frases sueltas que no me permiten reconstruir la conversación. En algún momento, lleno de curiosidad, quise espantar a las palomas para quedarme a solas con esa escena que hubiera querido acompañar de las voces. ¿Se conocían de alguna manera ese hombre y la joven? ¿Se habían hablado o escrito, pero sin llegar a conocerse físicamente? ¿Tenían una cita concertada?. Quizás no. No lo sé. Tal vez ella sólo huía de la bulla social de su hogar para leer y él la había visto al pasar y se había enamorado, instantáneamente, lo mismo que yo, de su serenidad y elegancia natural. Como sea, doy fe que era primera vez que ambos visitaban este parquecito, en el que, desde hace mucho, daba de comer a las palomas y perdía el tiempo que ya jamás podría encontrar. Es que ya no me pertenecía, o puede ser que yo ya no perteneciera al tiempo, sin saberlo. Es posible que sólo tuviera la última misión de ser testigo, y nada más que por eso me encontraba ahí. Es posible que fuera necesario que conociera aquel entorno desde ya mucho, para atestiguar que ellos se habían citado ahí sólo por azar, o para dar fe que era primera vez que se juntaban en ese lugar. Nunca lo sabré y hay tanto que uno no sabe. Ni siquiera sé si ellos habrán reparado nunca en mi. Quizás nunca supieron, siquiera, de mi. Creo que él, en todo momento intentaba acercarse a ella. Estoy seguro que su boca ligeramente gruesa y sensual, en contraste con una nariz muy fina, lo obsesionaba y sólo pensaba en acercarse a ella, para llegar a morder, con suavidad y alegría, su labio inferior. Creo que incluso lo imaginaba. Sólo lo detenía su mirada de zorrito. No obstante ella percibía sus intenciones y mientras lo congelaba con la serenidad de su mirada, le coqueteaba con el gesto sensual de la boca. Si yo hubiera estado ahí, frente a ella, ya la habría besado y mordido con avidez. Por lo demás tenía, en su vestido un escote que si bien no era profundo ni provocativo, en su corte elegante dejaba ver el perfil de su cuello, largo, hasta la división de los pechos que podían adivinarse bajo la línea sutil del género liviano. Si estuviera ahí, ya habría tomado, con suavidad y sonrisa, esos pechos exquisitos. Tal vez ella percibía mis deseos a la distancia, o los de aquel hombre coincidían con los míos y ella al notarlo levantó la mano y tocó suavemente el vértice de la línea, apenas marcada, que dividía sus senos y tomo, delicadamente entre sus dedos una crucecita de plata, que colgaba de una cadena y descansaba ahí. Mientras regalaba una sonrisa se llevó la cruz hasta los labios y comprimió su vertical con ellos. El alargó su mano y tomó la crucecita de entre sus labios y sus dedos y tirando suavemente acercó su boca a la propia, en actitud evidente. Cuando ambas bocas se acercaron, ya llenas de aparente intención, él cerró los ojos y soltando la cruz amagó a rodearla con los brazos. Ella soltó una risa suave y alegre e interpuso su mano entre ambas bocas, hasta atajar el amago. En algún silencio del arrullo de las palomas la escuché decir: "¡Aún no!". El abrió los ojos y volvió a enrojecer mientras arrugaba el ceño. "¿Por qué?" preguntó. "Aquí: No" dijo ella y se alejó mientras las manos de él resbalaban, vencidas, sobre sus brazos. Al fin terminaron tomando las de ella y mirándolas dijo, con voz que me pareció entrecortada, aunque puede ser debido al ruido que sobreponían las palomas: "Entonces vámonos a otro sitio". "No" dijo ella. "Creo que no es bueno. Tal vez otro día. Hoy conversemos: ¡Está tan agradable!". Cuando la luz casi se iba, las palomas comenzaron a retirarse. Fueron emprendiendo vuelo hacia algún lugar, hasta que solo quedó un par rezagado. Entonces, antes que la penumbra ocultara todas las siluetas de la tarde, de pronto, se encendieron los faroles del parque y aquellas últimas palomas volaron. Oí que ella decía que no había sentido cómo había pasado el tiempo y se había venido la noche: "Ya es tarde" agregó y se levantó liberando sus manos que el mantenía entre las suyas. Besó la punta de sus dedos y los posó sobre la boca de él. Después agregó: "Por hoy, no me sigas" y girando caminó hacia mi. Al pasar a mi lado esbozó la sombra de una sonrisa que me llenó de complicidad e inclinó casi imperceptiblemente la cabeza. Le contesté con un guiño de ambos ojos. Tal vez sólo fue mi deseo, mi ilusión, y no ocurrió así. Pero sí sucedió que el hombre se levantó después de un momento, creí que con cierta premura y con afán de seguirla, a pesar de todo. También pasó a mi lado, pero con la vista fija en la figura elegante de ella que ya se perdía en el último recodo de la esquina de la plaza. Lo detuve. Le pregunté la hora. Intentó seguir mientras me lanzaba al aire la respuesta de su reloj. Lo tomé de un brazo y lo interrogué: "¿Está seguro?. No puede haberse hecho tan tarde". Fue suficiente para que la joven se perdiera en la noche que se precipitaba por todas las esquinas. "¡Maldita sea!" me dijo y me dio un empujón liberándose, pero era tarde. Ya no la pudo encontrar. Lo vi allá en el fondo mirando con desesperación, sin encontrar la huella de la mujer, hasta que emprendió un camino diferente, con ambas manos en los bolsillos del pantalón, caminando lentamente. Ojalá al impedir que la alcanzara, ese día, hubiera evitado que la volviera a ver otra vez: Pero no fue así. Y a pesar de eso, en modo alguno era esa mi intención, sino sólo impedir que ahora la siguiera, como había pedido ella. Quizás ya habían concertado otra cita, o bien estaban en contacto de alguna manera que les permitió volver a verse. Se vieron muchas veces, algunas de las cuales fueron en esta misma plaza y en aquel mismo banco. Ella siempre llegaba antes y leía mientras lo esperaba. Conversaban hasta que comenzaba a oscurecer y entonces ella partía sola, después de besarse la punta de los dedos y posarlos en la boca de él. Él sólo la miraba alejarse hasta que se perdía en la oscuridad de la esquina y entonces se levantaba y partía detrás de su rumbo, con las manos en los bolsillos y la mirada baja. Pero algún día ya no volvieron más. Ese día ella le había dicho: "Ven a buscarme a mi casa". Se quedaron ahí, en la intimidad y ella aceptó las caricias que hacía mucho él deseaba hacer. Así sucedió después, muchas veces, hasta que ella creyó que él la amaba. Él siempre aseguró que lo hacía, aunque no sé si llamarle, a eso, amor, o quizás sólo obsesión. No sé. Algún día, ya no recuerdo exactamente cuándo sucedió, él sólo se quedó ahí. Hasta entonces siempre se iba y ambos tenían una vida propia. Ella no lo invitó, no se lo pidió. Sólo sucedió. Ese día cualquiera, sólo no se fue. Al día siguiente aún estaba ahí y a ella no le sorprendió que así fuera, después de tanto tiempo. Quizás, incluso, ella se sintió, ahora, más segura de él. No lo sé. A partir de ese día tuvieron una vida juntos, porque él lentamente se trasladó a la casa de ella, hasta que esta se transformó en la de ambos. Hay tantas parejas que así, de esta manera, casi imperceptiblemente, poco a poco, van formando una vida definitiva y terminan recorriendo juntos un destino común. A veces, en aquella plaza, sentado, viendo corretear a las palomas tras las migas de pan que les voy arrojando, entre sus revuelos y arrullos, veo el paseo de dos viejos, como yo, o en ocasiones más, tomados del brazo, con la vista puesta en la lejanía donde se proyectan los sueños, que quizás nunca alcanzaron, sobre el color de plata de los cristales de las ventanas de los edificios que se pierden en el horizonte. ¿Cuántas de esas parejas se fueron forjando del mismo modo? ¿Cuántas comenzaron en el paseo casual de una plaza? ¿O en un encuentro concertado como una aventura de solitarios? ¿Cuántas se construyeron sin acuerdo previo, porque un día cualquiera, sin saber por qué, no volvieron a separarse más?. A veces, cuando me pregunto estas cosas pienso que soy ese último romántico de la canción, que dice que hasta se emociona al ver a dos palomas que se besan en la plaza, a despecho de la gente que les puede hacer daño, al pasar con tanta prisa. Pero creo que las plazas producen ese romance absurdo y loco, y por eso, siempre, en cada una hay una muchacha y un policía que se enamoran a escondidas y hacen las tardes más tibias y las primaveras más perfumadas. Así sucedió, pero ellos ya hacía mucho que no visitaban ninguna plaza. Sólo vivían, escondidos, o al menos ocultos a muchas y tantas miradas, su amor, quizás lleno de pasiones y arrebatos. Cuando así fue, él salía por las mañanas a su trabajo y volvía por las tardes, sonriendo y con apuro. Ella con su porte elegante y su mirada serena, de ojos casi oblicuos, como de zorro, sabía llegar antes a casa, para tener, quizás, el nido preparado o sólo para estar antes por que así era bueno. Tantas veces así lo hacen las mujeres, tal vez en la esperanza que algún día se los vea, ya viejos y dulcemente marchitos, pasar del brazo por las plazas, entre el arrullo de las palomas que corren tras las migas de pan que le voy arrojando. ¿Quien no atesora, de algún tonto modo, ese estúpido sueño?. Sin embargo, a veces, sólo basta que aquel jueves, o quizás un martes, ella se atrase y él la espere, como ella misma, muchas veces lo hizo, dos horas o a lo mejor sólo parezcan dos horas y su explicación no sea de inmediato clara o satisfactoria. Es posible que nunca tenga importancia una explicación. Sólo tiene importancia cuando no se la cree. A veces ni aun es así. En ocasiones sólo es importante una situación fortuita, anexa, que altera el ánimo y es suficiente para mover algún hilo misterioso del raciocinio o de la emoción, que comienza a configurar una red perniciosa de desencuentros. Ese día jueves, o quizás martes, sin razón alguna, él se adelantó y llegó como siempre, sonriente, asumiendo que era ya esperado y que todo en casa estaría preparado, como era menester, para él. Saludó, seguramente, como siempre desde la puerta recién abierta: "¡Hola! ¡Aquí está el Papo!". Esperó, detenido en el umbral, el eco de siempre, que contestaba desde la cocina: "¡Hola! Está listo el tecito y tengo pan tostado". Pero el eco no llego, como estaba escrito que tenía que ser cualquier martes o algún jueves. Algún día tenía que suceder por primera vez. Cerró, con cierta inquietud, la puerta de mampara y buscó detrás de cada una de las otras que había en el lugar, inútilmente. Entonces se sentó en el estar, en silencio; en inquieto silencio. El silencio inquieto se fue haciendo agobiante en la medida del paso del tiempo. Tal vez sólo por eso, porque jamás leía libros, y sólo por agotar el tiempo que se hacía infinito por delante, aún cuando no era más largo que el de siempre, se acercó a ese estante que para él fue, hasta entonces, un rincón inerte y arrancó con impaciencia un tomo delgado de los muchos que ella tenía ahí. Pasó, aceleradamente las páginas, quizás esperando en algún absurdo rincón de su mente que de ellas saltare cualquier idea rara, que disolviera su ansiedad. Como no fue así, se sentó en el sillón de la esquina, cruzó una pierna sobre la otra, y eligió una página cualquiera donde leyó cómo Stephen Rojack, con torpe y refinada violencia le rompía el cuello a su mujer. Algo en la lectura le produjo asco y repulsión. Cerró el libro, manteniendo su dedo índice metido en la página del asesinato y recorrió lentamente la tapa de colores: "Norman Mailer; Un sueño americano". Recordó vagamente, entonces, que ella leía ese libro cuando la conoció. Creyó que eso había acentuado la repulsión que había sentido al leer el asesinato y reflexionó que extrañamente su asco no se refería al hecho del crimen, sino a la culpa de aquella estúpida mujer, elegante y rica, que la había llevado a ser asesinada. "Nunca una mujer puede ser así" se dijo a sí mismo. Se levantó entonces, con el libro en la mano, marcado con su dedo índice en la escena del crimen, y se asomó a una ventana que daba a la calle. En ese momento un taxi, detenido frente a la puerta, dejaba a su mujer. Ella pareció mirar al interior del vehículo y decir algo, mientras sonreía; algo que él jamás podría haber escuchado y nunca llegaría a saber. Cerró la puerta del taxi y este emprendió la marcha. Ella miró, quizás eventualmente, como se alejaba. Él no alcanzó a ver si al interior del automóvil iba otro pasajero, o sólo el chofer. Tampoco supo por qué construyó en su propia mente la idea que alguien iba sentado atrás y esbozaba una seña mientras el vehículo se alejaba, porque en ningún caso vio a nadie. Pero entonces: ¿Por qué ella sonrió hacia el interior, al bajarse? ¿Y por qué se quedó mirando cómo se alejaba? Sí. Era seguro que alguien iba en el asiento trasero y le había hecho señas al irse. ¿Quién era? ¿Por qué iba con él?. Tiró el libro sobre el estante y se volvió a sentar, hosco, en el sillón de la esquina. No podía quitarse la idea de la mujer asesinada y su culpa, de la cabeza. Conjugó, creo que sin saberlo, ambas culpas. La de Deborah y la que endilgó a su propia mujer. Ambas dieron realidad y condena a la traición que sintió que se le había hecho. Ella abrió la puerta y lo vio ahí sentado, rígido y serio, y se sorprendió. Dijo: "¡Hola! ¡Llegaste temprano!" y miró su relojito, casi distraída. No era mucho más tarde que de costumbre, sino por el contrario, sólo era algo temprano para que él ya estuviera aquí. "¡Bah!" agregó, "¿Parece que me atrasé un poco?". A la vez pensó vagamente que no era cierto, casi siempre llegaba a esta hora, sin embargo, como había estado algo atrasada había tomado un taxi para llegar antes que él. "¿Cómo es que llegaste tan temprano?" concluyó. El sintió que algo le hervía al interior del pecho, especialmente porque ella fingía, a pesar que él había visto que alguien la acompañaba. Prefirió no decir nada, sino darle la oportunidad que ella sola confesara, aunque sentía, en ese momento, que la odiaba con intensidad. Ella era culpable y por eso, Rojack la habían asesinado. "¿Donde andabas?" preguntó perentorio. Se encogió de hombros y meneó la cabeza, como si no comprendiera la pregunta: "En el trabajo" dijo con sorpresa que a él le pareció sospechosa. Ella se acercó a saludarlo y él volvió a interrogar: "¿Y por qué andas tan elegante?". Se miró a sí misma. Tenía puesto el mismo vestido café con visos color espuma que cuando lo conoció. Sonrió mientras se besaba la punta de los dedos, los acercó, después, a los labios de él y dijo: "¿Tú crees?". Él apartó la mano que le traía el saludo, con cierta violencia. "¿Quién te vino a dejar?" preguntó a su vez. "Nadie" respondió sorprendida y ahora molesta por la sospecha que presentía. - Llegaste en taxi - aseguró, molesto -, ¿quién venía contigo?. - ¡Nadie!. ¿Qué te pasa?. - Vi que te despedías de alguien. Alguien te hacía señas desde ese taxi. - ¡Estás loco! Venía algo tarde y tomé un taxi: ¡Sola!. - Y entonces: ¿Por qué te pusiste ese vestido? - ¿Qué tiene este vestido? Muchas veces lo uso. - No lo usabas desde que te conocí. Lo usaste para conocerme. ¿Por qué te lo pones ahora? Fuiste a encontrarte con alguien. Por eso llegas tarde y vestida para salir. Ella retrocedió, como si la agresión verbal la empujara, mientras sentía que se le ponían rígidos los músculos del cuello y los hombros. Como una luz fugaz, tuvo la sensación de un pensamiento, sin siquiera llegar a verbalizarlo: "Esta es mi casa, el se metió y se quedó sin que lo invitara y yo lo acepté. Pero jamás será el dueño aquí". Entonces dijo: - Mira; no eres nada mío y estas en mi casa. Si te gusta lo que hay: ¡Bien! En caso contrario te vas ¿Lo entiendes?. Él sintió que no tenía una respuesta racional a eso, pero la rabia lo envolvía. "¿Qué se cree?" le dijo su ira: "¡Aquí se va a hacer lo que yo diga!". A la vez la razón bloqueaba esa respuesta aumentando su ofuscación. Se puso de pie y avanzó hacia ella crispando los puños: Quería golpearla. "No le permitiré que me humille. Ninguna mujer me va a humillar" le repetía su ira. Estiró con extrema tensión el dedo índice y le golpeó el pecho, sobre la cruz plateada que brillaba justo encima de la división de sus senos, mientras dijo con los dientes apretados: - Si me voy, ¡entiéndelo!, no vuelvo más. Jamás cruzaré esa puerta - la señaló con el índice de la otra mano, sin dejar de darle golpecitos en el pecho - como un perdedor: ¿Te queda claro?. La agresión, ya física, la hizo retroceder hasta que tropezó con un sillón, en el que cayó desordenadamente sentada. Tuvo miedo que la desventaja en que quedaba, ahora, a una altura inferior y atrapada en el sillón, lo animara a golpearla en el rostro, de modo que gimiendo se cubrió con los brazos doblados a la altura del codo para quedar plenamente protegida. Él la vio, ahora, tan frágil y sometida, que un impulso interior le dijo: "¡Pégale!", pero algún rincón afortunado de su raciocinio se opuso. Había alcanzado a levantar la mano empuñada. Había prefigurado el golpe, cayendo en su rostro y el llanto posterior, débil, sumiso, que la sujetaba a su poder, todo en una fracción infinitesimal de tiempo. Había sentido toda la adrenalina que le permitiría descargar el golpe y el abuso; pero se retuvo tembloroso. Dijo: - No soy un maldito maricón que le pega a las mujeres -. Y bajando los brazos caminó hasta la puerta y salió, dejándola abierta. Ella sollozó un largo rato acurrucada en el sillón, sin corregir la posición, incómoda, en que había caído. Después de mucho rato miró la puerta abierta y sintió un terror irracional. Se levantó corriendo y la cerró. Buscó su cartera, sacó las llaves y le dio dos vueltas a la chapa de seguridad. Cuando volvió a dejar la cartera sobre el estante de libros vio el Sueño Americano de Norman Mailer, abierto boca abajo. Lo tomó y leyó la escena en que Stephen Rojack le parte el cuello a su ex esposa, Deborah. Sintió que una corriente se deslizaba por su espalda y lo cerró de golpe, como si de esa manera exorcizara la violencia que sentía escapar de las páginas. Acostumbraba dormir de espaldas. Y desde que él dormía en su cama, lo hacía semicruzado sobre ella. Ahora sentía el agobio de las sensaciones enredadas de ausencia y temor, de alivio y angustia, que no la dejaban conciliar el sueño. Pensamientos breves, casi como imágenes instantáneas, la acosaban mientras mantenía la vista fija en la penumbra tras las cortinas de su ventana y los brazos cruzados, con las manos metidas en las axilas. Percibía una tensión de todos los músculos casi dolorosa y sentía un raro frío, como si estuviera recostada sobre hielo. Sólo una tibia desazón le revolvía el pecho. Así estuvo un tiempo infinito, hasta que la venció el sueño en algún momento imperceptible. En sueños veía su cara amenazadora, acercarse con el dedo índice adelantado, que la golpeaba, hiriéndola como un estilete: "¡Jamás!" le gritaba ese rostro desencajado. Entonces se revolvía y se escondía al interior de sí misma, enroscándose como un feto, mientras protegía su cabeza con las manos. Así, de alguna manera esa cara y el dedo amenazante se convertían en una agresión audible: Alguien golpeaba con fuerza inusitada, de modo rítmico, una, dos, tres veces y luego venía un silencio breve y cargado de amenazas. Después volvían los golpes: Uno, dos, tres violentos golpes detrás de los cuales una voz poderosa pero confusa parecía decir: "¡Soy yo! ¡Soy yo!". De repente sintió terror: La puerta se abriría en cualquier momento. Oyó por tercera vez los golpes: Un golpe, dos tres y detrás la voz nítida: "¡Ábreme!". Despertó enroscada sobre sí misma y empapada de transpiración, no por los golpes ni por la voz, sino por escapar de aquella horrible pesadilla. La noche estaba silenciosa y sintió frío en la espalda mojada de sudor. De repente alguien golpeó con escándalo los vidrios de la ventana que estaba detrás de ella: "¡Ábreme la puerta! ¡Soy yo!". Ella no se movió: Simulaba dormir, con los ojos muy apretados y en su sueño falso daba gracias por los barrotes que protegían la ventana. Él volvió a golpear los vidrios, aún más fuerte de modo insistente: "¡Perdóname!" decía. "Estaba muy ofuscado. Por favor perdóname. No me dejes afuera, te lo suplico". Ella no se movía. Tenía miedo que, a pesar de las espesas cortinas que había tras el vidrio, él pudiera verla moverse y supiera que estaba despierta. Si así fuera, tendría que abrirle. No podría, entonces, dejarlo afuera y tenía mucho miedo. Recordaba la escena, que le parecía ver, de Stephen Rojack descoyuntando las vértebras del cuello de Deborah. Al fin los golpes cesaron y la noche se llenó de silencio; de ese silencio pleno de suaves crujidos, de tenues murmullos, donde el umbral entre lo oído y el miedo es tan amplio y tan fino, que se cree estar rodeado de amenazas y a merced del enemigo. No podía moverse, paralizada por el miedo a delatarse. Creía oír que la puerta se abría sigilosa y que alguien se deslizaba, amenazante. Su ánimo había retrocedido hasta esa niña que no es capaz de distinguir entre la realidad y la fantasía que nace del terror; hasta esa niña que llena de pánico, indefensa, cierra y aprieta los ojos para hacerse invisible; para desaparecer. Así estuvo durante la eternidad que limita en el cansancio que vence, y una vez vencida, los sueños llenos de presagios y amenazas aceleran el corazón llenando los músculos de fatiga, hasta el amanecer. No quería salir. Aunque el día estaba luminoso y la llegada de la primavera lo inundaba de aromas y colores, percibía cierta tristeza en el ambiente y un profundo temor, todo lo cual unido al cansancio de la noche llena de pesadillas la cargaba con una vaga sensación de inercia y dejadez en el pecho. Pero era necesario. Estuvo largo rato bajo el chorro de la ducha, después se miró, casi eternamente, detrás del vapor que empañaba el espejo, hasta que este se fue disipando y aclaró su propio rostro y cuerpo como si fueran de cera que se va derritiendo con dejadez. En algo, creía, se ocupaba su pensamiento, pero ella misma sólo alcanzaba a captar ciertas ideas sueltas: "No quiero", por ejemplo, pero no alcanzaba a comprender qué era lo que no quería. De repente, como un pájaro perdido, que atraviesa el cielo gris del atardecer, pasaba aleteando, no la palabra, sino el sentimiento: "Fracaso". Sí. Sabía cuál era ese fracaso, como cuando se sabe el nombre del pajarote que atraviesa, solitario y agorero, el cielo, pero no se sabe por qué lo hace, ni por qué va solo. En esa tonalidad del ánimo se vistió, como si las ropas resbalaran estúpidamente por su torso, por sus piernas, guiadas por un peso levísimo pero inexorable. Así transcurrió ese trozo de mañana que siempre parecía previo, casi, a la existencia del día, como si fuera, apenas, un breve anuncio y ahora quisiera que fuera todo y para siempre o nunca. Inevitable llegó el momento de salir. Sentía circular por su pecho los fluidos de la urgencia y el miedo, en una alerta casi dolorosa, que la hacía temer la aparición de amenazas desde cualquier dirección. Apresuró el paso casi hasta correr. Finalmente llegó a la avenida principal donde abordó cualquier vehículo que la sacara del área de amenaza. Se sentó exhausta y con la respiración agitada. Le parecía que todos podían ver su miedo y casi percibía el roce de las miradas que enjuiciaban su huida. Se sentía una prófuga e irracionalmente pensaba que cualquiera de todos esos ojos que la miraban podían ser sus delatores, aunque sabía que era absurdo; pero todos la miraban. Por fin llegó a su destino, pero ahí no pudo abstraerse del temor de ser agredida que la asaltaba en todo momento y no le permitía concentrarse en su trabajo. Ese día fue el más largo que jamás viviera y sin embargo no quería verlo concluir. Cuando al fin terminó, sintió pánico de volver a enfrentar la calle, donde cualquier persona podía ser la amenaza temida, cualquier esquina podía tener detrás, agazapado a su agresor. Subió a un bus y recorrió el trayecto arrinconada en un asiento del fondo, sin mirar a los otros pasajeros y sin atreverse a mirar la calle por la ventanilla, como si de este modo quedara oculta de las amenazas. Mientras tanto, todos los ojos la miraban y si se cruzaban con los suyos, al menos descubrían, de inmediato, que era culpable, que huía de algo, que estaba atrozmente amenazada. Bajó del bus y corrió las cuadras que la separaban de su casa mirando el suelo para hacerse invisible. Tal vez quienes se cruzaron con ella la quedaron mirando. "De seguro lo hacen" se dijo. Alcanzó su destino y aceleró, entonces, su premura: Era el momento más peligroso. Si abría la puerta y era sorprendida, él entraría tras ella y quedaría, por fin, a su merced. Entró sin mirar y sin girar para ver lo que hacía empujó la puerta y la cerró de golpe: Ya estaba a salvo, hasta el día siguiente. Así transcurrieron dos, cuatro, diez días en los cuales fue volviendo la calma. Aquel miércoles, ¿o pudo ser el martes?, llegó a su casa casi tranquila. Aún miraba alrededor, todavía a veces sentía una mirada clavada, que se desviaba apenas la buscaba, aún recordaba con temor, por las noches, los golpes en su ventana; pero también, cuando se quedaba pensando en ello, recordaba la súplica que entonces sólo le produjo temor: "¡Por favor perdóname!. No me dejes afuera, te lo suplico". Sí. A veces en los largos viajes en bus hacia el trabajo o de vuelta a su casa, sentada, mirando, distraída, cómo pasaba la gente por las veredas, la mayoría solos, la mayoría apurados, grises, ausentes, neutros, mientras unos pocos parecían felices, en pareja, tomados de las manos o abrazados. Algunos sonreían y conversaban, detenidos en una esquina. En algunos lugares se veía mesas en las veredas, donde había gente que parecía disfrutar, alegre, de la compañía de los otros. Entonces se sentía sola, aislada, y lo echaba de menos. "A lo mejor sólo se equivocó" pensaba entonces. "Nunca había sido así" se decía y se quedaba cavilando en si no habría sido injusta. En fin, no importa si era martes o viernes, igual que cada día, buscó en su cartera las llaves de la casa antes de bajar del bus, de manera de llevarlas en la mano. Se había acostumbrado a hacerlo así para no demorarse en abrir la puerta, entrar en la casa y cerrar rápidamente con dos vueltas de llave la chapa de seguridad y echar la aldaba. A mitad de camino entre el bus y su casa sintió una sensación extraña, como si alguien invisible la vigilara desde algún rincón. Miró en todas direcciones. Desde una casa a su derecha unos ojos la miraban detrás de una cortina levemente apartada. Apenas los descubrió, la cortina se cerró ocultándolos. No significaba nada, pero sintió miedo; un miedo irracional, y apuró el paso. La callecita, angosta, flanqueada de aromos tenía un perfume pesado, como si las flores de los árboles insistieran en su primavera, hasta hacerla demasiado dulce y amenazante. Quizás por eso estaba tan solitaria. Tal vez tantas flores pequeñitas y amarillas, colgando de las ramas y alfombrando el suelo, escondían a la gente. El atardecer con sus primeros rayos tan oblicuos extendía sombras melancólicas que hacían esa soledad más ominosa. Cuanto más apretaba el paso, más sola se sentía, más aumentaba el temor y más absurdo le parecía sentir que la distancia hasta la seguridad de su casa era más y más larga. Al fin llegó al umbral promisorio de su puerta. Entonces miró alrededor y ahora se alegró de la soledad. Metió la llave en la puerta, giró dos veces la chapa de seguridad, encajó la segunda llave, abrió la puerta y una voz detrás de ella dijo "¡Hola!", nada más. La mano que venía desde esa voz pasó sobre su hombro y empujó la puerta, abriéndola de par en par. El corazón se le recogió y comenzó a palpitarle en la garganta, como si quisiera volar. Recogió ambas manos bajo la barbilla y hundió el cuello en los hombros a la vez que giraba, como si esperara que le cayera un mazazo sobre la cabeza. El la miró con una sonrisa, tal vez despectiva, o quizás condescendiente. "¡Hola!" repitió. "¿Puedo pasar?". Ella dijo: - ¿Para qué? - y su voz se oía tan pequeña. - No tengas miedo - respondió seguro -. No te voy a hacer nada - y al verla tan encogida y temerosa, se acercó a ella y la abrazó: - ¡Perdóname! ¿Podemos conversar? -. Ella permaneció rígida, con los brazos y el cuello encogido, estrechada en su abrazo, inmóvil. Así estuvieron mucho rato, mientras su temor se fundía, lentamente, en la quietud. Al fin, cuando su respiración dejó de estar agitada, cuando su corazón volvió a bajar al pecho y su ritmo fue tranquilo, dijo: - ¿Qué quieres? ¿A qué viniste?. - A conversar. No podemos dejar las cosas así. Yo te necesito. - Me agrediste. No sabes cuanto miedo te tengo. - Nunca me lo tengas. Al menos: No. - ¿Qué te hice para que me agredieras? - Fui un loco; me equivoqué. Perdóname. - Pero: ¿Qué te hice? ¿Por qué me agrediste?. Me das mucho miedo. - Estaba loco. Creí que tenías otro hombre. Pero no me tengas miedo; sólo me equivoqué. - Me di cuenta que no te conozco. No sé quién eres y no me diste tiempo de saberlo. Sólo eres un hombre que conocí en una plaza. Apuraste las cosas, me buscaste, me seguiste, entraste en mi casa y te quedaste. Confié en ti sin conocerte: La loca fui yo. ¿Cómo llegué a creer que podía conocer a alguien de manera tan precaria?. ¿Me comprendes?. He pensado que no sé nada de ti, ni donde vives, ni quien eres, nada. Sólo sé que te dejé entrar en mi casa y apenas pudiste te quedaste dentro. Nada más sé que no confiaste en mi y por nada me agrediste violentamente. Sólo sé que lograste que te tuviera miedo. ¿De qué puedo perdonarte? y ¿Por qué te podría perdonar? -. Mientras hablaba sentía el abrazo de él y pensaba que quería que la convenciera. Sus ojos casi oblicuos, de zorro, parecían los de ese animal cuando se lo atrapa. Pero se vio como esas parejas felices que miraba por la ventanilla del bus, riendo tomada de su brazo, o sentados en las mesitas de los restoranes en el atardecer, conversando de nada y de todo, o mirándose sencillamente a los ojos. Reconoció que siempre había tenido ese sueño, ese anhelo y quería que este hombre la convenciera que él era el otro, el que se sentaría frente a ella a mirarla en los ojos, el que la tomaría de la mano y diría "Yo te voy a proteger para siempre. ¡Créelo!" y ella quería creerlo, pero a la vez sabía que no podía. - ¿Podemos entrar y conversar? - dijo él, aflojando el abrazo, a la vez que la miraba, sincero. Ella hubiera querido decir que sí, pero bajó los brazos y meneó la cabeza: - Preferiría no hacerlo - y sus ojos de zorro reflejaban el temor de ese animal al cazador. - Y yo, entonces, ¿Qué puedo hacer? - dijo. - Preferiría no hacerlo - insistió ella, aunque en el fondo de su corazón quería que él insistiera hasta que la convenciera, cuestión que sabía que jamás sucedería. "No puede ser" pensó y entonces sus ojos reflejaron la serenidad de siempre. La quedó mirando con honda tristeza y retrocediendo dijo: - Tal vez algún día, cualquier día, quieras buscarme, así como ahora me niegas, y entonces yo no estaré ahí - y, dando media vuelta se fue caminando entre los aromos cargados de amarillo y de perfume de primaveras podridas. Ella, por un instante, quiso atajarlo y decirle: "... pero, ahora, sigamos conversando". No lo hizo. Sólo lo miró alejarse, perdido entre los árboles que insistían en tragarse su figura. Cuando ya no lo pudo ver más, entró a la casa, dejando la puerta abierta, y se sentó abatida en el sillón mirando al vano de la puerta, como si ahí pudiera ver proyectada la escena reciente. Sentía, en el pecho, un vacío doloroso y triste, y se preguntó: "¿Por qué?". La razón le decía que no había motivo para esa tristeza y ese dolor, pero, quizás su cuerpo, su emoción, o no sabía bien qué, encontraba un vago placer en esos sentimientos y se solazaba en ellos. Se dijo: "¡Estúpida! No puedes sentir placer de estar triste: Es aberrante. Menos aún puedes entristecerte por librarte de una amenaza". Aspiró profundo y luego exhaló con fuerza el aire, apretando los puños, como si quisiera botar todo el contenido de su cuerpo, incluidas las tristezas y todas las emociones. "¡No!" dijo en voz alta; "¡No quiero!". Sin embargo, se sentía llena de emociones como pájaros que pasaban volando, desaparecían, y volvían a pasar, transformados en pensamientos fugaces y sueltos: "Está arrepentido", "Fui muy dura", "¿Por qué no perdonarlo?", "Lo volvería a hacer. Me volvería a agredir", "También fue mi culpa. Nunca el culpable es uno sólo". "Son necesarios dos para bailar tango". "Y ahora quizás nunca lo vuelva a ver". Y se volvió a llenar de desazón y tristeza, y volvió a sentir que era absurdo este raro placer de estar triste. Algunos días después, quizás dos o cuatro, no sé bien, ya había comenzado a olvidar el encuentro y sus detalles comenzaban a ser difusos y sólo los evocaba eventualmente, de tarde en tarde. Cuando se paró del asiento del bus, después de sacar, ya de manera mecánica, las llaves de la casa, quizás por este mismo hecho, recordó esa mano sorpresiva que sujetó la puerta, ese abrazo no querido y sin embargo grato, y las palabras de despedida: "... tal vez un día vayas tras de mi, pero yo ya no estaré ahí". ¿Lo había dicho así?. No estaba segura, pero la misma idea la hizo rechazarla. El bus se detuvo, bajo, y como si el mundo sólo estuviera hecho de absurdas sincronías, él estaba ahí, sentado, esperando. La primera sorpresa, quizás chocante, dio paso a un sentimiento de alegría, tal vez producto de la sensación de poder que significaba el ser buscada. El primer impulso empujó una sonrisa a sus labios, que atajó justo a tiempo, antes que asomara y con un pequeño respingo, justo desdeñoso, giró y emprendió su camino como si no lo hubiera visto. Él dio dos saltos y la alcanzó. La tomó del brazo para atajarla y dijo: - Espera. Déjame acompañarte. Sólo quiero acompañarte hasta tu puerta. - ¿Para qué? - respondió con algún desdén, pero en su interior una voz le reprochó: "¡Mientes! No quieres rechazarlo", sin embargo dijo: - ¿Por qué tendría que perdonarte?. - Porque me equivoqué, porque cometí un error y no lo volveré a hacer - dijo contrito, y después de un silencio agregó: - Mira: Sólo quisiera que me dejaras empezar de nuevo, desde el principio. Sólo no me rechaces. No quiero obligarte a nada. Nada más dame una oportunidad y si con el tiempo me perdonas, será maravilloso para los dos: ¿No lo crees?. Ella lo miró, él tenía la mirada baja, y creyó ver alguna emoción en su semblante. De alguna manera se sintió dominando la situación y ese poder sutil le produjo cierto halago y alegría: ¿Había ganado?. Se dejó acompañar las dos cuadras de aromos por la callecita de su casa y aspiró, plácida, el perfume de la primavera amarilla que colgaba de los árboles y alfombraba la vereda. Hablaron de nada y de cualquier cosa. Al llegar a la puerta de la casa dijo sólo: "¡Gracias!" y la beso en la mejilla, como se besa a una amiga, y se fue. De algún modo ella pensó que aquellas dos cuadras habían sido en extremo breves y se quedó mirando cómo se alejaba. Desde ese día, cada día estaba ahí, esperando. La acompañaba esas dos cuadras cada día más cálidas, cada día menos perfumadas, más llena de pajaritos veraniegos y cada día más lentas. En ocasiones se detenían a la sombra de un aromo por varios minutos, enredados en conversaciones superficiales y alegres, o se quedaban en silencio, mirándose, tomados de las manos. Pero él llegaba hasta la puerta de la casa y se despedía con un beso de amigos, en la mejilla y se iba. Ella nunca, tampoco, lo invitó a entrar. Cada día ese tiempo muerto, que miraba pasar surtido de gente, por la ventanilla del bus, venía pensando en el momento de bajarse. Ahora veía a las parejas en las mesas de las veredas, frente a los pequeños restoranes, conversando alegres y creía verse a sí misma, lo mismo que en las parejas que iban tomados de la mano, caminando lentamente y en las que se detenían a conversar en las esquinas sin interés de ir a ninguna parte, como si la esquina fuera su lugar permanente. Descendió del bus, pero él no estaba ahí. Miró alrededor, pero no estaba. Caminó despacio por la avenida de aromos, como si esperara que apareciera, en cualquier momento, pero no lo hizo. Desde la puerta de su casa miró el camino recorrido y hurgó entre los aromos, cuyas sombras se alargaban lentamente dibujando texturas en la calzada, pero nadie había. Entró a la casa y sintió que su vida era vacía. Esto la llenó de desazón y tristeza. Pensó que finalmente se había cansado de ser sólo el compañero de dos cuadras y se reprochó no haberlo invitado a quedarse, al menos un rato. Como una imagen fugaz pasó por su pensamiento el dedo índice que como un estilete le golpeara el pecho y los ojos que llameaban furias y esa boca que se contraía llena de ira y escupía espuma de saliva mientras decía: "¡Te odio y al menos jamás volveré a atravesar esa puerta!". En seguida reflexionó que no habían sido esas las palabras precisas. Pero, ¿había sido eso lo que había querido decir?. Y si era así, ¿por qué esperarla cada día?, ¿por qué acompañarla hasta su casa? y ¿por qué no había venido hoy?. Esa noche volvieron las pesadillas: Alguien golpeaba el vidrio de su ventana con fuerza. Ella sabía quien era y por qué estaba ahí, pero cuando abría los ojos, sobresaltada, él ya no estaba, pero alguien, desde la oscuridad le gritaba, en tono burlón: "Al menos nunca volveré a atravesar esa puerta". Al día siguiente, sin embargo, estaba ahí. Aunque ella se torturó durante todo el recorrido del bus intentando adivinar una razón para que estuviera o dejara de estar. No dio ninguna explicación, ni ella la pidió. Pensó que si lo hacía perdería la batalla que hasta ahora, excepto por esta escaramuza, había ido ganando. En muchos momentos estuvo a punto de decir algo que le permitiera o lo urgiera a explicar su ausencia, pero no lo hizo. Al llegar a la puerta de su casa se dijo, fugazmente, que era el momento de invitarlo a pasar, que de no hacerlo quizás estaría perdiendo para siempre la oportunidad. Pero se retuvo y no lo hizo. Una semana después, tal vez el jueves, o pudo ser el miércoles, volvió a faltar, pero luego fue el martes y también el viernes, a veces los lunes y de repente, alguna semana faltó dos días o quizás tres. Entonces ella creyó que en cualquier momento podía perderlo para siempre y la sola sospecha de su ausencia definitiva la llenó de tristeza, hasta que un viernes cualquiera creyó que el sábado y domingo serían agobiantes por la sola duda de que el lunes tal vez no viniera y dijo: "¿Por qué no entras y nos tomamos un café?". Ya no recuerdo; pudo ser martes o también sábado. Para mi los días no tienen significado, sin importar que sea lunes o no. Sólo recuerdo que ese día había llegado aquella paloma coja, que había perdido un pie. Muchas de las pájaras de la parvada estaban baldadas y les faltaban dedos de las patas o los tenían deformes, quizás producto de los cables eléctricos de alta tensión donde descuidadamente se posaban y se quemaban las extremidades hasta la mutilación; pero nunca había tenido alguna que hubiera perdido un pie completo. A esta le costaba seguir al resto cuando las hacía moverse de uno a otro lado y siempre se quedaba atrás. Así, no alcanzaba a comer nada, de modo que yo intentaba engañarlas haciendo correr a todas a un lado y luego soltaba un puñado de migas cerca de ella. Pero entonces llegaba un macho grande, entero, poderoso y brillante, arrullando furioso y la correteaba a picotazos. No sé desde cuando ellos habían comenzado, otra vez, a vivir juntos, pero ese día, que recuerdo bien, por la llegada de aquella paloma mutilada, aparecieron al atardecer. Fue extraño: Ambos vestían igual que aquel día cuando se encontraron aquí mismo. Venían caminando tomados de la mano, aunque me pareció que él la arrastraba suavemente, como si ella no quisiera hacer este paseo, pero no tuviera fuerzas para oponerse. Si bien ella llevaba el mismo vestido de color café, con jaspeados, que le diera un aire tan sensual en aquella ocasión, hoy parecía como si le quedara desordenado, como si lo vistiera con descuido o desgano. Traía puestos unos enormes anteojos oscuros que ocultaban buena parte del rostro y su mirada serena de zorro, que ahora se clavaba en el suelo. No obstante, al pasar a mi lado, me pareció que aprovechaba el revuelo de las palomas para mirarme con un gesto de súplica, o pudo ser sólo una impresión mía. Se sentaron en el mismo banquito y él le hablaba con ademanes enfáticos pero preocupado de no elevar la voz, como si no quisiera ser escuchado. Ella parecía distraída y mantenía la vista baja. En todo momento creí que se sentía, de algún modo, obligada a escuchar y a estar ahí. Recuerdo que en algún momento pensé que tal vez tuviera frío, porque el vestido que traía puesto era muy liviano y como casi siempre, a fines de marzo, el día estaba muy gris y corría ya una brisa helada. Entonces no pensé que fuera absurdo que llevara esos anteojos tan oscuros y enormes, pero ahora, a la luz de los hechos conocidos, creo entenderlo; no obstante las dudas que me asaltan, ya que si hubiera sido raro, como cuando alguien los usa de noche, lo habría juzgado absurdo en aquel momento y no ahora. En todo caso debo aclarar que no quisiera inclinar el juicio de nadie, en sentido alguno, sino sólo establecer un hecho que, sí, es claro: Ella llevaba anteojos oscuros y eso era una diferencia notoria respecto de aquella vez cuando fui testigo de su encuentro. En esta segunda ocasión venían juntos, pero se sentaron en el mismo lugar, como si festejaran aquel primer encuentro, aunque ella ahora, en algo indefinible y sutil, parecía otra; como si antes hubiera sido libre y feliz y ahora, en cambio, me pareció mustia, descuidada, débil y hasta sometida. Incluso, recuerdo, que llegué a pensar que este era el festejo de él, no de ella. Ella sólo parecía ser el trofeo, la pieza de caza, el animalito silvestre sometido. Estuvieron ahí bastante rato y él persistía en tomarle las manos y sujetárselas, aunque me parecía que ella, sin fuerzas para oponerse, hacía, en todo caso, esfuerzos por liberarlas, como si no le fuera agradable su acoso. Finalmente, en algún momento, ella cruzó los brazos y se metió las manos bajo las axilas, como si tuviera frío. Él, entonces, descansaba las manos sobre las rodillas de ella, entre gestos enfáticos que parecían imponerle alguna regla a la que ella sólo se sometía, vencida. En algún momento se levantó, hastiada, e hizo amago de irse, pero él la sujetó y me pareció que la obligaba a quedarse. Tuve la impresión que la relación, a pesar de la ofuscación que notaba que crecía en él, no llegaba al conflicto violento porque ella se sometía pasivamente, no obstante que él parecía argumentar con énfasis sobre algo que ella insistía en ignorar. La vi hacer un segundo amago de levantarse, que fue de inmediato impedido, quizás con cierta rabia, pero después de un breve tiempo, él mismo, con cierta impaciencia, se levantó y la obligó a levantarse para retirarse. Ella siempre mantenía la vista en el suelo. Al pasar junto a mi, creí que ella me miraba, detrás de los enormes anteojos negros, con cierta súplica, como si buscara a alguien a quien denunciar su desgracia. El rostro de él reflejaba frustración y rabia. Las palomas que se arremolinaban en torno a mi, luchando por las migas de pan, volaron para evitar el paso de ellos. Pero aquella baldada, quizás por su pie cojo, no alcanzó a alzar el vuelo a tiempo y el hombre al verla al alcance, descargó su rabia en un puntapié que lanzó al momento en que la pájara brincaba para alzar el vuelo, arrojándola de costado, aparatosamente. En un segundo ponderé la juventud de él, su estado de ánimo y el mucho tiempo que ya cargo sobre la espalda, o quizás mi enorme cobardía, y con dolor y vergüenza no hice nada, no dije nada. Sólo los vi alejarse y abordar un auto pequeño y antiguo, de color gris metálico, que habían estacionado en un rincón de la plaza. Al subir ella, otra vez creí ver una mirada de súplica en sus ojos escondidos, o sólo la imaginé. También pensé en ese momento en mi cobardía y en el amparo precario que yo podría significar. El auto se detuvo bajo el aromo otoñal, cuyas ramazones secas parecían mirar con tristeza al suelo donde yacían, aplastadas, las flores cuyo perfume llenara la callecita en primavera casi como si fueran, apenas, una mancha de color naranja oscuro. Las puertas se abrieron como si hubieran sido compelidas por la fuerza del silencio interior, acumulado durante el viaje. Bajó del automóvil y sin esperar nada se encaminó a la puerta, con la mirada perdida tras los anteojos, negros tanto como el ánimo. - ¿Por qué te empeñas en echar todo a perder, siempre? - dijo él, desde atrás. - ¡Sabes que no quería...! La impotencia volvía a ponerlo furioso. Crispó los puños y volvió a sentir ese impulso que en la medida de la rabia sabía que se hacía indominable. Pensó en patearle el culo: "Ese culo tan redondo y fino que menea por las calles y todos le miran". Con esfuerzo contenía la furia. Dijo: - Pero con esos otros que te miran y te hacen ojos, y les coqueteas, con esos sí querrías: ¿No?. - No es cierto. No coqueteo con nadie: Lo sabes bien - respondió y cerró la puerta de golpe, casi en sus narices. Él descargó su furia dando una patada en la madera. - ¡Mierda! ¡Huevona estúpida! - gritó. - ¡Abre esta huevá o la echo abajo! -. La puerta cedió apenas. El la empujó y entró. La vio sentada ahí, en el sillón, vencida, como si ya estuviera vacía, como si nada importara. Le enervaba esta actitud, pero tenía, quizás, el mérito de calmarlo, tal vez por la imagen de poder que producía de sí mismo. Se quedó mirando a esa mujer que tenía a su disposición, domeñada. Sintió lástima y pena, pero a la vez lo invadió una rara sensación de triunfo y de rabia, porque no era ese el triunfo que deseaba. El quería una sumisión amorosa, una sumisión agradecida y alegre. ¿Por qué no lo entendía?.¿Por qué no se entregaba entera a él, como él mismo lo hacía con ella? ¿Por qué lo obligaba a maltratarla para conseguirlo?: Sí; no quería pegarle, no quería ser vencido por esa furia incontenible, pero ella la provocaba y sabía que cuando andaba por ahí otros la miraban y tal vez pensaran en su cuerpo desnudo, como él mismo pensaba y ella no hacía nada por evitarlo: "De seguro le gusta" pensó. Cuando pensaba así, sentía el impulso de pegarle, quería destrozar esa belleza que no quería que fuera de nadie más. "Si va a ser de otros, prefiero que no sea de nadie, ni siquiera mía" pensó. No obstante, ahora, al verla vencida y laxa, como un trapo sin vida, sintió lástima y se apaciguó. Se acercó a ella y le acarició la cabeza. Pensó que era tan pequeña al tacto y que era tan grato sentir los dedos enredados en su pelo castaño claro. - Perdona - dijo -, tú sabes que yo no quisiera hacerte daño, pero a veces no puedo contenerme -. Ella se quitó los anteojos oscuros, dejando al descubierto los rastros de un golpe cuyo color amoratado iba cediendo con lentitud. Se pasó el dorso de las manos por los ojos húmedos y pensó que lo amaba: "¿Por qué no lo puedo hacer feliz?" se dijo y se sintió culpable de la desgracia de ambos. Él se inclinó sobre ella y la besó, suavemente en la boca. El contacto con sus labios arrancó, a la mujer, un sollozo involuntario. Él sintió una mezcla rara de sentimientos: Conmiseración, ternura quizás, deseo y rabia. La besó, entonces, con pasión, con intensidad y se encajó, como pudo, en el pequeño espacio que dejaba el sillón, para abrazarla y acariciar su cuerpo todo. - ¡Te amo! ¡Te amo! - farfulló, aunque se sintió falso. Agregó entonces: - ¡No sabes cuánto te deseo! -. Sentía su propia respiración agitada y la intensidad de sus ansias en el bajo vientre. - No. Por favor - alcanzó a decir, pero después calló, sometida, mientras la arrastraba hacia la alfombra. Percibió con quieta tristeza cómo sus manos la desnudaban, llenas de deseo. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza a un lado mientras sentía la premura del otro por desnudarse. Sintió cómo se posaba sobre ella y se apropiaba de su carne, mientras lo dejaba hacer. Trataba de decirse: "Está bien. Así tiene que ser". La paloma coja arrastró el ala en que le había caído el puntapié, durante todo el resto del día. Cuando ya comenzó a oscurecer la parvada se refugió en árboles, faroles y estatuas. La paloma coja, con el ala herida, con esfuerzo se escondió en el follaje de un arbusto, pues no pudo emprender el vuelo. Ahí la dejé al recogerme yo mismo. Sin apuro, como siempre, con la cabeza despejada de reflexiones y llena de esos pequeños detalles que hacen nuevo cada día, cuando todos los días ya son iguales, llegué a mi asiento del parque. La brisa suave del otoño arrastraba hojas secas y plumas. Plumas que se elevaban, como para alcanzar algún cielo inexistente o inmerecido, giraban, evolucionaban y caían blandas, dispersándose. La parvada aterrizó rodeándome, como llamada por sus propios arrullos, en la medida que se multiplicaban. Eché de menos a mi paloma coja. "Tal vez, estando baldada, le cueste más llegar" pensé. Sin embargo no llegó con el pasar de la mañana. Entonces la busqué, primero con la vista, después caminando por el entorno. Entonces la encontré. A la vera de un sendero yacía de espaldas, con la cabeza caída a un costado. Le habían arrancado los ojos, quizás a picotazos, y las plumas de las alas, que revoloteaban, jugando en el viento que las dispersaba lentas. Tenía muchas heridas en el cuello y el pecho, que jaspeaban el plumaje gris. ¿La habían matado las otras al verla débil? ¿La había atacado un animal y había jugado cruelmente con ella, hasta que ya no tuvo vida?. Había visto al macho dominante apartarla e impedirle comer. Entonces sentí odio contra él, a la vez que le cargué la culpa. Después me calmé, no tenía pruebas y pensé: "Estos animalitos son así. No pueden ir contra su naturaleza". Durante el resto de ese día sentí un peso acongojante en el alma. - Estoy embarazada - dijo sin entusiasmo, con el mismo interés que pudo anunciar que había cocinado arroz para la comida. - ¿Por qué? - preguntó él, extrañado. - Porque las mujeres nos embarazamos. - Pero yo no quiero un hijo, ¿te das cuenta?. ¿Qué vas a hacer, entonces?. - Me da lo mismo: Estoy embarazada. - Vas a tener que abortar. - ¿Por qué? - Porque ya te dije que no quiero un hijo. ¿Es que no me escuchas? - dijo evidentemente irritado. - Pero yo sí quiero este hijo. Se puso de pie y el aspecto de su cara era del todo amenazante. Sintió las uñas clavadas en las palmas de las manos por la fuerza de la crispación de los puños. "Esta estúpida otra vez me va a obligar a sacarle la cresta" pensó, "pero no quiero. No quiero pegarle de nuevo. Sólo quiero que me haga caso". Gritó: - ¡Entiéndelo claramente: Te vas a hacer un aborto porque yo no quiero ningún hijo! - su cara había enrojecido y de su boca saltaron gotas de saliva espumosa. Ella se protegió el rostro con ambas manos, por temor que al grito siguiera un golpe. - Entonces: ¡ándate de mi casa! ¡No quiero verte más! - respondió entre sollozos, protegiendo siempre su rostro con ambas manos, segura que en cualquier momento le caería el golpe. Sintió que sobre la tensión de la furia que lo invadía caía un fantasma más poderoso que su oposición al embarazo: "No es hijo mío" pensó, "y si no: ¿Por qué me quiere echar?". Un golpe intenso de adrenalina subió hasta su pecho. Sintió que una corriente, casi dolorosa, recorría su espalda, los brazos las piernas y el pelo de la cabeza. Su pensamiento quedó en blanco y automáticamente golpeó. Le dio un golpe feroz en el vientre. Ella se dobló y trató de protegerse, dejando al descubierto el rostro y la cabeza. Entonces descargó un segundo golpe con todas sus fuerzas con toda su ira desenfrenada, en el rostro. Gritó: - ¡No es mío! ¡Estúpida! ¡Me engañaste! - y descargó un tercer golpe y un cuarto y otro, hasta que cayó al suelo, enroscada sobre sí misma. El continuaba dando gritos furiosos: - ¡Bótalo! ¡Bótalo ya! ¡No es mío! ¡Ese renacuajo no es mi hijo! - mientras la pateaba con el rostro desencajado y los ojos enrojecidos por la presión de la ira. Los golpes caían en los brazos, las piernas, el vientre y la cabeza sin tiento ninguno. Continuaron hasta que ella ya no reaccionó más. Entonces se dejó caer sobre el sillón, agotado. Agotado del ejercicio de golpear y del esfuerzo de la ira que aceleró toda la economía de su cuerpo. "Cuántas veces se habrá acostado con otros" pensó. "No hay duda que no es mi hijo" concluyó, y luego justificó su reflexión: "A mi me conoció en la calle. ¿A cuantos habrá conocido en la calle?. ¡Puta! ¡Se acostó con todos!. ¡Le gustaba con todos menos conmigo!. Conmigo era como una mujer de trapo. Estoy seguro que no le gustaba: Por eso se acostaba con otros. ¡No es mi hijo! ¡No le voy a aguantar que lo tenga!". Sintió que la ira volvía a invadirle el cuerpo. Sintió la tensión en los puños crispados, en los dientes apretados que rechinaban y pensó: "La voy a matar. No puedo pegarle más: La voy a matar". Entonces se paró y salió de la casa dando un portazo. - ¿Su número de cédula de identidad? - interrogó el policía. Ella se lo dio, casi con resignación. - ¿Domicilio? - dijo después de teclear con lentitud infinita y revisar con acuciosa atención el número de identidad. Se lo dictó con paciencia. El policía anotó, tecla a tecla, en la pantalla, mientras murmuraba cada letra y número. Finalmente leyó lo que había escrito y la miró, para pedir confirmación. Casi no escuchó: Sólo dijo que sí. Pensaba que quizás podría llegar a perder a su hijo. - ¿En qué circunstancias fue atacada? - preguntó. Ella comenzó a relatar los hechos, pero el policía la detuvo - No - dijo -, ¿Qué hacía usted en ese momento? ¿Fue sorpresivo? ¿Se dio cuenta que la iba a atacar? ¿Usted lo provocó?. - No. Le dije que estaba embarazada. - ¿Son casados? - quiso saber. - No. Convivientes. - Su hijo ¿es de él? -. Ella sintió que el policía había tomado partido, pero se dijo que no era posible. No tenía ningún antecedente para hacerlo. Respondió que sí. - Sí. Es hijo de él. - ¿Está segura? ¿No había motivos para que dudara? ¿No tenía celos de algún vecino? - Ella pensó que, quizás, el policía buscaba motivos para trasladarle la culpa. "Muchos hombres me miran en la calle, en el bus, o cuando voy de compras", pensó. "Incluso algunos me sonríen o me dicen alguna cosa. Yo no sé cómo evitarlo. Trato de no pintarme, de no maquillarme demasiado, de no usar vestidos con escotes o muy cortos, pero de todos modos me miran. Tal vez hago algo mal. Tal vez por eso lo hago dudar. Siempre los hombres son amables conmigo, aunque me esfuerce en ser fría y ni siquiera sonreír. Hasta este policía se da cuenta, aunque estoy toda golpeada". - Yo no hago nada para que tenga celos, pero él dijo que no era el padre -. El policía, con infinita lentitud fue tecleando su propio relato, que iba murmurando sílaba a sílaba y letra a letra mientras lo ingresaba en la pantalla. Finalmente interrogó: - ¿Constató lesiones? - No - dijo con cierta tristeza culpable. El policía escribió, con parsimoniosa lentitud, mientras murmuraba lo que escribía: "Sin constatar lesiones". Después tomó un papel amarillo engomado y escribió con letra filiforme, recta, lenta, aguzada, y cargada una dirección que le extendió. - En esta dirección tiene que ir a constatar lesiones -. Después imprimió su informe y se lo acercó. Con un dedo moreno y grueso, de uñas cuadradas, le señaló la parte inferior y agregó: - Tiene que firmar ahí -. Ella tomó el lápiz que estaba sobre el escritorio y mientras firmaba notó que el lápiz estaba roído en su parte trasera, donde había una banda elástica enroscada varias veces. En el interior del cuerpo transparente, un trocito de papel decía con letra imprenta, escrita con el mismo lápiz y trazos que el papel engomado amarillo: "C. VANDERA". Ella devolvió el papel firmado, del que el carabinero desprendió una copia donde apenas se leía lo escrito, que le facilitó, mientras concluía: - Dentro de quince a treinta días le va a llegar una citación al tribunal para ambos. Llevé el certificado médico de lesiones. - Pero yo no quiero que vuelva a la casa - dijo ella - y quisiera que alguien me protegiera: ¿Ustedes no van a hacer nada? - Todo eso tiene que pedirlo en el tribunal. - Pero puede matarme mientras tanto - dijo asustada y por un momento pensó que esa idea que casi era, apenas, como una forma de expresar la amenaza, se le presentaba como una realidad tan cercana y cierta. El policía sólo se encogió de hombros y tamborileó con los dedos en la visera de la gorra verde de su uniforme, que estaba en un rincón. Sin ninguna duda era viernes. Lo sé porque la espera fue agobiante, no sólo por larga sino por las escenas que tuvo que ver: Había gente destrozada en accidentes, como esa mujer que ya se quejaba en silencio, sin fuerzas, tirada en una banqueta con un brazo rajado desde el hombro hasta la muñeca, tan profundamente que se le veía los huesos. Otro estaba sentado en un rincón con un estoque clavado en el vientre, que no se atrevía a sacar, por temor a que se le vaciaran las tripas. Lo sujetaba con una mano y lo miraba a ratos para asegurarse que la herida no se había abierto más. Un óvalo rojo amarillento manchaba la camisa y el pantalón en torno a la herida. Por un momento creyó que lo suyo no valía la pena y pensó en irse: "No tengo nada. Sólo moretones. ¿Qué hago aquí?" se dijo y sintió vergüenza. "Nada más vengo por acusarlo, casi es sólo una venganza". Se sintió egoísta y se sonrojó. - Tiene que sacar un número para que la atiendan -, le dijo una mujer que tenía una venda enorme y bastante sucia en un costado de la cara. - No sé... es que no sé si vale la pena - respondió. - ¡Denúncielo! - sentenció la otra. - No se deje abusar. Si no hace nada es peor: Después la mata y todos se escandalizan por televisión. Y una: ¡Tiesa y fría!. Una es la única que puede hacer algo. Su caso no era una urgencia real, de manera que aunque después de varias horas alcanzó el número de su turno, sólo la pasaron a una segunda sala de espera, repleta de camillas y quejas inútiles, como si el viernes en la noche se estuviera en guerra; "o tal vez siempre sea así" pensó. Ahí la interrogaron sobre sus datos personales y le llenaron una ficha. Le dijeron que debía esperar turno. Como no tenía heridas notorias y sus lesiones sólo serían cuestión de estudio, ni siquiera obtuvo un lugar para sentarse, de modo que paseó su cuerpo y alma adoloridos y avergonzados entre la sangre visible de heridos de apariencia más meritoria. Después de varias horas inútiles, que prometían sólo la eternidad, ya que en la medida que atendían a algún paciente de urgencia, parecían llegar dos, decidió atajar a una enfermera que a ratos pasaba con lentitud urgente de un lado a otro. - Vengo a constatar lesiones, antes que mejoren - le dijo. - ¿Accidente? - preguntó mirando con ojos que le recordaron a un vacuno. - Me pegó mi pareja. - ¿Trae el parte de la policía? -. Le entregó el parte que le habían hecho en la unidad policial. La enfermera lo leyó y siguió su camino sin decir nada. Pasó dos o tres veces, sin prisa, pero con urgencia de un lado a otro, sin siquiera mirarla. Después de un rato comenzó a arrepentirse de haber entregado el parte: Ahora no tenía nada. "Por último, tal vez consiga en el retén que me hagan otra copia" se obligó a pensar como consuelo. Cuando la enfermera volvió a pasar, la detuvo otra vez. Dijo: - ¿Faltará mucho? - ¿Mucho para qué? - Vengo a constatar lesiones. Le entregué... - No la dejó terminar. Preguntó: - ¿Accidente? - Me pegó mi pareja. Ya le entregué... - No la dejó terminar. Volvió a preguntar lo mismo: - ¿Trae el parte de la policía? - Ya se lo entregué, hace un rato. - Ah -. Respondió sin interés. - Tiene que esperar a que la llamen. Pudo haber pasado una hora o diez minutos, pero sentía que había transcurrido una eternidad. No había ventanas que miraran al exterior, de modo que sólo imaginaba que estaría aclarando afuera. Del mismo modo, imaginó el dulce despertar, de tres notas melancólicas, de los zorzales. Se había apoyado contra una pared en un resquicio entre una camilla donde una vieja respiraba con dificultad y unas sillas donde un hombre con un ojo destrozado dormitaba sobre el hombro de una gorda que sollozaba continuamente. Intentaba dormir, aunque sólo cerraba inútilmente los ojos. Al hacerlo percibía que tenía inflamado uno de los párpados. En algún momento, con suavidad, la cabeza se le derrumbó sobre el pecho. Tal vez pasó un minuto o una hora y de repente se despertó, al oír su nombre. Lo voceaba la misma mujer que se había llevado su parte policial. - ¡Yo! - dijo - ¡Aquí! -. La enfermera no dijo nada. Sólo dio media vuelta y entró por una puerta metálica que comenzó a cerrarse como empujada por un resorte. Se apuró para alcanzarla y llegó junto a la puerta en el momento en que se cerraba. La empujó pero ya estaba trabada. Golpeó. Volvió a golpear. A la tercera vez la puerta se abrió y la mujer apareció. La miró sin interés ninguno. Dijo: - Por aquí - y se echo a andar con lenta prisa por pasillos y pasillos mientras dejaban atrás puertas y puertas, hasta que no supo donde estaba en relación a la sala de espera. Entraron en una recinto dividido en varios espacios individuales por cortinas de lona muy ajada, de color amarillento. Le indicó un espacio de aquellos, vacío, y le instruyó: - ¡Desnúdese! - y se retiró. Se quitó el vestido y se quedó parada ahí, en ropa interior, sola, con las prendas colgadas de una mano y un sentimiento de abandono inconmensurable. El tiempo apenas transcurría, con la misma parsimonia que la enfermera. Esta pasó varias veces delante del espacio donde ella permanecía abandonada, sin mirarla. Cuando al fin lo hizo, la miró inexpresiva y dijo: - Quítese toda la ropa y la cuelga ahí -. Indicó un gancho adherido a la estructura de fierro que soportaba las lonas amarillentas que separaban los espacios unitarios. Se quedó mirando, como si quisiera certificar que se desnudaba completamente. Se retiró, siempre parsimoniosa, después de agregar: - El médico viene en seguida -. El tiempo retomó su tránsito eterno. A cada instante que pasaba le parecía que ese espacio, separado del resto del universo por unas precarias lonas amarillentas se hacía más y más grande o ella se hacía más y más pequeña. Quizás sólo se sentía infinitamente abandonada. Pasó un hombre frente a su espacio, con una cotona azul y un estropajo, fregando el suelo. La miró inexpresivo y continuó su trabajo. Al poco rato pasó en sentido inverso. A la tercera vez, siempre inexpresivo y de aspecto triste, comenzó a fregar el piso del interior del espacio en que ella estaba, completamente desnuda, parada al centro de la nada. Se refugió junto a la cortina de lona y se cubrió con las manos, como pudo, sus partes íntimas. El hombre continuó su trabajo, como si ella no estuviera. Sólo la miraba de soslayo cada tanto, hasta que por fin, satisfecho, se fue, así como entran y revolotean, molestosos, esos enormes moscardones negros que de pronto vuelan por una rendija y desaparecen. Finalmente, después de un tiempo casi infinito, apareció un médico arrastrando su propia camilla. Sin decir palabra la instaló junto a la cortina. Tomó un sujetador de madera que traía encima y leyó un papel. Sin mirarla preguntó: - ¿Espasmos? ¿Dolores abdominales? ¿Vómito? - ¿Qué? - dijo sin comprender. - No. - ¿Llobana? - interrogó, levantando sólo los ojos hacia ella. - No. El médico chasqueó la lengua y movió la cabeza de un lado a otro con desagrado. Sin agregar palabra se fue. Volvió con el sujetador de palo en la mano, después de otra eternidad de abandono y vergüenza, desnuda como un animal en exhibición. Ahora la miró sonriente, de arriba a abajo, como si la ponderara. Dijo: - Lesiones: ¿No? - Ella confirmó con la cabeza. El médico dejó el sujetador de palo sobre la camilla y se acercó. Palpó el ojo amoratado, también bajo las orejas y la mandíbula. Sacó una lucecita pequeña y le iluminó el interior de los ojos. Le bajó los párpados inferiores y le dijo: - Estás anémica chiquilla, no te estás alimentando bien - y continuó palpando los diversos moretones del cuello, los hombros, el torso. Volvió a tomar el sujetador de palo y en un formato donde había dibujada una persona de frente y espalda, comenzó a marcar cruces donde ella presentaba golpes visibles. - Gira, chiquilla - ordenó. Tocó con su dedo cordial varios puntos y marcó en el formulario. Encontró un lunar de medio centímetro de diámetro, muy negro. Lo comprimió y preguntó: - ¿Pica?. - No doctor. - Igual sería bueno extirparlo, chiquilla -. Ella pensó que su voz era cálida y acogedora, a la vez que adormecedora. Se preguntó: "¿Por qué todos los médicos tienen esa voz tan relajante?". Casi había olvidado que estaba desnuda y expuesta a la mirada de cualquiera que pasara. El médico tomó un rollo de papel que había a un costado de la camilla y extendió una larga tira sobre la colchoneta de hule azul que la cubría. Ella observó que la colchoneta tenía un tajo de cuchillo a la altura del vientre y estaba quebrada y despellejada en la cabeza. - Recuéstese de espaldas -. Mientras lo hacía, el médico se puso unos guantes de polietileno transparentes. Le examinó de algún modo el interior de los oídos, la hizo abrir la boca, le manipuló los labios, iluminó con su lamparilla el interior, e hizo notas. Volvió a examinar el torso, las caderas y las piernas y tomó notas. Finalmente, poniendo su mano enguantada sobre el pubis, preguntó: - ¿Hubo violación?. - No - respondió, a la vez que la invadía el rubor. El emitió algo como un murmullo que pareció significar: "Bien", pero de todos modos la abrió "como si fuera una fruta" pensó ella y le examinó su interior. - Date vuelta chiquilla - le instruyó al terminar el examen. También la abrió atrás como si fuera un damasco e interrogó: - ¿Penetración anal?. - ¡No! - respondió. Ahora algo exasperada y roja de vergüenza. Se sentía ultrajada inútilmente y protestó. - Es el protocolo, chiquilla - dijo el médico con su voz sedante -, tenemos que hacerlo. Puedes ponerte de espaldas, de nuevo - completó sin intermedio, como si lo dicho no tuviera importancia alguna. Cuando estuvo de espaldas otra vez preguntó: - ¿Estás embarazada, chiquilla?. Ella sintió una súbita congoja y dejó escapar un sollozo involuntario, que le dio un sentido nuevo a su vergüenza. Afirmó con la cabeza. - ¿Es de él? Afirmó con la cabeza. - Lo más apropiado sería hacer un raspaje de inmediato - concluyó con su voz adormecedora y segura. - ¿Por qué? - preguntó, terminando de cambiar su vergüenza en congoja. - No he tenido hemorragia ni dolores - aseguró. - ¿Para qué quieres tener un hijo de esa bestia, chiquilla? - dijo, suavizando su voz médica, más que nunca. - No es un motivo - dijo y se levantó de la camilla. - Cierto. Pero es mejor solucionarlo ¡ya!, a que te venga una hemorragia cuando estés sola. ¿Vives con él?. - Sí -. La respuesta le produjo terror. Tal vez la estuviera esperando. Quizás la volvería a golpear. Se repitió la frase sedante del médico: "¿Para qué quieres tener un hijo de esa bestia?". Se dijo: "Si me hago un aborto, puede ser que me perdone; que todo vuelva a ser como antes". - Piénsalo - dijo el médico, interrumpiendo sus cavilaciones. Se quedó en silencio. Se miró ahí, totalmente desnuda y se sintió ridícula decidiendo el futuro, sin nada más que sí misma, y el hijo que tenía en el vientre. Miró al médico. Era quizás demasiado joven. Pensó que al terminar el turno se iría a su casa, donde tendría una mujer y dos niños, con los que gastaría un fin de semana en una plaza con juegos de colores y pajaritos; tomarían té y helados en una terraza llena de alegres familias que no conocían la tristeza y el abandono, ni los amores tormentosos e insolubles. Él pertenecía a un mundo que jamás comprendería que había gente que luchaba por tres gramos de compañía, como ella lo hacía. Dijo: - Yo, en cambio, no tengo nada. Lo único que tengo es este hijo que es una promesa, apenas. Y él no tiene nada. Sólo amenazas -. No pudo decir más. Se quedó en silencio mucho rato, hasta que se disolvió el nudo que le apretaba la garganta. entonces concluyó: - No. No me voy a hacer un aborto. Yo me arriesgo. - ¡Punkto guedondo, entonces! - dijo el médico y estampó su firma en el formulario que tenía en el sujetador de palo. Después la miró con los ojos y brazos muy abiertos y agregó: - Estamos listos. ¡Puede vestirse! - y salió arrastrando su camilla hacia otro espacio separado por tenues cortinas de lona, que quizás dejaban pasar todas las miserias de un cubículo a otro, contagiando desgracias. Apenas el médico desapareció, se sintió llena de vergüenza como si de pronto se diera cuenta de su desnudez, como si tuviera que apurarse antes que aparecieran miles de ojos y la vieran, no solo desnuda, sino golpeada, disminuida y avergonzada, en un lugar que ya no le correspondía. Descolgó su ropa y se cubrió con ella, mientras iba buscando una a una las prendas que se iba poniendo con premura. Cuando estuvo vestida, salió del recinto de atención, al pasillo, sin saber a donde ir. Caminó intentando desandar los vericuetos que había hecho para llegar, pero sólo llegó a un pasillo ciego, terminado en una enorme puerta vidriada, de vidrios granulados que dejaban pasar la luz pero no la imagen. Un cartel advertía: "Prohibida la entrada a personas no autorizadas". Pensó que era absurdo un cartel así. Era redundante prohibir a quienes no tenían autorización. Imaginó un tumulto de personas no autorizadas pechando por entrar, que insistían, a pesar de no estar autorizadas, en su derecho de paso, a las cuales en una segunda instancia se les aseguraba que por no estar autorizadas y sólo por eso, se les prohibía el paso. Se dijo que la leyenda estaba diseñada de un modo tal que parecía que en principio cualquiera podía pasar, pero algunos, caídos en desgracia, quedarían impedidos. "Mi caso es parecido a eso" pensó, "me convertí en algo como una paria, o marginada". Se devolvió en busca de otro camino de salida y se detuvo en la encrucijada de dos pasillos, que le pareció no haber visto antes. Se divisaba puertas vidriadas en ambos pasillos, todas cerradas. En el interior había mesones e implementos, como si se tratara de laboratorios. Se quedó ahí un rato, indecisa. Entonces vio a lo lejos a la enfermera que la había conducido antes. Esta la miró y siguió su camino, como si fuera un artefacto mecánico. La siguió, apretando el paso. Cuando la alcanzó la enfermera la miró sin sorpresa, en silencio y siguió caminando. Entonces ella le dijo: - Estoy lista. ¿Por donde salgo?. - Es por el otro lado - respondió, como si sólo hubiera un camino y dos sentidos. - ¿Cuál es el otro lado?. Sólo la miró, sin expresión ninguna, como si fuera un aparato que sólo espera ciertas preguntas a las que sabe responder. Sin el estímulo apropiado, en cambio, continúa su inercia natural. Intento otra fórmula. Dijo: - ¿Me puede llevar?. La enfermera se encogió de hombros y continuó su camino. Decidió seguirla. Llegaron a la puerta por donde habían entrado, la abrió y gritó un nombre. Ella quiso aprovechar de salir, pero la enfermera la atajó. - Esta no es la salida. El alta se la dan en la salida. -¿Me va a llevar? - volvió a preguntar y de nuevo la otra se encogió de hombros, como si responder fuera absurdo. Entre una mujer gorda y un hombre que parecía ser su hijo, entraron a un viejecillo de ojos llorosos y aspecto estúpido, sentado en una silla que ellos traían en andas. La silla si inclinaba hacia atrás de modo que el viejo no cayera al suelo. Venía sentado con las manos metidas entre las piernas. El rostro de facciones porosas e hinchadas parecían señalar a un alcohólico irredento. Quizás por lo acuoso y pequeños, los ojos daban la impresión de ser claros, sin embargo el viejo tenía la tez rojiza y el pelo entrecano, dejando ver que en su juventud había sido negro. A pesar de ser muy pequeño, como si la vida lo hubiera encogido con sus desgracias, la gorda y su hijo parecían desplazarse con tanta dificultad como si el hombrecito hubiera pesado trescientos kilos, de manera que a pesar de la lenta parsimonia de la enfermera, ellos se iban quedando atrás. Sintió conmiseración y los esperaba para que no se perdieran, señalando el curso y apurando a ratos el paso para ver por donde seguía la enfermera que los guiaba. Por fin llegaron al recinto de atención y tras ellas, penosamente después de un rato, arribaron la gorda y su hijo con el viejo de los ojos llorosos y azules. La enfermera les dio algunas indicaciones y salió sin decir palabra. Sólo tuvo fe que la conducía a la salida porque había enfilado por el otro rumbo que aquel por el que habían llegado. Después de un rato y de atravesar varios pasillos y encrucijadas pensó que jamás habría llegado sola a la salida. Finalmente enfrentaron una puerta, al fondo de un pasillo, que tenía un letrero en cartulina, pintado a mano que decía "ALTA". La enfermera se detuvo apenas vieron el cartel y dijo: - Por ahí - y sin esperar se devolvió por donde habían venido, con su andar mecánico. Salió a una sala como un gran zaguán. Tras unas enormes puertas vidrieras se veía la calle. Aún era de noche, aunque ella había tenido la sensación que ya sería de madrugada. Se encaminó a la puerta y la empujó para salir, con una sensación de ausencia extraña, quizás como si despertara a destiempo de un sueño extravagante. Una mujer de aspecto humilde, pero de rara belleza la atajó tomándola de un brazo. Le dijo: - Tiene que esperar a que la llamen para que le den sus papeles con el alta -. Recién entonces se dio cuenta que el zaguán estaba lleno de gente, tan lleno como la recepción, aunque en general aquí la gente no presentaba un aspecto tan calamitoso como a la entrada. Por un momento pensó que la atención sería muy efectiva, a juzgar por este hecho, pero luego se corrigió: "Los casos graves son internados en alguna parte". Pensó en el viejo de los ojos azules y se preguntó: "¿Por qué no lo habrían entrado en una camilla?" y después: "¿Lo habrán traído así, en esa misma silla, desde su casa?". Afuera ya se veían las primeras sospechas de la aurora cuando finalmente la llamaron. Detrás de las ventanillas de los funcionarios que atendían, casi junto al techo, había un enorme cartel, pintado a mano, donde también se leía "ALTA". Pensó que era irónico que estuviera ahí, como si señalara que la pared que lo sustentaba lo era. El funcionario tras la ventanilla no pronunció palabra alguna. Revisó un grueso fajo de papeles, entre los cuales alcanzó a divisar el formato donde se señalaba gráficamente sus lesiones sobre una persona con manos y piernas abiertas, dibujada de frente y espaldas, que también fue timbrado y firmado, certificando su paso efímero por esta estación de trabajo. El parte de la policía también estaba ahí. Todo caratulado con la ficha que le habían abierto al entrar. Se preguntó: "¿Cómo de un trámite tan efímero, aunque demoroso, puede resultar una cantidad tan abultada de papeles?". El funcionario terminó de timbrarlos todos y firmarlos, uno a uno y luego los separó en varios lotes, que sujetó con sendos corchetes. Clasificó cada lote en distintas canastillas que tenía detrás, excepto uno que contenía el parte policial, al que al margen habían anotado ciertos números, la fecha y hora un timbre y una firma, una receta médica, un parte de licencia de reposo médico y una copia de la ficha que le habían llenado al entrar. El funcionario le pidió firmar esta copia y anotar su número de cédula de identidad. Cuando lo hubo hecho le cedió el resto de los documentos y dijo: - Debe consultar a su médico de cabecera y a su ginecólogo en seis días -. Después de eso se desentendió de ella, tomó un nuevo fajo de papeles y llamó a otra persona. Ella estudió los que había recibido y no había entre ellos ninguno que certificara las lesiones. Volvió a la ventanilla y dijo: - ¡Oiga!: Aquí falta el certificado de lesiones -. El funcionario la miró indiferente y se encogió de hombros. Insistió: - Falta el certificado. - Se manda directamente a la fiscalía y al tribunal - respondió el funcionario mientras revisaba los papeles del siguiente turno. - ¿Y yo no puedo saber mis lesiones? Se encogió de hombros otra vez, sin mirarla. Dijo: - Usted las lleva puestas. Sintió rabia y el primer impulso fue volver a contestar y promover una discusión inútil. Se sentía vejada nuevamente. Entonces, por un momento, brevísimo, pensó pedir hablar con el jefe del funcionario. Alcanzó a preparar la frase, pero el jefe de éste sería otro funcionario administrativo acostumbrado al mismo protocolo interno anquilosado en la costumbre de años y se dijo: "Sería inútil", habría que cambiar todo el sistema y la norma consuetudinaria establecida, sobre la que nadie sabría, siquiera, quien era responsable, o cual sería la razón de obrar de este modo y no de otro. Prefirió darse por vencida. "Ya hice todo lo que debía. No hay más que se pueda hacer: Sólo esperar" concluyó; entonces se encogió de hombros a su vez y dando media vuelta salió al aire frío y a la última oscuridad de la noche que se escapaba por las esquinas. Al llegar a su casa vio con alivio que el viejo auto gris no estaba ahí, estacionado bajo el aromo junto a la entrada. Sin embargo, le pidió al chofer del taxi que no se fuera hasta que ella hubiera entrado. Apenas estuvo dentro dio dos vueltas a la chapa de seguridad y pasó el pestillo de protección. La sospecha de un posible peligro le había acelerado el corazón. Se sentó en el sillón de la esquina y desde ahí vio el pedazo de papel desgarrado, encima de la mesita. Con letras grandes y repasadas, escritas en tipo imprenta decía: "¡PERDÓNAME! NO QUISE HACERLO. DE VERDAD QUE NO. TE QUIERO Y TE NECESITO, ¡POR FAVOR HABLEMOS!". El pecho se le llenó de congoja y se le escapó un sollozo. No sabía si la emoción procedía del arrepentimiento de su agresor, o de la pena que sentía por sí misma, o sólo era la sublimación de su rabia. "¡Desgraciado! ¡infeliz! ¡hijo de puta!" dijo en voz alta, con los dientes apretados y arrugando el papel lo lanzó lejos. "Nunca quiero perdonarte" pensó. Es posible que haya sido al miércoles siguiente, aunque no tiene importancia alguna, igual había oscurecido temprano y la monotonía de la soledad y el temor arreciaban justo a esta hora, cuando caía un manto negro sobre los aromos de la calle. El interior había que combatirlo con las lámparas que sólo iluminaban tristezas y ausencias. Fue entonces que llamaron a la puerta. Se sobrecogió, y a pesar que podía mirar por la ventana para saber quien era, tuvo temor. Sólo preguntó, desde detrás de la puerta: - ¿Quién es? -. Sabía que era inútil preguntar. Sabía que era él y el desamparo le pesó más que nunca. - Déjame entrar. Quiero hablar contigo. Quiero que me entiendas; que me perdones. Yo sé que me quieres. Ábreme por favor: No voy a hacerte daño. - ¡Ándate! No quiero saber nada. - ¡Por favor! - suplicó. - ¡No! No quiero nada más contigo. ¡Ándate o llamo a carabineros! - ¡Perdóname! ¡Por favor! No sabes lo arrepentido que estoy... ¡De verdad! -. Le pareció que lloriqueaba y pensó: "¡Mentiroso!". No respondió nada. Sólo se quedó ahí en silencio, escuchando. Él suplicó más, su voz estaba quebrada y en su ánimo sentía la pérdida y reconocía la culpa. Se sentó en el umbral y sollozó con la cara entre las manos. No quería hacerlo, pero le era inevitable. "La perdí" pensó. "La perdí para siempre. ¿Por qué lo hice? si yo no quería, pero me obligó. Tengo que explicarle, tiene que entenderlo: Ella me obliga con su manera de responder". Siguió lloriqueando ahí sentado, mientras una cantidad inconmensurable de pensamientos se superponían unos con otros sin orden ni concierto: "No quiero llorar", "Se lo merecía, tiene que darse cuenta", "Quiero irme, pero no quiero que nadie me vea llorar". "Si ella me ve no importa, así se dará cuenta que me cagó". "Ella me hace ver como si fuera un malvado, pero me provoca". "¿Cómo tantas veces antes le pegué un poco y justo ahora me echa?". "Es que ese renacuajo no es mío. ¡No es mío! ¿Entonces cómo quiere que no le pegue?". Creyó oírlo llorar apoyado en la puerta y se asomó por la ventana, con temor y cuidado: Era cierto. Ahí estaba como un niño castigado. Sintió pena y quiso consolarlo, abrazarlo y decirle que no llorara. Sintió vergüenza por él y por sí misma. Por un instante pensó en abrir la puerta y hacerlo entrar, para que no lo viera la gente ahí, arrasado, llorando, disminuido. Sintió que a la vez la disminuía a ella frente a quienes lo vieran al pasar. "¿Qué van a pensar?" se dijo. Se quedó ahí, en la duda, mucho rato y lloró también. Es posible que si no hubiera existido el muro físico que los separaba, se hubieran abrazado a llorar, juntos, aunque cada cual por motivos tan diversos. Finalmente dijo: - Es mejor que te vayas. Otro día hablamos -; y concluyó con voz tranquila y una serenidad que hacía mucho tiempo creía perdida: - Al menos hoy, no te voy a abrir. El siguió llorando ahí, todavía un buen rato, pero al fin se fue, vencido. No volvió el jueves ni el viernes, pero sí el domingo, también el siguiente martes y luego no se supo de él hasta el lunes y así. A veces no aparecía en semanas, pero después se sentaba a llorar en la puerta y a pedir perdón varios días consecutivos. Con el tiempo comenzó a traer regalos y flores que dejaba engarzadas en las rejas de las ventanas, o animalitos de peluche, a veces pequeños y otras enormes que dejaba junto a la puerta. También dejaba tarjetas impresas con mensajes a los que añadía alguna frase como: "Algún día comprenderás cuánto te amo". En ocasiones dejaba muñequitos de hule o trapo de diversos tamaños. En una ocasión dejó dos micos en un bolsón de cartulina satinada que se besaban y decían: "¡Ailavyu!". Todos eran echados a la basura: Flores, muñecos, animales, cartas de amor y perdón, tarjetas, frutas olorosas, discos con canciones románticas, joyitas de fantasía, monos que hablan, chiches y adornos, sobres con algún dinero "para ayudar" y lo que fuera. Nunca llegó la citación del tribunal ni de la fiscalía. Ella, por consejo de alguien que dijo haber sabido de otras mujeres en situaciones similares, se presentó en la fiscalía de su sector, después de dos meses de los hechos. Se abrió entonces, recién, un rol para la causa y se pidió a la policía copia del parte, al hospital el certificado de lesiones y le dieron un nuevo formulario, corcheteado a los papeles que llevaba, con un número de rol para la causa, las especificaciones técnicas, una firma y un sello certificados bajo una fecha de ingreso. Se le informó que se abriría un caso en el tribunal competente, por agresión de hecho. No se le podía caratular como violencia intrafamiliar ni de genero, porque la víctima no era cónyuge del victimario. Quince días después se presentó a consultar por la causa y le dijeron que el tribunal había emitido una precautoria de oficio prohibiendo al supuesto agresor acercarse a menos de doscientos metros del domicilio de la agredida, pero que sin embargo la precautoria no iba dirigida a nadie en particular porque el agresor no había comparecido. A la vez, le dijeron que a falta de mayores antecedentes, sin perjuicio de la orden de investigar que persistía, el caso quedaba temporalmente cerrado. Todo esto fue explicado en términos y conceptos jurídicos que no comprendió del todo, de manera que podría ser completamente diferente de lo expresado aquí, o incluso del mismo modo pero por razones muy distintas. La prohibición supuesta no tuvo efecto ninguno y ella recibió cientos de notas, cartas, muñecos, flores y visitas de horas junto a su puerta en que el hombre lloraba pidiendo disculpas y explicando sus razones, mientras ella dentro de la casa permanecía, al principio, aterrada, mas tarde sobrecogida, después con conmiseración y por fin hastiada. Varias veces hizo venir patrullas policiales que lo desalojaron por la fuerza y tuvieron que escuchar las razones que no les interesaban y que de seguro habían oído cientos de veces de cientos de otros hombres y mujeres desavenidos. Fue un lunes de fines de septiembre. Algo tienen los lunes para muchos que resultan ser una especie de compendio de los fracasos que no se logra superar. Entonces, aun cuando septiembre es primavera y al terminar el mes los cielos están llenos de volantines, como si fueran los sueños nuevos y livianos que se echan a volar, aun cuando las mujeres desnudan sus hombros y muestran la curva de sus escotes, aún cuando parece que todo florece, incluso los amores nuevos; hay quienes sienten que el lunes es el negro recordatorio de algún fracaso que no los deja mirar los colores nuevos del cielo y de los árboles, ni disfrutar de los dulces aromas del aire más tibio, o del canto de los pájaros y el revoloteo de las palomas, alzadas, en las plazas. Para otra, ocho meses y medio de embarazo, a fines de septiembre eran una promesa tan esperada, a punto de cumplirse. Era algo que llenaba de una rara emoción esa primavera, que hacía olvidar los contratiempos y presagios, las amenazas y los momentos oscuros. Así habrá caminado lenta por la callecita repleta de amarillo y perfumes densos de los aromos, mientras el sol de la tarde emprendía su lenta retirada. A veces los lunes, si son plácidos para otros, activan con mayor fuerza las frustraciones, los fracasos y también los rencores. Quizás por eso los lunes están llenos de planes y resoluciones temerarias. Ella habrá oído el ruido del motor que parecía acelerar con desesperación, como si fuera la última oportunidad de alcanzar su meta. Tal vez habrá alcanzado a pensar en el contrapunto entre la placidez de su paseo y la premura del automóvil, antes que este frenara, chirriando los neumáticos a su vera. El chofer se habrá bajado y quizás la tomó firmemente del brazo antes que llegara a sentir temor. Tal vez dijo: - ¡Vamos! ¡Sube! Ahora vamos a conversar. Intentaría desasirse, pero él fue demasiado fuerte y tuvo temor, más que por si misma, por el hijo que esperaba. - Está bien - respondió -, pero no me hagas daño. ¡Por favor! - y se habrá dejado arrastrar al viejo auto gris. Tal vez emprendieron una loca carrera hacia el parque del cerro, al que subieron por el camino del mirador. - ¿Qué quieres? ¿A dónde me llevas? - habrá preguntado asustada al ver que tomaban ese rumbo solitario, a donde sólo iban parejas a ver ponerse el sol y nacer las luces urbanas de la noche, los fines de semana. "Sin embargo", pensaría, "un lunes es seguro que no habrá nadie". Habrá conducido sin decir nada, mientras su alarma aumentaba. El mirador debe haber estado vacío. La vista en las primeras penumbras, cuando la luz declina de rojo a gris estalla en mil reflejos de oro que se incendia en edificios de cristal. Más atrás la cordillera, aún nevada mostraría un telón sobrecogedor. Detuvo el auto junto al despeñadero que hace de balcón colgante. Habrá dicho: - No sabes cuánto daño me haces. ¡Cuánto me has hecho! Ella habrá visto un brillo extraño, distinto, que nunca notó antes, en sus ojos. Él sentiría la fuerza de su corazón estallando en cada latido, en el pecho, en la garganta, en los oídos. Habrá sentido ese raro placer que produce alcanzar una meta tan anhelada: "Por fin la tengo para mí" habrá pensado. Quizás, haya dicho: - ¡Confiesa que no es mío! ¡Dilo! ¡Dilo! Equivocada, o tal vez ya nada importaba, pero intentando ganar tiempo o complacerlo, o ambas a la vez habrá respondido: - ¡No! ¡No es tuyo! ¡Es mía es sólo mía! - ¡Mentira! ¡Puta! ¡Puta! ¡Mil veces puta! ¡Dime de quién es! ¡Lo voy a matar. Los voy a matar a los tres! ¿Entiendes? - Ella habrá intentado bajar del auto, pero los cerrojos estarían bloqueados -. Dime quien es el padre del renacuajo, confiesa que no es mío y te dejo salir - habrá dicho. Quizás ella habrá intentado calmarlo, tal vez le habrá dicho: - No me hagas daño. Es una niña, es tu hija. ¡Te lo juro! ¡Es tu hija! - No me importa lo que sea. Si hubiera sido mía, nunca me la hubieras quitado: ¿Es que no puedes entender que te amo? ¿No entiendes que te necesito? Me la quitaste porque no era mía y si no es mía no será de nadie: ¿Entiendes? ¡De nadie! - habrá gritado, salpicando espuma. El brillo de los ojos quizás le habrá anunciado la amenaza. Tal vez haya alcanzado a ver como alzaba la mano con algo oscuro y redondo. Por un momento un rincón de su pensamiento habrá vuelto a esta plaza y quizás se haya visto a sí misma, sola, sentada en ese banquito, al atardecer, leyendo "Un sueño americano" de Norman Mailer, mientras él se acercaba y se sentaba a su lado por primera vez, en aquel tiempo ido. En ese momento preciso habrá descargado el golpe sobre su rostro. Las luces del impacto se habrán alcanzado a confundir en su cerebro con los reflejos del sol en los cristales de los edificios urbanos. Después todo habrá desaparecido. Dos, tres golpes habrá descargado, todavía, sobre la cabeza caída a un lado sobre la ventanilla y se habrá detenido exhausto sin poder atajar el ritmo de su respiración ni el golpe de su corazón en los oídos. Se bajó del auto y arrojó la piedra, que había tenido guardada y ahora estaba llena de sangre, por el despeñadero del mirador, luego sacó de la maleta del vehículo un bidón con parafina. La empapó con el líquido; vertió más en los asientos y terminó de vaciar el contenido en el exterior de la carrocería. Puso la llave en la chapa de contacto, aseguró los cerrojos, echó un fósforo encendido al interior y cerró la puerta. El fuego ardió con rapidez. Desde los pies del cerro alguien divisó el fuego en la incipiente oscuridad y avisó a bomberos. Cuando llegaron al lugar, el auto se había consumido casi por completo. Sentado en el suelo a un lado un hombre sollozaba: - ¡Perdóname! ¡No quise hacerlo! Pero tú me obligaste. ¿Por qué me obligaste? ¿Por qué no lo abortaste? ¡No es hijo mío! ¡No lo es! -. Aseguró que había tratado de sacarla: - Pero las puertas estaban con cerrojo y las llaves en el contacto. No pude sacarla. Los bomberos rescataron del interior del auto, el cuerpo sin vida de la mujer. Alguno sintió, al examinarla, que el niño se movía en su vientre. "Está embarazada" gritó. "El niño todavía se mueve". En el mismo carro de bomberos la llevaron de urgencia al hospital más cercano, donde practicaron una operación cesárea al cadáver que tenía cerca del ochenta por ciento del cuerpo y las vías respiratorias quemadas, pero la niña sobrevivió milagrosamente. Más tarde, cuando le informaron que su hija se había salvado y estaba fuera de peligro, se encogió de hombros con desdén y dijo: - No es mi hija, me engañó y por eso tuve que matarla, pero ella hubiera querido que se llamara "Paloma Dellabú": Pónganle ese nombre. © Kepa Uriberri |
Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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