Acuso recibo de la siguiente:
Señor Iñaki Irizarri De mi mayor interés y a lo mejor del suyo, así lo esperaría; Me atrevo a escribirle ésta, sin certeza ninguna que sea considerada, o apenas leída por usted. Pero prefiero hacerlo, cuando menos, como un testimonio. Soy un hombre de izquierdas, aún cuando lleno de dudas. Es por eso que impulsado por el pensamiento progresista que me mueve, he participado con gran interés en las elecciones primarias de los partidos de derecha, a riesgo de las burlas de mis compañeros. Me explico: Por alguna razón que no llego a comprender, el pensamiento de izquierdas, no sólo en mi país, sino “a lo largo y ancho de esta gruesa pelota que habitamos todos”, como usted mismo suele decir, ha ido perdiendo su contenido para reducirse sólo a una delgada cáscara: Dentro no hay nada. La médula que solía haber ahí, se la ha comido el gusano del populismo, la carcoma de la nueva revolución, el partido del clamor, el movimiento de los ciudadanos por el descontento, la autonomía joven, la real democracia, el progresismo no comprometido, la fuerza del verdadero corazón, el movimiento reivindicacionista del pueblo, el reivindicacionismo nacionalista, el nacionalreivindicacionismo, el partido del pajarito bolbobariano, el grupo de los quince, el del ge ochenta y siete, la juventudes del treinta y seis, el movimiento patriótico once de abril cochayuyo, el movimiento vamos todos juntos, el movimiento el futuro me pertenece, el grupo ecologista del amplio espectro, los verdes antienergía, los renovados, los tradicionalistas, los tercera vía, los grandes avenidas, el grupo rescatemos los muros, los sin fronteras, el movimiento por la hermandad, el grupo por las cuatro repúblicas, el frente patriótico del tercer mástil, los guatones independentistas, los chascones de izquierda, los colorines Marmaduquistas, los rucios caldúos, los rojos del norte, los regionalistas por la independencia, el partido igualitario, el movimiento de los indiferentes, el grupo distintos de izquierda, la potencia sagrada, la revolución tranquila, la democracia absolutista, el grupo del pueblo unido, los separatistas urbanos, la potente fuerza de los atomizados, el partido contigo seríamos más, la alianza utópica, los intelectuales del arte, los jóvenes empoderados, los más descontentos, el movimiento por la tendencia a extremar, la revancha joven, el movimiento no más ni menos, la fuerza arrolladora de la vieja izquierda, el realsocialismodemocráticoantesdelacaidadelosmuros, el viejo socialismo altamiranista, el grupo mucho más si somos tres, el movimiento estamos empezando, la izquierda etceterista, la anarquía organizada y otros menores de difícil enumeración. Sé que si la presente declaración se hace pública habrá muchos quienes reclamen su derecho a haber sido nombrados: ¡Pido disculpas!. Todos ellos se han reunido, para afectar la tradición intelectual de la vieja izquierda, extremando sus ideas, lo que está bien: ¡Viva la renovación! La antigua izquierda acosada por dentro por ellos, por fuera por el mal ambiente de la derecha, hoy entorno, se ve aplastada. Hay locos en la derecha que se postulan con ideas de izquierda, en el enunciado aunque no las conocen, pero las aman y reivindican en la derecha. Me he visto compelido por ello. Hoy la unidad de las izquierdas de tantos sabores y aromas, es más importante que nunca para derrotar a la derecha siempre unida férreamente en torno al poder del dinero, de la demagogia, de la falsedad y el fascismo horroroso, del aprovechamiento abusivo, de la opresión popular, de los medios de comunicación, de la corrupción política, religiosa, deportiva, económica, social, histórica, tributaria; de la coerción por los bajos salarios, por el desempleo, por la desigualdad. He logrado entorpecer, en algunos puntos de nuestro globo general, de este mismo modo y manera, la formación de gobiernos fomentando la degradación social bajo responsabilidad del enemigo político. En otros he sido triunfador con sus banderías y consignas: ¡Me enorgullece! Ha sido mi triunfo y es lo que importa. Cuando meto mis manos limpias y las ensucio en el inmundo barro enemigo y las saco repletas de su dinero mal habido: ¡Me enorgullezco! Ese dinero ya no podrá ser usado en la opresión. Será usado en mi liberación; es decir liberación de izquierdas. Creo que de este modo quizás en algún tiempo acotado, logre rellenar de blando poder verde la vacía cáscara de la izquierda antigua que tanto ha sufrido y hoy está tan amenazada en su interior pequeño y su exterior inconmensurado. También he sido regalado por algunas izquierdas que empobrecen a sus pueblos para lograr la anhelada igualdad, de sus excedentes de riquezas ahora ya inútiles: ¡Bienvenidas dádivas generosas! Con ellas se paga campañas, comodidades, alguna sede o habitación de algún poco lujo para quienes dirigimos este mundo nuevo en el que habrá que evitar haya colonización de los ávidos fascistas de siempre. Respetado Irizarri, profundo conocedor de culturas y culturas, ancestrales, reales o ficticias; corro y vengo a ti, de algún modo agobiado por el peso de mi traicionera conciencia, obligada a medrar aquí y allá, como un viejo militante y gimiendo acontecido, me atrevo a preguntar: ¿Existió por aquél tiempo, oculto en sagrados bosques, un héroe que hacía algo parecido, esto es, meter las manos en el sucio poder del rico y noble ingenuo, al menos en apariencias, para sacarlas repletas de inmundicia pecuniaria que le proveía a él y sus setenta partisanos, incluidos capellanes y guardaespaldas, de una cómoda vida, aunque siempre rústica, de la que hacía participar al pueblo llano por la vía de políticas renovadoras y progresistas, que aparejaban las canchas de las oportunidades de todos? ¿Fue su nombre algo así como Robón Hat? ¿Fue amado del pueblo? ¿Ha justificado la historia, la ficción, la moral y las buenas ideas sus actos, consagrándolo como hombre justo y probo? De ser así: ¿Mi acto trapacero de infiltración, aprovechamiento, y redistribución, sería probo y justo? ¿Logró aquél hombre legendario la unidad de su sector? ¿Impuso un nuevo régimen? ¿Derrotó al rico? ¿Reivindicó al pobre? O acaso como hoy y ahora, se impuso entonces la posverdad que siempre favorece al poderoso. Quedo esperando, ansioso, admirado Irizarri, su sabia respuesta y me despido cordial. ¡Ah! Una última pregunta: ¿Usted por quién vota? Leocandro Saravia © Kepa Uriberri
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Un fragmento sobre la discriminación
— Entonces, ¿qué vas a hacer ahora? — Seguir buscando... ¡Mierda!— dijo con furia y golpeó la primera puerta a su alcance con ira. — ¿Vive aquí una tullida colorina?— preguntó agresivo cuando una mujer tan anónima como la anterior le abrió la puerta. — En este edificio no hay tullidos— respondió en el mismo tono agresivo. — Quizás haya algunas personas con capacidades diferentes, pero tullidos: ¡No!. — ¿Qué es una persona con capacidades diferentes, señora? — Alguien distinto, al que no hay derecho de discriminar. — ¿Por ejemplo una coja? — No le llame así, porque la denigra. — ¿Lo que uno es, lo denigra? — No, señor, lo que denigra es la discriminación y la agresión. — ¿Y cuál es la discriminación? ¿Acaso decir cojo al cojo, sordo al sordo, ciego al ciego, negro al negro? ¿O hay que usar eufemismos que nos tapen los ojos y disimulen lo que es notorio? — No, señor. Cuando usted dice "negro" para despreciar al otro, eso discrimina. — ¿Y cómo debo decirle a un negro? — De color. Así no ofende. — ¿Y a un amarillo, por ejemplo a un chino?: ¿Debo decirle de color? ¿Y a un holandés colorado?: ¿De color? — Dígale de manera que no ofenda. — ¿Por qué habría de ofender decir coja a una coja, o si es tullida? La discriminación es el centro mismo del pensamiento, señora. Porque usted discrimina sabe que soy hombre y usted mujer. ¿O vamos a terminar diciendo a la mujer que es un hombre con capacidades diferentes? El odio se distingue del amor porque se discrimina. La noche se discrimina del día siendo ambos partes del tiempo. La madre se discrimina de la hija, lo redondo de lo cuadrado, lo negro del blanco y en las multitudes a Violeta Parra. La discriminación nos bendice con el juicio de las diferencias. La discriminación me permite saber que usted está radicalizada por las ideas de los vendedores de noticias e información. La discriminación sirve para saber cuando la diferencia se convierte en odio y es eso lo que hay que moderar. — ¡Con usted no se puede hablar!— dijo la mujer y dando un portazo desapareció, dejando a Monarde frustrado. — Darling, estamos buscando una persona, no redimiendo pecadores. — Es cierto. Mejor sigamos en el diez y siete. © Kepa Uriberri Escena II
Encendió otro cigarrillo más, apoyada en el tapabarro del Pontiac Catalina, detenida en algún lugar entre Tongoy y Los Vilos, donde el combustible se le había agotado. Sólo llevaba una bata de levantarse de satín negro, encima del negligee del mismo color. Apenas tuvo tiempo de tomar las llaves del auto del bolsillo del pantalón tirado ahí en el silloncito del dormitorio. Antes que él, furioso, abriera la puerta rompiendo la chapa, saltó por la ventana. Echó a andar el Pontiac y salió en reversa, rompiendo el portón y escapó. "¡Ya no vuelvo más!", se dijo, aunque no tenía dónde ir. Condujo hacia el norte, sin rumbo cierto. Sólo quería aumentar la distancia, mientras pudiera, y no lograba pensar en otra cosa. Miraba el asfalto que el auto se iba tragando y pensaba, a veces en voz alta: "¡Nunca más! No vuelvo nunca más. Nunca más me van a golpear". Así, después de horas, el Pontiac Catalina azul oscuro se negó a seguir y dando toses murió al borde del camino. No pidió ayuda ni intentó hacer nada: ¡No sabía qué!. Sólo se apoyó en el tapabarro a fumar, mientras pasaban, cada tanto, un camión con acoplado cargando petroleo, una moto conducida por alguien anónimo envuelto en hule negro, un auto con una pareja de viejos, que tal vez iban a Copiapó, otro camión cargando un contenedor que imaginó repleto de cajas de cartón con mercadería china, un camión más, lento, en el que contó, quizás equivocada, diez y siete autos japoneses nuevos, algún vehículo petrolero chino, a gran velocidad, una vieja citroneta azul que le recordó el primer auto que tuvieron, un Thunderbird verde metálico, descapotable, con dos mujeres que parecían cantar moviendo las manos alzadas, un pequeño citycar conducido por una rubia teñida con un perro peludo y pequeño asomado a la ventanilla, ladrando al viento que le azotaba el hocico, un camión viejo y rústico, cargado con tres vacas y así, tantos más diferentes, pero todos iguales, sólo que unos iban y otros venían. Luisa los miraba, aunque nadie parecía mirarla, lo que no tenía ninguna importancia para ella. Cualquiera que la hubiera estado observando podría pensar que no le importaría estar ahí para siempre, hasta formar una parte persistente del paisaje local. A veces había, también, largos minutos en que no pasaba nadie, como si el tiempo se hubiera detenido y entonces Luisa Saragón encendía otro cigarrillo. Sólo rompió la cadencia mágica un punto amarillo que apareció al fondo del camino, deslizándose como una elegante anacronía mientras se acercaba, hasta convertirse en un Edsel clásico de mil novecientos sesenta. Barry Latapia vio de lejos el Catalina ahí detenido y a la mujer apoyada en el tapabarro. A la distancia pensó que se trataría de una vieja, quizás adinerada, por el auto que conducía, pero vieja. Antes de notar que vestía ropa de cama, el largo de la bata le pareció del vestido demodé de una anciana. "¡Vieja pelotuda!" pensó, "quedarse en panne en la mitad de ninguna parte". Pero en la medida en que se acercaba notó que era una mujer joven vestida con un negligee negro bajo una bata de cama liviana de satín del mismo color. Redujo, entonces, la velocidad y la quedó mirando con atención al pasar a su lado. A pesar del pelo suelto, desordenado por el viento, a pesar de la falta de maquillaje, a pesar del gesto contrariado y ensimismado, la mujer era exquisita. O así lo imaginó Latapia, quizás por la oportunidad que significaba, por el abandono, o porque todo eso lo excitó; también la mujer era, tal vez, exquisita de verdad, a pesar de todo. Entonces lo decidió. Detuvo el Edsel, pesadamente, a unos veinte metros. Bajó del auto abrochándose el botón del medio de la chaqueta azul. Se pasó ambas manos por el pelo, de seguro para verse más bello, mientras se acercaba a la Saragón. - ¿Te quedaste en panne?- preguntó, obvio, señalando el Catalina. - ¿Qué te pasó?. La Saragón tiró el cigarrillo al centro de la calzada y se encogió de hombros, en tanto que con la cabeza hacía un gesto señalando hacia atrás con la barbilla. Dijo: - Se quedó sin comestible... - ¿Comestible? ¿Cómo es eso?. - Bueno... ¡Combustible! ¡Bencina!. - ¡Ah! ¡Ja! Ya entiendo comestible: combustible. ¡Sí!. Lo malo es que aquí no hay ninguna estación de servicio hasta llegar a Tongoy. - No tengo ningún apuro. No voy a ninguna parte- dijo encogiendo los hombros y sacudiendo algo la cabeza para que el viento le ordenara el pelo. Barry Latapia sintió que se le agitaba la respiración. No tener apuro, no ir a ninguna parte, le sonó a disponible, a llevarla a alguna parte. Sugirió: - Te puedo llevar a Tongoy. Ahí podemos comprar "comestible", descansar un rato y volver a darle de comer a tu auto. ¡Ja!. Luisa lo miró de soslayo, tal vez insinuante, Barry creyó que sí. Sin disimulo miró la abertura de la bata que tenía vista al escote del negligee, que dejaba ver buena parte de unos pechos blancos y tersos. Los deseó. - Es una alternativa...- dijo la Saragón. Latapia creyó que se refería a sus deseos y entonces dijo: - ¡Vamos!- y la tomó de la cintura con delicadeza y con deseo para llevarla al Edsel. Le abrió la puerta, galante. La ayudó a subir, le preguntó: - ¿Te bajo la ventanilla para que no te dé calor? - ¡Por favor!- dijo Luisa, sorprendida de ser tratada como mujer, con delicadeza, y pensó que aunque todo en este hombre era recargadamente siútico, era muy superior al hombre al que pertenecía, que le daba una vida miserable, aun cuando era envidiada por las otras, porque tenía a su lado un verdadero macho hermoso. Latapia bajó el vidrio de la ventanilla que crujió suavemente, cerró la puerta de la acompañante dos veces: Una con delicadeza y la otra con fuerza para que cerrara bien. Ya en camino, Luisa preguntó, quizás para iniciar una conversación, o tal vez porque lo creyó necesario: - ¿Y tú: Cómo te llamas? Latapia hizo un ademán de decir algo, pero se detuvo durante una fracción de tiempo imperceptible y después de una sacudida de cabeza que la Saragón no pareció notar, o no le importó en absoluto, dijo: - Bernard Le Mur... - ¿Francés?- y pensó en Pepe Le Fou. - Mis abuelos... Yo no. ¿Y tú? - ¡Tampoco! - No. No. Me refiero a tu nombre... - ¡Ah! Luisa Saragón. Tampoco soy saragonesa... ¡Jaja! - ¡Ah sí... saragonesa! ¡jaja!. A partir de ahí, la conversación continuó fácil y fluida. A poco andar, alguna frase ingeniosa de la Saragón motivo que Le Mur, entre risas, posiblemente fingidas, le diera unas suaves palmaditas, casi más caricias en el muslo, que se dejaba ver terso y suave al sesgo de la bata y el negligee. Luisa reaccionó sujetando la mano de Le Mur y retirándola de su pierna, sin brusquedad ni violencia, sino más bien insinuando una acción protocolar de buenas maneras. Bernard retomó el volante sin acusar el gesto como de rechazo o ni siquiera censura, sino como una cuestión normal. La situación volvió a repetirse más adelante, con una respuesta morigerada, aunque siempre decidida. En la tercera instancia, Luisa sólo sujetó la mano de Bernard con firmeza, sin retirarla de su pierna, y quizás sólo para impedir el progreso erótico del gesto. Le Mur, entonces, intentó forzar el avance, más como insinuación que como voluntad y la Saragón sugirió más que estableció una censura, que a la vez le pareció, a Bernard, una expresión de deseo. El viaje continuó, siempre distendido, pero con las posiciones ganadas y cedidas en acuerdo tácito, aunque la resistencia de ella, poco a poco se fue convirtiendo en simple forma. Le Mur percibió el abandono y notó que su respiración se agitaba, también la de Luisa. Avanzó, pues, suavemente en busca de su objetivo, que produjo un juego de impedir y dejar hacer, delicioso, tal vez para ambos. Al llegar a Tongoy Le Mur condujo, sin explicar, hacia el apart hotel que da al muelle y metió el Edsel en un estacionamiento protegido de miradas indiscretas, frente a una cabaña. Mientras Bernard se registraba, dejó a Luisa instalada en la habitación. Nunca aventuró ninguna explicación que Luisa no pidió. Poco después Le Mur entró, sonriendo, a la habitación, donde encontró a la Saragón despojada de su bata de noche, tendida en la cama luciendo el esplendor de su negligee negro. Sonreía. - ¡Vaya!- dijo Bernard - Me sacaste mucha ventaja- y se despojó de su chaqueta azul con notorio apuro. Sin pausa siguió con la corbata amarilla y la camisa blanca, los pantalones gris oscuro que arrastraron a los zapatos con los cordones amarrados, los calcetines algo menos amarillos que la corbata y los calzoncillos de lycra fucsia con pretina verde y se lanzó sobre la Saragón como el niño que al fin puede zambullirse en la piscina. Ella lo recibió llena de risas y ansias. Se dejó desnudar con la respiración agitada y se dejó llevar de los apuros de Le Mur. Tal vez su experiencia sexual consideraba aquello como lo normal, aunque menos feliz. Quizás en menos de seis minutos se había consumado un plan fraguado con cuidado y audacia durante muchos kilómetros. Bernard cayó a un costado de Luisa con un bufido satisfecho. Ella se sintió satisfecha de sentirse largamente deseada y de satisfacer a Bernard con tanta intensidad que enredado en su bufido le pareció oírlo decir alguna expresión grosera de amor carnal. Después de lograr tranquilizar el ritmo de su respiración, Le Mur entonó, en voz bajita y ronca algún bolero romántico que dejó caer en el oído de la Saragón, mitad sabido, mitad improvisado, mientras iban cayendo en sopor, hasta que ambos terminaron roncando, ella sobre el pecho de él llena de ensueños tontos. Cerca de una hora después o más, pues era ya noche cerrada, Bernard despertó y se montó sobre Luisa. La Saragón sonrió entre sueños y se dejó poseer. - ¡Muévete! ¡Muévete!- ordenó él. Ella lo hizo, sonriendo, pero sin despertar del todo, es posible que contenta de ser deseada. La rutina se repitió varias veces, ella no supo cuantas, a lo largo de la noche, sólo le parece recordar, aunque sin demasiada claridad, sus afanes y órdenes: - ¡Muévete! ¡Muévete mierda! ¡Muévete!. Le parece haber dicho algo absurdo, en algún momento, como: - Yo también, amor, también te amo...- pero no está muy segura. Al amanecer, o pudo ser bien entrada la mañana, despertó y lo vio a él que terminaba de vestirse. - ¿Es muy tarde?- preguntó. - Ni tanto. Yo voy al centro a comprarte algo para que te pongas y vuelvo para ir a comprar comestible para tu auto. A la pasada voy a ordenar que te traigan desayuno... también necesitas comestible- dijo sonriendo franco y salió de la cabaña. Luisa oyó el bramido del motor del Edsel y cómo se atenuaba al alejarse. Cerró los ojos y se dispuso a dormitar la espera, para reponerse de la noche agitada. ¡Sonreía!. Entre sueños creyó percibir que alguien se asomaba a la cabaña y se iba de inmediato. Dos veces sucedió lo mismo. A la tercera percibió a dos personas. Abrió los ojos y vio a los pies de la cama a una mucama, avergonzada, con la vista baja y un hombre de mirada severa. Éste último le dijo: - Señora Saragón, lo siento, pero debe dejar la habitación... - ¿Cómo? ¿Qué hora es? - Pasa de la una de la tarde. El señor Saragón sólo pagó por la noche... - ¿Saragón...? él no es Saragón es el señor Le Mur. ¿Aún no vuelve? Tiene que volver... - No tengo idea... vimos salir temprano al señor Saragón. No sabemos más y la cabaña está pagada hasta las doce del día. - Pero... pero... tiene que volver. Me fue a comprar ropa y tiene que volver. - Lo siento, señora Saragón. Si desea lo espera en la recepción, pero la cabaña tenemos que prepararla para otro huésped. Hacia las tres o más de la tarde, la Saragón tenía hambre y vergüenza. Sentada en un rincón de la pequeña recepción del apart hotel, sentía que cada tanto el hospedero la miraba, primero con curiosidad, luego con algo de lástima y ahora, ya, con franca conmiseración. Al fin le dijo: - Si quieres, puedes hacer una llamada...- y le señaló el teléfono. Añadido a lo demás, el tuteo le resultó altamente vergonzoso, pero agradeció el gesto y tomó el teléfono. - ¡Aló! ¿Telma?... Sí. Soy yo... Me fui de la casa... abandoné a Willy. - ... - En Tongoy... Mira es difícil de explicar... Me escapé con el auto y me quedé sin bencina entre Tongoy y los Vilos... - ... - Estoy en unas cabañas aquí cerca del muelle, en Tongoy. Telma, tienes que ayudarme... © Kepa Uriberri Escena I
Por Kepa Uriberri Encendió el tercer o cuarto cigarrillo apoyada en el tapabarro del Pontiac Catalina, detenida en algún lugar entre Tongoy y Los Vilos, donde el combustible se le había agotado. Sólo llevaba encima de la camisa de dormir una bata de levantarse floreada y en la cabeza un pañuelo azulino, cualquiera, que había sacado, del cajón para que no la vieran despeinada. Así había llegado a la mitad de la nada, escapando. Fumaba porque tenía hambre: Todo había sucedido antes del desayuno. Pensó que su café con leche ya estaría frío sobre la mesa del comedor, lo mismo que Willy, ahí tirado en el suelo; y por eso ella tenía hambre. Pero no sólo fumaba porque tenía hambre, fumaba porque estaba nerviosa, porque no podía borrar de su cabeza esa mañana definitiva. Barry Latapia vio desde lejos el Pontiac. Vio flamear el pañuelo azulino que Luisa Saragón tenía amarrado a la cabeza. Primero creyó que era una vieja de vestidos sueltos y demasiado largos, que se habría quedado en panne ahí, y no disminuyó la marcha. Al pasar junto al Pontiac Catalina, azul oscuro, la vieja era una rubia joven en bata de levantarse que le llegaba algo más abajo de las rodillas debajo de la que asomaba una camisa de dormir transparente. La rubia no lo miró, no pidió ayuda, sólo siguió fumando indiferente. Latapia no pudo evitar una cantidad de pensamientos confusamente eróticos que se agolparon en su mente: Rubia, joven, en panne, en ropa de dormir, cama, sola, exquisita, bajo vientre, en fin; más. Entonces detuvo su Edsel unos cuantos metros más allá. Bajó sonriente y caminó hacia Luisa, con paso elástico de macho seguro y las manos en los bolsillos del pantalón. Quizás acomodaba sus herramientas ahí. La Saragón, sin mirarlo, expelía el humo de su cigarrillo contra el viento que venía de la costa. - ¡Tan solita que estás aquí! ¿Tienes algún problema, amorcito?- preguntó Latapia. Sin mirarlo, ni hablar, Luisa negó, enfática, meneando la cabeza. - ¿Te quedaste en panne?- insistió Barry. Luisa tiró el cigarrillo al suelo, a unos metros de distancia, con gesto de fastidio; volviéndose completamente hacia Latapia, sacó del bolsillo derecho de la bata un revolver treinta y ocho de cañón corto y sin dudar un momento le metió un tiro en el centro del pecho. Barry alcanzó a mirar asombrado a la mujer que acababa de asesinarlo, cortando de raíz todos sus pensamientos eróticos. Mientras caía sentado a medio metro, por la fuerza de la bala, que sintió como un golpe caliente, para después irse de espaldas por la violenta inercia, intentaba, inútilmente, lanzarle una expresión grosera. La Saragón pensó: "¡Qué importa, ya! Sólo es otro. Igual estoy condenada". Guardó el revolver y encendió otro cigarrillo. No le temblaban las manos. Sólo pensó que era curioso cómo el tiro los golpeaba y los empujaba hacia atrás de manera que caían sentados y después con la velocidad del impulso se iban de espaldas y golpeaban la cabeza en el suelo, para quedar tiesos e inconscientes (¿o muertos?). "Y mueren con los ojos abiertos" dijo en voz baja, mirando a Latapia con desdén. Quiso meter sus manos bajo los sobacos de Barry para levantarlo y arrastrarlo, pero era demasiado pesado y resbaloso. Entonces lo tomó de los pies y lo arrastró, con dificultad hasta detrás del Pontiac. Abrió la maleta y con un enorme esfuerzo logró sentar a Latapia apoyado en el parachoques. Al fondo del camino vio aparecer un camión. Calculó que tenía apenas un par de minutos para levantar al occiso y meterlo en el maletero para que no lo vieran desde el otro vehículo. Pero pesaba demasiado. A veces la desesperación tiene la fuerza e inteligencia extra que el instinto de conservación otorga. Luisa paso sus piernas sobre las de Barry, metió, como pudo, sus brazos bajo los de él y lo levantó hasta que logró sentarlo en el parachoques. El camión estaba ya a unos veinte metros, entonces con decisión abrazó a Latapia y lo besó en la boca con afán, con decisión, con saliva. El camión pasó junto al Pontiac y el chofer gritó algo grosero e hizo sonar larga y ronca la bocina cuyo ruido se perdió en el abandono de los cerros pelados del lugar. La Saragón escupió con asco el suelo junto al cadáver, varias veces, y se limpió con repugnancia la boca, con la manga de la bata. Después empujó el cuerpo de Latapia dentro del maletero del Pontiac Catalina y como pudo lo acomodó ahí dentro. Cuando iba a cerrar la tapa se detuvo. Tomó la pistola y le metió el cañón dentro de la boca al muerto y disparó dos veces. Luego limpió el arma con el borde de la bata de levantarse y se la acomodó, como pudo, en la mano derecha a Barry. Finalmente se dijo a sí misma "¡Para que parezca un suicidio!" y cerró la tapa de la maleta. Más tarde, llena de dudas, se preguntaba: "¿Y si el muy imbécil era zurdo?". Pero ya era tarde, estaba muy lejos. Después de suicidar a Barry Latapia, Luisa Saragón iba a arrojar las llaves del Pontiac entre los matorrales a la orilla del camino, pero pensó que no era lógico. Entonces abrió la maleta otra vez y tiró las llaves junto al cadáver y le quitó las del Edsel. Aprovecho de registrar los bolsillos de la ropa de Latapia y se llevó el efectivo y todas las tarjetas que podían identificarlo. Hacia las nueve de la noche, ya casi sin luz, un lugareño vio al Edsel, levantando abundante polvo, atravesar el pueblito de Mantos, hacia el interior. Le llamó la atención el modelo y, por sobre todo, el color amarillo, poco usual, del auto. Pensó “ese estúpido va a tener problemas en la Quebrada de las Penurias si sigue a esa velocidad”. No pudo precisar si el chofer era hombre o mujer, pero por la audacia dijo que era hombre. La Saragón iba a alta velocidad sin importarle el estado de los caminos y el daño al auto: "Total... no es mío y yo misma ya estoy condenada: No tengo ninguna escapatoria. Pero se lo merecían, los dos". - ¡Machistas!- dijo, como si hablara con alguien a su lado. - No sólo no cierran la tapa del inodoro, sino que también la orinan y una se sienta sobre sus putos meados... y ¡anda a alegar! ... se ríen de ti y te insultan. El colmo fue que me dijo: "¡Total... si yo lo pagué! lo meo cuando quiero". Si no hubiera dejado que las cosas llegaran tan lejos; si lo hubiera detenido mucho antes que empezara la violencia verbal y luego la violencia emocional, tal vez ahora no estaría atrapada en esta historia estúpida, sin salida. Pero siempre lo dejé que viera fútbol mientras me perdía la teleserie, lo dejé ver películas de balazos y crímenes mientras yo hubiera visto los éxitos sociales de las hermanas K. Lo dejé tener amantes para ver mis programas favoritos tranquila. Lo fui dejando y dejando, hasta que al fin era dueño de su vida y la mía, de su voluntad y la mía, y del control remoto y del licor, o de quién puedo ser amiga y de quién no, de cómo debo vestirme ya sea como monja o puta según su humor. ¡Ja! Ahora pilucha, con una pura bata de noche a ochocientos kilómetros de su cara de sorpresa mirando el techo, voy escapando a ningún lado, hasta que me paren por la fuerza y me encierren para siempre o pase algo inesperado. Pero debo reconocer que nunca me levantó la mano. Sin embargo sus sarcasmos y su ironía dejaban heridas notorias en el alma, que jamás cierran. Recuerdo como se rió y me puso en ridículo con sus amigotes, que se suponía cultos, y sólo eran bohemios, inútiles, flojos y bolseros, porque creí que Cervantes había escrito el Cid Campeador. "¿No fue Fray Luis Borjas?", pregunto. Todos se rieron a gritos y el me dijo que tenía el cerebro así, del tamaño de un maní. "¡No!" corrigió, después: "Mas chico. Del porte de una mierda de paloma y del mismo material. ¡Jaja!". Así me fue rompiendo el alma, hasta que esa mañana me senté en sus meados en la tapa del inodoro. Entonces se rebalsó el vaso y se derramó la ira. El camino de ripio tiene un solo destino: La hacienda de El Bajo de los Urbina, pasando por el pueblito de Mantos. Serpentea, suavemente entre cerros, subiendo y bajando. Sólo tiene una dificultad en la Quebrada de las Penurias, donde la pendiente de la bajada es abrupta, el camino se angosta y gira en “U” en torno al barranco. La Saragón entró a la pendiente cuando casi no había luz, pero alcanzó a leer el letrero que dice "¡Precaución!. Quebrada de las Penurias. Pendiente fuerte. Enganche en segunda. Velocidad máxima veinticinco kilómetros por hora". El velocímetro del Edsel marcaba ciento diez. Luisa miró el desfiladero de unos doscientos metros de profundidad a su izquierda, apreció vagamente la entrada a la curva pronunciada que ponía el precipicio delante de ella y pudo pensar por un breve instante: "¡Hoy es mi día de suerte! No le rindo cuentas a nadie". Agarró con firmeza el volante y pisó, con decisión, el acelerador hasta el fondo. © Kepa Uriberri |
Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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