El Duelo
Por Kepa Uriberri Con su guitarra, junto al fuego, Markos punteaba. Punteaba suavecito su guitarra. La cantina apenas estaba iluminada. Algún candil y el fuego, mostraban el perfil del payador, que con voz espesa cantaba: De pueblo en pueblo de riel en riel sobre un verso voy pasando cada verso es una historia y desafío para el canto El cantinero, Juan, cada tanto, levantaba el vaso, y lo cambiaba por otro lleno de tinto vino, tibio y con naranjas. Markos, ni lo miraba. Sólo seguía, versar y versar cantando. Los otros parroquianos, de vez en cuando, levantaban un vaso y decían: "Por el que versa y canta, porque versando da salud: ¡Salud por el que está cantando!". Así pasaron las horas, hasta el anochecer, cuando por la puerta, embozado hasta los ojos, y con un sombrero calado, entró otro que no medía más que una mujer. Se sentó al otro lado de la mesa, junto al fuego, y de bajo el poncho largo, también sacó su herramienta. Entre nota y nota de Markos, le dio vuelta a las clavijas afinando. Tintineando, tintineando, su guitarra terminó sonando como la del otro; entonces rasgueó dos veces y luego dijo: ¡Vino tino cantinero! sin naranjas, sin aperos que esta noche monto en pelos. Rasgueó uno más y se quedó mirando con una mano blanca y delicada sobre las cuerdas. Juan se acercó, con un cavernet sauvignon, de buena cata, y un vaso limpio. Sirvió sólo un poco, y con un gesto, invitó al parroquiano nuevo. Con voz oscura éste dijo "llénalo; y también el suyo". Al frente, Markos, sin mirar al desafiante, que con un tinto la cruza le hacía, rasgueó su guitarra cantando: Una vez tuve guitarra, dos manos pa tocarla tres duros para un vino, y cuatro versos pa engalanarla. Y siguió después, punteando, punteando, despacito. Sin mirar. Tomo un trago el otro, y subiendo la voz, y apartando el poncho, ahora que el desafío había comenzado, le vimos el pelo rubio y largo, y le oímos la risa cantarina de mujer: Sin comer bebo mi trago, Se hizo deste modo la paya si he tenido el honor o chocamos con la daga. El hombre al oírla mujer, se enervó por dentro, mas no dijo nada. La miro reojando, y pulsando la guitarra. La pulsaba, la pulsaba, sin iniciar el canto, como si pensara con el alma si conquistarla o destrozarla. Después de un ratito de pulsar, dio dos rasgueos comenzando: Nu he venido a matar, di esto a todo el mundo: once fueron los apóstoles de doce que empezaron. Todos los parroquianos nos habíamos arremolinado a oír los payadores, y el que menos había tomado partido. Los más cruzábamos apuestas. Cuando lanzó esta Markos muchos se pararon, chocando copas y aplaudiendo, pensando ya en la derrota. Ella se rio pa lo bajo, tomo su vaso y lo vació de un trago. Se sirvió de nuevo, y le rellenó al del duelo. Dio a su guitarra dos tremendos trallazos, con sus dedos delicados, y en seguida siguió a puntazos como si repartiera con el látigo, pero no decía nada. Nada. De atrasito, no faltó quien murmurara: "Ya está vencida la Diabla". Y cuando nadie ya le creía, con desprecio en la boca y la mirada, viene y le lanza: Trece a esa mesa se sentaron, después de catorce días caminando. Quince milagros había hecho el Señor y si usté hace diez y seis seguimos empeñando. Las apuestas se doblaron. El júbilo los tenía a todos tomando. Llegó la hora del cierre, y nadie estaba cansado. Los contendores seguían payar y payar, payando; y así los sorprendió la madrugada y el cuento iba en doscientos y tanto. Uno cargaba con granaderos, y el otro con los caballos, contestaba con las almas de los cielos, y lo atajaban los malditos del infierno. Usté patrón no me va a creer: Quince días estuvieron. Había gente que fue y volvió, arriando el ganado, o regando la siembra. Pero seguía la competencia. ¿Yo?. Yo fui el único que no me iba. Ahí estaba siempre para atestiguar lo que cuento; sin dormir, y apenas comiendo. A veces nos quería ganar el sueño, pero una risotada del público, avivaba el interés. Varios duelos se libraron por afuera de la cantina, de los que querían retirar su apuesta porque ya no podían respaldar lo que doblaron, mientras que los payadores seguían, tranquilitos, por mil y tantos. Cuando llegaron al día diez y siete, y tocaba el mil seiscientos treinta y seis, si mal no recuerdo, el payador demoraba, y demoraba, yo no se por que cuento. Pero lo cierto es que arrullaba y arrullaba la guitarra, como contando a los santos inocentes; que seguro que son tantos. Y tanto rascar la guitarra, como si me llevara a la misma cuna, que me pego el pestañazo. Y entre sueños oigo y oigo el canto, oigo los gritos y los aplausos. Oigo los taconazos fuertes del que se retira acongojado, oigo chocar de dagas de los que no querían pagar, y el de copas de los que estaban festejando. Y era tal la alegría y la tibieza que me embargaba que no supe ni cuando, de un repente todo estaba callado, excepto por un run run de guitarra. Ahí mismo me di cuenta que había estado soñando, y al despertar pregunto al que estaba de espaldas, junto al fuego, tocando: "¿Y quién ganó?, ¿y cuándo?". Una voz oscura me respondió, detrás del fuego, oculta bajo un sombrero, apenas murmurando: "¡Gané yo!, ¡ya hace más de un año!"; y siguió punteando. © Kepa Uriberri
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Ovejas y caimanes
Por Kepa Uriberri Llegué un par de días antes a Oxford. Ahí está la Universidad de Mississippi, donde tenía que hacer una presentación a los estudiantes de literatura sobre filosofía y pensamiento. Mientras perdía el tiempo, divagando, porque la charla la tenía ya preparada y sólo tenía que agregar algo de condimentos a la receta, para adaptarla a estos estudiantes, recorrí las calles y senderos, los callejones pequeños que se usan para acortar camino, los paseos. Al atardecer, como en tantos lugares del mundo, pero más aquí en estos condados sureños, la gente se mete en los bares a tomar cerveza, a veces a comer y tomar, a veces sólo a beber bourbon. Siempre he creído en las sincronías, aún cuando muchas veces no nos enteramos que estamos metidos en algún vericueto de alguna de ellas. Me habían dado los datos para llegar a Rowan Oak desde mi alojamiento cerca de la Decimoquinta sur, en la continuación de la University Avenue, en un motel modesto, como mi bolsillo, de manera que caminé hacia el sur por una callecita que tenía al frente, cuyo nombre no llegué a saber. Poco más allá, en la Pierce Avenue se me acabó el rumbo y ésta, la Pierce, hizo un par de giros que me desorientaron, de modo que al llegar a la Undécima sur, en vez de caminar hacia la Hayes Avenue, tomé la derecha hacia el centro de Oxford. Algo me decía que iba mal, quizás por eso no me di cuenta que había atravesado la Avenida de la Universidad otra vez. Retomé la Undecima sur hasta que llegué al The Lyric. Recordé la jornada memorable, de la que había leído muchas veces, cuando el diez de octubre de mil novecientos cuarenta y nueve se inauguró este teatro con la Premier de la película Intruso en el polvo, con la triple sincronía que el autor de la novela en que está basada obtuvo ese año el Nobel de literatura, era ciudadano de Oxford y el edificio del teatro había sido un establo de su familia. Se fue caminando desde su casa de Rowan Oak, que yo buscaba hoy, hasta el teatro que se inauguraba con la exhibición de su obra literaria y que ahora tenía en frente. Desde ese día los ciudadanos de Oxford ven cine en su ciudad. Ahora el teatro presenta espectáculos en vivo. Pensé, equivocadamente, que me quedaban unos veinte minutos de paseo para llegar a Rowan Oak y calculé que aún habría luz para examinar la casa y quizás pudiera entrar a sus instalaciones. No sabía que iba en sentido inverso. Atravesé la Avenida Van Buren y unos pasos más allá me encontré The Library, el bar que él solía frecuentar en sus paseos por la ciudad. Es posible que en ese entonces no se llamara así, pero es su bar. Por eso entré. Ahí lo encontré sentado en la barra con un whisky al que miraba con aspecto taciturno, con su sombrero típico y su pipa recta. Al verlo pareció silenciarse el ambiente de jatdogs, de cervezas, de juventud universitaria. Me senté junto a él y pedí también un whisky. En mi país se sirve en un vaso ancho y chato, para que soporte la soda o el agua. Aquí casi todos lo toman en un vaso relativamente pequeño, porque muchos se lanzan el licor por el pescuezo para adentro como si fueran a apagar un fuego. Él, como bebedor irredento, lo paladea, lo toma lento, pero puede tomarse una botella entera en una tarde. Después habla de caimanes y ovejas. Yo probé mi bourbon (no hay whisky verdadero por aquí) y le pregunté: - ¿Qué hay del viejo Jackson? Me miró con cierta sospecha y dijo, como si le costara romper el silencia que solía guardar cuando tomaba solo, sólo para pensar locuras para escribir sobre Jefferson y aquella guerra que siempre está ahí en algún lugar, sin llegar a resolverse nunca aquí en Yoknapatawpha: - ¿Estaríamos hablando de Al? - Así creo; el último descendiente de Old Hickory- dije. Los ojos se le cerraban, porque al parecer estaba ahí desde temprano, pero haciendo un esfuerzo preguntó: - ¿El nieto de Joss, el que había cambiado un armonio, para su hija, la madre de Al, por una barca, un reloj y un caimán domesticado?. - De ese mismo estamos hablando- dije. - ¿Sabía que el padre de Al quedó hechizado por su destreza con el armonio? - Creo que a Al lo conocí cuando estuvo comprando ovejas en Punta Arenas*- mentí, solo por seguir la conversación. - Sí,sí. Lo recuerdo bien. El piloto de la barca que nos llevó de excursión por la ciénaga de los Jackson me lo contó. El viejo Al trajo las ovejas y las criaba sumergidas en el agua. Porfiaba que así la lana tendría que crecer más abundante y esponjosa. Como se comenzaron a ahogar, les hizo un cinturón salvavidas de caña y las ovejas se acostumbraron. Iban de aquí para allá en el agua y no querían salir para nada, aunque los caimanes las atrapaban. Cuando llegó el tiempo de la esquila tuvo que conseguir un bote con motor para atraparlas porque se escapaban. Al sacarlas pudo ver que a todas se les habían atrofiado las patas y tenían una cola como la de los castores. El viejo Al dijo que era porque se estaban cebando con los caimanes. Yo le dije que eso tenía que ser mentira, que el viejo Jackson había contado un cuento fantástico sobre un amigo de nombre Sherwood, para que le dieran crédito para comprar las ovejas. - Si es el mismo Jackson, es un mentiroso profesional. - I... Imposible- dijo con la voz casi ausente. - Yo mismo presencie cómo su hijo Claude, convertido en tiburón, perseguía a las rubias en la desembocadura del río. El viejo Jackson lo corroboró. Dijo que a Claude siempre le habían gustado las rubias, de manera que tenía que ser él mismo. Seguimos, de ese modo y tono, conversando sobre el viejo Jackson, hasta que se durmió, con los ojos abiertos, mirando fijamente a los míos, y la mano sosteniendo la barbilla de manera que no se le cayera la cabeza. Entonces el cantinero, que lo conocía de antiguo, le dijo: - Esta bien Will, ya es hora que te vayas a casa... O no lo escucho, o quiso ignorarlo, así pues, el cantinero volvió a decirle: - Esta bien Will, te estarán esperando en casa... Creo que no escuchó, o lo ignoró intencionalmente, pero el cantinero ya conocía la treta. Le dijo: - Estelle estará preocupada... ¡Ya vete, Will!... Entonces, sin dejar de mirarme fijo a los ojos, y quizás profundamente dormido, con la barbilla acunada en una mano, mientras la otra sostenía la pipa recta, como si fuera un retrato antiguo vivo, dijo entre dientes: - Al menos, preferiría no irme. - Es necesario Will...- insistió el cantinero. - Al menos, no creo que resulte necesario- dijo entre dientes. - Mr. Anderson y el coronel ya se retiraron, Will... - Al menos yo, aún no me iría...- sostuvo. El cantinero me miró y me dijo, en un castellano ciertamente caribeño: - Por favor, amigo, ¿podría, usted, irse para que Will lo siga? Me fui, Will no me siguió. Al salir vi que aún me miraba fijo, pero no a donde yo estaba, sino al mismo lugar que había ocupado durante nuestra conversación. Volví al motel. Sobre la mesita de noche había un libro ajado por las reiteradas lecturas, su título: Una fábula. En la primera página había una dedicatoria recién escrita. Decía: «Amigo; Bring this book to El Ovejero when you're back at Punta Arenas. Thank you WF». Jamás, nadie, me ha creído esta historia, ni nunca entregué el libro. © Kepa Uriberri * En la región de Magallanes, en Chile, la cría de ovejas es una actividad principal. En su capital, Punta Arenas, existe un monumento a "El Ovejero". Muerte de un prócer
Por Kepa Uriberri El viernes trece de diciembre, día aciago y de mala fortuna, se encontraba en los confines de su hacienda revisando las plantaciones de algodón. Ahí lo sorprendió una tormenta de granizo y nieve. Cabalgó varias horas hasta llegar a su casa empapado, al anochecer. Se sentía afiebrado y se había puesto ronco; sin embargo no se cambió de ropa para cenar. Sólo se cambió los dientes de madera de cedro que usaba para sus quehaceres cotidianos por otros, mas resistentes para comer, que su dentista había arrancado a los soldados muertos en la guerra y montado en una base de marfil. “En un día como hoy” le dijo Martha, su mujer, “Santa Lucía se arrancó los ojos como tú te arrancas los dientes”. Nunca tuvo buen humor, sin embargo no se rio de la broma, no por falta de humor, sino porque se sentía enfermo. Quizás su falta humor se debía a que desde los veintidós años no tenía más que una sola muela en la boca, por lo que jamás reía. Pero ese día de Santa Lucía le dolía la garganta lo que le impedía tragar, de manera que no pudo comer y se acostó con fiebre y tiritando como un perro. El sábado catorce amaneció, después de una pésima noche, con fiebre altísima, extrema dificultad para respirar y una congestión bronquial grave. El capataz de la hacienda como medida de urgencia le hizo una sangría y le extrajo del brazo un cuarto de litro de sangre mientras llegaba su médico de cabecera. Éste encontró al paciente en un estado de alarmante gravedad y le hizo tomar grandes dosis de calomelano, que el paciente tragó con mucha dificultad. A la vez le aplicó una nueva sangría y le puso cataplasmas de barro con un preparado de escarabajos secos en el cuello y el pecho. Hacia las doce del día el paciente no presentaba mejorías, sino por el contrario, respiraba cada vez con más dificultad, de modo que el médico suministró una nueva dosis de calomelano y volvió a sangrar al enfermo. Alarmado mandó a venir a otros dos facultativos. Uno de ellos, el doctor Dyck, conocía los últimos avances en medicina de Europa donde había estado ejerciendo algunos años. Se presentó en la casa del enfermo hacia las tres de la tarde cuando los otros médicos hacían una nueva sangría, que Dyck encontró excesivamente espesa y viscosa, a la vez que fluía con demasiada lentitud. El enfermo había perdido la conciencia y respiraba con inmensa dificultad y mucho ruido bronquial. Hacia las seis de la tarde la junta médica sólo esperaban que el abundante calomelano y las sangrías profusas tuvieran efecto, aun cuando ya no abrigaban demasiadas esperanzas. Tal vez esperaban un milagro. ¿Por qué no? El hombre era fuerte y había enfrentado durante las guerras de independencia graves enfermedades y heridas que había superado en condiciones mucho más precarias. Había superado una viruela y la malaria en medio de los campos de batalla. Como no había mejoría y el paciente se ahogaba, el doctor Dyck propuso practicar una traqueotomía. Los otros dos médicos se opusieron terminantemente e influyeron en Martha, para que no autorizara un procedimiento de tal brutalidad. Algunos minutos pasadas las diez de la noche el enfermo pareció recuperar momentáneamente la conciencia y manifestó su desesperación por la asfixia. El doctor Dyck retiró las cataplasmas de barro y vinagre que se le había puesto en el cuello y el pecho, y en un momento de descuido de sus colegas, en un intento desesperado, arrancó el péndulo del reloj que marcaba riguroso el tiempo que le quedaba al paciente y con el asta de éste intentó perforar la traquea del moribundo, para aliviar su agonía; pero fue detenido por los otros médicos. “Al menos permítele morir dignamente” dijeron. Pocos minutos después moría asfixiado, envenenado con calomelano y victima de la anemia aguda provocada por el desangramiento. El reloj de la pared, ya sin péndulo, se detuvo a las diez y diez y siete de la noche, mientras afuera arreciaba la tormenta. Incapaz de aceptar la derrota, el doctor Dyck propuso a su mujer e hijastras, a las que el difunto había amado como las hijas que nunca pudo tener, revivir al marido, al padre, inyectándole sangre de cordero en las venas e insuflándole aire de modo rítmico en los pulmones mediante un fuelle de la forja. Por un momento las mujeres dudaron. Dyck propuso descansar el cuerpo en una cama de hielo, para conservarlo, mientras las mujeres tomaban una decisión. El martes diez y siete, el doctor Dyck volvió a la casa de la hacienda de Virginia para certificar la muerte, pasados los tres días que el difunto había instruido esperar, pues siempre tuvo miedo de ser enterrado vivo. Dyck insistió en la posibilidad de revivirlo pero la familia, con gentileza desecho la oferta del médico. El miércoles diez y ocho fue sepultado en los jardines de su hacienda en Mount Vernon, con una cinta atada a su muñeca y a una campanilla en el otro extremo, de acuerdo a su voluntad, en una ceremonia privada de la que el congreso sólo se enteró mas tarde por la prensa. El gobernador de Virginia en su discurso fúnebre declaró que había sido “primero en la guerra, primero en la paz y primero en el corazón de sus compatriotas”. © Kepa Uriberri |
Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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