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¿Quién soy cuando escribo?

Húngaro

6/16/2016

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Húngaro
Por Kepa Uriberri

Dijo; para sí mismo: "Es un húngaro: Usa un anillo demasiado grueso y labrado en el dedo meñique". El húngaro miraba distraído, con el ceño ligeramente bajo, como si estuviera concentrado en cierta idea fija. En algún momento sus miradas se cruzaron, pero para el magiar los ojos del otro no tenían significado alguno, aún cuando él creyó notar ese desprecio que suele haber en la mirada de ellos, de manera que sostuvo la suya. Sin embargo, aquél siguió fluyendo sin detener su atención. Sólo le pareció, a su observador, que había apretado imperceptiblemente los labios. Nada más.

El viaje se prolongó varias estaciones más. Aun cuando el hombre intentaba no volver a mirarlo, de modo de no arriesgarse a parecer interesado en él, lo que podría, más que molestarlo, despertar ese orgullo que parecen tener los húngaros cuando son extranjeros en tierras foráneas, cada tanto, involuntariamente lo encontraba en su campo visual; en especial ese anillo, quizás de plata, muy grueso y labrado de modo ostentoso.

Entonces recordó a ese otro húngaro. Era alto, calvo, no usaba ningún anillo y se cubría la cabeza con una boina negra, sencilla, con un corto rabito al centro. Tenía una mirada diáfana y triste, aunque serena. Recordaba que por aquel tiempo tenía cerca de noventa años y no fumaba pipa, quizás porque se había quedado solo. Quizás porque se había quedado solo, ese día cualquiera compró un arma de fuego y se descerrajó un tiro en el parietal izquierdo. Nueve meses después caía el muro de Berlín. Lo recordaba con su boina y ese abrigo grueso, que parecía quedarle grande. Lo había conocido en la ciudad de San Diego, por casualidad, en el Café Sevilla, donde solía sentarse solo en un rincón cerca de la entrada. Cuando lo vio por primera vez pensó que era polaco, por lo triste de su expresión que daba la idea de cavilar siempre, pero era demasiado alto para ser polaco."Es un ruso" concluyó. Pero al fin, como él mismo también estaba solo, decidió sentarse en su mesa y supo que era húngaro.

​En ese momento el húngaro del anillo labrado se puso de pie. Le pareció que al hacerlo le dedicaba una breve mirada, en tanto que la sombra difusa de una sonrisa, creyó que había iluminado, fugaz, su expresión siempre hosca, pero fue sólo una ilusión. Al descender del tren vio que era demasiado bajo para ser húngaro y que tenía las piernas arqueadas como los polacos y el culo chupado como poto de ciruela. Algunas estaciones más allá él también se bajó del tren. El día estaba muy frío de manera que se metió las manos a los bolsillos. En el izquierdo de la chaqueta sintió un papel que no recordaba haber puesto ahí. Lo sacó y lo examinó: Era una tira de más o menos tres centímetros de alto, desgajada transversalmente de la parte baja de la página noventa y cinco y noventa y seis de algún libro. No había nada escrito ahí con tinta verde o azul; ni un número de teléfono celular o fijo, tampoco el precio de algún artículo recomendado, o una dirección necesaria. No había un nombre propio, no había una fecha o una cita programada al pasar, no había un cálculo necesario, ni un encargo, o un recado. Tampoco algún mensaje, o un verso suelto, nada. Entonces leyó el trozo de texto del libro del cual había sido arrancado. La página noventa y cinco decía: «derecho a exigirle fidelidad y sacrificio? Ahora, al final de mi vida, ya no me atrevería a responder a estas preguntas, si alguien me las formulase, de la misma forma inequívoca que hace cuarenta y un años, cuando Krisztina me abandonó en aquella casa, la tuya, donde había estado antes en muchas ocasiones, y donde tú». En el lado de la página noventa y seis leyó: «peor que el sufrimiento... y es cuando uno pierde el amor propio. Por eso temía ese secreto, ese secreto que era de Krisztina, tuyo y mío. Hay algo que duele, hiere y quema de tal manera que ni siquiera la muerte puede extinguirlo: y es cuando una persona, o dos, hieren ese amor propio sin el cual ya no podemos vivir una vida». No pudo identificar el libro o la obra, tampoco su autor y en modo alguno la manera en que ese trozo de papel arrancado de algún libro fue a dar a su bolsillo. Por un momento pensó que no era su chaqueta, pero todo el resto de sus pertenencias estaban ahí. Elucubró que quizás el polaco, que no era húngaro pero usaba un anillo húngaro, en algún momento se lo introdujo en el bolsillo, pero era del todo imposible. También quiso explicarlo suponiendo que el estudiante que había viajado junto a él era cómplice del polaco que simulaba ser húngaro. Pero todo era absurdo. Durante días examinó los libros de su biblioteca revisando las páginas noventa y cinco y noventa y seis, esperando encontrar el trozo arrancado, pero todo fue inútil.

Desde entonces, cada nuevo libro que llega a sus manos le recuerda a los húngaros y le revisa las páginas noventa y cinco y noventa y seis al final, esperando descubrir algún día quién y qué le quiso decir con ese trozo de texto.

© Kepa Uriberri

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El Chiri

6/9/2016

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El Chiri
​
Por Kepa Uriberri

​Siempre lo hacía así. Así es que no fue diferente, ni sorprendió al viejo, que el Chiri fuera a echarse a sus pies en la cama donde reposaba. Sólo que esta vez lo miraba escrutador, como buscando la ocasión de decir algo. El viejo lo miró, fugaz, por encima del libro que leía y siguió en lo suyo. Pero el Chiri lo seguía mirando, insistente, como si pretendiera que el viejo iniciara la conversación que le diera la oportunidad de interrogarlo. El viejo sintió la mirada penetrante e inquisitiva del otro y finalmente, casi como hipnotizado, dejó su libro a un lado, cruzó las manos sobre el vientre y con una semisonrisa invitó al Chiri a decir qué quería preguntar.

- Abuelo...- dijo, y se quedó en una larga pausa, porque, al parecer, dudaba de lo que iba a preguntar, o bien de cómo hacerlo. - Sí... Dime... - Abuelo... ¿Por qué...?- dudaba, quizás con la ilusión que el viejo adivinara qué le inquietaba. - ¿Por qué- continuó, al fin- soy tan diferente de los demás de la familia? - ¿Diferente?- respondió el viejo, desviando la vista a un punto incierto. - ¿Diferente en qué? - No lo sé... en todo. - ¿Pero en todo qué? Al fin de cuentas somos todos iguales, aunque todos somos distintos: Yo soy viejo, tú no. Yo soy menos agil, porque estoy viejo. Tú eres más joven y por eso eres más pequeño. Sin embargo, al fin, todos tenemos dos ojos en la cara para vernos con cariño, dos oídos para oírnos nuestras cuitas y un corazón que nos entibia el amor. - Sí. Lo sé. Pero yo tengo, por ejemplo, tanto pelo... - ¡Ah! ¡Bueno! A mi se me ha caído con los años. - ¿Es sólo por eso? El viejo no respondió; sólo se encogió de hombros como si lo diera por cierto y miró al Chiri con ternura. - Es que yo me encuentro tan distinto. No me parezco a ti, no me parezco a mi mamá y siento que me tratan distinto que a los demás. Los otros niños me persiguen para tomarme en brazos en vez de invitarme a sus juegos. A las horas de comida no me sientan a la mesa como a todos. Me dan mi comida en un tiesto en vez de un plato, no sé... todo eso... - Mira, los más chicos siempre comen antes que lo demás, separados de los grandes y tu eres el más chico. - Pero... ¿Por qué me ponen la comida en un tiesto en el suelo? ¿Y lo mismo el agua? - Yo creo que sería porque eres tan chiquito, que si te la pusieran sobre la mesa, tendrías que subirte encima para comer y no es educado poner los pies sobre la mesa. ¿Tedas cuenta?. -Sí. Pero también cuando me hablan de mi mamá me dicen: "tu dueña" o si no: "tu ama" y eso es muy raro. Es como si yo no fuera su hijo... como si no fuera de la familia. Entonces me miro y me doy cuenta que no me parezco en nada a ella, ni a ti. ¿Acaso tu no eres mi abuelo? ¿Es que ella no es mi mamá?. - Mira Chiri, yo no me parecía en nada, tampoco, a mi abuelo. El era muy rubio y tenía los ojos de un azul que parecía hielo; tenía el pelo liso y dócil. En cambio yo tengo ojos oscuros, lo mismo que el pelo que además yo tenía ondeado, antes de perderlo casi todo. Esas cosas son así: Van cambiando. - ¿Y por qué me pusieron nombre de fruta: Chiri Moya? Nadie más es Moya en la familia... ¿Por qué? El viejo bajó la vista y se miró el vientre durante mucho rato. Chiri lo miraba atento, esperando su respuesta. Sabía que el viejo era el único que le diría la verdad. Por eso había querido interrogarlo. Porque tenía muchas preguntas sin respuesta que su mamá siempre evadía con mimos y besitos detrás de las orejas. - ¿Por qué, abuelo?- insistió. Después de mucho, como si el viejo hubiera estado buscando una respuesta que no encontraba al interior de sus reflexiones, se pasó varias veces una mano por la frente, luego por los ojos, después por el mentón y al fin por detrás del cuello. Dijo, cerrando los ojos, como si tuviera temor de la reacción de Chiri: - Mira, hijito querido, creo que ya es tiempo que te digamos la verdad, antes que alguien, por ahí, te venga con algún cuento para burlarse de ti: Tú perteneces a la familia; pero no eres de la familia-. Abrió los ojos y lo quedó mirando con tristeza. - ¿Cómo...? No entiendo... Meneando la cabeza de un a otro lado siguió: - Anita no es tu mamá- Chiri se irguió, súbitamente. El viejo vio cómo se le dilataban las pupilas hasta que casi estuvieron de todo el porte del globo del ojo. - Sí-, continuó el viejo, - tu verdadera madre es una callejera, muy bella, encantadora, pero una callejera. Cuando Anita te encontró, con ella, tú estabas en una situación lastimosa: Sucio, flaco y hambriento. Entonces ella te trajo a la casa y te adoptó. Por eso eres tan diferente.

El Chiri dijo "¡Ñaaaaa...!" y bostezó displicente. Después se echó otra vez a los pies del viejo. Recordó esas tardes inolvidables que todos los niños pasaban alrededor de él, oyendo esos cuentos fantásticos del pirata que vivía en una pieza invisible, detrás de la puerta que comunicaba el estar con la cocina. Y cuando mostraba esas monedas viejas que coleccionaba en el cofrecito de la esquina y decía que eran el tesoro del pirata. O cuando anochecía y todos creían ver pasar el galeón, navegando por detrás del ventanal que daba al jardín, con el pirata en el timón. Sonrió contento, pensando que todo era una mentira del viejo. - Lo lamento- dijo el anciano, - pero te queremos igual que si fueras uno más de la familia, aunque Anita te haya recogido de la calle y te haya adoptado. Ella te encontró tan dulce como la fruta más dulce, por eso te bautizó Chirimoya. Sólo por eso eres el único Moya de la familia.

Moya volvió a bostezar. Dijo "Ñaaaa..." y se bajó de la cama. De un brinco saltó al alféizar de la ventana y se quedó ahí, acurrucado, mirando la luna.
 


© Kepa Uriberri
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    Kepa Uriberri

    A mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire.

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