Autodestrucción
Por Kepa Uriberri Recuerdo cuando niño, que en mi barrio nos juntábamos unos veinte o más niños en las veredas, o invadíamos la calzada de los vehículos, donde jugábamos algo que llamábamos joquei. Sí; escrito de ese modo pues no tenía ortografía. Es posible que junto al fútbol hayan sido las primeras palabras en otro idioma que conocí. El joquei se jugaba en patines, con ruedas de fierro, un tarro de aceite de auto de un litro, vacío, y un palo que se buscaba cuidadosamente entre las ramas de las acacias que daban sombra a las calles. El palo se pelaba, pulía y adaptaba a los efectos del juego. ¡Qué niñez tan diferente a la de hoy!. Es que la vida es diferente. Es que el mundo se supone que prospera y hoy en día los conceptos son otros, las entretenciones son otras y hasta las definiciones básicas que utilizamos hay quienes pretenden hacerlas otras. Desde luego este de ahora no es un mundo de juegos sino de palabras e imágenes. Los niños no juegan. Matan virtualmente frente a una colorida pantalla y se reúnen en tiempo real, ante sus máquinas personales, a cambiar disparos, manchones de sangre virtual, asesinatos y resurrecciones. Son diferentes a aquellos de mi propia infancia. Pero los hombres de hoy tampoco son los de mi niñez. Éstos eran sabios, superiores, respetables. Los de hoy parecemos seguir siendo los mismos niños de entonces, casi al alcance de los nuestros ahora, cosa impensable en mi tiempo de niño. De tantas cosas cotidianas sabemos menos y de tantas otras trascendentes no sabemos nada o no demostramos tener pericia, tanto que ellos nos superan. Claro, habrá quienes digan que es una impresión equivocada nacida del punto de vista diferente. No sé si es o no así. No sabría asegurarlo, sin embargo comparando ciertas bases trascendentes para saber dónde estamos parados en este raro estado de situación encuentro casi al paso normas morales muy inciertas e insostenibles hoy, y tan certeras y fijas ayer. Ni siquiera entro a juzgar su validez, sino sólo su discutibilidad. Pienso, por ejemplo, por mantener a los niños en el foco, lo central que era como valor moral la familia como entonces se entendía: Los padres, los hijos irrenunciables y el tejido, parental, que de ahí derivaba: Abuelos, nietos, hermanos, primos y más. Era la familia algo definido y principal. Hoy, en cambio, en todos sus flancos es motivo de discusión. El matrimonio, como base celular e indestructible de la sociedad, es cada vez mas relativo y tiene menos peso en la estructuración de la pareja y por supuesto en el tejido social. El concepto de familia para los hijos es visto por muchos, casi diría por la gran mayoría, como un absurdo. La familia es la pareja, y se introvierte hacia sí misma, no se proyecta en los hijos. Éstos son apenas una opción, no siempre deseable y muchas veces, si no la mayoría de ellas, se desean como satisfacción de los padres y no como una consecuencia ineludible de la vida de pareja. Tampoco hay sobre ellos un sentido de responsabilidad formativa: Esta se delega en terceros casi siempre. En aquellos tiempos era extraño ver familias sin hijos o con pocos de ellos. Evitar, por ejemplo, la concepción era impensable en la relación sexual. Limitar el tamaño de la familia sólo era lícito por la vía de la abstención. Ésa era la regla única y clara, y su contravención tenía penas tan sólidas como las del infierno. No había relativismo ni se evaluaba demasiado. Hoy por hoy, nadie podría condenarme por respetar esa norma, ni por no respetarla. A lo sumo podría significar una condena admonitoria: "¡Qué anticuado!" en un caso y el respeto indiferente en el otro. Había en aquellas normas sencillas, inmediatas, fáciles, tal vez conceptos involucrados que no se llegaba a entender y no era necesario para vivir la norma. Bastaba saber: ¡Es pecado!. Mirado desde aquí es tan bárbaro, tan poco racional. Sin embargo, en ese entonces el hombre era un animal racional, mientras que hoy es un ser que atraviesa un proceso de angustia motivo de su propia esencia o algo así. El hombre es nihilista, es existencial, es hedonista, y es y más. A veces creo que en aquel tiempo las cosas eran más funcionales y la vida más sencilla. Hasta donde puedo verlo la gente no era más feliz ni menos tampoco. No era más sana o más enferma, ni más pobre o más rica por ello. Creo que era en todo igual. Lo que es diferente y no sabría si sostener que para mejor o para peor es la sociedad y sus normas relativizantes, que tienden a moverse hacia un extremo opuesto al de aquella época, pues no es que se mueva a una mayor liberalidad, sino a una norma diversa que se arraigará como costumbre. El quehacer humano siempre estará sujeto a reglas, normas, formas, nacidas de apreciaciones profundas que van componiendo el sistema moral sobre el cual se construye la sociedad que se supone sea el amparo y la ventaja del hombre en el medio. En este sentido, a veces la rigidez de las normas, explicaba mejor un sentido, una dirección del hombre en su actividad vital, aún cuando desde el punto de vista moderno sea inaceptable. Por su parte la relativización y la búsqueda de libertades que se centran en los derechos individuales, privilegian tanto al individuo, que perjudican, sin percibirlo, a la sociedad en su desarrollo como amparo de aquel. En este aspecto es fácil encontrar contradicciones hondas y cotidianas, como por ejemplo el uso de drogas permitidas o incluso el privilegio de la libertad por sobre el respeto a la vida que se promueve en las contracepciones, el aborto, la libertad sexual irrestricta y más. En este aspecto último resulta visible una de las mayores contradicciones del ser humano que se convierte en destructor de sí mismo como especie. Hoy en día el criterio social empuja a la contracepción como un valor deseable. Por esta vía se construye el valor moral que la actividad sexual no es reproductiva, sino plenamente independiente. A la vez es indudable la promoción de la actividad sexual como un derecho de libre uso, disponible y deseable. En ésto al menos hay una clara contradicción: La actividad destinada a la reproducción es promovida y liberalizada, mientras que su consecuencia lógica, es reprimida. En un análisis rápido encontramos que se favorece el riesgo y se inhibe la consecuencia. Es absurdo promover la reproducción como una función no deseable, pues en valores absolutos tiende a la autodestrucción de la especie. Es cierto que se tiene muy asumida la explicación que justifica la contradicción: Se promueve la regulación y no la represión. Sin embargo, si se analiza el proceso social en torno a esta situación y el curso que nos ha traído al estado actual, vemos que antiguamente se promovía la abstención sexual para evitar el exceso reproductivo, luego se privilegia la contracepción programada, a base de métodos mecánicos, después se ofrece el uso de preservativos mecánicos, los medicamentos y finalmente se comienza a favorecer el aborto. Éste es el extremo más alejado de la razón y el más dramático. Se interviene, interrumpiendo la vida, con el expediente de su subvaloración cuando está en etapas tempranas, mientras se promueve conductas sexuales completamente liberalizadas. Tanto es la promoción de la paradoja, que incluso tocar el tema desde el punto de vista que lo hago tiene de seguro detracciones automáticas, casi viscerales, que querrán ver derechos conculcados, pensamientos regresivos, ideologías ni siquiera mencionadas y más. Es que el problema, junto a tantos otros, tiende a ser visto no como un sistema de rango social, sino personal. Entonces se privilegia los intereses de la persona: Mis derechos como mujer, el derecho de la pareja, mis intereses como padre, mi situación económica, mi posición social. En ese aspecto egoísta, es evidentemente más importante el individuo que la sociedad. Si existe el peligro de envejecimiento de la sociedad, es un problema que no será letal en mi alcance de vista. Dentro de mi horizonte es conveniente evitar la reproducción. Sí. El hombre de hoy parece condenado a ser cada vez menos gregario, cada vez más solo y más egoísta. Quizás sea producto de que cada individuo vive, desde niño como un niño solo, frente a una pantalla donde la destrucción es un juego y el destruido o no existe, o está al otro lado del mundo y lo vemos resucitar en la medida que una barrita virtual vuelve a colorearse. Todo ello sin esfuerzo ninguno, sin costo. Todo esto lo he reflexionado cuando llego a mi casa y veo verdes pastos inmaculados, que los niños no pueden pisar, acacias donde nunca se ha trepado nadie en busca de un palo para el joquei, donde no hay nunca niños corriendo, transpirados, que escupen un ruido sucedáneo de un disparo, que rara vez hacía morir de mentira a otro que escapaba. Y cuando moría no había sangre, ni real ni falsa, ni rodaban cabezas ni nada. Incluso muchas veces las muertes eran producto de una dura discusión sobre si el disparo falso había o no alcanzado a quien decía no haber muerto. Es que éramos otros niños esos niños de aquel tiempo. Hoy casi no hay niños. © Kepa Uriberri
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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