De la novela
La Revolución en Samarkanda Capítulo XLIII Una pequeña Santa Adelaida Caminamos al sur, no sólo horas. Días y semanas enteras como devotos peregrinos caminamos, con los pies ardientes, al sur. Él con la mirada de su único ojo fija en algún destino que no comprendía. El otro, el de palo, lo había guardado en el bolsillo del pecho de su chaqueta de almirante marino, ahora sin charreteras ni condecoraciones. Sólo, sobre el ojo de palo escondido al fondo, sobresalía, en reemplazo de las condecoraciones que antes llevara su pecho, el pañuelo de color azul mar, que ya parecía blanco sucio, ya sea por la espuma marina, o por la rendición. Al centro de éste, la mancha del cardamomo con saliva. Sobre la cuenca vacía se había puesto un parche negro que le daba un aspecto malévolo, por lo que la gente en todos los lugares nos evitaba, salvo a veces cuando nos deteníamos a descansar en algún portal, entonces, alguna mano bondadosa nos lanzaba centavos a los pies, con los que luego comprábamos una sopa en cualquier hospedería, donde pasábamos la noche. El motín y la brutal reacción de Dumango, así como su expulsión de la Santa Adelaida, se transformó en titulares, que yo iba leyendo para suplir el silencio de mon amiral, que caminaba taciturno. "La revolución de Samarkanda dividida" decía un titular. "Frank O'Whistle declaró: Ya se están matando entre ellos. Esa barbarie es la que llaman su cultura", aparecía en una bajada de título, y así. Cada comentario parecía alegrarse de lo sucedido en letras de distintos colores. "Se teme que la carabela pirata esté en territorio americano" decía un vespertino. "Si así fuera, no dudaremos en hundirla" habría dicho Frank O'Whistle. Dumango no leía los titulares, ni quería interesarse, pero al ver este, distraídamente, sonrió por primera vez en varios cientos de kilómetros. - Al menos nosotros sabemos que América es mucho más grande - me dijo -, ¡y de tierra!. ¿Pensará hundirnos en el mar de las Montañas Rocallosas, nuestro amable Frank O'?. Tal vez en unos millares de años más alguien confunda a la Santa Adelaida con el arca de Noe. - ¿Por qué dices nuestra?. Tú ya no estás ahí. - Mientras no renuncie a la revolución, la Santa Adelaida es mi embarcación carraca, y carabela. Junto con decir ésto, dio unos golpecitos sobre las nalgas del mascarón de palo que llevaba bajo el brazo. Después de eternos kilómetros, de atravesar tierras y bosques, arboledas y sembrados, caminos, senderos y calles, ríos y arroyos, chacras, plantaciones, granjas y montes, con el sol al este o alto sobre la cabeza, con el ocaso a nuestra derecha, y algún incierto destino al frente, con el pasado al norte, cargando nuestras espaldas curvadas de cansancio y peregrinaje; por fin encontramos en Wyoming la ruta veintiséis, que nos fue llevando por su senda iluminada, entre la llovizna, y las luces metálicas y halógenas, a la North Cache Doctor, avenida que parte en dos a Jackson. Este lugar extraño y ordenado, al que arribamos después de pasar por pueblitos, villas, caseríos, y asentamientos de diversos tipos, parecía haber sido montado sobre una perfecta planificación a partir de dos avenidas principales. Ésta, por la que entramos al pueblo, era el camino natural derivado de la ruta veintiséis, que se hacía calle y pasaba a llamarse Doctor Cache, y la otra, la pretenciosa Avenida Broadway. La primera corre de norte a sur y la última de oriente a poniente. Una y otra se dividen respectivamente en Norte y Sur y la otra en Este y Oeste. De esta manera todas las demás calles según corren en uno y otro sentido, se llaman West Pearl Avenue y East Pearl Avenue, según si está al este u oeste de Cache Doctor, que también a su vez es North Cache Doctor o South Cache Doctor, según si estamos al norte o sur de la Avenida Broadway. En este trazado perfecto y planificado, tal vez Dumango siguiendo la inspiración, o su destino ineludible, sólo dijo: - Odio el orden, que se opone en su esencia a cualquier revolución. Los conservadores son una peste - y dobló por la Avenida West Broadway al poniente. - ¿Hasta donde piensas llegar, almirante? - le pregunté. - Hasta que los nombres sean un desorden real. Ahí habrá un trabajo para mi - respondió, con su mirada serena clavada en el poniente. - Aquí - dijo, cuando la Broadway giró de nuevo al sur y tomó su personalidad caminera. Torció a la izquierda, por el callejón Meadow Lark, lo que no era en absoluto extraño en él, que siempre que su conversación era íntima se llenaba de pajaritos y prados. Tal vez era el destino el que lo había traído aquí. No lo sabré nunca. A la mitad del callejón me dijo: - Espérame aquí, voy a conseguir trabajo -. Sacó su pañuelo color mar del bolsillo del pecho, que ahora había tomado color de madera noble, tal vez por la saliva y el cardamomo de las semillas masticadas, y se limpió la cara y las manos con él. Luego, con el mismo pañuelo abrillantó su ojo de caoba labrado, y se lo puso. Entró con la Santa Adelaida bajo el brazo, aun cuando le insistí en guardársela, a Builders Lumber & Supply Co. - No - dijo -. Ella me ayudará. La santa me protege -, y entró con el mascarón de la mujer de pelo verde y pezones negros, con sus caderas amplias como de mujer de Holanda, o latina de muy al sur. El negocio, una barraca de maderas y suministros para la construcción, consideró que Reff era casi parte esencial de la madera, pues estaba lleno de ella, y con arte extremo, de modo que le dieron trabajo de inmediato como despachador. El capitán Arraztegui tomo el mando de la nave con autoridad plena, y severa. Estacionó en Wild Horse, junto a la frontera de Montana, mientras una delegación iba a Winnipeg, Regina y Edmonton, con encargo de adquirir tres potentes motores para instalar a la carraca. Dijo: "Esta, señores, es una nave de combate, para la guerra, de manera que mientras estamos aquí estacionados, a la espera de los motores que potencien nuestra embarcación, la despojaremos de todo aquello que la ha ido transformando en una mariconería de fiestas y bailes indisciplinados". Hizo sacar los geranios, ya secos y marchitos, de las troneras, cerró la mampara que recordaba la herida de guerra del combate de Nueva Escocia, y todas las instalaciones de cubierta que recordaran a la carabela disco, o "a la farándula de Dumango", según dijo. Si bien nuestro nuevo capitán no era un déspota, la disciplina se endureció, aun cuando los castigos se hicieron más militares. "Aquí se acabó aquello de la cofradía, que más parece club de mar, y estableceremos cargos y dignidades militares. Aquellos que están aprendiendo, y no han ganado su honor militar, serán ahora, grumetes. Los que conocen el oficio se llamarán marinos, y quienes tienen ganado un rango, podrán usarlo. ¡No somos una hermandad de la costa, sino la marina de la revolución!". Insistió en el orgullo del oficio, en el servicio a la nación y a la revolución sincera y especialmente en la disciplina. Rápidamente nos convertimos en una eficiente máquina militar, a la vez que la ciento dos punto tres se iba silenciando, y mantenía sus parlantes en funcionamiento sólo para la nave, con bandas militares e himnos de mar. Por esas cosas extrañas que tiene la gente, sólo se salvó de la reforma (revisionismo decían algunos no demasiado contentos) el museo de pinturas Rawlins. Nave insignia, en misión del norte. Informe del capitán: Según fue necesario todo se ha reformado de modo de volver a la necesaria disciplina del marino. La misión ha fracasado y el almirante que descuidó gravemente su deber fue remplazado por este nuevo mando. La nave, según estimaciones y planes de guerra, llegará a la mar océana para la primavera. Entonces renacerá en su medio natural del que nunca debió salir. En el intertanto se ha planeado, según se informa, incursiones de guerra a los siguientes objetivos a saber: Great Falls, Conrad y Shelby. Luego Whitefish y Kalispell y no se librará Libby en Montana. En Idaho serán nuestros objetivos de guerra Sandpoint y todas las localidades del imperio en la noventa y cinco hasta llegar ahí, mientras en el estado de Washington partiremos arrasando Spookane, luego Colville, y otros. Así construiremos nuestra gloria. Así lo haremos. Seguirá luego la conquista de Omak, Maple Falls, y así y también otros muchos pequeños. Sí. Muchos otros hasta Lynden y Birch Bay, por supuesto Bellinham, Anacortes, Port Angeles y Neah Bay en el mismísimo océano Pacífico y sereno, donde será llegada nuestra meta. Será llegada lo digo, y podremos navegar al sur orgullosos y satisfechos guerreros. Arraztegui capitán de navío Lo vi entrar con su aspecto diferente, con esa mirada serena que le daba un aire de estar aquí, pero que vivía siempre diez minutos adelante de todos los demás. Su pierna de madera fina iba marcando un ritmo muy propio con su toc, toc, toc, persistente, al chocar con el suelo de eucaliptos. De inmediato, y sin que hubiera dicho nada, sabía que sería nuestro mejor despachador de maderas. Era como si al fin todo calzara. Como si desde siempre, desde que mi bisabuelo puso su primera barraca en este lugar, como si toda la persistencia y esfuerzo de mi abuelo sordo, y mi padre calvo y sonriente hubieran sido planeados para permitir este momento en que, al fin, veía entrar al hombre que traspasaba la puerta de Builders Lumber & Supply, con un mascarón de proa de Santa Adelaida bajo el brazo, y un ojo y una pierna de palo. - En qué podemos atenderle - le salió al encuentro Chip Poplard, cerrándole el paso. "Su aspecto sucio y sus extrañas prótesis me dieron la impresión de un bandido" me confidenció más tarde. Me interpuse y le dije a Chip que yo mismo atendería al personaje. Era cierto que su aspecto no era aseado, pero se veía que la nobleza lo acompañaba bajo el polvo de un largo peregrinaje. Un bandido no usaría jamás una pierna tan finamente labrada en caoba, ni tendría esa mirada limpia y serena, que se adivinaba siempre adelantada al tiempo. - Busco trabajo - dijo en castellano, pero su tono vibrante era tan claro y preciso que se le podía entender en cualquier idioma. - ¿Qué sabe hacer usted? - le interrogué en inglés, sabiendo que no era importante si lo hablaba o no. Ese hombre me entendería de todos modos. Me explicó que lo que él sabía hacer jamás lo haría aquí. "Soy un revolucionario ¿Sabe?" me explicó, pero aseguró que aquí en Builders Lumber & Supply pretendía ser el mejor despachador de maderas, por un sueldo moderadamente bueno, y los despuntes de madera que se dejaban para leña. No porque le creyera, sino porque me intrigaba su mirada adelantada en el tiempo, y el pañuelo color palo seco, con un nudo al centro, fue que le di el trabajo que se ofrecía a desempeñar. Respecto al mascarón de madera que llevaba bajo el brazo, lo comprendí del todo y de inmediato, debido a que soy un viejo maderero. A pesar de su disgusto por el orden de las calles, nos instalamos en el reticulado de puntos cardinales, en South Glenwood entre West Karns Avenue y West Snow King Avenue. Ahí, en el garaje de autos que no teníamos, mon amiral instaló su pequeño taller de maderas. Cada día llegaba con en trozo de tabla que trabajaba con esmero, en silencio, en encierro, en construir su secreto mejor guardado. "Qu'est-ce que c'est ça que vous faites?" le preguntaba cada vez que salía del taller y lo cerraba cuidadosamente. "Cosas mías... cosas mías" respondía, empujando con el gesto de la mano las ideas hacia algún lugar en el pasado, y entonces hablaba de mar y hacía recuerdos de la revolución y de Samarkanda. Así estuvo durante semanas. Primero con aspecto preocupado, después misterioso, más adelante alegre. Un día cualquiera no trajo más maderas ni palos, sino trapos de crea y lona, hilos gruesos, cera y grasa, y otros enseres extraños. "Mais dit moi... ¿Qué tienes ahí dentro?" insistía yo. Él ahora sonreía tranquilo. Un día llegó con cuatro ruedas de goma, al siguiente venía con un saco de maní, otro de carbón vegetal, parrillas de fierro, y otras cosas extrañas. "Est que tu est fou?" le pregunté preocupada. Realmente me parecía de loco las cosas que traía y hacía. El colmo fue cuando llegó con un enorme tarro de miel, y la mirada más serena y lejana que nunca. Entonces le dije: - O confiesas ahora o te hago encerrar por loco. - ¡Bien! - contestó -. Ya está concluido. Ven a verla. En el garaje airosa, orgullosa, liviana y miniaturizada estaba la Santa Adelaida, con sus velas desplegadas, montada sobre sus patines con ruedas, tal como la dejáramos en la frontera, con su mascarón de proa sonriente de verde pelo y brazos extendidos, pero de sólo dos metros de eslora y algo menos de un metro de envergadura. Las velas alcanzaban en todo lo alto del trinquete, la estatura del almirante. De las ruedas a popa salía un mango para empujar el carrito a escala. - ¡Es verdad! - dije -: Estás loco de nostalgia. - ¡Ah no!. No es eso. Aquí navega la nueva revolución. - Sí que estás loco - afirmé -. ¿Como vas a hacer una revolución con este velerito de juguete, si ya con la gran carabela era difícil?. - Observa - dijo, y abrió el costado de babor del casco. Dentro había una cocinilla a carbón, ya encendida. Sobre la parrilla se tostaba maní que echaba aromas atrayentes, en otra palangana estaba confitando maní pelado -. Hoy es nuestro viaje inaugural - cerró la tapa del vientre de la nave, y empujó a la Santa Adelaida a la calle. Enfiló calle abajo por West Snow King Avenue hacia el oeste, y no bien hubo caminado unos cincuenta metros, vestido de gala como almirante, con todas sus charreteras y condecoraciones, con la mirada más serena y alegre que jamás le vi, comenzó a vocear: "¡Hay maní tostado, confitado caliiiiiiente!". "¡Al rrrriiiiiicccco maní maní!". Reconozco que no fui suficientemente valiente como para acompañarlo. Mucho antes que desembarcara junto al portón, oí su pregón: "¡Al rrrriiiiiiiico maní maní! ¡Tostadito, salado y confitado el rrriiiicooooo maní maní!". Finalmente recaló ahí, y se puso al pairo de la caseta de control de despacho. El almirante Dumango, con su uniforme de gala de la revolución sincera de Samarkanda desembarcó de la carabela, fuerte como un lobo de mar Atlántico, hermoso como un felino cazador, con la mirada serena y el porte elegante; se dirigió a mi oficina y se cuadró ante mi. - Vengo a presentar mi renuncia y a agradecer la oportunidad de trabajar la madera - dijo. Traté durante mucho rato de disuadirlo, pero cuando finalmente me clavó su mirada serena que parecía ver siempre diez minutos más adelante en el tiempo, supe que no sería posible. Ya había tomado la decisión hace diez minutos y jamás alcanzaría yo esa distancia. Entonces me despedí de él con afecto, y lo acompañé hasta su carabela manicera y revolucionaria. Al llegar a la salida del callejón de Meadow Lark, una alondra se posó sobre su cabeza y cantó tres veces, entonces supe que era un elegido. - ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! - dije y lo abracé. Él tomó la alondra y la acunó junto a su pecho; entonces volvió a cantar tres veces. Luego la alzó y la dejó volar. También él levó anclas, y se fue por la avenida West Broadway rumbo a Miller Park pregonando: "¡Hay maní maní. Tostadito pelado confitado el maní!". Por las mañanas mon amiral anclaba la Santa Adelaida en Miller Park, a la sombra de los castaños, con los parlantes de la carabela reproduciendo música o poesías. La gente y los pajaritos se acercaban, éstos a trinar y comer lo que de la carabela caía, y aquellos a comprar maní confitado o tostado y bebidas, y se sentaban a conversar sobre literatura y arte, o pintura y música, y consultaban a Dumango sobre el origen de aquella música, o el autor de tal poema, y opinaban de ellos y otros, comparando la musicalidad de Óscar Castro con la de Thomas S. Eliot, o la fuerza de Whitman y la estética de Neruda, y más, hasta que llegaron a saber casi tanto de cultura de América española como de la suya propia. Con el tiempo, las tertulias culturales del almirante llegaron a ser una obligación para la gente culta de Jackson y los alrededores, y el maní salado con uvas pasas un vicio. Hacia las cuatro de la tarde la Santa Adelaida levaba anclas y se iba navegando por la avenida West Delon hacia el este hasta North Jean street, donde anclaba al pairo del Jackson Elementary School, donde los niños aprendieron de él tanto que jamás les enseñarían en las aulas. Un día volvió con el rostro iluminado, como si hubiera vencido en la batalla final. - Qu'est-ce que tu as? - le pregunté. - Hoy, los niños me han llamado "El Capulín". ¿Comprendes?. Lo he logrado. - ¿Y qué con éso?. - Cuando yo era niño - dijo, dejando caer la vista en sus recuerdos -, a la salida del colegio instalaba su kiosco ambulante, montado sobre un triciclo, un hombre de infinitos años, según yo lo veía. Él nunca hablaba. Sólo sonreía con su boca fina y sus ojos buenos. Durante todo el año vendía maní tostado y confitado, y también cocadas y gomitas de eucaliptos. Hacia semana santa traía sus yoyós de palo y enseñaba, siempre sin decir palabra, a hacer maravillosos trucos. Para julio traía trompos de todos tamaños y colores y lienzas para hacerlos bailar. En septiembre, cuando empezaban los vientos de primavera, el maní y las cocadas se vendían junto a los volantines de colores de las banderas del mundo y cuando ya terminaba la temporada, cuando venían las vacaciones y la navidad, su carrito se llenaba de rompecabezas de alambre, que él armaba y desarmaba frente a nuestros ojos sonriendo, y nos entregaba con la misión de descubrir el truco. Si alguien lo lograba en ese instante del barullo de la salida de clases, se llevaba el rompecabezas gratis, en caso contrario debía pagar su valor. Ese hombre entrañable y mágico era el verdadero "Capulín", y hoy los niños me han nombrado a mi su "Capulín". ¿Entiendes?. Sus ojos volvieron desde sus recuerdos, brillantes de emoción. Ronald Cardigan corresponsal, desde Shelby, día ocho. Otra vez golpea la carabela pirata. Esta madrugada los habitantes de Shelby se vieron sorprendidos cuando desde el sureste, empujada por potentes motores entró, por la ruta dos, una enorme carabela, como si el mismo Colón estuviera descubriendo otra vez América. Testigos dijeron que tendría más de cuarenta metros de eslora y veinticinco de manga. La nave pirata ancló en la esquina de la Cuarta, donde una pandilla de piratas saltó al abordaje y ejecutó un asalto relámpago al Heritage Bank. Con la misma velocidad que había llegado, la embarcación desapareció, haciendo rugir sus motores mientras las bocinas transmitían a gran volumen una canción hispana que el sheriff Robert Miranda reconoció como "El Galeón Español". Testigos aseguraron que los piratas habrían raptado a Mrs. Crownhead, que en ese momento paseaba a su pequeña terrier para que hiciera su primer pipí de la mañana. La perrita tampoco ha sido encontrada. Todos los caminos y vías fluviales del condado han sido bloqueados, sin embargo se cree que los piratas han evadido de un modo u otro el cerco policial. Seiscientos dos, oficina ya pequeña y oscura, desde aquí mismo digo y declaro que jamás marinos sobre una nave carabela de nuestra armada raptarían o forzarían voluntad ninguna. A ti Arraztegui te digo que pagaste tu precio y obtuviste tu premio. No dirijas mi revolución hacia la prosa y el pillaje, que no es Shelby ni Hampton, quince o madrugada fría con sidra y más, considéralo bien. Tal vez busques castigo y la revolución es sólo para los elegidos que tienen leyenda. ¿Buscas la tuya muy rápido?. La dama de los pechos duros y de pelo verde no va contigo sino con carabela manicera y tertulias literarias. ¿Cuál es la revolución sincera?. Donde están pepinillos y aceitunas, cornichones y mentas, donde la gente cree, ahí está la revolución. No es revolución el fuego y asalto, ni tampoco es sincera o serena. ¿Aún no llegas al mar?. Sólo amas el botín y corrompes el ideal sincero, Arraztegui. ¿Es el poder, lo tuyo?. - Mon amiral, ¿Por qué traes más madera?. Estás gastando nuestro presupuesto en palos. ¿Qué más construyes?. - La segunda Santa Adelaida. - ¿Y para qué otra? - La primera navega conmigo. La nueva navegará con un secuaz. - ¿Es que no tienes bastante con una?. - La revolución necesita una flota de Santa Adelaidas. Con una sola Santa Adelaida era suficiente para que yo estuviera como esposa abandonada en la casa, y ni siquiera lo era. Con dos estaría perdida. Quería decirle si al menos teníamos aún el compromiso de lujuria, pero preferí no hacerlo, ya que sabía que todavía guardaba la carta cerrada de la odalisca junto a la estufa del maní tostado, en la cala de la Santa Adelaida. Siempre que me levantaba, ahogada de hastío por las noches, mientras el roncaba satisfecho, como gran Capulín, yo iba y vigilaba el vientre de la carabela: Ahí estaba aún cerrada y con su ramito de violetas al lado, la carta de la odalisca, y el pañuelo color mar que la gitanita le atara con su destino. Señores Oficina Seiscientos dos A ustedes o usted señor jefe de aquella oficina, Arraztegui que suscribe y dice, declara como sigue: Este capitán de navío carabela es un guerrero y tal hace. El plan general y sus objetivos son tales que consideran según ya declarado asaltos y despojo al imperio. Ese es el plan y fue declarado y se suscribe. Este capitán no cejará en su empeño de quitar al rico para abastecer a la revolución, hasta que aquel agobiado e impotente, ceda y sea el triunfo que se busca. Este imperativo que se declara no se transa. ¡Abajo los románticos!. No se obedecerá a revisionistas si no es necesario. Y no lo es. Si hemos raptado o redestinado personal imperial a necesidades de esta revolución, fue necesario. Lo fue. No teníamos bibliotecaria. Nuestra Medallita de Lourdes está destinada a las troneras de estribor en asaltos, y a la cocina en tiempo de merienda. Era necesario una nueva bibliotecaria. Sin duda lo era. No desea este capitán revolucionario de navío reformado, según requisitos de la nueva revolución dar más explicación y nada más sólo decir: No hay más cofradía. Esta es una nave de guerra y en guerra con el gran imperio se declara, hasta despojarlo como se precisa. La señorita Crownhead y su pequeña Doggy vinieron por voluntad propia y ella ama ya a nuestro marino guardián de banda Kirkegar Zerreitug llamado El Caremorsa. Doggy está bien. Si hubiere reparos, desde ya sépase: Me declaro en rebeldía y queda abolida aquella seiscientos dos y nunca más existe. Tampoco existió nunca, y este brazo de hombre manco fue un exceso. Firmo y sello: Revolucionario Arraztegui ¡Viva la nueva revolución! ¡Vencer o vencer y vencer! Cuando la flota finalmente llegó a siete Santa Adelaidas, todas ellas con su mascarón de proa verdadero, cada una a cargo de un Capulín bien entrenado, creí que era el momento de partir, y así se lo dije a Dumango. La lujuria ya había terminado, y yo aún era una joven periodista de manera que le devolví su cadenita de oro labrado y le dije, no sin cierto rencor doloroso, que ya podía ponerla junto a sus otros trofeos en el vientre de la Santa Adelaida. Estaba dispuesta a partir. Dumango sólo se rió suavemente, y me estrechó contra su pecho: "No sabes cuanto te admiro, y casi te amo" dijo, besándome los lóbulos de las orejas. Casi pensé en quedarme, pero quería ser fuerte, no quería ser engañada ni consolada. - Nada de éso - dijo -. El que se va soy yo. Tú quedas a cargo de la flota aquí en Jackson, mientras yo desarrollo la invasión de Pocatello en Idaho. Cuando partió con su pequeña Santa Adelaida, me dejó caer su serena mirada y me devolvió la cadenita de oro labrado con que nos atábamos del cuello en aquellos tiempos de lujuria y me dijo: - Volveremos a atarnos. Sólo éso te prometo. Nadie había mordido antes mi destino, nadie lo había teñido tanto -. Y secó mis lágrimas, que aún no caían, con el pañuelo color del mar y manchado de saliva y cardamomo. después partió pregonando -: ¡Al rico maní maní maní!. © Kepa Uriberri
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Cuento del libro Así se muere El Yilé terminó su caña de un trago, y con paso calmo salió al patio trasero de "La Clínica" donde le permitían guardar su carromato, y, con él, enfiló por la calle Teatinos, rumiando sus pensamientos. El apodo se lo había ganado por la eficacia con la navaja en las riñas de bar. Era un hombre reconcentrado, huraño, de genio ligero, cuya aspereza se acentuaba con el alcohol. Bastaba ver su aspecto y actividad para saber que había sido permanentemente golpeado por la vida. Y sin embargo era capaz de pagar bien la amistad. A su manera era un hombre hogareño, aunque las circunstancias no le permitieran ejercerlo propiamente. Se fue deteniendo en cada grupo de tarros y bolsas de basuras que, como gordos transeúntes, esperaban ser subidos a los camiones recolectores. De cada uno fue rescatando cajas y papeles que coleccionaba en el fondo del carrito. El trabajo se ejecutaba en forma mecánica, casi ausente, de modo que mientras las manos se movían en un sentido, el pensamiento cavilaba en otro. Había tenido una mala racha. Más de un mes sin salir a trabajar a causa de una neumonía. En el hospital no había cama para él, y le dieron hora para seis meses después. El preguntó: - ¿Y si me mejoro antes, tengo que venir igual?. ¿Y si me muero, tengo que venir a avisar?. Monarde se preparaba el undécimo café de la noche, mientras encendía el vigésimo cuarto Lucky sin filtro. Estaba trabajando en el terminal del computador entrando datos desde las ocho de la mañana. Era un trabajo matador, pero tenía la gracia que se ganaba según lo que se producía. Se asomó por la ventana que daba a la callecita de atrás del edificio, y vio su Samara abajo, estacionado junto al portón del liceo. Era el único auto que quedaba a esa hora, y la calle se veía negra como boca de lobo. - ¡Mala cueva! -pensó- siempre me voy tarde y nunca pasa nada. Se sentó un rato más en el terminal, con el café y un cenicero al lado; lo que durante el día, cuando estaba el supervisor, estaba prohibido; y siguió tecleando. A Monarde le convenía trabajar hasta tarde. La recesión había dejado sin trabajo a su mujer, y los cuatro colegios, incluidos uniformes, zapatos, cuadernos, libros, cuotas especiales, clases extraprogramáticas obligatorias, además de comer, y pagar cuentas, serían imposibles sin el esfuerzo extra. Por otra parte, el que no producía, se iba. No había donde regodearse. Calculó que todavía podía seguir otra media hora sin caerse de sueño, y siguió una y media más antes de mirar la hora otra vez. Diez para la una de la madrugada apagó su terminal, y empezó a juntar sus cosas. En la esquina de Amunátegui y Agustinas, alrededor de las doce de la noche, subía la rampa desde el subterráneo de servicio del edificio de la esquina sur-oriente, y los encargados del aseo desestibaban alrededor de seis enormes bolsas repletas de papeles de computador. Algo similar sucedía en la esquina de Amunátegui con Bombero Ossa, donde se acumulaban las bolsas de la compañía telefónica y de las oficinas del edificio Gildemeister. Algunos minutos antes de la media noche llegaba el Yilé, a terminar su ronda en esta esquina. Metía todas las bolsas de papeles en su carro, lo que hacía el equivalente de más o menos la mitad de todo lo que juntaba en la noche, y luego satisfecho se recostaba sobre el enorme hato, y dormía hasta la seis. A esa hora abría el mayorista una cuadra más abajo, y recibía la carga de todos los cartoneros del centro. Mientras dormitaba, solía recordar sus tiempos buenos, cuando era mueblista, y tenía trabajo. Que lindo era tener trabajo de ocho de la mañana a seis de la tarde, y volver a la casa donde lo esperaba la mujer y los mocositos. Él llegaba y los chiquillos estaban jugando a la pelota en la cuadra. De vez en cuando él se quedaba un ratito peloteando con ellos, y después entraba. La Náyade siempre lo esperaba con la comida lista. Buena y abundante. No como ahora que la casa estaba siempre sola, los cabros estaban de seguro volados en alguna esquina, y por más esfuerzo que hiciera, nunca alcanzaba. La Náyade aburrida se había ido con otro, y se había llevado al Nolan. Seguro que el niño era del otro, y por eso no lo dejó botado como a los demás. - ¡Maldita miseria! - pensó el Yilé -, caís en desgracia y te mandan a la mierda. Pero yo me la busqué. De huevón me insolenté con don Jorge. ¡Quien me manda!. El Yilé se había quedado sin trabajo porque siempre estaba discutiendo con el patrón en la mueblería. De verdad el sabía más que el otro, pero el otro era el dueño. Hasta que un día no pudo más, y se fue de palabras: - ¡Putas hueón, vos no me vay a enseñar a mí!. Y después se fue de manos, y le pegó un empujón, que casi termina con el patrón por el suelo. El patrón se enderezó rojo de ira, entró en las oficinas, y mandó a buscar al contador: - ¡A ese chuchesumadre - le dijo -, le pagái hasta este minuto, lo sacái con los pacos si es necesario, y no entra más!. Él se tomo toda la plata, y no contó nada en su casa. Al día siguiente salió como si fuera a trabajar, anduvo rumiando su desgracia por ahí, y volvió tarde y de malas a la casa. Así pasó semanas. A veces conseguía un trabajito menor, y se tomaba la paga, conseguía un trabajo estable, y lo perdía por borracho; y siempre la culpa era del ex patrón. Un día el alcohol y la rabia se la ganaron. Se levantó del bar, y se fue a encarar a su patrón. Llegó a la hora en que se iba a su casa y cerraba, solo, la mueblería. - Y ahora vay a hablar conmigo ¡conchetumadre! - le dijo cuando el patrón cerraba los portones. - ¡Que querís! - le respondió -, ¿que te llame a los pacos?. - ¡No señor! - le gritó, con la voz algo traposa. - Quiero ver si es capaz de decirme usté mismo lo que me mandó decir con su puto contador. - ¡Ándate pa tu casa será mejor!, borracho infeliz. - ¡¿A quien le decís infeliz?! - y sacó del bolsillo una navaja que se abrió automáticamente al sentir el gesto agresivo de su dueño. No alcanzó, el patrón, a esquivar la estocada, que se le clavó desde abajo, hasta atravesar el hígado. Siete minutos después estaba tendido junto al portón de su pequeña industria, con los ojos mirando hacia arriba la primera oscuridad de la tarde, con un gesto de sorpresa en la boca, mientras abandonaba la vida para siempre. El fugitivo fue capturado, borracho, sin sentido, durmiendo en una zanja, a tres cuadras del bar donde había intentado borrar ese día maldito. No fue necesario un juicio largo para condenar al Yilé a seis años y un día. Entonces fue cuando su mujer lo dejó, y se llevó al Nolan. Así fue que creyó que topaba el fondo de su vida, y quiso enmendarse. A los tres años salió por buena conducta, pero ya su vida estaba rota. Su mujer se había ido, sus hijos vivían callejeando, y nunca más consiguió un trabajo. Para subsistir recolectaba cartones, y para resistir la amargura tomaba. Así había llegado hasta aquí, a esta hora de la noche, cuando sintió el eco de los pasos. El edificio, donde trabajaba Monarde, tenía a la salida, una galería, con piso de baldosas, que daba por un costado a la vereda, y por el otro a un inmenso local de la compañía de teléfonos, de manera que a esa hora, que el local estaba cerrado, se formaba una caja de resonancia donde el golpe de sus pasos se aumentaba hasta ser oído fácilmente a más de una cuadra. Además, Monarde taconeaba con fuerza, como para darse seguridad. Tal vez sentía que si sus pasos llegaban a oírse agresivos, estaría protegido. La fuerza del taconeo, y el ritmo hizo pensar al Yilé que se trataba de un hombre alto, lo imaginó de tipo claro, y seguro de sí mismo. Sus zapatos serían de suela y taco de madera, finos, caros; por eso sonaban sólidos, por eso el tranco era largo. Pensó que vendría bien vestido, con un traje de dos piezas, de buen paño, no de fibra; tal vez un terno oscuro, una corbata ancha, atada con un nudo perfecto, bajo un cuello albísimo y almidonado. Tal vez usaría colleras. Se dijo que de seguro había comido en la casa de la amante, y después de unos tragos finos, quizás whisky, se habría acostado con ella, y ahora volvía a su casa del barrio alto, a mentirle a su mujer. De seguro le dirá: "Tuve que llevar a comer a un cliente". Así lo hacía don Jorge. ¡Maldito desgraciado!. En ese momento el dueño de los pasos se convirtió en su enemigo más odiado. Representaba el éxito que él no alcanzaría jamás, la opinión autorizada, aunque no fuera verdadera, que a él lo tenía donde estaba ahora. Entonces se levantó del carromato, al tiempo que los pasos dejaron la galería, y bajaron a la vereda. Monarde se sintió inquieto, y se detuvo, sacó un cigarrillo y lo encendió, pensando matar el escalofrío que produce la soledad de la noche y el temor irracional a la oscuridad que tenía que atravesar para llegar a su auto. Aspiró profundo la bocanada de humo, y emprendió de nuevo el taconeo, que ahora sonaba más apagado. Casi al llegar a la esquina de Amunátegui un ataque de tos lo demoró. El Yilé desde la vuelta de la esquina pensó: "¡Huevón enfermo, desgraciado!". Monarde giró la esquina, y quedó a la vista del Yilé, con una figura completamente opuesta a sus expectativas. Vestía una chaqueta de tweed ordinario, sobre un chaleco con dibujos geométricos grandes. El chaleco tenía demasiado uso, así que no sólo estaba medio pelado, sino que el pelo de la lana se había apelmazado en múltiples pelotillas, dándole un aspecto muy pobre. Los pantalones tenían brillantes las asentaderas, y bolsudas las rodillas, y todo el conjunto era soportado por un hombre de estatura media, moreno y más bien grueso, que denotaba sus orígenes modestos. Los ojos denotaron sobresalto cuando vio al cartonero junto a su carromato. La adrenalina le saltó desde el plexo hasta la nuca tan violentamente que trató de llevarse el cigarrillo a la boca, pero la mano le tiritaba, y se sintió presa como de un intenso frío. Momentáneamente el cartonero se sintió desorientado por la enorme diferencia entra la imagen y el hombre. Pero después pensó: "¡Mala cueva!. Está decidido. ¡Igual me lo echo!", y atravesó la calle desierta con decisión, y se dirigió directamente a Monarde. Éste sintió su propia respiración acelerándose, y sus pensamientos se hicieron confusos, y rápidos hasta el automatismo; las manos se le humedecieron, y sintió como sus pupilas se dilataban al punto que la única figura nítida en su campo visual fue el cartonero que se acercaba. Vio que algo brillaba en su mano izquierda, y notó que sus ojos negrísimos resaltaban a pesar de la oscuridad, a la vez que en su rostro moreno y curtido, subrayado por una barba de unos seis días, se destacaba la nariz gruesa y suavemente enrojecida. El pelo desgreñado, y extremadamente sucio le daba al hombre un aspecto de ferocidad, que no era acompañado por la expresión del rostro, que si bien era decidida, se veía extrañamente serena. Vestía un abrigo muy largo y grueso, al que no le quedaba ningún botón, y el forro rasgado asomaba por debajo con tristeza. Un chaleco deshilachado de color indefinible, y unos pantalones mugrientos sobre un par de zapatos agotados por el uso completaban su indumentaria. Al llegar junto a Monarde, el Yilé apoyó suavemente, pero con suficiente decisión como para hacerla notar sobre sus costillas, la navaja que llevaba en la mano izquierda; y acercándose mucho a él le dijo con voz serena y ronca: - ¿Tendría alguna ayuda que me diera?. Monarde, sorprendido por el tenor de la pregunta, se llevó con inseguridad el cigarrillo a la boca, y metiéndose luego ambas manos a los bolsillos de los pantalones los dio vuelta hacia afuera, y le mostró la mano abierta con dos relucientes monedas de diez pesos: - ¡Chuchas que vergüenza! - dijo -, tengo apenas veinte pesos para la propina del acomodador de autos. Este país está tan cagado - añadió -, que la plata ya no llega ni al veinte del mes. Pero le puedo convidar un puchito pal frío - concluyó, sacando una cajetilla de cigarrillos ajada del bolsillo interior de su chaqueta. El Yilé sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. - Sáquese otro pa la oreja - ofreció Monarde -, mire que está haciendo mucho frío. El cartonero sacó otro, sin decir palabra, y se lo puso entre la oreja y la cabeza. Simultáneamente su mano izquierda, que se había mantenido en ristre, a la altura del hígado de Monarde, bajó a su posición de descanso. Este último sintió que la tensión cedía, y entonces dijo: - ¿Y como estuvo hoy la recolección?. - Como si conociera el trabajo del otro de memoria, y tuviera antecedentes de él. Vio como el otro se encogía imperceptiblemente de hombros, mientras respondía: - Ta difícil. Cada día se usa menos papel. - Y se sintió incómodo de hablar de sí mismo con el extraño que iba a ser su víctima. Por eso su respuesta fue escueta. - ¡Los malditos computadores personales! - insistió Monarde en buscarle conversación -, a mi también me tienen cagado. Ahora hay cada vez menos trabajo pa los que tecleamos datos. El Yilé no quería conocer la vida de su víctima. No se quería involucrar con él. "Si lo conozco no le puedo hacer daño", pensó. Y entonces se sintió enrabiado de haberle contestado, y de haberle dado entrada para hacer comentarios. Su mano izquierda subió de nuevo hasta el hígado del otro. Monarde no supo qué le asustó más, si el brillo de la hoja de la navaja, o la presión que la punta ejerció en sus costillas. - ¡Usté no sabe na como es de jodía la vida del pobre!, - dijo el Yilé con voz ronca. - ¿O acaso ha dormido de a cinco en una cama, y con el suelo de barro?. ¡Ustedes no saben lo que es pobreza! - terminó enojado. Hasta ese momento, para Monarde, no era demasiado claro que estaba siendo asaltado, pero ahora veía, que no sólo lo iban a asaltar, sino que probablemente, también iba a ser parte de una venganza, tal vez violenta, contra el mundo. - No ha de ser fácil - dijo -, pero al menos usted puede ser pobre con dignidad. En cambio a uno hasta eso le quitan. A mi me obligan a andar bien vestido, con camisa blanca y corbata, con los zapatos presentables, y aparentando lo que no tengo. Y si no, no hay trabajo. No puedo ser pobre, aunque lo soy. Por ejemplo, ¿Cuanto se gana usted en el mes?. El Yilé se sintió confundido, y sorprendido con la pregunta, y no pudo evadirla: - ¡Putas! - dijo - serán unas ciento veinte luquitas. - Y se sintió incómodo, fuera de lugar. Monarde, por su parte, sintió el alivio de llevar la cosa por un rumbo que le convenía. Mientras la situación se mantuviera en una conversación, el no era la víctima y el otro el asaltante. Sólo eran dos personas compartiendo opiniones. - Bueno - respondió, siguiendo su línea -, yo gano ciento cincuenta, trabajando todos los días de ocho de la mañana, hasta esta hora. Y tengo que gastarme cuarenta en movilización y almuerzo. Sin contar que tengo que tener la pinta, buena casa, colegio pagado pa los niños. Todos con zapatitos buenos, uniforme, útiles, y que se yo. Entonces hay que pedir prestado al banco, y pagar religioso. Si no, te crucifican. En resumen, termino más pobre que usted, pero no tengo ni derecho a serlo. ¿Usted le debe algo a alguien?. - ¡Putas! - dijo de nuevo, molesto de no saber cortar la conversación. - Pero a mí nadie me da trabajo tampoco. Sintió que la rabia le hervía en las entrañas. No quería perder el control de la situación, pero el otro insistía en preguntar, y lo sacaba de lo suyo. Entonces presionó fuerte la navaja en las costillas de su víctima, y salpicando saliva dijo: - ¿O usté, después de tanta conversa, me va a dar uno? Monarde sintió el punzaso entre sus costillas, y sintió una corriente desde la espalda a la coronilla, que le erizaba el pelo. Tratando de parecer seguro, y para ganar tiempo dijo: - Mire... perdone: ¿Cual es su nombre?... - ¡Me dicen El Yilé! - escupió con ferocidad. - Mire amigo Yilé, si de mi dependiera, yo saco cagando a todos estos cabrones milicos y políticos, que viven comiéndose los pulmones suyos y míos, pa ver quien tiene más fuerza, y arreglo las cosas pa favorecer al pueblo. Porque, por ejemplo, usted: ¿Por que no tiene trabajo?: Nada más que porque es pobre. - Se respondió a sí mismo. El Yilé vio la oportunidad de retomar el control, y siempre con agresiva ferocidad, le gritó a la cara: - ¡No tengo pega porque asesiné a un crestón! - ¡Chuchas!, - se le escapó - ¿como fue eso?. - Y de nuevo sintió que se le erizaba el pelo. Éste si que es mi terreno, pensó el Yilé, y dijo: - Me echó de la pega, y le metí la cuchilla entera en el hígado. Al Yilé los ojos le brillaban, orgullosos. Monarde hizo una esfuerzo para mantener el ánimo. - Estuve preso tres años, y salí por buena conducta - continuó El Yilé con tono indiferente -. Perdí a mi familia, la señora se fue con otro, perdí mi casa, y por eso ahora me da igual todo. ¡Vivo el día no más!. Monarde pensó que por alguna razón inexplicable solía encontrar este tipo de experiencias fuera de lo común. Recordó a su amigo El Aviador. Vivía bajo un puente de una pileta en desuso, en una plaza pública. Un día lo paro para pedirle plata para una sopa. Él le dio dos monedas de cien que tenía en el bolsillo derecho de la chaqueta. "¡No!. No me sirve. Tiene que ser por lo menos una luca. Eso vale un plato de sopa con un pan ahí en la esquina", dijo El Aviador. A Monarde le llamó la atención el gorro de cuero muy gastado y sucio, ajustado al cráneo y con orejeras, que el pordiosero se amarraba en la garganta. Éste, junto con los anteojos oscuros, le daban el aspecto de un aviador de la primera guerra mundial, pero muy venido a menos. Monarde lo bautizó para sí mismo como El Aviador. Le dio la luca y las dos monedas, y conversó con él hasta bien avanzada la tarde. Supo que su nombre era Hans Hasselblüheme, que no soportaba a su familia porque querían hacer de él un hombre diferente, aún cuando no sabía claramente diferente de qué; que había trabajado en la empresa familiar (un aserradero en el sur), hasta que descubrió que cada árbol talado y hecho tablones, o astillas, sufría violentamente su muerte luego de vivir con lentitud durante mas de setecientos años; y que había intentado liderar un movimiento de defensa del árbol añoso, hasta que su familia le robó todos sus bienes y lo quiso internar en un sanatorio, del cual escapó con una pierna quebrada. Esta vez, pensó Monarde, sólo difiere en la violencia que pretende el hombre, sin embargo, se le nota que es un hombre tan sólo como el otro. Si logro acompañarlo, de seguro me evito una muerte violenta. Entonces dijo: - Siempre, cuando uno cae en desgracia, la gente lo abandona. Cuando estuve, una vez, sin trabajo, llamaba a mis amigos y se negaban, mis parientes estaban enojados conmigo: "porque es un flojo", decían. Le aconsejaron a mi mujer que me abandonara, y ella les creyó. Pero cuando tuve trabajo otra vez, llegaron todos a mi casa a hacer una fiesta; pagada por mí, por supuesto; para celebrar. Así que no se extrañe amigo. El día que la suerte le caiga encima, llegan todos a pedir lo suyo. El Yilé recordó cuando salió de la escuela industrial. Había sido el mejor alumno, y lo mandaron a trabajar de aprendiz a una fábrica que hacía muebles para una gran tienda. Tenía apenas diez y ocho años, y el primer sueldo le pareció una fortuna. Recordó los ojos húmedos de su mamá cuando llegó con el televisor de regalo, para que pudiera ver "Nino" en su propia casa. Cuando cayó preso, su mamá fue la única que lo visitó siempre. Dijo, casi con enojo, como si el otro hubiera dudado de su madre: - ¡Mi mamita estuvo siempre conmigo!. En las güenas y en las malas, hasta el día de su muerte. Ella me cuidó los niñitos cuando se fue la Náyade, y como nadie me daba pega, ella lavaba ropa y hacía aseos pa parar la olla en la casa. Así fue como se comió los pulmones. - Hizo una pausa, como si no pudiera seguir hablando, y con un esfuerzo terminó: - Así fue que se murió mi mamita, y que yo me vine pabajo. Monarde se conmovió, y estuvo a punto de contarle que el no tuvo madre, que la suya huyó a Estados Unidos cuando él tenía tres o cuatro años, y nunca más se supo de ella, que su padre era un bohemio, que a veces no lo veía en semanas, y que el creció semi abandonado, cazando pajaritos, en una parcela que tenían sus abuelos. Pero pensó que tal vez el otro se disgustaría, y le volvería la agresividad, que había cedido. Entonces sacó los cigarrillos, y le ofreció otro. Éste notó que casi no le quedaban cigarrillos en la cajetilla, e inconscientemente le dijo: - No, gracias. Ya casi no le queda niuno. - y sorbió los mocos, mientras se limpiaba con la manga del abrigo. - Saque no más, - insistió Monarde, - serán pocos pero igual son pa fumarlos -. Y removió la cajetilla para subrayar la oferta. El Yilé, con expresión de vergüenza, sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Recordó, entonces, que en la cárcel los cigarrillos eran como un signo de riqueza, y no se daban por nada, sino a veces por importantes favores, especialmente cuando el necesitado no tenía muchas visitas que le trajeran de afuera. Algunos presos pagaban la ejecución de venganzas en cigarrillos: "¡Veinte cajetillas por verle las tripas a ese chuchesumadre!". Todo adquiría valor monetario en el encierro: las drogas, las armas, el licor. Y a la vez todo se transformaba en factor de comercio: las amistades aprovechables, la información, la comida que venía de afuera. Mirando el cigarrillo, dijo: - Adentro, un cigarrito güeno como este, valía oro... - y se metió la mano con la navaja en el bolsillo del abrigo - ...¡la puta que está haciendo frío! - concluyo. Monarde no sentía frío. Solo sentía helados los dorsos de las manos, mientras que las palmas estaban húmedas de sudor. A pesar de todo, cuando El Yilé le sacó la navaja de las costillas, y se metió la mano al bolsillo, sintió un escalofrío, cuyo tremor lo sacudió con fuerzas de la cabeza a los piés. A modo de disculpas dijo: - ¡Más que la cresta! - aunque era falso. Y evocó su época de estudiante, cuando tenía exámenes. La luz del verano daba con intensidad sobre las descoloridas cortinas, que se movían suavemente con la brisa, haciendo circular un aire caliente que tornaba aún más insoportable el calor. "Primera pregunta" gritaba la examinadora, y de inmediato empezaba a transpirar por la palma de las manos, y le bajaba un ataque de escalofríos que lo hacía tiritar con tal fuerza que la letra le salía deformada. Dijo entonces: - ¡Me llegó al hueso!. - ¡Chih! - exclamó el otro - que es ñecla iñor. Yo paso este frío todas las noches y na me quejo. - Y pensó que el ya estaba curtido. Que la mayor parte de su vida la pasó en el frío, la humedad, y la estrechez, mientras el otro dormiría caliente en una cama con somier y colchón de lana, con estufa, o tal vez chimenea, con suelo de madera o alfombra. Lo imaginó acostado junto a su mujer, que visualizó rubia como en los réclames de champú, viendo televisión, en un dormitorio con ventanales y cortinajes, como de las películas, en una cama ancha y llena de cojines de colores satinados. Entonces se puso él mismo en la escena, pero de inmediato se rompió el encanto, y la rubia se trocó en la Náyade con su pelo negro y deslustrado, amarrado en un moño desordenado, las paredes fueron de palo, el suelo de pavimento afinado, la cama de escasa plaza y media, el enorme televisor se esfumó por completo, y los ventanales se cambiaron por un ventanuco. Entonces le hirvió nuevamente la rabia en el corazón, y sacando la mano que aún sujetaba la navaja en el bolsillo, hizo un gesto amplio abriendo los brazos. Mientras la navaja fulguraba a la luz del farol de mercurio, salpicándole saliva en la cara le gritó: - ¡Ustedes, huevones ricos, no saben lo que es tener el frío en los huesos!. ¿Cuando habrá tenido usted un sufrimiento?, ¿ah?... ¿ah?... - y le punceteaba las costillas con el cuchillo. El terror, ante la furia injustificada del Yilé hizo ruborizarse a Monarde, mientras sentía el pecho y las entrañas pletóricas de adrenalina. La máquina del cerebro aceleró su marcha, a tal nivel, que le parecía oír como pasaban, zumbando, los fluidos por los conductos infinitesimales de su mente. Intentó tímidamente detener el brazo de la navaja, pero de inmediato recibió un corte en la palma, que no alcanzó a sangrar. En la mente afiebrada de Monarde apareció su imagen de niño, tallando una flecha, sentado en los escalones de la cocina, en la casa de su abuelo, con la cortaplumas que le regalaran para el cumpleaños. Por entre las rejas del gallinero había logrado arrancar una pluma de la cola, al gallo. Era negra, sedosa, e iridiscente. Perfecta para adornar una flecha del héroe que él representaba en sus juegos. Con la cortaplumas intentaba hacer una zanja en la varilla que había pelado, para meter la pluma, cuando la herramienta se desvió de su curso, y con el impulso fue a rajar transversalmente la palma de la mano que sujetaba la flecha. Tampoco sangró ese día, o casi nada, pero dejó una grieta dolorosa, que le recordó durante largo tiempo el cuidado que se debe tener con un cuchillo. Instintivamente se metió la mano bajo la axila, y dijo, desde su sorpresa: - ¡Huevón! ¿Que te pasa?. - Que vos, mhijito rico, me querís engrupir. ¿Creís que porque uno es pobre te podís reír de mí?. -¡Anda cachando que del Yilé nadie se ríe!. - ¿Sabís qué?, que erís un huevón violento, y no cachai una. - Dijo Monarde, fuera de sí, sin sacar la mano herida de debajo del sobaco, y disparando saliva. - Llevo una hora conversando con vos, que ni te conozco. Lo único que quiero es irme a mi casa después de trabajar todo el día, pero estoy aquí, oyendo tu queja plañidera y maricona, porque te cagaste la vida solo, por violento. Te venís a hacer el que me quiere asaltar, y lo único que buscai es compasión. Que te oigan tus lloriqueos de mariquita. Y pa sentirte hombre te hacís el violento. ¿Me querís acuchillar pa vengarte del mundo?. ¡Tírame el tajo en la guata y sácame las tripas pa fuera de una vez!. ¿O me querís robar la camisa?. ¿Querís la ropa, huevón?. Te la doy toda y me voy en pelotas. ¡Pero sé hombre y dilo de una vez!, porque los huevones como vos, no son mis amigos. Así que me hay hecho perder el tiempo no más. En ese momento dio la una y media de la mañana. En el fondo, dobló desde la Alameda la micro de la patrulla militar que se estacionaba en el paseo Huérfanos. Esa era la última señal para Monarde. Si no partía de inmediato, lo pescaba el toque de queda, y no alcanzaba a pasar la patrulla que estacionaba a dos cuadras de su casa. Antes que el Yilé abriera la boca dijo: - ¡Huevón!, decídete porque allá viene la patrulla militar, y yo me voy. - ¡Vos no te movís! - ordenó el Yilé, y lo empujó contra el vano del portal del edificio, y lo mantuvo ahí hasta que la patrulla hubo pasado. Monarde vio a los militares que miraron indiferentes. Todos las noches veían al cartonero, y lo conocían. Seguramente sabían que era políticamente inofensivo, y lo dejaban en lo suyo. Se le recogió el estómago, y la hiel le subió hasta la garganta; cuando vio a la micro doblando por Huérfanos. El Yilé, con la mano que sostenía todavía el cigarrillo, y sin sacar la otra de entre las costillas de su víctima, lo agarró de la ropa del pecho, y lo sacó hasta ponerlo mirando en sentido contrario de donde venía. Entonces le acercó la cara hasta casi tocar la de él, y le dijo escupiendo: - Sólo porque fuiste bien hombrecito, porque me diste tus cigarrillos, y porque yo soy un hueón noble, ¡pa que sepai!, sólo por eso te voy a dejar irte -. Y le dio un empujón con la mano que lo tenía sujeto. Mantuvo la mano estirada y se la ofreció mientras cerraba con la otra, y guardaba, la navaja. Monarde le dio la mano, y sintió todo el frío de la noche en su espalda, mientras percibía que tenía las palmas húmedas. Dijo: - ¡Adiós Yilé!. ¡Amigo!. - Giro hacia su rumbo, y emprendió el camino tiritando. El Yilé le sintió la mano húmeda, y se le revolvió el estómago. Se acordó del Chamoga Sierra. Su apellido era León Manso, y no le gustaba, por eso usaba Sierra como chapa. El Chamoga siempre le decía: "Nunca te fíes de un huevón que le suden las manos: Es un traidor". Él no le creía. Lo decía por el Chencho, que los surtía en la cárcel. Siempre conseguía lo que otros no podían. Al Chencho, que era un hombre grueso, con un ojo nublado, y un gesto de desprecio permanente en la boca, le sudaban las manos cuando hacía negocios. Un día el Chamoga lo engaño en un negocio, y el Chencho lo asesinó por la espalda, a mansalva. "¡Maldito, maricón traidor!", pensó. "A mi nadie me va a engañar". Monarde no había alcanzado a avanzar diez pasos. Estaba junto a la vidriera del edificio cuando sintió que un brazo fuerte lo tomaba por atrás. Una voz enronquecida le dijo algo de las manos junto al oído izquierdo, mientras sentía en extraño silbido en el derecho. A las seis y media de la mañana llegan las aseadoras del servicio que atiende a la empresa telefónica. El primer piso del edificio, en la esquina de Bombero Ossa con Amunátegui les abre sus puertas por Bombero Ossa, pero una de las mujeres sale a Amunátegui para barrer la vereda. La encargada se encontró con un hombre durmiendo, boca abajo, junto a la vidriera de la esquina. El hombre, seguramente un borracho, pensó la mujer; se veía decentemente vestido, con una chaqueta de tweed, pantalones de fibra y lana, gastados y brillantes en el poto, pero en buen estado. La mujer pensó que estaba borracho pues, a pesar de su aspecto bien puesto, no tenía ni zapatos, ni calcetines. Al intentar despertarlo, ella observó que la manga izquierda estaba cortada longitudinalmente, juntos la chaqueta, el chaleco, y la camisa, entonces notó que le habían robado el reloj, a tirones, pues tenía desgarrada la muñeca y la mano. Como el hombre no despertaba, la mujer lo tomó por el hombro derecho, y lo giró para ponerlo cara arriba. Entonces se dio cuenta que estaba recostado sobre un charco de sangre, ahora ya seca. Tenía un tajo en el cuello, que le comenzaba bajo la oreja derecha, e iba a terminar a tres centímetros a la izquierda de la nuez, por debajo de esta. Tenía el lado derecho del pecho empapado en sangre, que, de seguro, brotó a borbotones, escurriendo por la solapa de la chaqueta, el chaleco de cachemira gastada, y la camisa. Las investigaciones posteriores determinaron que le habían robado los zapatos, de una marca conocidamente económica, que tenían ya dos años y fracción de uso; los calcetines de valor despreciable; un reloj con pulsera metálica, de cuarzo análogo, que nuevo no costaba más allá de siete mil ochocientos pesos; y una cajetilla con dos cigarrillos sin filtro. En el bolsillo derecho del pecho se encontró una cartuchera de cuero con documentos personales, que aunque ensangrentados, permitieron identificar a Monarde, que murió asesinado por tener las manos húmedas. © Kepa Uriberri |
Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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