Asalto
Cuento del libro Así se muere El Yilé terminó su caña de un trago, y con paso calmo salió al patio trasero de "La Clínica" donde le permitían guardar su carromato, y, con él, enfiló por la calle Teatinos, rumiando sus pensamientos. El apodo se lo había ganado por la eficacia con la navaja en las riñas de bar. Era un hombre reconcentrado, huraño, de genio ligero, cuya aspereza se acentuaba con el alcohol. Bastaba ver su aspecto y actividad para saber que había sido permanentemente golpeado por la vida. Y sin embargo era capaz de pagar bien la amistad. A su manera era un hombre hogareño, aunque las circunstancias no le permitieran ejercerlo propiamente. Se fue deteniendo en cada grupo de tarros y bolsas de basuras que, como gordos transeúntes, esperaban ser subidos a los camiones recolectores. De cada uno fue rescatando cajas y papeles que coleccionaba en el fondo del carrito. El trabajo se ejecutaba en forma mecánica, casi ausente, de modo que mientras las manos se movían en un sentido, el pensamiento cavilaba en otro. Había tenido una mala racha. Más de un mes sin salir a trabajar a causa de una neumonía. En el hospital no había cama para él, y le dieron hora para seis meses después. El preguntó: - ¿Y si me mejoro antes, tengo que venir igual?. ¿Y si me muero, tengo que venir a avisar?. Monarde se preparaba el undécimo café de la noche, mientras encendía el vigésimo cuarto Lucky sin filtro. Estaba trabajando en el terminal del computador entrando datos desde las ocho de la mañana. Era un trabajo matador, pero tenía la gracia que se ganaba según lo que se producía. Se asomó por la ventana que daba a la callecita de atrás del edificio, y vio su Samara abajo, estacionado junto al portón del liceo. Era el único auto que quedaba a esa hora, y la calle se veía negra como boca de lobo. - ¡Mala cueva! -pensó- siempre me voy tarde y nunca pasa nada. Se sentó un rato más en el terminal, con el café y un cenicero al lado; lo que durante el día, cuando estaba el supervisor, estaba prohibido; y siguió tecleando. A Monarde le convenía trabajar hasta tarde. La recesión había dejado sin trabajo a su mujer, y los cuatro colegios, incluidos uniformes, zapatos, cuadernos, libros, cuotas especiales, clases extraprogramáticas obligatorias, además de comer, y pagar cuentas, serían imposibles sin el esfuerzo extra. Por otra parte, el que no producía, se iba. No había donde regodearse. Calculó que todavía podía seguir otra media hora sin caerse de sueño, y siguió una y media más antes de mirar la hora otra vez. Diez para la una de la madrugada apagó su terminal, y empezó a juntar sus cosas. En la esquina de Amunátegui y Agustinas, alrededor de las doce de la noche, subía la rampa desde el subterráneo de servicio del edificio de la esquina sur-oriente, y los encargados del aseo desestibaban alrededor de seis enormes bolsas repletas de papeles de computador. Algo similar sucedía en la esquina de Amunátegui con Bombero Ossa, donde se acumulaban las bolsas de la compañía telefónica y de las oficinas del edificio Gildemeister. Algunos minutos antes de la media noche llegaba el Yilé, a terminar su ronda en esta esquina. Metía todas las bolsas de papeles en su carro, lo que hacía el equivalente de más o menos la mitad de todo lo que juntaba en la noche, y luego satisfecho se recostaba sobre el enorme hato, y dormía hasta la seis. A esa hora abría el mayorista una cuadra más abajo, y recibía la carga de todos los cartoneros del centro. Mientras dormitaba, solía recordar sus tiempos buenos, cuando era mueblista, y tenía trabajo. Que lindo era tener trabajo de ocho de la mañana a seis de la tarde, y volver a la casa donde lo esperaba la mujer y los mocositos. Él llegaba y los chiquillos estaban jugando a la pelota en la cuadra. De vez en cuando él se quedaba un ratito peloteando con ellos, y después entraba. La Náyade siempre lo esperaba con la comida lista. Buena y abundante. No como ahora que la casa estaba siempre sola, los cabros estaban de seguro volados en alguna esquina, y por más esfuerzo que hiciera, nunca alcanzaba. La Náyade aburrida se había ido con otro, y se había llevado al Nolan. Seguro que el niño era del otro, y por eso no lo dejó botado como a los demás. - ¡Maldita miseria! - pensó el Yilé -, caís en desgracia y te mandan a la mierda. Pero yo me la busqué. De huevón me insolenté con don Jorge. ¡Quien me manda!. El Yilé se había quedado sin trabajo porque siempre estaba discutiendo con el patrón en la mueblería. De verdad el sabía más que el otro, pero el otro era el dueño. Hasta que un día no pudo más, y se fue de palabras: - ¡Putas hueón, vos no me vay a enseñar a mí!. Y después se fue de manos, y le pegó un empujón, que casi termina con el patrón por el suelo. El patrón se enderezó rojo de ira, entró en las oficinas, y mandó a buscar al contador: - ¡A ese chuchesumadre - le dijo -, le pagái hasta este minuto, lo sacái con los pacos si es necesario, y no entra más!. Él se tomo toda la plata, y no contó nada en su casa. Al día siguiente salió como si fuera a trabajar, anduvo rumiando su desgracia por ahí, y volvió tarde y de malas a la casa. Así pasó semanas. A veces conseguía un trabajito menor, y se tomaba la paga, conseguía un trabajo estable, y lo perdía por borracho; y siempre la culpa era del ex patrón. Un día el alcohol y la rabia se la ganaron. Se levantó del bar, y se fue a encarar a su patrón. Llegó a la hora en que se iba a su casa y cerraba, solo, la mueblería. - Y ahora vay a hablar conmigo ¡conchetumadre! - le dijo cuando el patrón cerraba los portones. - ¡Que querís! - le respondió -, ¿que te llame a los pacos?. - ¡No señor! - le gritó, con la voz algo traposa. - Quiero ver si es capaz de decirme usté mismo lo que me mandó decir con su puto contador. - ¡Ándate pa tu casa será mejor!, borracho infeliz. - ¡¿A quien le decís infeliz?! - y sacó del bolsillo una navaja que se abrió automáticamente al sentir el gesto agresivo de su dueño. No alcanzó, el patrón, a esquivar la estocada, que se le clavó desde abajo, hasta atravesar el hígado. Siete minutos después estaba tendido junto al portón de su pequeña industria, con los ojos mirando hacia arriba la primera oscuridad de la tarde, con un gesto de sorpresa en la boca, mientras abandonaba la vida para siempre. El fugitivo fue capturado, borracho, sin sentido, durmiendo en una zanja, a tres cuadras del bar donde había intentado borrar ese día maldito. No fue necesario un juicio largo para condenar al Yilé a seis años y un día. Entonces fue cuando su mujer lo dejó, y se llevó al Nolan. Así fue que creyó que topaba el fondo de su vida, y quiso enmendarse. A los tres años salió por buena conducta, pero ya su vida estaba rota. Su mujer se había ido, sus hijos vivían callejeando, y nunca más consiguió un trabajo. Para subsistir recolectaba cartones, y para resistir la amargura tomaba. Así había llegado hasta aquí, a esta hora de la noche, cuando sintió el eco de los pasos. El edificio, donde trabajaba Monarde, tenía a la salida, una galería, con piso de baldosas, que daba por un costado a la vereda, y por el otro a un inmenso local de la compañía de teléfonos, de manera que a esa hora, que el local estaba cerrado, se formaba una caja de resonancia donde el golpe de sus pasos se aumentaba hasta ser oído fácilmente a más de una cuadra. Además, Monarde taconeaba con fuerza, como para darse seguridad. Tal vez sentía que si sus pasos llegaban a oírse agresivos, estaría protegido. La fuerza del taconeo, y el ritmo hizo pensar al Yilé que se trataba de un hombre alto, lo imaginó de tipo claro, y seguro de sí mismo. Sus zapatos serían de suela y taco de madera, finos, caros; por eso sonaban sólidos, por eso el tranco era largo. Pensó que vendría bien vestido, con un traje de dos piezas, de buen paño, no de fibra; tal vez un terno oscuro, una corbata ancha, atada con un nudo perfecto, bajo un cuello albísimo y almidonado. Tal vez usaría colleras. Se dijo que de seguro había comido en la casa de la amante, y después de unos tragos finos, quizás whisky, se habría acostado con ella, y ahora volvía a su casa del barrio alto, a mentirle a su mujer. De seguro le dirá: "Tuve que llevar a comer a un cliente". Así lo hacía don Jorge. ¡Maldito desgraciado!. En ese momento el dueño de los pasos se convirtió en su enemigo más odiado. Representaba el éxito que él no alcanzaría jamás, la opinión autorizada, aunque no fuera verdadera, que a él lo tenía donde estaba ahora. Entonces se levantó del carromato, al tiempo que los pasos dejaron la galería, y bajaron a la vereda. Monarde se sintió inquieto, y se detuvo, sacó un cigarrillo y lo encendió, pensando matar el escalofrío que produce la soledad de la noche y el temor irracional a la oscuridad que tenía que atravesar para llegar a su auto. Aspiró profundo la bocanada de humo, y emprendió de nuevo el taconeo, que ahora sonaba más apagado. Casi al llegar a la esquina de Amunátegui un ataque de tos lo demoró. El Yilé desde la vuelta de la esquina pensó: "¡Huevón enfermo, desgraciado!". Monarde giró la esquina, y quedó a la vista del Yilé, con una figura completamente opuesta a sus expectativas. Vestía una chaqueta de tweed ordinario, sobre un chaleco con dibujos geométricos grandes. El chaleco tenía demasiado uso, así que no sólo estaba medio pelado, sino que el pelo de la lana se había apelmazado en múltiples pelotillas, dándole un aspecto muy pobre. Los pantalones tenían brillantes las asentaderas, y bolsudas las rodillas, y todo el conjunto era soportado por un hombre de estatura media, moreno y más bien grueso, que denotaba sus orígenes modestos. Los ojos denotaron sobresalto cuando vio al cartonero junto a su carromato. La adrenalina le saltó desde el plexo hasta la nuca tan violentamente que trató de llevarse el cigarrillo a la boca, pero la mano le tiritaba, y se sintió presa como de un intenso frío. Momentáneamente el cartonero se sintió desorientado por la enorme diferencia entra la imagen y el hombre. Pero después pensó: "¡Mala cueva!. Está decidido. ¡Igual me lo echo!", y atravesó la calle desierta con decisión, y se dirigió directamente a Monarde. Éste sintió su propia respiración acelerándose, y sus pensamientos se hicieron confusos, y rápidos hasta el automatismo; las manos se le humedecieron, y sintió como sus pupilas se dilataban al punto que la única figura nítida en su campo visual fue el cartonero que se acercaba. Vio que algo brillaba en su mano izquierda, y notó que sus ojos negrísimos resaltaban a pesar de la oscuridad, a la vez que en su rostro moreno y curtido, subrayado por una barba de unos seis días, se destacaba la nariz gruesa y suavemente enrojecida. El pelo desgreñado, y extremadamente sucio le daba al hombre un aspecto de ferocidad, que no era acompañado por la expresión del rostro, que si bien era decidida, se veía extrañamente serena. Vestía un abrigo muy largo y grueso, al que no le quedaba ningún botón, y el forro rasgado asomaba por debajo con tristeza. Un chaleco deshilachado de color indefinible, y unos pantalones mugrientos sobre un par de zapatos agotados por el uso completaban su indumentaria. Al llegar junto a Monarde, el Yilé apoyó suavemente, pero con suficiente decisión como para hacerla notar sobre sus costillas, la navaja que llevaba en la mano izquierda; y acercándose mucho a él le dijo con voz serena y ronca: - ¿Tendría alguna ayuda que me diera?. Monarde, sorprendido por el tenor de la pregunta, se llevó con inseguridad el cigarrillo a la boca, y metiéndose luego ambas manos a los bolsillos de los pantalones los dio vuelta hacia afuera, y le mostró la mano abierta con dos relucientes monedas de diez pesos: - ¡Chuchas que vergüenza! - dijo -, tengo apenas veinte pesos para la propina del acomodador de autos. Este país está tan cagado - añadió -, que la plata ya no llega ni al veinte del mes. Pero le puedo convidar un puchito pal frío - concluyó, sacando una cajetilla de cigarrillos ajada del bolsillo interior de su chaqueta. El Yilé sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. - Sáquese otro pa la oreja - ofreció Monarde -, mire que está haciendo mucho frío. El cartonero sacó otro, sin decir palabra, y se lo puso entre la oreja y la cabeza. Simultáneamente su mano izquierda, que se había mantenido en ristre, a la altura del hígado de Monarde, bajó a su posición de descanso. Este último sintió que la tensión cedía, y entonces dijo: - ¿Y como estuvo hoy la recolección?. - Como si conociera el trabajo del otro de memoria, y tuviera antecedentes de él. Vio como el otro se encogía imperceptiblemente de hombros, mientras respondía: - Ta difícil. Cada día se usa menos papel. - Y se sintió incómodo de hablar de sí mismo con el extraño que iba a ser su víctima. Por eso su respuesta fue escueta. - ¡Los malditos computadores personales! - insistió Monarde en buscarle conversación -, a mi también me tienen cagado. Ahora hay cada vez menos trabajo pa los que tecleamos datos. El Yilé no quería conocer la vida de su víctima. No se quería involucrar con él. "Si lo conozco no le puedo hacer daño", pensó. Y entonces se sintió enrabiado de haberle contestado, y de haberle dado entrada para hacer comentarios. Su mano izquierda subió de nuevo hasta el hígado del otro. Monarde no supo qué le asustó más, si el brillo de la hoja de la navaja, o la presión que la punta ejerció en sus costillas. - ¡Usté no sabe na como es de jodía la vida del pobre!, - dijo el Yilé con voz ronca. - ¿O acaso ha dormido de a cinco en una cama, y con el suelo de barro?. ¡Ustedes no saben lo que es pobreza! - terminó enojado. Hasta ese momento, para Monarde, no era demasiado claro que estaba siendo asaltado, pero ahora veía, que no sólo lo iban a asaltar, sino que probablemente, también iba a ser parte de una venganza, tal vez violenta, contra el mundo. - No ha de ser fácil - dijo -, pero al menos usted puede ser pobre con dignidad. En cambio a uno hasta eso le quitan. A mi me obligan a andar bien vestido, con camisa blanca y corbata, con los zapatos presentables, y aparentando lo que no tengo. Y si no, no hay trabajo. No puedo ser pobre, aunque lo soy. Por ejemplo, ¿Cuanto se gana usted en el mes?. El Yilé se sintió confundido, y sorprendido con la pregunta, y no pudo evadirla: - ¡Putas! - dijo - serán unas ciento veinte luquitas. - Y se sintió incómodo, fuera de lugar. Monarde, por su parte, sintió el alivio de llevar la cosa por un rumbo que le convenía. Mientras la situación se mantuviera en una conversación, el no era la víctima y el otro el asaltante. Sólo eran dos personas compartiendo opiniones. - Bueno - respondió, siguiendo su línea -, yo gano ciento cincuenta, trabajando todos los días de ocho de la mañana, hasta esta hora. Y tengo que gastarme cuarenta en movilización y almuerzo. Sin contar que tengo que tener la pinta, buena casa, colegio pagado pa los niños. Todos con zapatitos buenos, uniforme, útiles, y que se yo. Entonces hay que pedir prestado al banco, y pagar religioso. Si no, te crucifican. En resumen, termino más pobre que usted, pero no tengo ni derecho a serlo. ¿Usted le debe algo a alguien?. - ¡Putas! - dijo de nuevo, molesto de no saber cortar la conversación. - Pero a mí nadie me da trabajo tampoco. Sintió que la rabia le hervía en las entrañas. No quería perder el control de la situación, pero el otro insistía en preguntar, y lo sacaba de lo suyo. Entonces presionó fuerte la navaja en las costillas de su víctima, y salpicando saliva dijo: - ¿O usté, después de tanta conversa, me va a dar uno? Monarde sintió el punzaso entre sus costillas, y sintió una corriente desde la espalda a la coronilla, que le erizaba el pelo. Tratando de parecer seguro, y para ganar tiempo dijo: - Mire... perdone: ¿Cual es su nombre?... - ¡Me dicen El Yilé! - escupió con ferocidad. - Mire amigo Yilé, si de mi dependiera, yo saco cagando a todos estos cabrones milicos y políticos, que viven comiéndose los pulmones suyos y míos, pa ver quien tiene más fuerza, y arreglo las cosas pa favorecer al pueblo. Porque, por ejemplo, usted: ¿Por que no tiene trabajo?: Nada más que porque es pobre. - Se respondió a sí mismo. El Yilé vio la oportunidad de retomar el control, y siempre con agresiva ferocidad, le gritó a la cara: - ¡No tengo pega porque asesiné a un crestón! - ¡Chuchas!, - se le escapó - ¿como fue eso?. - Y de nuevo sintió que se le erizaba el pelo. Éste si que es mi terreno, pensó el Yilé, y dijo: - Me echó de la pega, y le metí la cuchilla entera en el hígado. Al Yilé los ojos le brillaban, orgullosos. Monarde hizo una esfuerzo para mantener el ánimo. - Estuve preso tres años, y salí por buena conducta - continuó El Yilé con tono indiferente -. Perdí a mi familia, la señora se fue con otro, perdí mi casa, y por eso ahora me da igual todo. ¡Vivo el día no más!. Monarde pensó que por alguna razón inexplicable solía encontrar este tipo de experiencias fuera de lo común. Recordó a su amigo El Aviador. Vivía bajo un puente de una pileta en desuso, en una plaza pública. Un día lo paro para pedirle plata para una sopa. Él le dio dos monedas de cien que tenía en el bolsillo derecho de la chaqueta. "¡No!. No me sirve. Tiene que ser por lo menos una luca. Eso vale un plato de sopa con un pan ahí en la esquina", dijo El Aviador. A Monarde le llamó la atención el gorro de cuero muy gastado y sucio, ajustado al cráneo y con orejeras, que el pordiosero se amarraba en la garganta. Éste, junto con los anteojos oscuros, le daban el aspecto de un aviador de la primera guerra mundial, pero muy venido a menos. Monarde lo bautizó para sí mismo como El Aviador. Le dio la luca y las dos monedas, y conversó con él hasta bien avanzada la tarde. Supo que su nombre era Hans Hasselblüheme, que no soportaba a su familia porque querían hacer de él un hombre diferente, aún cuando no sabía claramente diferente de qué; que había trabajado en la empresa familiar (un aserradero en el sur), hasta que descubrió que cada árbol talado y hecho tablones, o astillas, sufría violentamente su muerte luego de vivir con lentitud durante mas de setecientos años; y que había intentado liderar un movimiento de defensa del árbol añoso, hasta que su familia le robó todos sus bienes y lo quiso internar en un sanatorio, del cual escapó con una pierna quebrada. Esta vez, pensó Monarde, sólo difiere en la violencia que pretende el hombre, sin embargo, se le nota que es un hombre tan sólo como el otro. Si logro acompañarlo, de seguro me evito una muerte violenta. Entonces dijo: - Siempre, cuando uno cae en desgracia, la gente lo abandona. Cuando estuve, una vez, sin trabajo, llamaba a mis amigos y se negaban, mis parientes estaban enojados conmigo: "porque es un flojo", decían. Le aconsejaron a mi mujer que me abandonara, y ella les creyó. Pero cuando tuve trabajo otra vez, llegaron todos a mi casa a hacer una fiesta; pagada por mí, por supuesto; para celebrar. Así que no se extrañe amigo. El día que la suerte le caiga encima, llegan todos a pedir lo suyo. El Yilé recordó cuando salió de la escuela industrial. Había sido el mejor alumno, y lo mandaron a trabajar de aprendiz a una fábrica que hacía muebles para una gran tienda. Tenía apenas diez y ocho años, y el primer sueldo le pareció una fortuna. Recordó los ojos húmedos de su mamá cuando llegó con el televisor de regalo, para que pudiera ver "Nino" en su propia casa. Cuando cayó preso, su mamá fue la única que lo visitó siempre. Dijo, casi con enojo, como si el otro hubiera dudado de su madre: - ¡Mi mamita estuvo siempre conmigo!. En las güenas y en las malas, hasta el día de su muerte. Ella me cuidó los niñitos cuando se fue la Náyade, y como nadie me daba pega, ella lavaba ropa y hacía aseos pa parar la olla en la casa. Así fue como se comió los pulmones. - Hizo una pausa, como si no pudiera seguir hablando, y con un esfuerzo terminó: - Así fue que se murió mi mamita, y que yo me vine pabajo. Monarde se conmovió, y estuvo a punto de contarle que el no tuvo madre, que la suya huyó a Estados Unidos cuando él tenía tres o cuatro años, y nunca más se supo de ella, que su padre era un bohemio, que a veces no lo veía en semanas, y que el creció semi abandonado, cazando pajaritos, en una parcela que tenían sus abuelos. Pero pensó que tal vez el otro se disgustaría, y le volvería la agresividad, que había cedido. Entonces sacó los cigarrillos, y le ofreció otro. Éste notó que casi no le quedaban cigarrillos en la cajetilla, e inconscientemente le dijo: - No, gracias. Ya casi no le queda niuno. - y sorbió los mocos, mientras se limpiaba con la manga del abrigo. - Saque no más, - insistió Monarde, - serán pocos pero igual son pa fumarlos -. Y removió la cajetilla para subrayar la oferta. El Yilé, con expresión de vergüenza, sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Recordó, entonces, que en la cárcel los cigarrillos eran como un signo de riqueza, y no se daban por nada, sino a veces por importantes favores, especialmente cuando el necesitado no tenía muchas visitas que le trajeran de afuera. Algunos presos pagaban la ejecución de venganzas en cigarrillos: "¡Veinte cajetillas por verle las tripas a ese chuchesumadre!". Todo adquiría valor monetario en el encierro: las drogas, las armas, el licor. Y a la vez todo se transformaba en factor de comercio: las amistades aprovechables, la información, la comida que venía de afuera. Mirando el cigarrillo, dijo: - Adentro, un cigarrito güeno como este, valía oro... - y se metió la mano con la navaja en el bolsillo del abrigo - ...¡la puta que está haciendo frío! - concluyo. Monarde no sentía frío. Solo sentía helados los dorsos de las manos, mientras que las palmas estaban húmedas de sudor. A pesar de todo, cuando El Yilé le sacó la navaja de las costillas, y se metió la mano al bolsillo, sintió un escalofrío, cuyo tremor lo sacudió con fuerzas de la cabeza a los piés. A modo de disculpas dijo: - ¡Más que la cresta! - aunque era falso. Y evocó su época de estudiante, cuando tenía exámenes. La luz del verano daba con intensidad sobre las descoloridas cortinas, que se movían suavemente con la brisa, haciendo circular un aire caliente que tornaba aún más insoportable el calor. "Primera pregunta" gritaba la examinadora, y de inmediato empezaba a transpirar por la palma de las manos, y le bajaba un ataque de escalofríos que lo hacía tiritar con tal fuerza que la letra le salía deformada. Dijo entonces: - ¡Me llegó al hueso!. - ¡Chih! - exclamó el otro - que es ñecla iñor. Yo paso este frío todas las noches y na me quejo. - Y pensó que el ya estaba curtido. Que la mayor parte de su vida la pasó en el frío, la humedad, y la estrechez, mientras el otro dormiría caliente en una cama con somier y colchón de lana, con estufa, o tal vez chimenea, con suelo de madera o alfombra. Lo imaginó acostado junto a su mujer, que visualizó rubia como en los réclames de champú, viendo televisión, en un dormitorio con ventanales y cortinajes, como de las películas, en una cama ancha y llena de cojines de colores satinados. Entonces se puso él mismo en la escena, pero de inmediato se rompió el encanto, y la rubia se trocó en la Náyade con su pelo negro y deslustrado, amarrado en un moño desordenado, las paredes fueron de palo, el suelo de pavimento afinado, la cama de escasa plaza y media, el enorme televisor se esfumó por completo, y los ventanales se cambiaron por un ventanuco. Entonces le hirvió nuevamente la rabia en el corazón, y sacando la mano que aún sujetaba la navaja en el bolsillo, hizo un gesto amplio abriendo los brazos. Mientras la navaja fulguraba a la luz del farol de mercurio, salpicándole saliva en la cara le gritó: - ¡Ustedes, huevones ricos, no saben lo que es tener el frío en los huesos!. ¿Cuando habrá tenido usted un sufrimiento?, ¿ah?... ¿ah?... - y le punceteaba las costillas con el cuchillo. El terror, ante la furia injustificada del Yilé hizo ruborizarse a Monarde, mientras sentía el pecho y las entrañas pletóricas de adrenalina. La máquina del cerebro aceleró su marcha, a tal nivel, que le parecía oír como pasaban, zumbando, los fluidos por los conductos infinitesimales de su mente. Intentó tímidamente detener el brazo de la navaja, pero de inmediato recibió un corte en la palma, que no alcanzó a sangrar. En la mente afiebrada de Monarde apareció su imagen de niño, tallando una flecha, sentado en los escalones de la cocina, en la casa de su abuelo, con la cortaplumas que le regalaran para el cumpleaños. Por entre las rejas del gallinero había logrado arrancar una pluma de la cola, al gallo. Era negra, sedosa, e iridiscente. Perfecta para adornar una flecha del héroe que él representaba en sus juegos. Con la cortaplumas intentaba hacer una zanja en la varilla que había pelado, para meter la pluma, cuando la herramienta se desvió de su curso, y con el impulso fue a rajar transversalmente la palma de la mano que sujetaba la flecha. Tampoco sangró ese día, o casi nada, pero dejó una grieta dolorosa, que le recordó durante largo tiempo el cuidado que se debe tener con un cuchillo. Instintivamente se metió la mano bajo la axila, y dijo, desde su sorpresa: - ¡Huevón! ¿Que te pasa?. - Que vos, mhijito rico, me querís engrupir. ¿Creís que porque uno es pobre te podís reír de mí?. -¡Anda cachando que del Yilé nadie se ríe!. - ¿Sabís qué?, que erís un huevón violento, y no cachai una. - Dijo Monarde, fuera de sí, sin sacar la mano herida de debajo del sobaco, y disparando saliva. - Llevo una hora conversando con vos, que ni te conozco. Lo único que quiero es irme a mi casa después de trabajar todo el día, pero estoy aquí, oyendo tu queja plañidera y maricona, porque te cagaste la vida solo, por violento. Te venís a hacer el que me quiere asaltar, y lo único que buscai es compasión. Que te oigan tus lloriqueos de mariquita. Y pa sentirte hombre te hacís el violento. ¿Me querís acuchillar pa vengarte del mundo?. ¡Tírame el tajo en la guata y sácame las tripas pa fuera de una vez!. ¿O me querís robar la camisa?. ¿Querís la ropa, huevón?. Te la doy toda y me voy en pelotas. ¡Pero sé hombre y dilo de una vez!, porque los huevones como vos, no son mis amigos. Así que me hay hecho perder el tiempo no más. En ese momento dio la una y media de la mañana. En el fondo, dobló desde la Alameda la micro de la patrulla militar que se estacionaba en el paseo Huérfanos. Esa era la última señal para Monarde. Si no partía de inmediato, lo pescaba el toque de queda, y no alcanzaba a pasar la patrulla que estacionaba a dos cuadras de su casa. Antes que el Yilé abriera la boca dijo: - ¡Huevón!, decídete porque allá viene la patrulla militar, y yo me voy. - ¡Vos no te movís! - ordenó el Yilé, y lo empujó contra el vano del portal del edificio, y lo mantuvo ahí hasta que la patrulla hubo pasado. Monarde vio a los militares que miraron indiferentes. Todos las noches veían al cartonero, y lo conocían. Seguramente sabían que era políticamente inofensivo, y lo dejaban en lo suyo. Se le recogió el estómago, y la hiel le subió hasta la garganta; cuando vio a la micro doblando por Huérfanos. El Yilé, con la mano que sostenía todavía el cigarrillo, y sin sacar la otra de entre las costillas de su víctima, lo agarró de la ropa del pecho, y lo sacó hasta ponerlo mirando en sentido contrario de donde venía. Entonces le acercó la cara hasta casi tocar la de él, y le dijo escupiendo: - Sólo porque fuiste bien hombrecito, porque me diste tus cigarrillos, y porque yo soy un hueón noble, ¡pa que sepai!, sólo por eso te voy a dejar irte -. Y le dio un empujón con la mano que lo tenía sujeto. Mantuvo la mano estirada y se la ofreció mientras cerraba con la otra, y guardaba, la navaja. Monarde le dio la mano, y sintió todo el frío de la noche en su espalda, mientras percibía que tenía las palmas húmedas. Dijo: - ¡Adiós Yilé!. ¡Amigo!. - Giro hacia su rumbo, y emprendió el camino tiritando. El Yilé le sintió la mano húmeda, y se le revolvió el estómago. Se acordó del Chamoga Sierra. Su apellido era León Manso, y no le gustaba, por eso usaba Sierra como chapa. El Chamoga siempre le decía: "Nunca te fíes de un huevón que le suden las manos: Es un traidor". Él no le creía. Lo decía por el Chencho, que los surtía en la cárcel. Siempre conseguía lo que otros no podían. Al Chencho, que era un hombre grueso, con un ojo nublado, y un gesto de desprecio permanente en la boca, le sudaban las manos cuando hacía negocios. Un día el Chamoga lo engaño en un negocio, y el Chencho lo asesinó por la espalda, a mansalva. "¡Maldito, maricón traidor!", pensó. "A mi nadie me va a engañar". Monarde no había alcanzado a avanzar diez pasos. Estaba junto a la vidriera del edificio cuando sintió que un brazo fuerte lo tomaba por atrás. Una voz enronquecida le dijo algo de las manos junto al oído izquierdo, mientras sentía en extraño silbido en el derecho. A las seis y media de la mañana llegan las aseadoras del servicio que atiende a la empresa telefónica. El primer piso del edificio, en la esquina de Bombero Ossa con Amunátegui les abre sus puertas por Bombero Ossa, pero una de las mujeres sale a Amunátegui para barrer la vereda. La encargada se encontró con un hombre durmiendo, boca abajo, junto a la vidriera de la esquina. El hombre, seguramente un borracho, pensó la mujer; se veía decentemente vestido, con una chaqueta de tweed, pantalones de fibra y lana, gastados y brillantes en el poto, pero en buen estado. La mujer pensó que estaba borracho pues, a pesar de su aspecto bien puesto, no tenía ni zapatos, ni calcetines. Al intentar despertarlo, ella observó que la manga izquierda estaba cortada longitudinalmente, juntos la chaqueta, el chaleco, y la camisa, entonces notó que le habían robado el reloj, a tirones, pues tenía desgarrada la muñeca y la mano. Como el hombre no despertaba, la mujer lo tomó por el hombro derecho, y lo giró para ponerlo cara arriba. Entonces se dio cuenta que estaba recostado sobre un charco de sangre, ahora ya seca. Tenía un tajo en el cuello, que le comenzaba bajo la oreja derecha, e iba a terminar a tres centímetros a la izquierda de la nuez, por debajo de esta. Tenía el lado derecho del pecho empapado en sangre, que, de seguro, brotó a borbotones, escurriendo por la solapa de la chaqueta, el chaleco de cachemira gastada, y la camisa. Las investigaciones posteriores determinaron que le habían robado los zapatos, de una marca conocidamente económica, que tenían ya dos años y fracción de uso; los calcetines de valor despreciable; un reloj con pulsera metálica, de cuarzo análogo, que nuevo no costaba más allá de siete mil ochocientos pesos; y una cajetilla con dos cigarrillos sin filtro. En el bolsillo derecho del pecho se encontró una cartuchera de cuero con documentos personales, que aunque ensangrentados, permitieron identificar a Monarde, que murió asesinado por tener las manos húmedas. © Kepa Uriberri
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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