La Rodilla del Gigante
Divagaciones Kepa Uriberri Una utopía nueva En todo el entorno, y de norte a sur, donde no es una, es otra la razón que lleva a muchas ciudades del mundo a entrar en conflictos. En unas es la economía que quiebra el bienestar social, ya sea porque el endeudamiento es superior a la capacidad de pago de los ciudadanos y muchos pierden sus casas, o quedan sin empleos debido a que la gran rueda del negocio de prestar y consumir a cuenta, al fin colapsó y el prestador no puede recuperar lo prestado, y el deudor ya no puede pagar tanta deuda, de modo que se rompió la ilusión de negocio y la ilusión de pagar y la de que la economía giraba a tal velocidad que sólo con el impulso de la inercia ya era suficiente para creer que giraría siempre: ¡Pero no! ¡No era así! En otras, el amor al poder del tirano, convertido en obsesión sostiene una lucha autodestructiva inexplicable: ¿Cómo se puede, por el afán de mantener un régimen, destruir hasta los cimientos las ciudades sobre las que se ejerce el poder? Una vez obtenida la victoria de Pirro, ¿Acaso se sentará solo a gobernar las ruinas de su extravío?. Unos más se lanzan en una campaña idealista y de apariencia inútil, contra el poder institucional y el de facto de los medios, que en toda la superficie del planeta guía y rebota, a placer, la supuesta opinión pública de mayorías, sesgando de ese modo, a veces, y en otras aparentemente, la voluntad popular: Potente poder que emerge y echa raíces, por la vía de la tecnología. A veces centralizado en pocas manos y otras, estableciendo nuevas formas de lucha, a través de miles de voces unitarias exaltadas que apuntan en dirección al malestar social, construyendo un gran bolo único de todas las protestas. Es la lucha de Gulliver contra los liliputienses: El poder penetrado por los partidos políticos, el poder de la gran pantalla del televisor, contra el poder de las redes sociales, nuevo engendro que se suma a la calle, añadido al grito pelado. Desde fuera, quizás sólo eco rebotado en pantallas y periódicos, parece ser que el afán de llegar al poder de un candidato puede llegar al extremo de darse ganador contra los resultados avalados por la institucionalidad. El fracaso del intento lo lleva a perder por segunda vez y a intentar de nuevo negar la derrota por razones morales, por razones institucionales, por razones históricas o por cualquier razón. Desde tan lejos es imposible conocer cual, entre muchas, es la verdad verdadera. Solo constato que todas son verdades. Otros pretenden botar al supuesto tirano derrotándolo en las urnas y entre los ciudadanos de esta parte el dialogo de sordos con sordos, de mudos con mudos, estira un conflicto cuya solución todos quieren: ¡Todos quieren otra solución! Lo que puedo asegurar es que todos quienes no tienen herramienta alguna de poder para solucionar el conflicto que los aqueja, quieren soluciones inmediatas y no están dispuestos a tolerar otra solución. El viejo dicho de mi tierra dice que «Otra cosa es con guitarra». Los que tienen guitarra, es decir, aquellos que son los encargados de cantar y cantando solucionar los problemas, saben siempre bien que con la guitarra en las manos todo es muy lento. Nada corre, nada vuela. Pienso que Shakespeare lo tenía muy claro y por eso dice, por voz de Porcia, en El Mercader de Venecia que: «Si hacer fuese tan fácil como saber lo que es preferible, las capillas serían iglesias, y las cabañas de los pobres, palacios de príncipes». Como sea, nadie podría dudar que instalar un sistema educacional gratuito, de calidad, y público es demasiado plan para un programa trazado entre dos jueves. Si se tuviera, de alguna manera, el plan en cuestión, tampoco habría acuerdo: Lograrlo no sería de un jueves a otro, sino un lento proceso. Podría seguir con el significado de ponerlo en marcha, probar si cumple las expectativas, hacer las correcciones de rigor y más. ¿Pero para qué? Conozco a un par de realizadores, que pusieron en marcha planes e hicieron grandes avances en ellos: Uno empujó durante más de treinta años planes realistas y pacientes para resolver el problema de la desnutrición infantil, el otro logró hacer conciencia del problema de los limitados físicos, instaló un sistema imaginativo de acopio de fondos y aunó voluntades para poner en marcha una fundación que se dedicara lenta y pacientemente, pero de modo persistente a solucionar el problema de miles y miles de minusválidos que hasta entonces parecían ser de celofán. La vista de todos pasaba a través de ellos, sin verlos. Al hablar de ciudad, sin duda hablamos del gran artefacto social donde se cocina la vida de las naciones. Este es la ciudad, en la cual viven del orden del setenta y cinco al ochenta y cinco por ciento de la población, pero los habitantes rurales de modo alguno prescinden de los servicios que brinda la urbe, quedando sujetos a su campo de acción. Así entonces, al hablar de visiones y soluciones en las ciudades, queda considerada la parte gruesa de la población de una nación. Recuerdo el aspecto de mi Santiago de niño, con mucha claridad. Si tuviera que establecer una diferencia urbana esencial, que podría hacer a este Santiago de hoy, verdaderamente mejor que aquél, elegiría sin duda alguna el aseo y la limpieza. No quiero decir que el de hoy sea una ciudad limpia; pero el de entonces era muy sucio. Una ciudad sucia, o la suciedad en general, produce gran rechazo al que la enfrenta desde afuera, pero acostumbra y hace ciego al que la vive. ¿Por qué cambió Santiago?, ¿Fue el orgullo del metro más limpio del mundo?, ¿Quizás una generación de buenos alcaldes cambió la cara de la ciudad?: ¿Qué?. No lo sé con precisión. Sólo puedo decir que en aquella ciudad endémicamente sucia, yo botaba el envoltorio al suelo, la colilla al suelo y así. Otros un trapo sucio, una caja de cartón, el diario antiguo y todo lo que ya me estorbaba en la mano o el bolsillo. Hoy, en cambio, me avergüenzo. Esto es sólo un toque; un pequeño toque a la cultura de la ciudad que produce un cambio que puede ser sustantivo. Monckeberg, por allá por los años sesenta del siglo pasado, comenzó a introducir la leche como un elemento básico en la nutrición infantil. Su acción, fraternal, se dirigió más a las madres que a los gobiernos. Produjo lentamente un cambio de cultura que influyó en un cambio de conciencia institucional. Este terminó en una política de estado en cuanto a la distribución de leche a las madres y estas imbuidas de una cultura largamente potenciada, recibieron y usaron bien el apoyo en leche del gobierno. De este modo el país salió del flagelo de la desnutrición infantil. Resulta sorprendente la posesión de autoridad moral, sin base ninguna, que tantas veces sustenta a los movimientos de izquierda y los supuestos representantes del pueblo, cuya autoridad moral parece ser recibida directamente del sufrimiento de años de un pueblo diezmado por la oligarquía. Ya antes dije y recuerdo ahora que la oligarquía es también parte del pueblo y su moral. Es bueno que se sepa que una buena parte de la moral pública está influida por la moral de ese segmento de pueblo con derecho igual, aunque pese que esa sea la realidad. Al momento de hacer, tantas veces, ese segmento del pueblo es el que tiene el poder de decidir. Además son oligarcas de todos los colores políticos; la clase que los hace oligarcas, muchas veces no es la económica, sino la política. En ese caldo están los oligarcas que se pegan al costado del pueblo empobrecido, para succionar el poder que los alimenta y también su superioridad moral. Una solución verdadera a los problemas de los pueblos que se rezagan tras las brechas de las oportunidades no pasa por la división sectaria, sino por su unión solidaria. Ese fue el éxito de las políticas a favor de los minusválidos de Kreutzberger. No había división sino integración en la solidaridad. Se estructuró espacios para la participación de todos. La izquierda bulliciosa, la derecha silenciosa, el centro moderado, el rico orgulloso, el pobre generoso, el artista consciente, el técnico responsable, el profesional renovador, el progresista, el conservador, el radical, el recalcitrante, el revisionista, el delincuente y el policía, el militar y el juez, el pacífico y el violento, todos. De este modo se creó un concepto cultural de pueblo: Somos solidarios. ¡Bah! que raro, ¡Qué noble! La solidaridad resulta ser la hermana gemela de la fraternidad que como una de las tres gracias fue llamada a la revolución francesa. La fraternidad, sin embargo, es siempre convocada, pero rara vez es recibida u otorgada. La fraternidad podría ser parte de una primera nueva utopía para la ciudad moderna. No obstante, pienso que quizás nunca la invitación a la fraternidad sea recibida sin un cambio en la cultura de la ciudad en su vida pública. Hacer educación efectiva, primero, para lograr calidad después, requiere que la cultura de los padres los haga creer en que la primera y mayor calidad se recibe de ellos y sólo se apoya en los profesores, excepto cuando estos se transforman en los padres por sustitución. Este puede ser un cambio de un hacer paciente y lento, pero sus frutos posiblemente llegaran hasta la seguridad ciudadana, que jamás podrá asegurarse en una ciudad donde no se incruste en la cultura el acto moral de la conciencia. Aborrezco el periodismo de insistencia que impera en nuestros medios, en los que la misma noticia se repite al amanecer, al mediodía, al atardecer y en la noche, incluso con las mismas palabras aún cuando el periodista que lee sea otro; pero para este caso resulta útil ya que por este expediente es posible que todos, o muchos, hayan visto repetidas veces la sinvergüenzura de funcionarios de colores y cargos diversos, que aprovechan influencias para pasar por sobre los requisitos para conseguir granjerías del estado. Cuando la cultura penetra las conciencias estructura la moral sana y rompe los circuitos de corrupción. Por desgracia la cultura, que es mucho más que una forma de mirar el arte, o su fomento, se entiende tan mal y se la limita al espectáculo de arte, a la acción de difundirlo y a promoverlo. La cultura es mucho más: La cultura es el carácter de la ciudad y su pueblo. Toda solución, todo acto tendiente al cambio, no puede sino comenzar en la cultura profunda de quienes están destinados a su ejercicio o su beneficio. El hombre, a veces tan bien representado en imágenes insólitas, como ciertos artilugios de los juegos electrónicos, tiene la voracidad de la acumulación, que corresponde a la malformación del instinto de la prosperidad; es así que he podido ver jugadores llenos de ansiedad por acumular puntos en un juego que le da el nombre eufemístico de "vidas" y que consiste en asesinar a muchos y diversos contrincantes, desde un monstruoso engendro humanoide, hasta una bella mujer que golpea con la fuerza, el estilo y la perversidad de una máquina perfecta; la agilidad y eficacia pérfida para asesinar, romper y destrozar envicia al jugador del mismo modo que el hombre que acumula riquezas y no es capaz de distribuirlas. Las acumula porque su cultura profunda, la de todos tal vez, es acumular hasta vencer a todos, absolutamente a todos, incluso a la vida, la gran contrincante repleta de horizontes por alcanzar. No he visto a nadie que una vez que triunfa comience a distribuir de manera fraternal, sólo tal vez lo haga a base de sobras marginales. Si tuviera que proponer una nueva utopía que reemplazara al mercado, a la democracia, al premio en otra vida y más, elegiría una que combinara la fraternidad con la cultura como vehículo constructivo para la vida pública. Porque, al fin, la cultura es el carácter colectivo que habita las ciudades, en el cual nunca dejará de existir el impulso al progreso y la necesidad de consolidarlo. Cultivar ese carácter de manera que construya armonía entre proyecto y realidad requiere de verdadera fraternidad, integrada a la acción, porque ella es el único pegamento que puede integrar de verdad, convirtiendo a la ciudad en el cuerpo orgánico que integre a todos más allá del pueblo unido en un gigante avasallador, con una rodilla enferma. © Kepa Uriberri
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La Rodilla del Gigante Divagaciones Kepa Uriberri Democracias o democracias Fui testigo del colapso de la democracia, en mi país, desde mi ciudad convulsionada, cuando ya era un adulto. Recuerdo ese martes de la caída. Junto a mi padre, mirábamos por la ventana del estar de su departamento. Afuera, la calle vacía; al frente el parque abandonado y ya florecido. Al fondo la avenida desierta y más allá los edificios que parecían mirar con cientos de ojos vacíos. La ciudad era como un gran gigante perplejo y en silencio, sólo quebrado a ratos por algunos disparos. Mucho más allá la cordillera, aún nevada sostiene en sus cumbres un cielo en aquel tiempo limpio y azul. Dije: "Bueno, al fin ya tienen lo que querían: Se nos viene veinte años de dictadura militar". No sé si él me respondió con una expresión de deseo, o así lo creía: "¡No seas exagerado! los militares llamarán a elecciones en seis meses". Así lo creían los moderados y también la derecha. ¡Cuánta razón tuve! En aquel tiempo había comenzado a gobernar el clamor de la calle, contra el poder de la economía, dejando en medio al poder político paralogizado y trenzado en discusiones inútiles sobre garantías imposibles y apelaciones al poder militar; el viejo poder de la fuerza, al que se echa mano en la instancia final. ¿Cómo sostener la mirada exenta de pasiones? El último método de acuerdo, cuando ya no quedan negociaciones, es la imposición de la fuerza. Se deja de lado, primero, la fraternidad que nunca estuvo presente. Se omite toda igualdad; sólo queda el enemigo o el compañero. Sin importar quien triunfe o quien salga derrotado, la sociedad está partida. Reconstruirla requería de la fuerza que obliga y aplasta al que se opone. En esta ocasión había perdido la izquierda y sería aplastada con frialdad y eficacia. Pudo ser al revés. Siempre creí que los cambios de fondo ocurren sólo muy lentamente y suelen iniciarse a través de un quiebre de las condiciones de estado. En especial creo que es así en la vida pública. Esto era lo que pretendía la izquierda dura de ese entonces, incluso en contra de su propio gobierno. Se había instalado el lema: "Avanzar sin transar" que suponía tomar todo el poder, no sólo el político, sino también, a través de la fuerza social, el económico e incluso el militar y los demás que conforman la vida pública. Para esto estaban dispuestos a sobrepasar la autoridad hasta de su propio gobierno, al que comenzaron a quebrar y a empujar fuera de los rieles de su diseño original. El golpe de septiembre y la dictadura que sobrevino hizo lo mismo pero en el sentido justo inverso. Con decisión brutal, sin transar, avanzó en un curso de corrección de la cultura social profunda. Nadie podría, hoy, negar o desconocer el enorme cambio que importó para la sociedad los casi veinte años del régimen militar. Muchos hoy sólo quieren recordar la represión, la violación de derechos y la sorda lucha contra sus enemigos políticos que se llevó a cabo por la fuerza, por la supresión de libertades y la intervención de todos los poderes del estado y los canales sociales. La economía que se había mantenido cerrada y protegida, empobrecida y apropiada por el estado se abrió por imposición, para beneficio del poder económico instalado, e ignorando el interés de los sectores desposeídos. "Generando riqueza los beneficios terminarán llegando a todos" fue el lema. Se llamó la "Ley del chorreo" porque la enorme riqueza de los unos terminará por rebalsar hacia los otros: Es el capitalismo más descarnado, donde el estado no interviene y la vida económica se desarrolla al ritmo del mercado. Me viene a la memoria un vendedor, buhonero ambulante, de corbatas. Se instalaba con una maleta abierta, chorreando infinitas y coloridas corbatas de imitación seda, en la mitad de un paseo peatonal. Gritaba: "¡Lleve las mejores corbatas de tal vez seda! ¡El que cae: Cae zorzal! ¡Y a mi qué me importa!". La gente se iba arremolinando a su alrededor y comenzaba a comprar, como zorzales atraídos a la trampa. ¡Qué técnica más efectiva! ¡Qué raro embrujo! Es la alegoría sintética del perverso sistema de mercado. El tipo, sin embargo, era un hombre quizás pobre que surgía en la vida de este modo, sin apoyo, sin ayuda, a base de su capacidad personal, con cierta deshonestidad honesta, con cinismo e hipocresía. El mercado asume que todos somos igualmente hábiles para encontrar nuestra propia maleta de corbatas. Esta fue la cultura que instaló en la ciudad el régimen militar. Justo la más moderna y actual, justo la inversa a la del sistema derrotado. De alguna manera sabían que los cambios de cultura no se hacían ni penetraban el apresto de la vida pública en seis meses o tres años. Así, entonces, lo habían planificado para veinticinco. No fue el cambio de cultura en lo económico y social lo que derrotó, finalmente al régimen militar: Fue el abuso. Ese fue el detonante. El abuso de poder, el avasallamiento de los derechos, la falta de libertad que sufrían amplios sectores de la ciudadanía. Lentamente, pero cada vez con más y más fuerza, la gran brecha se volvió a abrir. Los rezagados del avance de algunos pocos que iban mostrando promedios prósperos fue animando la protesta y exigiendo reivindicaciones de derechos y oportunidades: La sensación era que la Ley del Chorreo no funcionaba. Pocos se enriquecían mucho y producían la desesperanza del resto. Entonces se abrieron, para mi manera de ver, dos flancos de lucha: Uno, el que triunfó, el que derrota a la tiranía, lo veo de una hipocresía inaceptable. No era su lema, pero le venía: "Si no puedes vencerlo, únete a él". Eso hicieron, lo vencieron en su ley, aceptaron su juego para vencerlo. Por supuesto que una vez vencido, y más aún, pasado el tiempo, denigran y condenan hasta el hastío el régimen y la obra que ellos mismos validaron. Se dirá que no: Que no es así; pero los políticos de ese entonces y de ahora, todavía, con su juego, democratizaron e hicieron lícito el régimen de la dictadura. Sólo no redimieron los atropellos a los derechos de las personas, pero los hicieron tolerables. Negociaron la entrega del poder, fijaron reglas, privilegios y concesiones y períodos de gracia, llamados con cinismo "Transición a la democracia". El otro flanco creía que la tiranía caería víctima de la reacción social, de la protesta y del agotamiento en el abuso. En el peor y más extremo de los casos, habría que emplear la fuerza, la guerrilla y el magnicidio. Este flanco importaba una redención del pueblo, mientras el otro una concesión a la tiranía. He insistido a lo largo de todas estas reflexiones en la imposibilidad de lo perfecto, de los idealismos y las utopías. Debo reconocer que el sentido práctico de la estrategia que logró concluir con la dictadura no podía si no acceder una solución, al menos, no perfecta. Nunca, por las concesiones que hacía a la tiranía de años, la apoyé. Aún hoy creo que muchos de los vicios de nuestra vida pública se gestan y germinan ahí. Hube querido ver caer a ese régimen humillado en su mesianismo perverso, quizás por la soberbia que siempre lo inspiró. No obstante, como no existe la realidad utópica, de haber sucedido, quizás habríamos entrado en otro régimen de facto por otros veinte o más años. Habrá que aceptar la ironía, llena de sincronías, de los hechos. La tiranía se instaló para evitar la tiranía, que se instalaría a partir de un gobierno que pretendía imponer, por la vía democrática, un régimen que nunca había sido sino de inspiración totalitaria. Al fin la tiranía fue vencida por la democracia guiada por los mismos que quisieron forzarla, ahora arrepentidos y renovados. El eje político es de una trascendencia tal, y de una urgencia tal, que requiere la rápida acumulación de poder, que sólo se logra en las negociaciones y concesiones, haciéndolo el menos noble de todos los que marcan a la sociedad. Todos los componentes en las distintas dimensiones de la vida pública, al fin, se proyectan en la dimensión de la posición en la sociedad. La posición social en nuestras ciudades, no nace en la urbe, sino en la vida rural. Ahí germina, eclosiona y madura. Ya asentado su carácter, emigra a la ciudad, donde al fin termina medrando, toda forma de vida pública. En este eje se instala lo que se llama las clases sociales, desde la aristocracia por un polo, hasta la servidumbre por el otro. En la medida del éxito económico, que en nuestras sociedades, aún jóvenes, se construyó a base de la posesión de la tierra y la agricultura, las clases altas, acaudaladas, adquirieron el poder total, que incluyó el político, el económico y también el militar. La primera generación exitosa fue próspera: El fruto de su esfuerzo construyó la fortuna. La segunda generación estableció el dominio, a partir de la posesión de los medios, y asentó el sistema de este modo. Esta generación todavía conoció el esfuerzo y el trabajo. Si muchas veces no de manera directa, sí en las manos rudas y trabajadas de sus padres, en el carácter emprendedor y dominante de ellos. Esta visión impulsa a los hijos del esfuerzo a consolidar el sistema construido por sus padres progresistas: Ellos inician la clase conservadora. La tercera generación, pertenece a la aristocracia. El aristócrata es dueño de la riqueza y los medios por derecho de herencia: Nace para el poder y el dominio. Ya no conoce el significado del esfuerzo de progreso del abuelo, ni lo valora: Sólo tiene un sentido romántico, lejano y melancólico. Esta generación abandona la tierra como hábitat y emigra a la ciudad. Desde ahí maneja la producción de la riqueza que aquella produce. El aristócrata terrateniente se transforma también en aristócrata político y eventualmente aristócrata empresario; aunque este último es mucho más tardío y suele aparecer cuando la tierra pierde valor económico. En tanto aparece la clase dominante en un polo, esta misma impulsa la aparición de la clase trabajadora, la servidumbre, que vive al amparo del aristócrata. La clase trabajadora sólo tiene los derechos que le asigna el patrón aristócrata y está cargada con los deberes asignados por este. Los trabajadores, por supuesto mucho más numerosos, sólo manejan cuotas muy pequeñas de poder. El trabajador demora mucho más en hacerse urbano como clase social y por tanto, no percibe la brecha creada por el sistema en tanto se satisface del amparo del patrón. En la ciudad se construye la nación. En tanto la ciudad no toma fuerza, la nación es sólo un artilugio arbitrario, determinado sólo por límites geográficos, muchas veces imprecisos. La clase dominante urbana la construye, desde las ciudades: Le da forma, estructura y carne. Le asigna funciones y desarrolla dominios, hasta que toma una forma definitiva y asienta una cultura. En este proceso de urbanizamiento social, comienza, a la vez, el proceso de decadencia. Buena parte de las clases altas fracasan, pierden sus fortunas y decaen. Han perdido la capacidad de trabajar y los privilegios, sin embargo el sentido de merecimiento se mantiene. En esta decadencia se convierten en clases medias a las que se podría denominar de los "Nobles apolillados": Aparentan situaciones que no tienen, son incapaces de reaccionar a la decadencia y siguen intentando sostener el estatus perdido, defendiendo los privilegios de las clases altas. En el camino inverso, alcanzan a los "Nobles apolillados" por la vía de la prosperidad, gente de esfuerzo provenientes de clases sociales bajas, también otros advenedizos, como inmigrantes y tal, a los que las clases altas o decadentes llaman los "Surgidos". Esta mixtura constituye los grandes promedios, donde se conjugan las representaciones de todas las clases sociales, sus subculturas y sentimientos. El volumen de esta clase es un indicador de la sanidad social. El tránsito natural debería alimentar, desde los polos de clases extremas el movimiento hacia esta clase media. Un estado protector, una sociedad protegida, en una cultura de aristocracias, produce una sociedad donde la clase media es relativamente voluminosa, lo mismo que la baja y se mantiene una clase marginal de pobreza extrema irremisible. Esta última era la de los "Patipelados" de mi infancia: Pobres extremos, mendigos, sin casa, desnutridos, desempleados endémicos. Tan pequeña como la de los patipelados, es la clase alta de grandes privilegios, propietarios de los bienes productivos, del poder político y económico y administradores de los derechos y deberes sociales. En una economía protegida, el tránsito desde las clases bajas a las medias se hace casi nulo. El sentido de fracaso de los nobles apolillados, de mejor cultura y acceso, sin embargo, a la educación debido a privilegios remanentes, tiende a producir grandes contingentes de intelectuales reivindicativos, que habitan con naturalidad en las posiciones dirigentes de la izquierda, la que políticamente está habitada por la frontera entre las clases bajas y medias y por los surgidos. Durante la dictadura y la transición a la democracia, la sociedad toda transitó hacia el progreso. El antiguo patipelado que adquiere su nombre por andar mendigando calles a pata pelada, se hace menos visible y se pone zapatos. De un modo u otro, grandes contingentes de clases pobres adquieren bienes que les eran prohibidos: Cocina, refrigerador, televisor, hoy en día teléfonos celulares. No obstante, no traspasan la barrera de la pobreza. Por el contrario, aumentan los muchos pobres de cuello y corbata. De algún modo, así como tipifiqué un "noble apolillado", hoy en día se podría definir "Surgidos apolillados", "Profesionales apolillados", "Emergentes apolillados", "Trabajadores apolillados", "Clases medias apolilladas" y "Pobres apolillados". Al otro extremo de la sociedad se acumula el volumen y densidad que al sumarse a los ciudadanos apolillados hacen un promedio que luce para ser visto en diarios, revistas y organizaciones internacionales. La condición de apolillados hace que cada clase, venida a menos, haga grandes esfuerzos, prioritarios, para sostener las apariencias, sin las cuales percibe que ya no tendrá oportunidad de volver a recuperar las posiciones sociales perdidas. Este solo hecho tiende a disimular las enormes brechas que se van abriendo en la sociedad. Más aún, produce el fenómeno perverso de la posición social a costa de la deuda, que consiste en cubrir los agujeros de polilla con préstamos impagables, con lo cual la enorme brecha social se disimula con una delgada cascarita, llamada sobrendeudamiento. Este fenómeno, por lo demás es extenso y global. El quiebre y colapso de esas débiles cáscaras va provocando en cada ciudad, a lo largo y ancho de toda la pelota que habitamos, la exaltación y rebelión creciente. Hay una aproximación peligrosa a la polaridad intensa, cuya única solución puede ser el colapso y una salida duramente impositiva. © Kepa Uriberri La Rodilla del GiganteDivagaciones
Kepa Uriberri En la política ¡Que niño era yo cuando supe que la política existía! No más de cuatro años tenía cuando fue elegido presidente, Carlos Ibáñez del Campo, que había ejercido una dictadura terrible en tiempos pretéritos. Ibáñez producía mucho temor en mi familia, a la vez que las empleadas domésticas de la casa festejaban alborozadas y pedían permiso para ir al reparto de viviendas para los pobres. Casi seis años después, sin muchos más conocimientos políticos, no me explicaba por qué había tanto temor de que triunfara en estas elecciones Salvador Allende. La derecha llevaba a Jorge Alessandri. Por los cálculos previos se temía que le faltaran unos veinte a treinta mil votos para asegurar la elección. Triunfaría Salvador Allende, socialista y marxista. La elección se veía decidida y no se veía cómo conseguir los votos faltantes. El juego de la democracia se transformó en una lucha apasionada de poderes y en la manipulación de la representación de las voluntades ciudadanas, por aviesos o loables intereses políticos, según de donde se mirase. El pueblo de Catapilco tenía por esos tiempos, unos cincuenta mil habitantes que votaban por la izquierda. El cura párroco del pueblo era, más que religioso, un luchador social. La derecha le financió la campaña, primero al parlamento y luego lo tentó a ser candidato presidencial. Se calculaba que obtendría los cuarenta mil votos que le faltaban a la derecha, o que le sobraban a Salvador Allende. Las elecciones parlamentarias lo corroboraron y las presidenciales lo subrayaron: Ganó Alessandri con un treinta y dos por ciento de los votos, venciendo a Allende por un tres por ciento de margen; la misma votación que había obtenido el Cura de Catapilco. Había triunfado la máquina de poder de la derecha. ¿Así es la democracia representativa? Transcurrieron seis años más de agitación política creciente y nadie se manifestaba indiferente a la cuestión pública como ha ocurrido en tiempos recientes. La derecha llevaban a Julio Durán, un militante radical que suponía un gobierno de continuidad al de Alessandri. La alianza con los radicales los hacía suponer que ganarían. Por tercera vez consecutiva el Frente da Acción Popular, formado por socialistas y comunistas, postulaba a Allende. Quien crea que el azar no es un elemento en la política, se equivoca. En diciembre del sesenta y tres murió el diputado socialista Óscar Naranjo. En marzo siguiente, a nueve meses de la elección presidencial, fue electo como su sucesor su hijo de mismo nombre y tendencia, con más de siete puntos de ventaja sobre el candidato de la derecha. El resultado trazaba un panorama negro mirando a las elecciones presidenciales. Conservadores y liberales creyeron que el riesgo de perder era demasiado alto. Así fue que abandonaron el Frente Democrático y apoyaron, no oficialmente, a Frei Montalva cuyo ideario de centro moderado se basaba en la doctrina social de la iglesia. Frei fue elegido con un cincuenta y seis por ciento de la votación contra un treinta y nueve de Allende. Cada tercio de la fuerza política que había elegido al presidente era más pequeño que el tercio del derrotado. Otra vez la máquina política había ganado a base de la táctica, frustrando a las mayorías relativas. La derecha no participó del gobierno de Frei Montalva, sino, al contrario, fue la parte de la oposición más dura. Cuando Allende se presentó por cuarta vez, yo ya tenía derecho a voto. En esta ocasión la derecha con Jorge Alessandri creyó que ganaría sin problemas. El pecado de soberbia le pasó la cuenta y la elección se repitió en los tercios esperados. El candidato del gobierno tenía el tercio menor y la elección se disputó voto a voto entre Allende, que triunfó con algo más de un treinta y seis por ciento y Alessandri. Otra vez la diferencia había sido un cura de Catapilco; sólo que esta vez no estaba en la contienda. Por desgracia, el juego no es de tres. La sociedad, aun sin saberlo con claridad, juega entre dos: Progresar o consolidar. Los vencedores querían avanzar hacia una nueva utopía, mientras los derrotados querían consolidar y conservar sus privilegios. Por su parte, el tercio menor, que había quedado fuera de competencia, frustraba su propio modelo al abandonar el gobierno y sus sueños. Como se mire, el nuevo presidente debía impulsar un cambio profundo y radical, contra cerca del sesenta y tres por ciento del pueblo. Estos hechos han sido motivo, a lo largo de años de una pregunta imposible de responder en profundas y muchas reflexiones: ¿Es democrática la democracia? y ¿Es representativa la democracia representativa? Allende no representó la voluntad del pueblo todo, sino la del pueblo que el pueblo entiende como pueblo; y pido disculpas por redundar en la palabra pueblo, usada con toda intención para expresar una idea que siempre se soslaya: El pueblo somos todos. Pueblo es el rico y el pobre. Pueblo es el de izquierda y el de derecha. Pueblo es quien escribe y el que lee. Pueblo es el que abusa y el abusado, el que aprovecha y el aprovechado. Cada ciudadano es pueblo. Más aún: Es pueblo el que vive en la urbe o en el campo, el que vota y el que no. Pueblo es el ignorante y el erudito, el astuto y el tonto, el inteligente y el estúpido, el mendigo y el caritativo, el creyente y el agnóstico, el rubio o el moreno, es pueblo el que sirve y el servido, el político y el elector. La respuesta a las preguntas no es fácil. Debería, la democracia, ser una forma de vida que respete a todos de modo proporcional al peso de sus ideas en la sociedad, de la misma forma que esta traza su vida pública. Así, si el sesenta por ciento de los ciudadanos no desea transitar de modo alguno, ni siquiera pacífico, hacia una forma de sociedad socialista marxista: ¿Es lícito, que el cuarenta por ciento restante, erigido en nombre del pueblo, y de las simpatías y sorpresas universales, los arrastre a esa forma de sociedad?. Entonces: ¿Cómo se puede construir una sociedad cuarenta por ciento socialista marxista y sesenta por ciento capitalista? Es imposible, excepto cuando los conceptos contrapuestos están en un ámbito homogéneo y armónico. La utopía de la democracia tuvo aquí, en esta falla, un forado por donde comenzó su naufragio. Una vez que se desata este conflicto surge la pregunta de la representación en la democracia: ¿Qué tan bien representado está cada individuo en el pensamiento social y en la acción de éste? Ramoneando en los conceptos que surgen de la representación democrática, aparecen innumerables preguntas. Son, de seguro, más que las respuestas. Entre ellas hay una primera y fundamental, que se refiere a la calidad de la comunicación humana: ¿El representado, en la democracia, selecciona apropiadamente a su representante? Pienso que no. Los electores, en general, no conocen las ideas que sustenta su representante y lo eligen basados en factores emocionales. A la inversa: ¿El representante, conoce las ideas que sus representados desean que sean defendidas y sostenidas por él? Si la pregunta primera se responde con un "No" enfático, esta tiene un "No" rotundo. Los candidatos buscan penetrar la voluntad emocional de voto de sus electores. Ésta puede ser revertida o torcida en diferentes direcciones en la acción posterior, sin considerar el interés ciudadano. Pero el tema no se agota en dos preguntas. Hay una más profunda en términos de la vida pública en democracia: ¿Es lícito, deseable y realista, que todas las ideas de todos los electores estén siempre representadas en la acción de sus representantes? Desde luego es imposible. Aquellas adolecen de una dispersión tan grande, que pueden ser hasta contradictorias, no sólo entre ellas, sino también con la posición política del representante. Recuerdo el caso reciente de un hombre que violó a una niña de su vecindario. En seguida intentó matarla a golpes para que no lo denunciara. Como los vecinos buscaban a la niña, temiendo que pudieran encontrarla en su casa, la metió en un morral de lona, la llevó hasta un acantilado y la lanzó al mar. Cuando al fin la niña fue encontrada dentro de la bolsa, sumergida cerca de los roqueríos, tenía fracturada la mandíbula y el cráneo y había agua en sus pulmones; es decir que cuando fue lanzada al mar aún estaba viva y murió ahogada. El violador fue descubierto y la población de vecinos indignada intentó lincharlo. El suceso produjo un debate nacional sobre la pena de muerte ya abolida. Diversas encuestas reflejaban que la mayoría del país la repondría en esos momentos. Claramente, en estas circunstancias, los electores y sus representantes no coincidían. Ante una situación así, pregunto: ¿Debería existir mecanismos de democracia directa para resolver conflictos de alta conmoción pública? o bien: ¿Deberían los representantes de los ciudadanos considerar, siempre, la opinión de sus electores en sus acciones? ¿Debió, en una instancia como esa, reponerse la pena de muerte, ante el clamor ciudadano?. ¿Es la misión de los representantes políticos morigerar la opinión del pueblo y buscar el mejor curso de esta, que encauce la vida pública? De este y otros muchos casos surgen estas preguntas y más conceptos asociados, como por ejemplo las justificaciones éticas y morales: ¿Es ético representar a los electores con ideas diferentes a las que estos manifiestan? ¿Es moral? ¿Es lícito?. El hombre ha ido destrozando irreversiblemente el medio ambiente. A partir de aquí, se ha ido profundizando el nivel del reclamo ecológico, hasta el punto que casi cualquier acto de requerimiento público debe contar con apego impoluto a los fundamentos de la ecología. En mi país, y entiendo que en el resto del continente, se rechaza una alarmante mayoría de los proyectos de generación de energía eléctrica, por razones ambientales como la posible contaminación del aire por el uso de combustibles fósiles, la contaminación del paisaje y la naturaleza virgen, la intervención de las aguas y más. Los argumentos ecológicos exigen que la producción de energía se base en el uso de recursos limpios y renovables, como la energía solar o del viento, no obstante que dichas fuentes, al menos a la fecha, no serían capaces de satisfacer la demanda futura, incluso de plazos medianos a cortos. La acción ciudadana en este sentido ha presionado al punto de parecer, cuando menos, que sería la idea dominante y mayoritaria. ¿Deberían, entonces, los representantes de los ciudadanos, pronunciarse decididamente en favor de esta idea, incluso a riesgo del eventual colapso energético? ¿Debe, por el contrario, un representante, votar contra la opinión de sus representados, en beneficio de la ciudadanía toda, incluidos, muchas veces, sus propios votantes? o ¿Debe respetar a ultranza la opinión de mayoría del pueblo, o al menos la de quienes lo eligieron? ¿Y si estos cambian su opinión, debe variar la del representante?. Zanjar situaciones como estas: ¿Ameritaría la existencia de mecanismos de democracia directa, no representativa? Personalmente, estimo que no. Una ciudad no puede entregar momentos de su vida, bajo ningún pretexto, al gobierno del grito pelado en la calle. Un tipo de gobierno así de pasional parece altamente riesgoso: Quizás se legislaría al influjo de los vientos de las pasiones activistas de cada momento; hoy reforma, mañana no, pasado sí. ¿Viviríamos en permanentes revisionismos? He visto propuestas que quisieran resolver modos de democracia directa a través de representaciones de asambleas, que en la palabra o la letra, parecen, o se plantean como modelos impecables. Expongo, breve, un modelo que tuve ocasión de escuchar de un connotado historiador, aún cuando no fue, él, capaz de dar ejemplos históricos de su aplicación y me recordaron el antiguo lema de Plinio el Viejo: «Zapatero: A tus zapatos», sin embargo, es interesante de mostrar: Las ideas en debate serían discutidas en asambleas y cada una decidiría cuál es su opción, después del uso de mecanismos locales y democráticos de acuerdo. En esta instancia, cada asamblea elegiría su, o sus, representantes a la instancia superior de acuerdo y discusión definitivos. A base de este mecanismo y de instancias de discusión sucesivas se debería llegar al acuerdo social final. Los distintos representantes no podrían defender ideas nacidas de su criterio personal, sino las mandatadas por sus representados, quienes en cualquier momento podrían retirar el mandato a su representante, en caso que este pierda su confianza. Quisiera imaginar la resolución de cuestiones altamente técnicas, especialmente aquellas que al ojo público parecen triviales y hasta obvias, pero que escapan, llenas de detalles e instancias, al conocimiento y manejo popular. Piénsese en un ciudadano pobre, de un barrio marginal, asolado por la extrema pobreza discutiendo el presupuesto para reemplazar energías fósiles por otras renovables que intervienen el medio ambiente. ¿Cómo decidiría? ¿Cómo llegaría una asamblea a discutir conceptos, si no a través del sesgo ideológico nacido al amparo de cúpulas políticas que guiaran convenientemente la ignorancia popular? En el mejor de los casos, y tal vez en la mayoría de ellos, la decisión individual que forzaría muchas asambleas, estaría formada por el interés ficticio, nacido de dos fuentes que estimo perversas: La primera es el clamor de la calle, de la manifestación pública, en la que la participación de unos pocos se asume que es la de grandes mayorías no validadas y sesgadas emocionalmente. La otra es el eco, asociado a la noticia, que transporta la clase que se va haciendo, por su función, día a día más mesiánica, del periodismo. Éste tiende a transmitir verdades absolutas formadas de su propia convicción y de la manifestación popular. Así, se forma el concepto de una falsa autoridad moral para imponer verdades que acallan a quienes no están de acuerdo y temen oponerse a quienes elevan más alto el clamor, con el respaldo del eco noticioso, reprimiendo la diversidad. A propósito de las viejas elecciones presidenciales, rescaté la idea de la división social en mi país de tres tercios que conformaban las fuerzas políticas en lucha. Pienso que aquellos tres tercios no son casuales. Se repiten en cada ciudad que elige, se repite en cada sociedad que se manifiesta. A veces uno o más de los tercios se han atomizado debido a pasiones internas, a diferentes matices, a intereses políticos y ambiciones de poder; no obstante los tres tercios permanecen nítidos a una observación más detenida. Someramente estos tercios están conformados por los rezagados sociales, aquellos que aspiran a avanzar, en la sociedad, a posiciones medias de privilegio, que incluyen estatus económico, influencia social, dignidad y más, que se les ha negado. Un segundo grupo, en el otro polo social, es el de los que han logrado acumular para sí la mayor parte de privilegios y bienes, que asumen y ejercen el poder real, basado en la economía y poseen gran parte de los recursos y bienes sociales. Por último, el tercer grupo está en el centro de ambos polos, muchas veces en una posición de transición que los inclina alternativamente hacia la opinión de los grupos de poder cuya posición ambicionan alcanzar, o a la de los rezagados, por un sentido quizás de clase de origen, o porque su tránsito social los mueve hacia ese polo. La acción pública de los tres tercios es diferente e incide fuertemente en el curso de la vida pública de la sociedad. El tercio rezagado, más aún cuando su número tiende al aumento al crecer las brechas sociales, se manifiesta en base al activismo, el clamor y la protesta. Su factor común es la carencia, el malestar o incluso hasta el odio y la rabia que se manifiesta a través de la bulla social. Este grupo suele ser manejado por los ideales de izquierda cuyo lema suele ser la "Superioridad moral para exigir y decidir" y su forma de acción la intolerancia sectaria. Estos grupos frustraron el tránsito, por allá por los setenta, hacia el socialismo marxista a través de la vía del acuerdo democrático; no sólo en mi país, sino que por esta experiencia, en todo lo largo y ancho del mundo. En el polo opuesto se actúa a través del poder silencioso del dinero y los recursos. Suele manifestarse políticamente en la derecha. No obstante su acción es más permanente a través del uso de la propiedad de los bienes y del manejo de la economía. Ambos extremos operan a través de la praxis, mientras que el tercer tercio, al centro de los otros; el moderado, suele hacerlo a través de las ideas, del análisis y la síntesis. En este grupo nacen los intelectuales y los ideólogos. Sus procesos los suelen llevar a la llamada tecnocracia que medra del grupo propietario, o al idealismo utópico. Grandes contingentes de este sector, sin embargo, sustentan el perfil del promedio social que representa al todo cuando este es bastante homogéneo. Cuando no lo es, los grupos moderados hacen de pivote, cargando el andar social hacia la izquierda o la derecha. Si este grupo se mueve mayoritariamente hacia los polos, se produce el quiebre social, de difícil recomposición. En Chile este fenómeno quebró a la sociedad en dos vectores muy polares e irreconciliables. La tensión social sobre el acuerdo ciudadano era de tal magnitud, que tenía que estallar la trama de finos hilos que unen cada célula social con sus vecinas. Sin importar cuál fuera, la solución sería violenta y autoritaria. Quizás grandes mayorías anhelaban dicha violencia autoritaria, en ambas fracciones; pero no podían ganar todos. El triunfo del pueblo sería la derrota del pueblo; el triunfo del poder sería la derrota del poder; llámese popular o económico. Cualquier salida satisfaría a uno de los tercios y frustraría a los otros dos. El tercio moderado, el tercio del centro habría sido derrotado de cualquier modo. Más aún, grandes contingentes, quizás mayoritarios, en cualquiera de los casos, de modo inocente, se habría sentido triunfador a pesar que el tiempo le mostraría su derrota. ¡Así fue! En definitiva, los grandes conflictos, sin importar quien resulte dominador, siempre derrotan a la mayoría. Ayer, a raíz de los conflictos sociales en España, alguien, siempre los hay, repetía el manido lema: "El pueblo unido jamás será vencido" y lo ilustraba con un enorme gigante compuesto por infinidad de personas, todas las cuales, en la unión en el gigante, representaban al pueblo unido, avasallando a pequeños enanitos disfrazados de fuerza policial pública. Pensé que era una cara moderna del cuadro de Eugène Delacroix: "La Libertad guiando al pueblo", con los pechos desnudos, gorro frigio y la bandera de Francia y un fusil en las manos, pasando sobre los cadáveres de los soldados derrotados. Reflexionaba que en ambos casos el pueblo triunfaba sobre el pueblo: Los soldados muertos y tirados en el suelo en Delacroix, no son los enemigos del pueblo; son el pueblo. Los policías con cascos y porras, derrotados por el pueblo gigante, unido, son el pueblo. ¿Contra quién lucha el pueblo cuando lucha? ¿Qué representaba, para el pueblo francés, la Libertad que miraba a la guillotina en la entonces Plaza de la Revolución y hoy Plaza de la Concordia, donde se cortó la cabeza de Luis, de María Antonieta, de Danton, de Desmoulins, de Robespierre, Saint Just y tantos más, de todos los colores del pueblo? Quizás sólo representaba los derechos de ese pueblo ansioso de venganzas y reivindicaciones, así como el gigante formado de todas las personas del pueblo representa el derecho del pueblo a cobrar venganza del poder. También, de algún modo representa la igualdad de todos los ciudadanos del pueblo cuando se une. Están, aquí, presentes dos grandes derechos constituidos lema en la revolución francesa e ícono emblemático de todas las revoluciones del pueblo: La Libertad y la Igualdad. Vuelvo a preguntarme por el tercer elemento del lema revolucionario: La Fraternidad. Esa gran ausente de las revoluciones y de la vida pública en general. Es que la Fraternidad, en oposición a las otras dos que constituyen derechos, es el único deber revolucionario. Desde siempre, o al menos desde entonces, el hombre ha luchado por sus derechos; quizás la rabia, la ira y el odio, producto de la opresión persistente, le impida pensar en los deberes. La Fraternidad está en la esencia de todos los deberes, porque representa el interés por el otro, la voluntad de respeto por el derecho del otro y la renuncia a parte de mi derecho para que el otro tenga acceso al suyo. Una idea más sobre esto: Muchos luchan por la libertad o por la igualdad, pero nadie lucha por la fraternidad, quizás sea que ésta es sólo otra utopía más. © Kepa Uriberri La Rodilla del Gigante
Divagaciones Kepa Uriberri Así era antes Aquí, donde hoy vivo, había, cuando era niño, un gran tranque que acumulaba aguas para el regadío de cultivos del entorno. Hasta este lugar llegábamos de paseo, escapando a las afueras de la ciudad, buscando el paisaje rural. Hoy ésta se extiende varios kilómetros a la redonda. Tenía, en ese tiempo, seis o siete años. En ese entonces ya casi habían dejado de circular los tranvías eléctricos y sólo quedaba el melancólico recuerdo en sus rieles de acero que aún hoy se ven en algunas calles, lo mismo que los adoquines y empedrados del pavimento más antiguo. Su ausencia dio paso a los trolley con ruedas de goma y toma corrientes de dos plumas. Estos artefactos circularon por mi ciudad durante muchos años, constituyendo el principal transporte urbano. Muy poca gente, privilegiada, tenía automóvil. La casa propia era un sueño que se materializaba lentamente tras años y años de sacrificio. La vida estaba sujeta, aunque nosotros, los niños, aún no lo notábamos o no lo entendíamos, a fuertes reglamentaciones del estado. Éste fijaba precios de los bienes de consumo de uso común, permitía o prohibía el ingreso de bienes de lujo que se importaban de Europa o los estados unidos; era propietario de las principales, o casi todas, las empresas de servicios básicos: Agua, energía, comunicaciones, correos y más. Se vivía, aunque la costumbre y la falta de comparación lo hacían menos agobiante, en una pobreza social endémica. Todas las soluciones pasaban por acciones inútiles del estado, como el fomento de la industria que consistía en el protectorado perenne de esta por parte del aparato estatal, que se esmeraba en evitar monopolios y competencia por igual. La carencia y la pobreza siempre fueron el caldo de cultivo de los sueños personales y de las utopías sociales. El primer anhelo social moderno estalló espontáneo en el París de fines del siglo diez y ocho: "Igualdad, libertad y fraternidad". ¿Pueden todos los hombres ser iguales?: No lo sé, no lo creo y postulo que no. Si todos los hombres llegaran a ser igualmente felices, desaparecería el concepto de felicidad, pues sería inútil. Si todos los hombres llegaran a tener las mismas oportunidades y las aprovecharan por igual, se terminaría el concepto de oportunidad, también el de riqueza. En la medida que esto resultara ser permanente e irreversible, se acabaría también el concepto de mérito y el de esfuerzo: Serían inútiles. Sería agotador y no tendría sentido, repasar todos los conceptos existentes en los que se podría, hipotéticamente, lograr igualar a todos los hombres, pero en cada uno de ellos en que esto se lograra, el concepto igualado desaparecería de inmediato, a partir de la igualdad garantida. Así, entonces, la igualdad sólo es un concepto cuya realidad es imposible. Sólo puede existir el anhelo de igualdad. Pero si la igualdad no es posible, entonces: ¿Pueden los hombres ser completamente libres? Se dice, de modo romántico: "libre como el viento". La expresión encierra más verdad que la que aparenta. El viento es libre en tanto no encuentra una colina, un árbol frondoso, un muro o más. La libertad del viento está llena de límites y toda libertad, también la del hombre, se estrella con los límites que le permiten llamarse libertad. El más importante de los límites de la libertad es la libertad. En cuanto la de uno transgrede la de otro se hace necesario delimitar y repartir libertades. Así pues, la libertad resulta ser más un anhelo que una realidad. Es posible que la fraternidad, en el lema francés de la revolución haya sido considerado en tercer lugar debido a que es el más individual de los anhelos de la revolución. La igualdad alcanza a todos e implica la participación de todos, quizás si sólo sujeta a un árbitro general, justo y ecuánime. La libertad, a su vez, es también un bien de alcance colectivo, ya que si no se puede tener toda la libertad, ésta podría distribuirse colectivamente de manera equitativa. También podría requerir del arbitrio de un juez superior ecuánime. No sucede lo mismo con la fraternidad, que es un bien nacido en un individuo, que se proyecta en los otros, mientras la igualdad y la libertad son bienes externos al individuo que se distribuyen socialmente. Nadie puede garantizar la fraternidad del otro. Ni siquiera yo mismo puedo garantizar que mi fraternidad sea idéntica a la que recibo de los demás. Más aún, la fraternidad es, de los tres bienes exigidos por la revolución francesa, el único que es un deber mientras los otros son derechos. En su desarrollo, las sociedades han modelado sistemas más y más complejos de utopías. Utopías del estado equiparador, utopías del mercado regulador, utopías del mercado intervenido, la gran utopía de la ley y la justicia, que lentamente invade la fe de las gentes que siente que legislando es posible solucionar todos los males. En esa época de mis recuerdos era costumbre que el estado tuviera un fuerte rol paternal, inmerso en el cual intentaba reglamentarlo todo de manera de sostener la vida pública en un nivel tal que rindiera el máximo de satisfacción a todos. Era la utopía de las economías protegidas y cerradas. Nada sale, nada entra, sin permiso del gran padre estado, de modo de asegurar autonomía de vida y desarrollo armónico. Todavía hoy hay quienes creen en esa utopía. La ley, por su parte, sin ser una utopía, es un instrumento para repartir equitativamente la igualdad y la libertad entre los ciudadanos. Sin embargo adolece del mismo dilema que los bienes que ha de distribuir. La ley puede aproximarse a la solución, mas nunca podrá ser la solución final al conflicto del reparto equitativo, en tanto no puede ser un absoluto. La Ley absoluta no es posible. Quien la busque estará creando otra utopía. La ley impone límites que restan libertad, intentando otorgarla al otro. Los propios estudiantes franceses de mayo del sesenta y ocho postulaban la ley absoluta, que resulta ser la paradoja total de la ley: "Il est interdit d'interdire!" es decir "Prohibido prohibir". No todas las prohibiciones proceden de la ley. También hay muchas que proceden de la cultura. Esta está llena, también de sus propias leyes consuetudinarias, quizás más fuertes que las otras. Tal vez por eso surge la idea que la solución de muchos problemas que la sociedad interviene con la ley y la justicia, se verían mejor servidos a través de la cultura y la educación entregada a las gentes. Las reglas se imbuyen en la cultura como admoniciones, cuyo efecto es intensamente fuerte y duradero. Con cuanta facilidad encontramos esas leyes mudas, admonitorias, que cultivamos como enseñanzas de nuestros padres, en la vida diaria. Todas ellas, o la gran mayoría, son leyes universales inviolables: "¡Los hombres no lloran!", "No mientas", "¡Respeta a tus mayores!", "El sexo está prohibido fuera del matrimonio", "La mujer es virginal", "El matrimonio es para siempre", "La vida es sagrada" Las utopías son admoniciones que pesan sobre la cultura, más allá que sobre las personas. Así, entonces, adquieren un sentido ético y sagrado de grial que las convierte en inmutables y eternas, sin importar su inaccesibilidad. Reflexionaba, hace algunas líneas, por qué veo imposibles algunas de ellas, sin embargo, no por eso las veo desechables. En la medida que la sociedad propende a la utopía, al sueño imposible y es capaz de estructurar una cultura armónica en torno a ellas, posiblemente prospere sana y en paz. Utilizo aquí el concepto de paz como el contrapuesto a la violencia y no como otra utopía inalcanzable más. Mencionaba antes el por qué no era posible alcanzar los lemas de la revolución francesa. La fraternidad es un imposible en tanto los hombres, cada uno, somos diferentes de cada otro, no sólo constitucionalmente, sino en tanto metas de progreso y proyecto. La fraternidad cumplida, impediría al hombre alcanzar una meta que su prójimo no podría conseguir y destruiría la pulsión de prosperidad que requiere superar al otro o equipararlo. El abandono de la fraternidad es necesario entonces para el progreso, al menos en buena parte. Tal vez mucho de la fraternidad real sea sólo fraternidad hipócrita, o llegue a serlo. Reflexionando sobre el derecho a la violencia, sentí que este nacía de la falta de respuesta persistente de la sociedad respecto de la frustración de muchos que van quedando rezagados en la inercia del proceso de progreso. La violencia es producida en buena medida por la ausencia de fraternidad. En la revolución francesa fue así. Así nace el lema que incluye este concepto como uno de los tres anhelos revolucionarios. No obstante, la fraternidad de la revolución fue en absoluto nula: Se cortó cabezas fraternalmente, se persiguió, se prejuzgó y se condenó fraternalmente. Cuando la violencia estalla como fuerza de reacción a la incapacidad de la sociedad de dar respuesta a las frustraciones de grupos suficientemente vastos, esta va acompañada de un sentido de división y revancha social: El pueblo contra la oligarquía, el movimiento ciudadano contra el fascismo, los pobres contra los ricos, los trabajadores contra los empresarios. Nunca las reivindicaciones buscan la fraternidad, sino el dominio y el poder. Si el movimiento de reivindicación triunfa, si se hace del poder, la acción primera es la revancha. No siempre quienes resultan frustrados en el proceso social de desarrollo y progreso tienen oportunidad de reivindicar su derecho a la igualdad, o de exigirlo; no obstante siempre existe la respuesta de la violencia; sólo que a veces es una violencia pasiva y local que deriva en la delincuencia y el lumpen: Los desplazados construyen una cultura marginal, contrapuesta a la cultura ciudadana y sólo participan de esta en tanto deben responder de sus actos fuera del margen. Bandas, pandillas, mafias y carteles de droga o más, viven en esta orilla del fracaso social. Lo que la vida ciudadana no les permite acceder lo consiguen a través de la transgresión. Las ciudades modernas sufren de manera creciente de este fenómeno y lo combaten de manera punitiva, a través de la ley, sin resultado real alguno. Cuando esta subcultura marginal se ha instalado, es muy difícil combatirla y revertirla. No es viable el combate por privación de libertad, ni por castigos crecientemente más duros, ni nuevas leyes que nacen muertas. La mecánica del proceso es simple. Pienso en un niño de este grupo desplazado: No tiene ninguna oportunidad, o muy escasa, a través de esfuerzos enormes, cuyo umbral de entrada le es de difícil acceso, para obtener preparación y recursos. Sus oportunidades están en el delito: Tráfico, asalto, robo, filiación a grupos y pandillas de la delincuencia. Sin demasiado esfuerzo y a edad temprana consigue resultados que a otros, en su mismo entorno, no le llegan en una vida entera. Crece, entonces, en la delincuencia. Una vez adulto, la oferta social de reinserción en la vida ciudadana nunca le podrá ofrecer los logros económicos que obtiene con el delito. Así, pues, no tiene reinserción. En la revolución rusa el malestar se manifiesta en áreas rurales y termina invadiendo las ciudades. En Cuba también, y en Nicaragua. En Perú y en Bolivia comienza a germinar de ese modo, pero son aplastadas. La población rural ya no tiene tanto peso. En Colombia no logra prender, pero aún no llega a morir. Hoy los movimientos sociales son urbanos. Nacen en las ciudades, en las calles, en marchas, en tomas públicas. Cívicamente se empuja los cambios, como en el término de la dictadura en Chile, como los movimientos en Túnez, Egipto o Grecia. Gran parte del mundo actual es urbano, global y vive en la gran utopía del mercado. El mercado ha sido el gran promotor de derechos y los derechos los grandes sostenedores del mercado. El mercado libera: Todo se puede comprar y por tanto cada libertad depende sólo del esfuerzo personal. Así ha aumentado el acceso a los bienes y el sentido del mérito: Quiero una casa porque la merezco, quiero un automóvil porque lo merezco, quiero bienestar porque lo merezco, quiero diversión porque la merezco, en fin, no hay accesos restringidos. El ciudadano lo merece, tiene derecho. Es el mal inverso al que viví de niño. La fuerza imperante en aquel tiempo era la conservadora, consolidadora. Hoy impera la fuerza progresista, proyectiva. La sociedad conservadora tiene un fuerte sentido del deber, mientras en el otro extremo la sociedad progresista tiene vocación de derechos. Hoy el ciudadano exige derechos: Al trabajo, a la vivienda, al bienestar, a la salud, a la educación, a la opinión, a la libertad plena, a la paz. Todos estos derechos y cualquier otro, deben ser dados: El ciudadano tiene derecho a tener derechos, pero estos no se pagan con deberes de contraparte. El imperio de los derechos marca un contrasentido extraño, equivalente al de la libertad. En la medida que el derecho otorga acceso a bienes y recursos infinitos, o suficientemente abundantes, de manera que se puede satisfacer el derecho de todos, como es el caso del derecho a respirar aire verdadero, o tomar sol, la cuestión no tiene problema. No obstante, en la medida que más gentes acceden a reclamar un derecho y todos los derechos que se contraponen a este, de manera que el acceso al bien al que se aspira se hace escaso, el fenómeno cambia; el derecho mismo se hace escaso y no alcanza a todos los ciudadanos. Pienso, por ejemplo en el derecho a respirar aire limpio en una ciudad altamente contaminada, cuando a la vez se reclama el derecho a tener y usar energías y locomoción contaminantes. El derecho al capital y el derecho al trabajo, cuyo equilibrio y retorno debe ser regulado y restringido, uno en beneficio del otro. En ese tiempo, el auto familiar, que fue el primero, tenía unos quince años de antigüedad. Muchos de nuestros vecinos, es posible que la mayoría, no tenían un auto. Hoy, cada año, en mi ciudad, aumenta el parque automotriz en trescientos mil nuevos vehículos, descontadas las bajas. La congestión y la contaminación del aire, afectan derechos de las personas que son débilmente paliados por deberes correspondientes. El aumento poblacional atenta contra el derecho al trabajo, a la educación, a la vivienda y al bienestar. ¿Qué deberes equilibrarían estos derechos?. ¿Cómo se provee los derechos de todos? La escasez de soluciones, el aumento de las brechas entre los que proveen adecuadamente sus derechos y los que no tienen acceso, producen un creciente malestar, no sólo como nivel, sino como extensión social de éste, al punto que casi cualquier problema puede producir estallidos sociales inorgánicos, como los de la Rusia de mil novecientos cinco. La gente sale a las calles y protesta. Unos porque no tienen educación, otros porque no acceden a los derechos de salud, otros para exigir vivienda digna, unos más por el derecho a la educación, también por el precio de los alimentos, o por la falta de servicios básicos, y más. La ciudad, la sociedad, el estado, el gobierno, las autoridades, carecen de soluciones y recursos. Más aún, carecen de acuerdos o consensos. Así nace el gobierno del grito pelado en la calle. En palabras de buen decir comienza la exigencia de la democracia directa, en contraposición a la democracia representativa. Y entonces me pregunto: ¿Es posible la democracia directa? Después de dar algunas vueltas ramoneando entre las ideas, me nace una pregunta más inquietante aún: ¿Existe la democracia real? o ¿Es otra utopía más que se carga en las espaldas de las culturas?. ¿Es la democracia representativa, realmente, una democracia? y ¿Por qué la democracia debe ser representativa?. © Kepa Uriberri |
Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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