La Rodilla del Gigante Divagaciones Kepa Uriberri Democracias o democracias Fui testigo del colapso de la democracia, en mi país, desde mi ciudad convulsionada, cuando ya era un adulto. Recuerdo ese martes de la caída. Junto a mi padre, mirábamos por la ventana del estar de su departamento. Afuera, la calle vacía; al frente el parque abandonado y ya florecido. Al fondo la avenida desierta y más allá los edificios que parecían mirar con cientos de ojos vacíos. La ciudad era como un gran gigante perplejo y en silencio, sólo quebrado a ratos por algunos disparos. Mucho más allá la cordillera, aún nevada sostiene en sus cumbres un cielo en aquel tiempo limpio y azul. Dije: "Bueno, al fin ya tienen lo que querían: Se nos viene veinte años de dictadura militar". No sé si él me respondió con una expresión de deseo, o así lo creía: "¡No seas exagerado! los militares llamarán a elecciones en seis meses". Así lo creían los moderados y también la derecha. ¡Cuánta razón tuve! En aquel tiempo había comenzado a gobernar el clamor de la calle, contra el poder de la economía, dejando en medio al poder político paralogizado y trenzado en discusiones inútiles sobre garantías imposibles y apelaciones al poder militar; el viejo poder de la fuerza, al que se echa mano en la instancia final. ¿Cómo sostener la mirada exenta de pasiones? El último método de acuerdo, cuando ya no quedan negociaciones, es la imposición de la fuerza. Se deja de lado, primero, la fraternidad que nunca estuvo presente. Se omite toda igualdad; sólo queda el enemigo o el compañero. Sin importar quien triunfe o quien salga derrotado, la sociedad está partida. Reconstruirla requería de la fuerza que obliga y aplasta al que se opone. En esta ocasión había perdido la izquierda y sería aplastada con frialdad y eficacia. Pudo ser al revés. Siempre creí que los cambios de fondo ocurren sólo muy lentamente y suelen iniciarse a través de un quiebre de las condiciones de estado. En especial creo que es así en la vida pública. Esto era lo que pretendía la izquierda dura de ese entonces, incluso en contra de su propio gobierno. Se había instalado el lema: "Avanzar sin transar" que suponía tomar todo el poder, no sólo el político, sino también, a través de la fuerza social, el económico e incluso el militar y los demás que conforman la vida pública. Para esto estaban dispuestos a sobrepasar la autoridad hasta de su propio gobierno, al que comenzaron a quebrar y a empujar fuera de los rieles de su diseño original. El golpe de septiembre y la dictadura que sobrevino hizo lo mismo pero en el sentido justo inverso. Con decisión brutal, sin transar, avanzó en un curso de corrección de la cultura social profunda. Nadie podría, hoy, negar o desconocer el enorme cambio que importó para la sociedad los casi veinte años del régimen militar. Muchos hoy sólo quieren recordar la represión, la violación de derechos y la sorda lucha contra sus enemigos políticos que se llevó a cabo por la fuerza, por la supresión de libertades y la intervención de todos los poderes del estado y los canales sociales. La economía que se había mantenido cerrada y protegida, empobrecida y apropiada por el estado se abrió por imposición, para beneficio del poder económico instalado, e ignorando el interés de los sectores desposeídos. "Generando riqueza los beneficios terminarán llegando a todos" fue el lema. Se llamó la "Ley del chorreo" porque la enorme riqueza de los unos terminará por rebalsar hacia los otros: Es el capitalismo más descarnado, donde el estado no interviene y la vida económica se desarrolla al ritmo del mercado. Me viene a la memoria un vendedor, buhonero ambulante, de corbatas. Se instalaba con una maleta abierta, chorreando infinitas y coloridas corbatas de imitación seda, en la mitad de un paseo peatonal. Gritaba: "¡Lleve las mejores corbatas de tal vez seda! ¡El que cae: Cae zorzal! ¡Y a mi qué me importa!". La gente se iba arremolinando a su alrededor y comenzaba a comprar, como zorzales atraídos a la trampa. ¡Qué técnica más efectiva! ¡Qué raro embrujo! Es la alegoría sintética del perverso sistema de mercado. El tipo, sin embargo, era un hombre quizás pobre que surgía en la vida de este modo, sin apoyo, sin ayuda, a base de su capacidad personal, con cierta deshonestidad honesta, con cinismo e hipocresía. El mercado asume que todos somos igualmente hábiles para encontrar nuestra propia maleta de corbatas. Esta fue la cultura que instaló en la ciudad el régimen militar. Justo la más moderna y actual, justo la inversa a la del sistema derrotado. De alguna manera sabían que los cambios de cultura no se hacían ni penetraban el apresto de la vida pública en seis meses o tres años. Así, entonces, lo habían planificado para veinticinco. No fue el cambio de cultura en lo económico y social lo que derrotó, finalmente al régimen militar: Fue el abuso. Ese fue el detonante. El abuso de poder, el avasallamiento de los derechos, la falta de libertad que sufrían amplios sectores de la ciudadanía. Lentamente, pero cada vez con más y más fuerza, la gran brecha se volvió a abrir. Los rezagados del avance de algunos pocos que iban mostrando promedios prósperos fue animando la protesta y exigiendo reivindicaciones de derechos y oportunidades: La sensación era que la Ley del Chorreo no funcionaba. Pocos se enriquecían mucho y producían la desesperanza del resto. Entonces se abrieron, para mi manera de ver, dos flancos de lucha: Uno, el que triunfó, el que derrota a la tiranía, lo veo de una hipocresía inaceptable. No era su lema, pero le venía: "Si no puedes vencerlo, únete a él". Eso hicieron, lo vencieron en su ley, aceptaron su juego para vencerlo. Por supuesto que una vez vencido, y más aún, pasado el tiempo, denigran y condenan hasta el hastío el régimen y la obra que ellos mismos validaron. Se dirá que no: Que no es así; pero los políticos de ese entonces y de ahora, todavía, con su juego, democratizaron e hicieron lícito el régimen de la dictadura. Sólo no redimieron los atropellos a los derechos de las personas, pero los hicieron tolerables. Negociaron la entrega del poder, fijaron reglas, privilegios y concesiones y períodos de gracia, llamados con cinismo "Transición a la democracia". El otro flanco creía que la tiranía caería víctima de la reacción social, de la protesta y del agotamiento en el abuso. En el peor y más extremo de los casos, habría que emplear la fuerza, la guerrilla y el magnicidio. Este flanco importaba una redención del pueblo, mientras el otro una concesión a la tiranía. He insistido a lo largo de todas estas reflexiones en la imposibilidad de lo perfecto, de los idealismos y las utopías. Debo reconocer que el sentido práctico de la estrategia que logró concluir con la dictadura no podía si no acceder una solución, al menos, no perfecta. Nunca, por las concesiones que hacía a la tiranía de años, la apoyé. Aún hoy creo que muchos de los vicios de nuestra vida pública se gestan y germinan ahí. Hube querido ver caer a ese régimen humillado en su mesianismo perverso, quizás por la soberbia que siempre lo inspiró. No obstante, como no existe la realidad utópica, de haber sucedido, quizás habríamos entrado en otro régimen de facto por otros veinte o más años. Habrá que aceptar la ironía, llena de sincronías, de los hechos. La tiranía se instaló para evitar la tiranía, que se instalaría a partir de un gobierno que pretendía imponer, por la vía democrática, un régimen que nunca había sido sino de inspiración totalitaria. Al fin la tiranía fue vencida por la democracia guiada por los mismos que quisieron forzarla, ahora arrepentidos y renovados. El eje político es de una trascendencia tal, y de una urgencia tal, que requiere la rápida acumulación de poder, que sólo se logra en las negociaciones y concesiones, haciéndolo el menos noble de todos los que marcan a la sociedad. Todos los componentes en las distintas dimensiones de la vida pública, al fin, se proyectan en la dimensión de la posición en la sociedad. La posición social en nuestras ciudades, no nace en la urbe, sino en la vida rural. Ahí germina, eclosiona y madura. Ya asentado su carácter, emigra a la ciudad, donde al fin termina medrando, toda forma de vida pública. En este eje se instala lo que se llama las clases sociales, desde la aristocracia por un polo, hasta la servidumbre por el otro. En la medida del éxito económico, que en nuestras sociedades, aún jóvenes, se construyó a base de la posesión de la tierra y la agricultura, las clases altas, acaudaladas, adquirieron el poder total, que incluyó el político, el económico y también el militar. La primera generación exitosa fue próspera: El fruto de su esfuerzo construyó la fortuna. La segunda generación estableció el dominio, a partir de la posesión de los medios, y asentó el sistema de este modo. Esta generación todavía conoció el esfuerzo y el trabajo. Si muchas veces no de manera directa, sí en las manos rudas y trabajadas de sus padres, en el carácter emprendedor y dominante de ellos. Esta visión impulsa a los hijos del esfuerzo a consolidar el sistema construido por sus padres progresistas: Ellos inician la clase conservadora. La tercera generación, pertenece a la aristocracia. El aristócrata es dueño de la riqueza y los medios por derecho de herencia: Nace para el poder y el dominio. Ya no conoce el significado del esfuerzo de progreso del abuelo, ni lo valora: Sólo tiene un sentido romántico, lejano y melancólico. Esta generación abandona la tierra como hábitat y emigra a la ciudad. Desde ahí maneja la producción de la riqueza que aquella produce. El aristócrata terrateniente se transforma también en aristócrata político y eventualmente aristócrata empresario; aunque este último es mucho más tardío y suele aparecer cuando la tierra pierde valor económico. En tanto aparece la clase dominante en un polo, esta misma impulsa la aparición de la clase trabajadora, la servidumbre, que vive al amparo del aristócrata. La clase trabajadora sólo tiene los derechos que le asigna el patrón aristócrata y está cargada con los deberes asignados por este. Los trabajadores, por supuesto mucho más numerosos, sólo manejan cuotas muy pequeñas de poder. El trabajador demora mucho más en hacerse urbano como clase social y por tanto, no percibe la brecha creada por el sistema en tanto se satisface del amparo del patrón. En la ciudad se construye la nación. En tanto la ciudad no toma fuerza, la nación es sólo un artilugio arbitrario, determinado sólo por límites geográficos, muchas veces imprecisos. La clase dominante urbana la construye, desde las ciudades: Le da forma, estructura y carne. Le asigna funciones y desarrolla dominios, hasta que toma una forma definitiva y asienta una cultura. En este proceso de urbanizamiento social, comienza, a la vez, el proceso de decadencia. Buena parte de las clases altas fracasan, pierden sus fortunas y decaen. Han perdido la capacidad de trabajar y los privilegios, sin embargo el sentido de merecimiento se mantiene. En esta decadencia se convierten en clases medias a las que se podría denominar de los "Nobles apolillados": Aparentan situaciones que no tienen, son incapaces de reaccionar a la decadencia y siguen intentando sostener el estatus perdido, defendiendo los privilegios de las clases altas. En el camino inverso, alcanzan a los "Nobles apolillados" por la vía de la prosperidad, gente de esfuerzo provenientes de clases sociales bajas, también otros advenedizos, como inmigrantes y tal, a los que las clases altas o decadentes llaman los "Surgidos". Esta mixtura constituye los grandes promedios, donde se conjugan las representaciones de todas las clases sociales, sus subculturas y sentimientos. El volumen de esta clase es un indicador de la sanidad social. El tránsito natural debería alimentar, desde los polos de clases extremas el movimiento hacia esta clase media. Un estado protector, una sociedad protegida, en una cultura de aristocracias, produce una sociedad donde la clase media es relativamente voluminosa, lo mismo que la baja y se mantiene una clase marginal de pobreza extrema irremisible. Esta última era la de los "Patipelados" de mi infancia: Pobres extremos, mendigos, sin casa, desnutridos, desempleados endémicos. Tan pequeña como la de los patipelados, es la clase alta de grandes privilegios, propietarios de los bienes productivos, del poder político y económico y administradores de los derechos y deberes sociales. En una economía protegida, el tránsito desde las clases bajas a las medias se hace casi nulo. El sentido de fracaso de los nobles apolillados, de mejor cultura y acceso, sin embargo, a la educación debido a privilegios remanentes, tiende a producir grandes contingentes de intelectuales reivindicativos, que habitan con naturalidad en las posiciones dirigentes de la izquierda, la que políticamente está habitada por la frontera entre las clases bajas y medias y por los surgidos. Durante la dictadura y la transición a la democracia, la sociedad toda transitó hacia el progreso. El antiguo patipelado que adquiere su nombre por andar mendigando calles a pata pelada, se hace menos visible y se pone zapatos. De un modo u otro, grandes contingentes de clases pobres adquieren bienes que les eran prohibidos: Cocina, refrigerador, televisor, hoy en día teléfonos celulares. No obstante, no traspasan la barrera de la pobreza. Por el contrario, aumentan los muchos pobres de cuello y corbata. De algún modo, así como tipifiqué un "noble apolillado", hoy en día se podría definir "Surgidos apolillados", "Profesionales apolillados", "Emergentes apolillados", "Trabajadores apolillados", "Clases medias apolilladas" y "Pobres apolillados". Al otro extremo de la sociedad se acumula el volumen y densidad que al sumarse a los ciudadanos apolillados hacen un promedio que luce para ser visto en diarios, revistas y organizaciones internacionales. La condición de apolillados hace que cada clase, venida a menos, haga grandes esfuerzos, prioritarios, para sostener las apariencias, sin las cuales percibe que ya no tendrá oportunidad de volver a recuperar las posiciones sociales perdidas. Este solo hecho tiende a disimular las enormes brechas que se van abriendo en la sociedad. Más aún, produce el fenómeno perverso de la posición social a costa de la deuda, que consiste en cubrir los agujeros de polilla con préstamos impagables, con lo cual la enorme brecha social se disimula con una delgada cascarita, llamada sobrendeudamiento. Este fenómeno, por lo demás es extenso y global. El quiebre y colapso de esas débiles cáscaras va provocando en cada ciudad, a lo largo y ancho de toda la pelota que habitamos, la exaltación y rebelión creciente. Hay una aproximación peligrosa a la polaridad intensa, cuya única solución puede ser el colapso y una salida duramente impositiva. © Kepa Uriberri
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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