La Rodilla del Gigante
Divagaciones Kepa Uriberri Así era antes Aquí, donde hoy vivo, había, cuando era niño, un gran tranque que acumulaba aguas para el regadío de cultivos del entorno. Hasta este lugar llegábamos de paseo, escapando a las afueras de la ciudad, buscando el paisaje rural. Hoy ésta se extiende varios kilómetros a la redonda. Tenía, en ese tiempo, seis o siete años. En ese entonces ya casi habían dejado de circular los tranvías eléctricos y sólo quedaba el melancólico recuerdo en sus rieles de acero que aún hoy se ven en algunas calles, lo mismo que los adoquines y empedrados del pavimento más antiguo. Su ausencia dio paso a los trolley con ruedas de goma y toma corrientes de dos plumas. Estos artefactos circularon por mi ciudad durante muchos años, constituyendo el principal transporte urbano. Muy poca gente, privilegiada, tenía automóvil. La casa propia era un sueño que se materializaba lentamente tras años y años de sacrificio. La vida estaba sujeta, aunque nosotros, los niños, aún no lo notábamos o no lo entendíamos, a fuertes reglamentaciones del estado. Éste fijaba precios de los bienes de consumo de uso común, permitía o prohibía el ingreso de bienes de lujo que se importaban de Europa o los estados unidos; era propietario de las principales, o casi todas, las empresas de servicios básicos: Agua, energía, comunicaciones, correos y más. Se vivía, aunque la costumbre y la falta de comparación lo hacían menos agobiante, en una pobreza social endémica. Todas las soluciones pasaban por acciones inútiles del estado, como el fomento de la industria que consistía en el protectorado perenne de esta por parte del aparato estatal, que se esmeraba en evitar monopolios y competencia por igual. La carencia y la pobreza siempre fueron el caldo de cultivo de los sueños personales y de las utopías sociales. El primer anhelo social moderno estalló espontáneo en el París de fines del siglo diez y ocho: "Igualdad, libertad y fraternidad". ¿Pueden todos los hombres ser iguales?: No lo sé, no lo creo y postulo que no. Si todos los hombres llegaran a ser igualmente felices, desaparecería el concepto de felicidad, pues sería inútil. Si todos los hombres llegaran a tener las mismas oportunidades y las aprovecharan por igual, se terminaría el concepto de oportunidad, también el de riqueza. En la medida que esto resultara ser permanente e irreversible, se acabaría también el concepto de mérito y el de esfuerzo: Serían inútiles. Sería agotador y no tendría sentido, repasar todos los conceptos existentes en los que se podría, hipotéticamente, lograr igualar a todos los hombres, pero en cada uno de ellos en que esto se lograra, el concepto igualado desaparecería de inmediato, a partir de la igualdad garantida. Así, entonces, la igualdad sólo es un concepto cuya realidad es imposible. Sólo puede existir el anhelo de igualdad. Pero si la igualdad no es posible, entonces: ¿Pueden los hombres ser completamente libres? Se dice, de modo romántico: "libre como el viento". La expresión encierra más verdad que la que aparenta. El viento es libre en tanto no encuentra una colina, un árbol frondoso, un muro o más. La libertad del viento está llena de límites y toda libertad, también la del hombre, se estrella con los límites que le permiten llamarse libertad. El más importante de los límites de la libertad es la libertad. En cuanto la de uno transgrede la de otro se hace necesario delimitar y repartir libertades. Así pues, la libertad resulta ser más un anhelo que una realidad. Es posible que la fraternidad, en el lema francés de la revolución haya sido considerado en tercer lugar debido a que es el más individual de los anhelos de la revolución. La igualdad alcanza a todos e implica la participación de todos, quizás si sólo sujeta a un árbitro general, justo y ecuánime. La libertad, a su vez, es también un bien de alcance colectivo, ya que si no se puede tener toda la libertad, ésta podría distribuirse colectivamente de manera equitativa. También podría requerir del arbitrio de un juez superior ecuánime. No sucede lo mismo con la fraternidad, que es un bien nacido en un individuo, que se proyecta en los otros, mientras la igualdad y la libertad son bienes externos al individuo que se distribuyen socialmente. Nadie puede garantizar la fraternidad del otro. Ni siquiera yo mismo puedo garantizar que mi fraternidad sea idéntica a la que recibo de los demás. Más aún, la fraternidad es, de los tres bienes exigidos por la revolución francesa, el único que es un deber mientras los otros son derechos. En su desarrollo, las sociedades han modelado sistemas más y más complejos de utopías. Utopías del estado equiparador, utopías del mercado regulador, utopías del mercado intervenido, la gran utopía de la ley y la justicia, que lentamente invade la fe de las gentes que siente que legislando es posible solucionar todos los males. En esa época de mis recuerdos era costumbre que el estado tuviera un fuerte rol paternal, inmerso en el cual intentaba reglamentarlo todo de manera de sostener la vida pública en un nivel tal que rindiera el máximo de satisfacción a todos. Era la utopía de las economías protegidas y cerradas. Nada sale, nada entra, sin permiso del gran padre estado, de modo de asegurar autonomía de vida y desarrollo armónico. Todavía hoy hay quienes creen en esa utopía. La ley, por su parte, sin ser una utopía, es un instrumento para repartir equitativamente la igualdad y la libertad entre los ciudadanos. Sin embargo adolece del mismo dilema que los bienes que ha de distribuir. La ley puede aproximarse a la solución, mas nunca podrá ser la solución final al conflicto del reparto equitativo, en tanto no puede ser un absoluto. La Ley absoluta no es posible. Quien la busque estará creando otra utopía. La ley impone límites que restan libertad, intentando otorgarla al otro. Los propios estudiantes franceses de mayo del sesenta y ocho postulaban la ley absoluta, que resulta ser la paradoja total de la ley: "Il est interdit d'interdire!" es decir "Prohibido prohibir". No todas las prohibiciones proceden de la ley. También hay muchas que proceden de la cultura. Esta está llena, también de sus propias leyes consuetudinarias, quizás más fuertes que las otras. Tal vez por eso surge la idea que la solución de muchos problemas que la sociedad interviene con la ley y la justicia, se verían mejor servidos a través de la cultura y la educación entregada a las gentes. Las reglas se imbuyen en la cultura como admoniciones, cuyo efecto es intensamente fuerte y duradero. Con cuanta facilidad encontramos esas leyes mudas, admonitorias, que cultivamos como enseñanzas de nuestros padres, en la vida diaria. Todas ellas, o la gran mayoría, son leyes universales inviolables: "¡Los hombres no lloran!", "No mientas", "¡Respeta a tus mayores!", "El sexo está prohibido fuera del matrimonio", "La mujer es virginal", "El matrimonio es para siempre", "La vida es sagrada" Las utopías son admoniciones que pesan sobre la cultura, más allá que sobre las personas. Así, entonces, adquieren un sentido ético y sagrado de grial que las convierte en inmutables y eternas, sin importar su inaccesibilidad. Reflexionaba, hace algunas líneas, por qué veo imposibles algunas de ellas, sin embargo, no por eso las veo desechables. En la medida que la sociedad propende a la utopía, al sueño imposible y es capaz de estructurar una cultura armónica en torno a ellas, posiblemente prospere sana y en paz. Utilizo aquí el concepto de paz como el contrapuesto a la violencia y no como otra utopía inalcanzable más. Mencionaba antes el por qué no era posible alcanzar los lemas de la revolución francesa. La fraternidad es un imposible en tanto los hombres, cada uno, somos diferentes de cada otro, no sólo constitucionalmente, sino en tanto metas de progreso y proyecto. La fraternidad cumplida, impediría al hombre alcanzar una meta que su prójimo no podría conseguir y destruiría la pulsión de prosperidad que requiere superar al otro o equipararlo. El abandono de la fraternidad es necesario entonces para el progreso, al menos en buena parte. Tal vez mucho de la fraternidad real sea sólo fraternidad hipócrita, o llegue a serlo. Reflexionando sobre el derecho a la violencia, sentí que este nacía de la falta de respuesta persistente de la sociedad respecto de la frustración de muchos que van quedando rezagados en la inercia del proceso de progreso. La violencia es producida en buena medida por la ausencia de fraternidad. En la revolución francesa fue así. Así nace el lema que incluye este concepto como uno de los tres anhelos revolucionarios. No obstante, la fraternidad de la revolución fue en absoluto nula: Se cortó cabezas fraternalmente, se persiguió, se prejuzgó y se condenó fraternalmente. Cuando la violencia estalla como fuerza de reacción a la incapacidad de la sociedad de dar respuesta a las frustraciones de grupos suficientemente vastos, esta va acompañada de un sentido de división y revancha social: El pueblo contra la oligarquía, el movimiento ciudadano contra el fascismo, los pobres contra los ricos, los trabajadores contra los empresarios. Nunca las reivindicaciones buscan la fraternidad, sino el dominio y el poder. Si el movimiento de reivindicación triunfa, si se hace del poder, la acción primera es la revancha. No siempre quienes resultan frustrados en el proceso social de desarrollo y progreso tienen oportunidad de reivindicar su derecho a la igualdad, o de exigirlo; no obstante siempre existe la respuesta de la violencia; sólo que a veces es una violencia pasiva y local que deriva en la delincuencia y el lumpen: Los desplazados construyen una cultura marginal, contrapuesta a la cultura ciudadana y sólo participan de esta en tanto deben responder de sus actos fuera del margen. Bandas, pandillas, mafias y carteles de droga o más, viven en esta orilla del fracaso social. Lo que la vida ciudadana no les permite acceder lo consiguen a través de la transgresión. Las ciudades modernas sufren de manera creciente de este fenómeno y lo combaten de manera punitiva, a través de la ley, sin resultado real alguno. Cuando esta subcultura marginal se ha instalado, es muy difícil combatirla y revertirla. No es viable el combate por privación de libertad, ni por castigos crecientemente más duros, ni nuevas leyes que nacen muertas. La mecánica del proceso es simple. Pienso en un niño de este grupo desplazado: No tiene ninguna oportunidad, o muy escasa, a través de esfuerzos enormes, cuyo umbral de entrada le es de difícil acceso, para obtener preparación y recursos. Sus oportunidades están en el delito: Tráfico, asalto, robo, filiación a grupos y pandillas de la delincuencia. Sin demasiado esfuerzo y a edad temprana consigue resultados que a otros, en su mismo entorno, no le llegan en una vida entera. Crece, entonces, en la delincuencia. Una vez adulto, la oferta social de reinserción en la vida ciudadana nunca le podrá ofrecer los logros económicos que obtiene con el delito. Así, pues, no tiene reinserción. En la revolución rusa el malestar se manifiesta en áreas rurales y termina invadiendo las ciudades. En Cuba también, y en Nicaragua. En Perú y en Bolivia comienza a germinar de ese modo, pero son aplastadas. La población rural ya no tiene tanto peso. En Colombia no logra prender, pero aún no llega a morir. Hoy los movimientos sociales son urbanos. Nacen en las ciudades, en las calles, en marchas, en tomas públicas. Cívicamente se empuja los cambios, como en el término de la dictadura en Chile, como los movimientos en Túnez, Egipto o Grecia. Gran parte del mundo actual es urbano, global y vive en la gran utopía del mercado. El mercado ha sido el gran promotor de derechos y los derechos los grandes sostenedores del mercado. El mercado libera: Todo se puede comprar y por tanto cada libertad depende sólo del esfuerzo personal. Así ha aumentado el acceso a los bienes y el sentido del mérito: Quiero una casa porque la merezco, quiero un automóvil porque lo merezco, quiero bienestar porque lo merezco, quiero diversión porque la merezco, en fin, no hay accesos restringidos. El ciudadano lo merece, tiene derecho. Es el mal inverso al que viví de niño. La fuerza imperante en aquel tiempo era la conservadora, consolidadora. Hoy impera la fuerza progresista, proyectiva. La sociedad conservadora tiene un fuerte sentido del deber, mientras en el otro extremo la sociedad progresista tiene vocación de derechos. Hoy el ciudadano exige derechos: Al trabajo, a la vivienda, al bienestar, a la salud, a la educación, a la opinión, a la libertad plena, a la paz. Todos estos derechos y cualquier otro, deben ser dados: El ciudadano tiene derecho a tener derechos, pero estos no se pagan con deberes de contraparte. El imperio de los derechos marca un contrasentido extraño, equivalente al de la libertad. En la medida que el derecho otorga acceso a bienes y recursos infinitos, o suficientemente abundantes, de manera que se puede satisfacer el derecho de todos, como es el caso del derecho a respirar aire verdadero, o tomar sol, la cuestión no tiene problema. No obstante, en la medida que más gentes acceden a reclamar un derecho y todos los derechos que se contraponen a este, de manera que el acceso al bien al que se aspira se hace escaso, el fenómeno cambia; el derecho mismo se hace escaso y no alcanza a todos los ciudadanos. Pienso, por ejemplo en el derecho a respirar aire limpio en una ciudad altamente contaminada, cuando a la vez se reclama el derecho a tener y usar energías y locomoción contaminantes. El derecho al capital y el derecho al trabajo, cuyo equilibrio y retorno debe ser regulado y restringido, uno en beneficio del otro. En ese tiempo, el auto familiar, que fue el primero, tenía unos quince años de antigüedad. Muchos de nuestros vecinos, es posible que la mayoría, no tenían un auto. Hoy, cada año, en mi ciudad, aumenta el parque automotriz en trescientos mil nuevos vehículos, descontadas las bajas. La congestión y la contaminación del aire, afectan derechos de las personas que son débilmente paliados por deberes correspondientes. El aumento poblacional atenta contra el derecho al trabajo, a la educación, a la vivienda y al bienestar. ¿Qué deberes equilibrarían estos derechos?. ¿Cómo se provee los derechos de todos? La escasez de soluciones, el aumento de las brechas entre los que proveen adecuadamente sus derechos y los que no tienen acceso, producen un creciente malestar, no sólo como nivel, sino como extensión social de éste, al punto que casi cualquier problema puede producir estallidos sociales inorgánicos, como los de la Rusia de mil novecientos cinco. La gente sale a las calles y protesta. Unos porque no tienen educación, otros porque no acceden a los derechos de salud, otros para exigir vivienda digna, unos más por el derecho a la educación, también por el precio de los alimentos, o por la falta de servicios básicos, y más. La ciudad, la sociedad, el estado, el gobierno, las autoridades, carecen de soluciones y recursos. Más aún, carecen de acuerdos o consensos. Así nace el gobierno del grito pelado en la calle. En palabras de buen decir comienza la exigencia de la democracia directa, en contraposición a la democracia representativa. Y entonces me pregunto: ¿Es posible la democracia directa? Después de dar algunas vueltas ramoneando entre las ideas, me nace una pregunta más inquietante aún: ¿Existe la democracia real? o ¿Es otra utopía más que se carga en las espaldas de las culturas?. ¿Es la democracia representativa, realmente, una democracia? y ¿Por qué la democracia debe ser representativa?. © Kepa Uriberri
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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