Ovejas y caimanes
Por Kepa Uriberri Llegué un par de días antes a Oxford. Ahí está la Universidad de Mississippi, donde tenía que hacer una presentación a los estudiantes de literatura sobre filosofía y pensamiento. Mientras perdía el tiempo, divagando, porque la charla la tenía ya preparada y sólo tenía que agregar algo de condimentos a la receta, para adaptarla a estos estudiantes, recorrí las calles y senderos, los callejones pequeños que se usan para acortar camino, los paseos. Al atardecer, como en tantos lugares del mundo, pero más aquí en estos condados sureños, la gente se mete en los bares a tomar cerveza, a veces a comer y tomar, a veces sólo a beber bourbon. Siempre he creído en las sincronías, aún cuando muchas veces no nos enteramos que estamos metidos en algún vericueto de alguna de ellas. Me habían dado los datos para llegar a Rowan Oak desde mi alojamiento cerca de la Decimoquinta sur, en la continuación de la University Avenue, en un motel modesto, como mi bolsillo, de manera que caminé hacia el sur por una callecita que tenía al frente, cuyo nombre no llegué a saber. Poco más allá, en la Pierce Avenue se me acabó el rumbo y ésta, la Pierce, hizo un par de giros que me desorientaron, de modo que al llegar a la Undécima sur, en vez de caminar hacia la Hayes Avenue, tomé la derecha hacia el centro de Oxford. Algo me decía que iba mal, quizás por eso no me di cuenta que había atravesado la Avenida de la Universidad otra vez. Retomé la Undecima sur hasta que llegué al The Lyric. Recordé la jornada memorable, de la que había leído muchas veces, cuando el diez de octubre de mil novecientos cuarenta y nueve se inauguró este teatro con la Premier de la película Intruso en el polvo, con la triple sincronía que el autor de la novela en que está basada obtuvo ese año el Nobel de literatura, era ciudadano de Oxford y el edificio del teatro había sido un establo de su familia. Se fue caminando desde su casa de Rowan Oak, que yo buscaba hoy, hasta el teatro que se inauguraba con la exhibición de su obra literaria y que ahora tenía en frente. Desde ese día los ciudadanos de Oxford ven cine en su ciudad. Ahora el teatro presenta espectáculos en vivo. Pensé, equivocadamente, que me quedaban unos veinte minutos de paseo para llegar a Rowan Oak y calculé que aún habría luz para examinar la casa y quizás pudiera entrar a sus instalaciones. No sabía que iba en sentido inverso. Atravesé la Avenida Van Buren y unos pasos más allá me encontré The Library, el bar que él solía frecuentar en sus paseos por la ciudad. Es posible que en ese entonces no se llamara así, pero es su bar. Por eso entré. Ahí lo encontré sentado en la barra con un whisky al que miraba con aspecto taciturno, con su sombrero típico y su pipa recta. Al verlo pareció silenciarse el ambiente de jatdogs, de cervezas, de juventud universitaria. Me senté junto a él y pedí también un whisky. En mi país se sirve en un vaso ancho y chato, para que soporte la soda o el agua. Aquí casi todos lo toman en un vaso relativamente pequeño, porque muchos se lanzan el licor por el pescuezo para adentro como si fueran a apagar un fuego. Él, como bebedor irredento, lo paladea, lo toma lento, pero puede tomarse una botella entera en una tarde. Después habla de caimanes y ovejas. Yo probé mi bourbon (no hay whisky verdadero por aquí) y le pregunté: - ¿Qué hay del viejo Jackson? Me miró con cierta sospecha y dijo, como si le costara romper el silencia que solía guardar cuando tomaba solo, sólo para pensar locuras para escribir sobre Jefferson y aquella guerra que siempre está ahí en algún lugar, sin llegar a resolverse nunca aquí en Yoknapatawpha: - ¿Estaríamos hablando de Al? - Así creo; el último descendiente de Old Hickory- dije. Los ojos se le cerraban, porque al parecer estaba ahí desde temprano, pero haciendo un esfuerzo preguntó: - ¿El nieto de Joss, el que había cambiado un armonio, para su hija, la madre de Al, por una barca, un reloj y un caimán domesticado?. - De ese mismo estamos hablando- dije. - ¿Sabía que el padre de Al quedó hechizado por su destreza con el armonio? - Creo que a Al lo conocí cuando estuvo comprando ovejas en Punta Arenas*- mentí, solo por seguir la conversación. - Sí,sí. Lo recuerdo bien. El piloto de la barca que nos llevó de excursión por la ciénaga de los Jackson me lo contó. El viejo Al trajo las ovejas y las criaba sumergidas en el agua. Porfiaba que así la lana tendría que crecer más abundante y esponjosa. Como se comenzaron a ahogar, les hizo un cinturón salvavidas de caña y las ovejas se acostumbraron. Iban de aquí para allá en el agua y no querían salir para nada, aunque los caimanes las atrapaban. Cuando llegó el tiempo de la esquila tuvo que conseguir un bote con motor para atraparlas porque se escapaban. Al sacarlas pudo ver que a todas se les habían atrofiado las patas y tenían una cola como la de los castores. El viejo Al dijo que era porque se estaban cebando con los caimanes. Yo le dije que eso tenía que ser mentira, que el viejo Jackson había contado un cuento fantástico sobre un amigo de nombre Sherwood, para que le dieran crédito para comprar las ovejas. - Si es el mismo Jackson, es un mentiroso profesional. - I... Imposible- dijo con la voz casi ausente. - Yo mismo presencie cómo su hijo Claude, convertido en tiburón, perseguía a las rubias en la desembocadura del río. El viejo Jackson lo corroboró. Dijo que a Claude siempre le habían gustado las rubias, de manera que tenía que ser él mismo. Seguimos, de ese modo y tono, conversando sobre el viejo Jackson, hasta que se durmió, con los ojos abiertos, mirando fijamente a los míos, y la mano sosteniendo la barbilla de manera que no se le cayera la cabeza. Entonces el cantinero, que lo conocía de antiguo, le dijo: - Esta bien Will, ya es hora que te vayas a casa... O no lo escucho, o quiso ignorarlo, así pues, el cantinero volvió a decirle: - Esta bien Will, te estarán esperando en casa... Creo que no escuchó, o lo ignoró intencionalmente, pero el cantinero ya conocía la treta. Le dijo: - Estelle estará preocupada... ¡Ya vete, Will!... Entonces, sin dejar de mirarme fijo a los ojos, y quizás profundamente dormido, con la barbilla acunada en una mano, mientras la otra sostenía la pipa recta, como si fuera un retrato antiguo vivo, dijo entre dientes: - Al menos, preferiría no irme. - Es necesario Will...- insistió el cantinero. - Al menos, no creo que resulte necesario- dijo entre dientes. - Mr. Anderson y el coronel ya se retiraron, Will... - Al menos yo, aún no me iría...- sostuvo. El cantinero me miró y me dijo, en un castellano ciertamente caribeño: - Por favor, amigo, ¿podría, usted, irse para que Will lo siga? Me fui, Will no me siguió. Al salir vi que aún me miraba fijo, pero no a donde yo estaba, sino al mismo lugar que había ocupado durante nuestra conversación. Volví al motel. Sobre la mesita de noche había un libro ajado por las reiteradas lecturas, su título: Una fábula. En la primera página había una dedicatoria recién escrita. Decía: «Amigo; Bring this book to El Ovejero when you're back at Punta Arenas. Thank you WF». Jamás, nadie, me ha creído esta historia, ni nunca entregué el libro. © Kepa Uriberri * En la región de Magallanes, en Chile, la cría de ovejas es una actividad principal. En su capital, Punta Arenas, existe un monumento a "El Ovejero".
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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