De puentes y trenes
Hablaban de puentes y trenes. Así habían llegado al viaducto sobre el desfiladero del Melhuín, cuya profundidad, desde las líneas del ferrocarril hasta la superficie del agua del río, supera los ciento treinta metros. Esta característica, unida al paso frecuente de trenes de carga que obligan a la acción al participante, han transformado al puente en un lugar predilecto para la práctica del salto con bungee. Esta consiste en saltar desde una altura vertiginosa, atado por los tobillos a una cuerda elástica, de manera que gran parte del salto se realiza en caída libre, cabeza abajo, para luego ser frenado poco a poco por la cuerda elástica. El desafío mayor es llegar a tocar con los dedos de la mano el suelo, o en este caso la superficie del agua, al final de la caída. Las grandes obras sobre estructuras de fierro y acero, como las dos mayores estaciones ferroviarias de la capital y los puentes que unen los barrios tradicionales y los de la chingana y la bohemia, fueron construidos por la compañía de Gustavo Eiffel, el mismo de la torre que lleva su nombre en París. Mucha gente cree que el viaducto del Melhuín fue, por lo tanto, también, diseñado y construido por él. Según sus hijos, el padre siempre tenía la razón, aún cuando no la tuviera. Quizás por eso se burló cuando sostuvo que el diseño y cálculos del viaducto pertenecían al ingeniero Victoriano Lasarte. — Mira — sancionó: — Yo trabajo en la empresa de los ferrocarriles y conozco el tema. Además todo el mundo sabe, sin ser experto en nada, que Juan Victoriano Lasarte era abogado y se dedicó a la política. Menos mal que no tuvo relación con el viaducto, porque de trenes y puentes no sabía nada. — Y si sabes tanto, ¿sabes qué longitud tiene el puente?. — No estoy seguro, pero me parece que es del orden de los doscientos ochenta metros. — Trescientos sesenta y siete... — ¡De ninguna manera! Estás equivocado. El puente tiene cuatro pilares, tendría sobre setenta metros por cada vano: ¡Eso es imposible!. — Son cinco pilares, además de ambos estribos. Yo no sé de ingeniería, pero sí de documentos. ¡Ah! y Victoriano Lasarte era ingeniero; hijo del político liberal. También hablaban de negocios, o de mercados y capitales. Estaba sentado en su lugar de descanso, ahí donde reposaba de la presión diaria del trabajo. Él no entendía cómo podía relajarse con el estridente ruido del noticiario de la televisión, con sus crímenes, asaltos, decomiso de drogas, guerras insolutas, conflictos diplomáticos y políticos, y más. Pensaba que quizás su rutina noticiosa fuera un raro sustituto de la música o del ruido ambiente natural al tráfago urbano, o algo así. Tal vez por eso se atrevía a interrumpirlo con estos temas que para él eran casi imprescindibles, aunque para su padre no tenían importancia alguna. Preguntó: — ¿Será buen negocio traer teléfonos celulares desde China y venderlos aquí, por las redes sociales? No contestó nada. Quizás no había escuchado, porque, pensó, el volumen de la televisión estaba demasiado alto. Esperó todavía unos segundos y dijo: — Porque vendiendo a través de internet podría hacerlo en todo el país. No contestó nada. Ni siquiera desvió la vista de la pantalla del televisor. Después de casi medio minuto, insistió: — Si vendo en todo el país: ¿Cuánto crees que habrá que recargar del precio para incluir el despacho?. No contestó nada. A penas, esta vez, desvió algo la vista para mirarlo, con cierto repudio. Entonces, también algo ofuscado dijo: — Toda esa mierda de noticias las vienen repitiendo hace una semana. ¿Cómo tienes paciencia para oírlas una y otra vez? En la mañana, en la tarde y en la noche, todos los días. Ahora lo miró. Sin elevar demasiado la voz, pero con un tono de molestia evidente, le dijo: — ¡Mira!... Hace una semana que intento oír estas mismas noticias, pero tu majadera interrupción, con tus ideas que no me interesan, no me han permitido hacerlo. Cuando logre, por fin, oírlas, tal vez me haga tiempo para hablar del despacho de tus ilusiones de negocio, que nunca concretarás. Irritado; se levantó y se fue de ahí protestando entre dientes por la falta de empatía. Es posible que se fuera pensando que era un imbécil, falto de sentido social y de interés por su familia. A medida que se alejaba iba mascullando algo parecido a un diálogo áspero, supuesto, entre él mismo y su padre, en el que éste tenía una participación burlesca y absurda. O incluso hablaban de viajes y de lugares lejanos, a los que imaginaba que se podía llegar en algún tren antiguo, de esos que escupen vapor al aire soleado y azul de una tarde de primavera. Así fue que dijo: — Por ejemplo, me gustaría recorrer, en el viejo ferrocarril transiberiano, la ruta de Surgut a Tomsk, que hacía Trotski, reclutando soldados para el primer ejército rojo. — Es raro, porque el ferrocarril transiberiano nunca tuvo una estación en Surgut. Tampoco hay conexión de buses entre estas ciudades. Hasta donde sé, Trotski jamás estuvo en Surgut. — Bueno... no seas tan riguroso. Que sea de Ekaterinburgo a Tomsk, entonces... — Está bien. Pero no puedes ir inventando la realidad. — ¿Por qué no? Eso se llama ficción. Tolstoi relata el suicidio de Ana Karenina en la estación del tren de Nijgorod que no existe. — Ana, en Tolstoi, se suicida en Moscú. — Tú, siempre tan seguro. Ella está en Moscú, visita a Dolly que se encuentra con su hermana Kitty, lo que aviva sus celos y cree que la madre de Vronsky le ha buscado una novia. Convencida de la traición de éste, parte a la finca donde está la madre de su amado y en la estación del ferrocarril cercana a su destino, en Nijgorod, se lanza a las ruedas del tren. — Si tú lo dices... Como sea es ficción y no realidad. Tú siempre enredas tus raciocinios con teorías. Ahora justificas la realidad con una novela y dirás que trabajas en la empresa de ferrocarriles, de modo que en esto tienes la razón. Hizo un gesto de profunda irritación y se fue a su dormitorio. Mientras se alejaba, iba murmurando entre dientes alguna imitación burda de su padre: «¡Este me salió idiota!... Por qué no será como los otros... Nunca hace nada bien el inútil». A veces pensaba que su padre sentía aversión por él, por lo que intentaba buscar su simpatía hablando de aquellas cosas que creía que le interesaban. — ¿Por qué crees que no hicieron un puente colgante sobre el desfiladero del Melhuín? Pienso que un convoy de, por ejemplo, quince carros, más la locomotora, pesarían más o menos dos mil a dos mil trescientas toneladas, con plena carga. Para eso pudieron hacer un puente colgante, mucho más barato y fácil de construir: Liviano, etéreo... — En este momento, como puedes ver, estoy leyendo el diario. ¿No podrías venir a conversar sobre tus teorías cuando no esté ocupado?. No comprendía por qué lo rechazaba. A veces, el creía que sólo de vez en cuando, o casi nunca, lograba que lo escuchara y hablaban, por ejemplo, del tren antiguo, ese que llegaba al sur del sur, hasta El Peñón de Monroe: El tren más largo del continente; ese tren que podía competir en longitud con el Transiberiano y en antigüedad con el de Liverpool a Manchester. El nuestro había comenzado a prestar servicios en mil ochocientos treinta y seis con una locomotora de vapor gemela de la Vieja John Bull que sirvió más de treinta y cuatro años en el ferrocarril de Pennsylvania. Todo esto lo transportaba a un mundo mágico y agreste, de infinitos paisajes implantados por el todo el maravilloso globo. "¿Por qué, siendo así, a él no le importa? ¿Por qué, en cambio puede conversar horas de música y autores tan añejos como Beethoven, Mozart, Vivaldi o Palestrina con mi hermano Joseba?". Sentía, por eso, un profundo resentimiento que lo impulsaba a cultivar un rencor insano, alimentado, sin embargo, por las ansias de encontrar algún tema que agradara y sorprendiera a su padre, al que imaginaba siempre instalado hierático y adusto como una estatua en un alto pedestal inalcanzable. En ocasiones creía verlo sentado en un sitial pétreo mirando al horizonte lejano, sumido en pensamientos insondables, como si fuera un Abraham Lincoln, enorme en su basamento a más de seis metros de altura. Entonces soñaba con bajarlo de ahí, de manera estrepitosa y convertirlo en pedazos, haciendo añicos su porte mayestático. — ¿Sabías que el cuerpo de Abraham Lincoln fue llevado por todos los estados de la unión, en tren, en una procesión apoteósica encabezada por la locomotora Old Nashville? — Así creo recordarlo... — Sólo quería comentarlo... ¿y sabías por qué fue asesinado?. — Estoy revisando unos cálculos para un proyecto. Me distraes con algo tan conocido: Algún actor de cualquier estado sureño, lo asesinó por resentimiento. — Esa es la explicación oficial, pero hay una versión que dice que John Wilkes Booth conocía íntimamente a Lincoln y había sido su amante. Pero tuvieron desencuentros porque Booth, a pesar de ser de Maryland era simpatizante de la causa confederada. John Wilkes no pudo soportar la separación y asesinó al presidente por despecho. — ¡Esa versión es totalmente antojadiza! — ¡Tú nunca me crees! ¿Acaso no es cierto que Lincoln fue paseado en tren por toda la nación, en un funeral que duró más de tres semanas?. El cortejo ferroviario fue conducido por la locomotora Old Nashville, perteneciente al servicio ferroviario de Cleveland y estaba compuesto por ocho coches en los que lo acompañaron en su último viaje las más altas personalidades de la nación y el mundo, y un noveno que se adapto especialmente para llevar el féretro y a Mary Todd, su viuda. — Lincoln no era homosexual. — Habría sido agraviante para la Union haberlo reconocido en ese entonces. Pero se sabe; y se conoce a varios de sus amantes, aunque la historia ha querido ignorarlo. — ¡Cómo ensucias el nombre de un gran hombre!. Ahora déjame tranquilo que estoy ocupado. No voy a participar de esa calumnia. — ¡Ya estoy acostumbrado a tu rechazo de mierda! Se alejó murmurando lo que hubiera querido decirle, pero no se atrevía. Es posible que pensara en la estatua de Lincoln, tan alta, el hombre tan adusto como su padre, tan inalcanzable, admirado y venerable, a la vez que odiado, tan inconmovible como la piedra de la que parecía hecho. Anhelaba su aprobación y odiaba su rechazo. "De qué me sirve un padre que me ignora y me hace a un lado. ¿Por qué le irrita que me acerque? ¿Por qué a mí? ¿Cómo a mis hermanos los acoge, habla con ellos y se interesa en sus conversaciones? ¿Acaso yo soy diferente? ¿Me considera un imbécil? ¿Por qué? ¿Que tienen ellos que yo no?". En ocasiones, cuando se sentía discriminado en relación a alguno de sus hermanos pensaba que se desharía de todos ellos con alegría, con ira, con rencor. Luego cavilaba sobre esos sentimientos y pensaba en Caín. ¡Qué solo se quedó, después de su venganza!, aunque debe haber sentido una intensa alegría al lograr eliminar la causa del repudio que recibía de Dios. ¿Habrá creído que faltando su hermano, Dios le daría a él el amor que le había prodigado al otro?. "¡No!. Eso no habría sucedido. Dios montó en cólera y expulsó a Caín. Lo condenó a la soledad eterna. Mi papá haría otro tanto conmigo". Se sentía torturado por esta situación y concluía que no había solución: "¿Cómo eliminar el rechazo sin vengarme de la suerte de mis hermanos?". — Papá: ¿Tú me odias?. — ¿De dónde sacas esa idea tan absurda? — ¡Qué importa de dónde! Sólo dime si me consideras menos que a mis hermanos. Dime si te irrita que te converse, o te pregunte algo... ¿Preferirías que no lo hiciera?. — ¡No, hijo! Por supuesto que no. — Pero a ellos los recibes con alegría y pueden pasar una tarde de domingo hablando de nada. Pero si yo me acerco a conversar, tú siempre estás ocupado, nunca es oportuno conversar conmigo: ¿Por qué?. — Lamento que lo veas de ese modo. Parece que olvidas cuanto hablamos, tantas veces, por ejemplo de trenes, o de los puentes sobre el río que cruzan del centro al barrio de la chingana, de Eiffel... — ¿Puedo preguntarte algo? — Sí. Claro. — ¿Un puente colgante es más espiritual que otro, sobre el mismo accidente, empotrado a tierra? — Eeeeh... ¿en que sentido un puente puede ser espiritual? — No sé. Espiritual. Que te eleva el espíritu; ¡eso!. — Sucede que un puente es algo físico... material. No tiene nada moral. — Pero un puente colgante es más bello. Eso es moral. Es más romántico; eso también tiene un sentido moral o espiritual, en tanto que un puente empotrado es sólo prosaico, carece de poesía, obviamente. — ¡Ja! Si crees eso... Desvió la atención, de manera deliberada y notoria, expresando, tal vez, cierto tedio por un rumbo tan bizarro en la conversación. — Lo que pasa es que tú eres demasiado prosaico como para entenderlo— dijo irritado al notar su impaciencia. — Si tú lo dices, no hay más que discutir— respondió, acentuando la falta de interés en seguir en el tema. La ira naciente se reflejó en la congestión de su cara cuando dijo: — Sí. Por eso no me explico por qué no hacen puentes colgantes para las vías de trenes, aunque a ti no te interese en absoluto y no seas capaz de comprender la importancia de estos conceptos. Se fue mascullando algún reclamo, mientras su pensamiento iracundo veía a su padre enorme, sentado en un trono de piedra en las alturas, convertido en Abraham Lincoln. A pesar de su enorme tamaño, él lo destrozaba con sus propios puños, derribándolo de su alto basamento y después se veía a sí mismo castigando la figura marmórea del padre con un combo de acero, hasta reducirlo a polvo de piedra caliza. La cabeza de Lincoln, convertida en la de su padre yacía, en su pensamiento, en medio de un charco de sangre rodeado de polvillo de mármol. Por un momento creyó que esa figura en su pensamiento era inmoral, pero luego reflexionó que la moral debía asociarse a los hechos y cuestiones reales, en tanto que su imagen pertenecía al mundo de las ideas, que en modo alguno podía ser censurado. En el taller de la maestranza, hacia el fondo, en una pequeña sala ciega, se almacenaba piezas y deshechos, a los que llamaban "scrap". Ahí se aburrían durmientes podridos, trozos de rieles retorcidos, ruedas y ejes de carros y vagones, engranajes y bielas oxidados, viejas estructuras de asientos, sin sus cojines o con restos de ellos y de sus respaldos, resortes, amortiguadores, herrajes y herramientas como palas carboníferas, portañolas carboneras, planchas de acero corroídas, piezas misceláneas de máquinas de vapor, travesaños de catenarias y un sinfín de otras piezas de chatarra que cada tanto se vendían a las fundiciones y otras industrias que las aprovechan. Ahí encontró un trozo retorcido de riel, de unos cuarenta centímetros de largo, que parecía haber sido, por alguna razón incomprensible, sometido a una fuerte torción en torno a su propio eje. Este hecho extraño estimuló su imaginación y lo hizo tomar entre las manos el fragmento. "¿Por qué?" pensó. "Quizás fue una falla del material, que sometido al sol intenso del desierto, produjo esta deformación. O tal vez el frío intenso del sur produjo una rara falla...". Con el riel en las manos, salió del almacén de chatarra, cavilando sobre el proceso que había generado una deformación tan inútil, que nunca podría haber sido hecha de manera intencional. El trozo de riel deformado quedó reposando sobre su escritorio el resto del día. Al terminar la jornada es posible que hubiera olvidado el pedazo de metal, ya que se fue dejándolo abandonado. Sin embargo, alcanzó a bajar unos pocos escalones del atrio del edificio de la maestranza y se detuvo con expresión de olvido y reencuentro durante un breve espacio de tiempo. Entonces volvió sobre sus pasos hasta la oficina y tomó el riel. Su padre estaba sentado en una silla de lona, a la sombra de la encina, leyendo un libro. Él llevaba el riel torcido sujeto bajo el brazo. Se acercó a su silla y tomó el riel con ambas manos, como quien toma a un niño pequeño y sin reparar en la concentración del otro, lo posó en su regazo, como si de hecho fuera un infante. Dijo, con inmensa alegría, o quizás, si no hubiera sido un trozo de metal, con profunda ternura: — ¡Mira papá! Es un trozo de riel... Apartó el libro, manteniendo el dedo índice en el lugar en que interrumpió la lectura. Dijo sin interés: — Así veo... — ¡Pero es un riel de una línea de trenes y está torcido!... — ¿Y? — ¡Eso...! ¿No te interesa? — La verdad es que por ahora: No. Estaba leyendo — y levantó el libro con el dedo índice aún entre sus páginas. Observó, sin embargo, el pulido áspero y brillante que deja la rueda metálica en la cara de ataque, que seguía a la torción del riel y el óxido, producto de la humedad en un costado, posiblemente externo del perfil de éste e imaginó que si hubiera estado en su posición, en el terreno, con esa torción, habría seguido un trayecto imposible, hasta quedar casi girado en ciento ochenta grados, pero aún así, pudo formarse esa imagen absurda en su pensamiento. Se preguntó también: "¿Cómo tendría que haberse deformado el riel paralelo para que esto fuera posible?". Pero concluyó que aquél no se habría deformado en absoluto pues habría girado en torno al eje del otro. Sólo el humo del vapor habría dejado ciego al maquinista. — ¡Ándate a la mierda, entonces! — masculló entre dientes, cuidando de no ser oído y tomando el trozo de metal se fue. Abrió otra vez el libro donde lo tenía señalado y leyó: "«Jason». dijo Papá. Oíamos a Jason. «Jason». dijo Papá. «Ven aquí y cállate». Oíamos el tejado y el fuego y a Jason. «Cállate ahora mismo». dijo Papá. «Es que quieres que vuelva a pegarte». Papá subió a Jason a la silla que había a su lado. Jason resopló. Oíamos el fuego y el tejado. Jason resopló un poco más alto." Dejó el trozo de riel retorcido sobre el mueble frente a su cama y se recostó en ésta, observándolo. Imaginó al tren vomitando vapor a una velocidad inusitada, al entrar a una curva tan cerrada que los rieles debían, con el peralte, compensar la fuerza centrífuga a la que el convoy se vería sometido. Como hubiera sido, el giro al que el convoy se vería sometido, requeriría de amplio espacio por el costado interior de la curva e incluso debajo del plano de avance, por lo que concluyó que el riel debía pertenecer a un puente suspendido; quizás colgante. Pensó: "El papá jamás lo aceptaría. Daría a entender que soy un estúpido y me soltaría alguna ironía para hacerme ver ridículo: «¡Este ingenioso ingeniero!»" concluyó elevando la voz de su pensamiento, que emulaba de modo bizarro la voz del padre. En la imagen interior de su pensamiento, el vapor que escupía el tren seguía la inercia de la trayectoria, formando un espiral que escapaba de la figura del convoy y al disiparse dejaba la imagen de la estatua enorme de Abraham Lincoln, en el foco de la parábola de la curva. Cerró, entonces los ojos, e imagino que se veía a sí mismo trepando el amplio y enorme torso de la estatua, hasta sus hombros. La magia del ensueño le permitió tener, ahora, entre las manos el trozo de riel deformado. Se sumergió en un sueño tormentoso y agobiante. Golpeó la cabeza de la estatua una y otra vez. El sonido del metal contra la carne del mármol casi le hería los oídos, aunque creía que al golpear y romper la cabeza lograría, al fin, detener ese sufrimiento. Veía saltar las rojas astillas de la piedra y esparcirse por el suelo, por los hombros de la estatua, chorrear por su cara, por sus propias manos y su ropa; pero la odiaba tanto que debía seguir hasta lograr, a golpes, arrancar la cabeza o reducirla a astillas. Llegó a sentir las manos cansadas de tanto esfuerzo, hasta el dolor. Jadeaba de cansancio y a la vez de un estúpido placer que confundía con una liberación definitiva, de manera que mientras más agotado se sentía por el esfuerzo de destrozar la estatua, más libre se sentía hasta que llegó al paroxismo del placer. Entonces cayó al suelo y se fundió con los restos masacrados, en una sola masa. Su sueño ahora era plácido; se había liberado. Al despertar le dolía el cuerpo. Estaba echado en el suelo sobre un gran charco de sangre. Boca abajo embarrado en éste su padre yacía con el cráneo destrozado. Más allá, ensangrentado, estaba el riel torcido. Tomó el libro, que había caído abierto junto al cuerpo y leyó, como si estuviera ausente: "Decían que no se había perdido un solo tren a principio de curso desde hacía cuarenta años, y que a primera vista podía distinguir a los del Sur... Tenía un uniforme especial para esperar los trenes, una especie de disfraz de Tío Tom, con sus remiendos y demás". © Kepa Uriberri
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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