De la novela
El peor comienzo XIV De cómo ocurrieron los hechos El martes Olmerok visitó al guardia del supermercado y le comunicó que había sido seleccionado para dar la paliza. Le explicó superficialmente el plan y lo citó para el jueves en el bar de don Próspero a las tres de la tarde. — Ahí vamos a reconocer el lugar de la paliza, el sujeto al que hay que golpear y los detalles. Se paga trescientas lucas. Cien ese día y las otras doscientas una vez que se verifica que la paliza fue bien dada. — No estoy de acuerdo. Yo cobro cuatrocientas por un trabajo así y siempre que el lugar sea adecuado y la víctima lo mismo. — Entonces no hay trato— aventuró Monarde. — Bien entonces— dio media vuelta y se fue caminando decidido al interior del local del supermercado. — La cagaste, darling— dijo la rubia—. ¿Tú crees que la Sardina te va a aceptar que le cambies de matón? Olmerok no contestó. Sólo miraba al guardia irse, esperando que se arrepintiera. Pero no sucedió. — ¡Bien!— dijo. — Le vamos a dar tiempo hasta mañana. ¡Vamos!— y también abandonó el lugar. Mientras se iba el guardia lo miraba desde el interior del local, apostando a que volvía a ofrecerle las cuatrocientas. Pero tampoco sucedió. A las cinco y media de la tarde el guardia terminó su turno. Había pensado todo el día en que Monarde volvería a buscarlo. En la medida que el tiempo pasaba las ideas se le acumulaban en la cabeza: "Tiene que volver. Si vino es porque la mujer de la entrevista me seleccionó. Ella es la que decide", pero como no sucedía, pensaba: "Tiene que consultar si se puede pagar más. Después va a volver". Y se argumentaba, entonces: "¿Y si buscan a otro que acepte las trescientas?". La idea se reforzaba cuando recordaba que no hubo ningún regateo, entonces se recriminaba: "Me la perdí por idiota. Total trescientas lucas es buena plata para una pura tarde de domingo". De ese modo se torturó a lo largo del día. Cuando subió al bus para volver a su casa, aún pensaba en el asunto y buscaba una solución: "¿Y ahora qué hago? ¿Cómo converso con el hombre para decirle que está bien, que acepto". Se bajó del bus en la plaza a unas pocas cuadras de la verdulería. Ahí debía tomar el metro para llegar a su casa. Mientras bajaba las escalas para entrar al subterráneo, se dijo que ¿por qué no ir a la verdulería y hablar con la mujer?. Aunque no la vi, aunque no la conozco, pero tendrá que saber recordarse. Por último le dejo un mensaje y no pierdo nada. Igual que la vez anterior, en la verdulería no había nadie. — ¡Hola! Soy yo. El matón que la señora seleccionó para la golpiza...— dijo hablando hacia arriba y enfrentando los anaqueles detrás de la caja. Después miró hacia afuera del negocio con cierto pudor de no ser sorprendido hablando solo. — ¿Qué desea?— dijo la voz de la vieja. — Hablar con la señora... — ¿Cuál? — La que me entrevistó para una golpiza... — Aquí no se hace entrevistas. — Pero yo estuve aquí y me seleccionaron. Hoy me visitó el detective privado... — No conocemos detectives aquí. — No lo sé... pero dígale a la señora que quiero conversar con ella... — ¿A cuál señora? — No lo sé. Dígale. — Sería imposible, porque no es aquí... — Bien; al menos dígale que me ofrecieron trescientas lucas y yo pedí cuatrocientas. Me dijeron que entonces no había trato, pero yo estaba seleccionado por la señora... así es que... que no sé. ¡Dígale! Y ¿Qué hago? ¡Eso! — No podría en modo alguno recibir su recado. Va a tener que esperar no más. A las once de la noche del martes, Olmerok se revolcaba en el suelo de su oficina, bajo la ventana, envuelto en la gabardina. Le decía a la rubia: — ¿Qué vamos a hacer? La mujer es muy dominante. No le va a gustar que haya descartado al matón que eligió. — ¿Y por qué no le pagaste los cuatrocientos, entonces, darling? — Porque encuentro que es mucha plata por una paliza... — ¿Y qué te importa, darling querido, si no es tu plata? — No, pero si le doy cien más a él, yo me quedo con cien menos. — ¿Y cuanta plata había? — Eso no es lo importante, nena. El me robó cien lucas cuando los entrevisté. No le voy a dar cien más ahora. — Pero vas a perder al único cliente y el único trabajo. Quizás tengas que devolver todo, darling. — No; porque tengo un contrato firmado. — ¡Ja! ¿Y tu crees que alguien que contrata una paliza, y encima es tullida, le va a importar tu contrato? — ¿Qué tiene que ver que sea tullida? — Los tullidos son malos de corazón cuando son malos, darling. Se ve que ella es muy mala. ¿Acaso no viste como trató a don Próspero y de pasada te humilló a ti?. Acuérdate que no hay tuerto ni cojo bueno. — Eso es ridículo... es una broma... — ¿Crees que te respete tu mugre de contrato? — No. — ¿Entonces? ¿Qué vamos a hacer, darling? — Voy a esperar a mañana, a ver si cambia de opinión. El sabe encontrarme. Y si no lo hace contrato al matón disco. — A ese pelado no le confío, darling cariño. ¿Y qué si después anda extorsionando a la coja? ¿Quién va a pagar los platos rotos? — Cierto. Bueno; como sea, ahora no podemos arreglar nada. Mañana veremos, nena. Olmerok trató de poner la mente en blanco, se tapó la cabeza y la cara con la gabardina, apretó los ojos y comenzó a contar entre dientes, para distraerse: "Uno, dos, tres...". En setenta y tres sonó la campanilla del teléfono. Sintió un sobresalto en el pecho. Dijo: — Cómo supo mi número el gorilón, nena. Saltó al teléfono: — ¡Aló! Agencia de detectives Monarde. Diga. — ¡Monarde!— dijo la voz irritada de Serena. — ¿Usted es tonto? — Señora Cereza... ¿por qué? — Porque no soy una fruta, imbécil, me llamo Serena. ¿Qué pasó con el matón que tenía elegido? — ¿Por qué? — ¿Por qué no le quiso pagar los cuatrocientos que le pidió por el trabajo? — Porque es mucha plata por una paliza. — ¿Acaso no te pasé un sobre con plata más que de sobra para pagarle incluso más? — Sí pero... — Mira, estúpido— la voz de Serena se elevaba de manera que parecía a cada instante más irritada— la plata es como el agua: Si se junta y se junta como un tacaño, el agua se rebalsa y se inunda todo. La plata que te llega tienes que hacerla fluir para que te vaya llegando más: ¿Entiendes?. Págale a ese hombre sus cuatrocientas lucas, incluso un poco más, para que quede contento y no me vaya a fallar. ¿Te queda bien claro? — Sí, señora Soraid... digo Serena. Muy claro. No se preocupe: Yo lo arreglo. — ¡Más te vale!— dijo y cortó de manera brusca. — ¿No te dije, darling? El miércoles, temprano, Olmerok estaba esperando en la puerta de entrada de los empleados, la llegada del guardia. El jueves a las tres se encontraron en la puerta del Bar Boliche de don Próspero Galdames. — Está bonito el negocio— dijo el matón, mirando las cortinas de plástico en tiras de colores y el cartel de lata pintada sobre el vano. — Sí—. Respondió cortante. Le pasó un sobre sellado: — Aquí está el anticipo que acordamos. Adentro hacia la izquierda hay un hombre sentado jugando con unas piedritas de colores. El es la víctima. Nos vamos a sentar cerca; en el mismo lugar que vas a ocupar el domingo. ¿Me escuchas?. — Sí, claro, lo escucho ¿y?. — Bien; observa con cuidado al hombre para que lo identifiques y no te vayas a equivocar el domingo. Ese día llegas puntual a las tres y media y ocupas la misma mesa. Pides un potrillo de chicha. Molestas al hombre. Le preguntas acaso es mariquita que juega juegos de mujercita. Lo provocas pero no tanto que comience una riña, sino hasta las cuatro. A esa hora en punto te levantas y comienzas la riña y le das la pateadura. Le dices que es de parte de la Palomita, porque a ella no la deja botada nadie. ¿Entendiste? ¿Te queda claro? — Sí, sí. Sí entendí. está claro. — Entonces dime: ¿Qué vas a hacer? — El domingo vengo a esta misma hora y me siento cerca del hombre que esté al lado izquierdo. Lo provoco, le digo que es maricón y le saco la cresta. Cuando esté boqueando lo zarandeo y le digo que eso le pasa por abandonar la paloma. — ¡Oh! ¡No! No vienes a esta misma hora. Hoy llegamos antes para explicarte aquí afuera del boliche; antes de entrar, cómo va a ser la cosa. — ¡Ah! — A las tres y media entras. Te sientas cerca del hombre que vamos a ver adentro. Él siempre está en la misma mesa, a la izquierda del local. — ¡Ah, ya! — Lo molestas durante un buen rato, pero sin provocar una riña. Hasta las cuatro. ¿Te queda claro? ¿Lo entiendes? — ¡Ya!— hizo un gesto amplio de afirmación exasperada con la cabeza. — Para molestarlo le dices que es marica, porque juega a la payaya como las mujercitas. — ¿A las cuatro? — ¡Noooo, huevón! ¡Antes! — ¡Ah, ya! — A las cuatro te paras y le sacas la cresta. ¡Eso! ¿Ves? — Veo... — Después de pegarle le dices: "Esta paliza es de parte de la Palomita". La Palomita no es una de esas que comen migas de pan en la plaza, sino una persona a la que él conoce como Palomita, o le dice Palomita. Para el caso es lo mismo. — ¿A ver cómo? No entiendo lo de la paloma. — ¡Putas...! ¡No importa! le dices textual, así: "Esta paliza es de parte de la Palomita, porque a ella no la abandona nadie". ¡A ver! ¡Repítelo!. — Esta paliza es por la palomita. A ella no la abandona nadien. — Bueno; está bien. Que no se te olvide. Olmerok esperó en silencio otros cinco minutos a que fueran las tres y media en punto. Dijo: — ¡Ya! ¿Qué hora tienes? — No tengo hora. No ando con reloj. — ¡Por la mierda! El domingo tienes que andar con reloj, para entrar puntual a las tres y media y pegarle al huevón a las cuatro. ¿Ya? — Sí. — Ahora son las tres y media, así que entremos. Entraron. En la mesa de siempre, en el ala izquierda, bajando dos escalones, estaba la víctima con el jarro de chicha en una esquina de la mesa, un vaso grande al lado, y las piedritas al frente con las que jugaba. Tiraba la roja al aire, daba una palmadita y recogía una piedra. Repetía con otra y otra. Olmerok y el guardia se sentaron. Este último le miró las manos, que se movían tensas y rápidas intentando cumplir las exigencias del juego. Dijo: — En realidá que es bien mariconcito, jugar ese juego. Don Próspero se acercó y saludó a Monarde. — ¿Cómo está?— dijo, y sin esperar respuesta: — ¿Hoy no trajo a la loca del otro día? — No, no. Vengo con este amigo, para que conozca el local. — ¡Ah, muy bien me parece! ¿Que se van a servir? Olmerok le dio un codazo al guardia. Éste, sorprendido, lo miró. Dijo: — ¿Ah? ¿Qué? — Te está preguntando qué vas a pedir... — ¡Sí! claro, tráigame un potrillo de chicha. Me la han recomendado... sí. Dicen que la preparan en la casa... — Así es mi señor— dijo orgulloso don Próspero. — Es de mi campo. — Igual a mí— confirmó Monarde. Don Próspero se retiró. El matón volvió la atención sobre el supuesto Rallan y su juego de niños. De repente falló en recoger una de las piedras de colores y dejó escapar un gruñido ronco, en tanto golpeaba la mesa con ira. El matón quitó la vista de las manos del jugador y se fijó en su cara. La expresión del rostro del guardia cambió de súbito, al ver la del hombre. Se metió la mano al bolsillo donde había guardado el sobre con el anticipo y lo sacó. Se lo dejó encima de la mesa, al frente, a Monarde y mientras se ponía de pie dijo: — ¿Sabe? Lo siento; pero no voy a hacer el trabajo—. Y se fue hacia la puerta. — ¿Qué pasa? ¿Por qué? — Es muy peligroso. ¿Usted sabe quién es ese hombre? — Rallan... — se encogió de hombros— El hombre de la mujer que me contrata el trabajo. — No. Ese hombre es el proxeneta de la Eguiguren, la prostituta personal del senador. Es un hombre sumamente peligroso. Financia a los políticos. Maneja la mafia de los prostíbulos y tiene un ejército de matones profesionales. Yo sólo soy un aficionado. ¡Disculpe! pero yo no le hago ese trabajo. Cualquiera que se meta con él va muerto. — Pero yo he sabido que la Eguiguren anda con el senador. Por eso le dicen así. Pero la amante de este hombre es otra. Yo la he visto, es una colorina. — Esa misma es la Eguiguren le dicen así por el senador. Ella no se llama na Eguiguren, se llama Camilla Vustos (que se pronuncia Camila Bustos), pero el proxeneta con su mafia le financia las campañas al senador, le consigue mujeres, ¡todo!. ¿Se da cuenta? Ese hombre tiene el poder que quiere. Yo no le voy a dar una paliza por cuatrocientas lucas. — ¿Por quinientas? — Ni lo sueñe... — ¿Cuánto? — El doble, por lo menos— dijo mientras emprendía otra vez el camino a la puerta. — Está bien. El doble. — ¡No! ¡Tampoco! Sólo fue una manera de decir. Darle una golpiza a ese hombre es una sentencia de muerte— apartó las tiras de plástico y salió del local. — Dime tu precio y lo conversamos. Si no lo puedo solucionar yo, hablo con la señora Soraya y lo arreglamos; porque el trabajo hay que hacerlo de todas maneras. — Está bien; un palo y medio, porque tengo que desaparecer después. Hacerme humo. Y tiene que ser por adelantado; yo entro ahí con el palo y medio en el bolsillo. — ¡Hecho! Nos encontramos el domingo a las tres y veinte. Te doy el pago y haces el trabajo a partir de las tres y media en punto. — ¡La gran flauta, darling querido! Se las llevó bien peladas el gorilón que parecía tan bobo. ¿Cuánto nos va a quedar a nosotros? — Lo mismo. La vieja diabla, tullida, se las sabía por libro. Olmerok entró solo de vuelta al local y se sentó a la mesa a observar al tipo tan estrafalario, que jugaba con juguetitos de niño y parecía un pobre estúpido, pero que sin embargo, de alguna manera que no podía imaginar, manejaba tanto poder. Don Prospero Galdames volvió con sendos potrillos de chicha en una bandeja y un canastito con maní tostado caliente, sin pelar. — ¡Bah! ¿Y su amigo? ¿Lo dejó solo?. — Tenía un trámite urgente que había olvidado. Tuvo que irse. Monarde se tomó lentamente su potrillo de chicha y se comió todo el canastillo de maní, hasta dejar regado de cáscaras la mesa, el suelo, el canastillo y más. No dejó, en todo ese rato de observar al posible Rallan y reflexionar, quizás, en las sorpresas de la vida, el significado del poder, las personalidades bizarras y otras ideas tales como el manejo de información y las inteligencias ocultas. A las diez de la noche de ese mismo jueves, Monarde estaba sentado en la silla de su escritorio. La gabardina sin abrochar colgaba por los costados, tenía los pies cruzados apoyados sobre la cubierta del mueble y los brazos enlazados sobre el pecho, con las manos metidas en los sobacos. Seguía pensando en el posible Rallan, en el poder y en cómo se hacía para acceder a él hasta el punto de parecer tan inocente e ingenuo, a la vez que disponer de tanto, cuando lo sorprendió la campanilla del teléfono. La rubia dijo: — Te apuesto a que es la vieja maldita, darling. ¡Bruja! — ¡Aló! Agencia... — Hola— dijo la voz casi alegre de Serena al otro lado. — ¿Cómo te fue con el matón? — Me fue bien, pero ni tanto. — ¿Cómo es eso? — Tuve que ofrecerle un palo y medio, porque no quería hacer el trabajo... — ¿Por qué? ¡Que raro! Si vino el martes en la noche a suplicar que le dieran el trabajo. — Cuando vio al Rallan se echó para atrás. Dijo que era muy peligroso y que darle una paliza a alguien tan poderoso era una sentencia de muerte segura. Así es que se paró y se fue. Tuve que salir detrás de él y atajarlo, y decirle que cobrara lo que quisiera pero que el trabajo tenía que hacerse. — ¿Y de adónde sacó esa idea tan loca? — ¡Nada! Lo reconoció no más. Dijo que era el proxeneta de la Eguiguren y que le financiaba la campaña a los senadores, que tenía un ejército de matones mafiosos profesionales y que él mismo no era más que un aficionado, que no podía correr ese riesgo. — ¡Jaa! ¡Te hizo niño! Te volvió a robar. El Rallan es un pobre diablo que hace las compras de mercadería en la vega para la verdulería. Hasta la señora Rosa lo manda. El gato no, porque no habla. El único poder que tiene es sobre mí misma, porque es muy grande para mí y porque estoy en desventaja. ¿Te das cuenta?. Tú eres muy niño mi amorcito. Todos te engañan y te roban. Pero al fin sirvió para mover esa plata. ¡Eso es bueno!— y se despidió riendo más alegre que nunca Olmerok la oyera. — ¡Sabes que odio a esa mujer! darling. — Bueno; está bien. Quizás si ella tampoco sabe quién es el verdadero Rallan. El domingo, a las tres y cinco de la tarde entró al Bar Boliche de don Próspero Galdames, renqueando, apoyada en su bastón de fierro, Serena Elgand. Venía maquillada con exageración, al punto que con su cabellera muy roja y desordenada, parecía casi un payaso. La cara muy empolvada, los labios excesivamente rojos, mucho rubor en las mejillas. A veces, en las calles, uno suele ver ancianas que quizás por cierta pérdida de la vista, o de capacidad mental, se maquillan de esa manera y producen cierto rechazo y pena. Como esas viejas, también, se había perfumado en exceso, con agua de colonia Ideal Quimera. Apartó las tiras plásticas de colores con su bastón y cojeó sin prisa y con decisión hasta la mesa que habían acordado que debía ocupar el matón. Pidió un chorizo español de la Rioja, con un cuchillo, y una copita de anís. Don Próspero la atendió de mala gana, pero con amabilidad. A las tres y cuarto, Monarde se encontró en el café de la esquina opuesta al bar, con el matón. Le entregó un sobre con el dinero comprometido y se tomaron juntos un café. Olmerok se cercioró que el hombre recordara con precisión las instrucciones. Lo hizo repetir varias veces el mensaje que debía pasar, hasta estar seguro que el otro se lo sabía perfectamente. Don Próspero le sirvió, a Serena, el pedido a las tres y diez y siete. Desde su lugar Serena podía ver, con facilidad, la puerta del bar, el mesón en el cual don Próspero leía con parsimonia El Heraldo del día y girando la cabeza a un lado, con muy poco esfuerzo, la mesa en la que el posible Rallan jugaba a la payaya con esfuerzo. Bebió apenas unas gotitas de anís que le quemaron la lengua y la garganta, además de producirle el extraño placer del licor fuerte y dulce. No tocó el chorizo sino hasta que vio que el reloj marcaba las tres y veinticinco. Entonces cortó una tajada y la saboreó con calma. Sorbió otras tres gotas de anís y miró, por entre las gomas colgantes de la puerta, la figura enorme e interrumpida por la cortina, del matón que atravesaba, esquinada, la calle. En ese mismo momento Olmerok caminaba por la calle del costado del bar, a unos quince metros al poniente por la vereda opuesta. Entonces ella abrió su cartera enorme de color rojo fuego y metió la mano. La sacó, cuando el matón alcanzaba la vereda en esta esquina, antes de entrar al bar, con un colt treinta y ocho, de cañón corto. Se acercó con certeza al eventual Rallan y le disparó un primer tiro, a quemarropa en la frente, entre los ojos y de inmediato, mientras la fuerza del balazo lo tiraba de espaldas al piso, le dio un segundo justo en la entrepiernas y le dijo: — A ver si esto te da bastante placer— su tono era calmo; no había ira. Tanto así, que lo remató de un balazo en el corazón. En ese momento el matón entró al bar y quedó aterrado al ver que Serena, disfrazada de loca se dirigía adonde don Prospero y le ponía, también, un tiro en el pecho, justo en el corazón. Después se volvió hacia él que había quedado paralogizado a un metro y medio de la puerta y gritó: — Me querían robar... me querían robar porque soy paralítica... querían abusar de mi porque no puedo defenderme. Los dos eran cómplices. ¡Jamás lo hubiera pensado!. Corrió, enseguida, renqueando con eficiencia, levantado el bastón de fierro, y se echó en brazos del matón que aún no reaccionaba de la sorpresa. Durante los siguientes tres a cuatro minutos, Serena lloró en el hombro del matón de manera convulsiva y conmovedora. Finalmente se calmó, y con voz entera le dijo, enfrentándolo: "¡Tiénemelos!" y le entregó el bastón de aluminio y la pistola. El guardia de supermercado asegura que ella llevaba unos guantes amarillos de lana, aunque no hacía frío en modo alguno: Era marzo. Alega que precisamente por eso lo recuerda. No obstante, esos guantes jamás han sido hallados. El matón, confundido, se conmueve de la inválida y la ayuda, sin darse cuenta ni sospechar que pudo, en efecto, ser la Colorina, la Sultana Elgand, dueña del prostíbulo más fino de la capital. Él mismo llama, desde el teléfono del bar, a la policía y luego abandonan juntos el lugar. Caminan hacia el río, a buen paso. El matón cree que ella entonces no renqueaba. Incluso dice recordar que él aún le llevaba el bastón de aluminio: "Si ella hubiera cojeado, si hubiera ido con su bastón, jamás hubiéramos podido caminar a paso de huida" aseguró, pero no tengo certeza de tener aún en esa instancia, el bastón. "Y si lo llevaba ella, no lo estaba usando de ninguna forma". Al llegar a la calle del norte del río Serena detuvo un taxi, agradeció efusiva, sin embargo no se ofreció a llevar al matón. Una vez que el taxi se hubo ido, aquél se da cuenta que aún tiene la pistola en la mano. La mira, la va a tirar en un basurero en la esquina, pero luego la sopesa, la observa con atención y se la mete al bolsillo de la chamarra. No se sabe con qué intención, ni por qué. Cuando fue interrogado por la policía al respecto, sólo se encogió de hombros. La declaración que firmó establece que habría dicho que "como soy guardia de seguridad en el supermercado, tal vez pensé que el arma podría serme útil". Y agrega: "¡No sé!". Su abogado alegó que esta frase fue introducida en la declaración sin consentimiento: "Mi defendido jamás la pronunció", pero al firmar no le habrían permitido revisar el texto. A las nueve de la noche Olmerok Monarde esperaba noticias de la operación, sentado con el teléfono enfrente, fumando un Baracoa tras otro. Se suponía que, cumplida la misión, el guardia se reportaría para informar del resultado. Jamás imaginó que a esa hora su cómplice ya estaría detenido. Lo habían encontrado borracho, bebiendo vodka con Seven Up, en un conocido negocio, en una esquina principal del barrio. Había comenzado a hacer desórdenes y a provocar a los parroquianos. Repetía algo como que "todos son unos mariquitas que juegan jueguitos de mujercitas y le pegan a las cojas". La policía lo sacó de ahí, a pedido del administrador. Llevaba un colt treinta y ocho, que había sido disparado hacía poco. El hombre se justificó de manera confusa porque era guardia de supermercado y mostró su identificación del establecimiento. La policía lo retuvo hasta la mañana siguiente cuando corroboró el relato llamando al supermercado. Ahí aseguraron que era funcionario externo, pero que se desempeñaba en el local y que jamás había tenido un problema. La policía lo dejó ir. A las diez y media recibió un llamado. — ¡Aló! ¿Quién habla? — ¿Agencia de detectives de Olmerok Monarde?— preguntó una voz de mujer. — Sí. Él habla. ¿Con quién hablo yo? — Quería saber noticias del encargo... — ¿Señora Ximena? — Serena, ¡bruto!. — Digo Serena; no tengo noticias, pero imagino que todo habrá salido bien. Yo dejé al hombre entrando, justo a la hora convenida, al boliche, de manera que imagino que lo demás todo bien. — ¿No se ha reportado? — No. — ¿Está seguro que no hubo problemas? — No veo razón para que los hubiera, pero no tengo noticias. Esperaba el llamodo del matón cuando usted llamó. — Bueno... bien... Llámeme si sabe cualquier cosa. Adiós—. Colgó suavemente, como si temiera romper un delicado equilibrio. Olmerok no tuvo ninguna noticia hasta que las leyó, alarmado, en el diario de la tarde del lunes. Su primer impulso fue llamar a Serena para informarla de los hechos. Hasta ese momento no tuvo conciencia que no sabía su teléfono. Abrió el cajón del escritorio y buscó el formulario que había llenado. Lo recorrió con el dedo. Había anotados ahí una cantidad de datos, quizás todos inútiles, pero el teléfono del cliente no estaba. La rubia dijo: — Vamos a tener que arreglar estos formatos, darling, amor. Metió los formularios al cajón otra vez y con una mano en la cintura y la otra en la frente, miró por la ventana, tal vez pensando en qué hacer, o quizás disolviendo el agobio que la noticia le había producido; pero más probablemente pensando en la desagradable alternativa de tener que enfrentar cara a cara a Serena e informarle las malas noticias. © Kepa Uriberri
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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