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¿Quién soy cuando escribo?

Legado

4/17/2018

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Legado
Por Kepa Uriberri
 
¡Ya me cansé! Decidí recorrer todo el camino andado e ir borrando cada huella de mi paso, cada obra propuesta, en cada lugar. Recorreré las redes sociales, las listas de amigos, las de interés e iré eliminando, de cada una, cada traza de mi paso. Volveré a cada viejo lugar de tertulia, a los cafetines, los restoranes, los lugares de encuentro, los clubes, las silenciosas bibliotecas, los mesones bulliciosos y en cada lugar sembraré el olvido borrando cualquier recuerdo, cualquier indicio, hasta que todos (casi nadie) hayan olvidado que existí o lo que dije y lo que escribí.
 
Entonces, con el producto de aquel esfuerzo pasado, ya muerto, me compraré la mansión de Jerome Salinger, donde viviré recluido como un ermitaño. Quizás alguna vez, escondido en la ignorancia, busque un campo de centeno y lo incendie, o me interne en el mar en una embarcación frágil, solo, y me até a la cola de un cachalote que me lleve a ese horizonte infinito que jamás se alcanza. Tal vez me descerrajé un tiro en la cabeza en Ketchum, Idaho, intentando ver desde un alto mirador, las costas de la vieja Cuba, mucho más allá de cerros, montañas, llanuras y mares. O quizás viaje a España por ver si aún hay alguna guerra civil, o a Ginebra y visite el Cemetière des Rois y orine las tumbas de Calvino el reformador, la de Jean Piaget y la de Borges. ¿Y por qué no, comprar un Facel Vega y una propiedad con un viejo nogal a orillas del camino, para estrellarme con aquél en éste?
 
A pesar de los años podría hundirme en una vorágine de poesía absurda y herir fotógrafos con la palabra y con bastones de metal, hasta ser expulsado de París, ahíto de hashis, absenta y licores dulces y estimulantes, podría recorrer el África salvaje traficando armas, y renegando de todos los dioses. Entonces, ¿por qué no?, emprendería en Lepanto una afiebrada batalla contra los turcos, para perder el uso de la izquierda y con suerte la vida de dos arcabuzazos en el pecho.
Y de este modo, borrado todo, hecho leyenda absurda y discusión, quizás prefiera ir a Stratford upon Avon y cavar en el presbiterio de la Santísima Trinidad y asir el polvo ahí encerrado y los manuscritos que prueban que el difunto muerto en una borrachera es autor de su obra como yo lo fui de la mía ya desaparecida. Tal vez, sin embargo, sólo descubra los huesos de Sir Francis Bacon o de Christopher Marlowe, o descubra el noble rostro del décimo séptimo conde de Oxford. ¿Por qué, si no, el epitafio de la tumba del rústico, ahí supuestamente enterrado, amenaza con una maldición a quien ose remover los huesos de tan dudoso dramaturgo?.

Menos peligroso podría ser allegarse a Burgos y montar en ancas de Babieca y llevarlo a paso cansino con su jinete de hierro, antaño dominador de la península, liberador y matador de moros, hasta Castrillo de Vidal para encontrar sus huesos equinos, a hogaño nunca descubiertos.

¿Adónde fuiste a dar, Antoñito el Camborio, con tus huesos quebrados y tu cuerpo roto? Quizás te arrojaron en Alfacar, o tal vez en Viznar, con los que amaban tu voz de clavel varonil. La hierba crece de tu cuerpo y crea sueños a los erales, mientras los ecos de muerte no cesan más allá del Guadalquivir.

Hoy por hoy, cada día, de mañana, lavo mi taza del desayuno acompañado. Ahí está Thomas con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Así se repite con cada amanecer. Siempre dice: Si quisieras, podrías vivir en la vieja mansión de la Mengstrasse, en Lübeck. Ahí sólo tendrías que cuidar a mi hermano Christian, que por desgracia tiene los nervios del lado izquierdo demasiado cortos. En cualquier caso, no sería del todo tan incómodo.

Nací en el fiel de la balanza: Justo en el día que divide mi año de nacimiento en dos mitades idénticas. Hacía cuarenta y cuatro que a los cuarenta y cuatro años le había dicho a su médico: Me estoy muriendo. Lo atestigua Olga, su mujer. El médico le dijo al médico: ¡Pamplinas! y le planto una inyección de alcanfor. Ese día Hesse cumplía veintisiete años. Kafka estaba en la víspera de sus veintiuno. Vamos a comenzar el resto de nuestras vidas con champagne, propuso el médico, quizás vivas otros cuarenta y cuatro. El médico, moribundo, tomo la copa llena de champagne y sonrió. Dijo: Hace mucho que no me embriago y apuró la copa hasta el final. De inmediato inclinó la cabeza hacia la izquierda. Olga se acercó y lo llamó: ¡Anton!. Miró al médico y dijo: Ya ha muerto. En ese momento entró, por la ventana abierta, una enorme polilla que fue a estrellarse en la pared sobre la cabecera del lecho del médico, al que echó un último polvito gris. ¡Son sincronías!.

Para las navidades de mil novecientos veintitrés, que para un judío ortodoxo no tenían más sentido que una fiesta civil cualquiera, contrajo una pulmonía que cinco meses más tarde lo mataría de forma dolorosa, asfixiado como si la vida hubiera volcado en él toda su saña. Max, su legatario, recibió instrucciones precisas de quemar toda su obra no publicada. El mejor amigo que jamás tuvo, se aprovechó de su muerte para traicionarlo: Ordenó, organizó, armó y editó toda su gran obra, convirtiéndolo, tal vez, en la mayor influencia literaria del siglo pasado. ¿Tenía vergüenza de lo que había escrito? ¿Creyó que no valía la pena? ¿Se había cansado de ese gran peso con que la vida lo había cargado? ¿Hubiera querido comprar una mansión Salinger y encerrarse como ermitaño a vivir sus últimos días con Dora, sin el peso de un pasado?

¡Cúmplase fielmente la voluntad aquí expresada!

Con fecha de hoy, firmo y sello;
​
© Kepa Uriberri


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    Kepa Uriberri

    A mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire.

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