Pájaro verde
Creo que es una rara sincronía. Mientras miraba en vivo en la televisión el lanzamiento de la nave espacial más poderosa jamás construida, hoy, murió el papá. No hubo ninguna relación causal. La noticia lo asombró y divertió, pero no lo impactó como para relacionarla con su muerte. Sólo fue la sincronía de la partida de ambos a penetrar otros universos. Al papá siempre le fascinó la tecnología y las máquinas, de manera que le fue muy significativo que el Halcón Enorme (así se llamó la nave) estuviera lleno de símbolos tecnológicos: Un automóvil rojo deportivo con un muñeco Starman al volante mirando un cartel en el panel de control con una frase que dice algo así como «Que no cunda el pánico», mientras se escucha de manera cíclica la canción "Extravagancia Espacial" de David Bowie. La nave debía poner en órbita del sol, entre Marte y la Tierra este magnífico automóvil rojo, con la misión de mantenerse ahí por, quizás, miles de años, como signo precursor que prefiguraría la misión de instalación de colonias humanas en el globo rojo. Pero, por desgracia, alguna falla inesperada lo desvió de su ruta lanzándolo hacia el cinturón de asteroides en el entorno de Júpiter. Al papá, mientras tanto, en la infinita brevedad de nuestro tiempo, le hicimos un triste y bello funeral, que concluyó, después de incinerarlo, en la alta cordillera, más allá de Valle Nevado, en las cumbres de El Plomo, donde los antiguos habitantes de estas zonas dejaban ofrendas de niños, ensacados, que morían momificados, para implorar buen clima y lluvias que bajaban de los cerros, para sus cosechas. En ese lugar entregamos sus cenizas al viento y al vuelo infinito que las esparciera por toda la madre tierra. Fue un adiós emocionante, aun cuando, como el Tesla rojo del Halcón Enorme, su materia terminara en ninguna parte. Han pasado los días y hemos recordado y repasado la vida del papá. El recuerdo más antiguo que me involucra es un viejo y absurdo rencor de la mamá. Yo misma no lo recuerdo, pero ella dice que yo amaba a ese pájaro verde de peluche y lo eché de menos durante mucho tiempo. Tenía por aquel entonces unos cuatro o seis meses apenas. El pájaro verde era un loro de trapo, al que al apretarle la panza abría las alas y cantaba: Hay un pájaro verde puesto en la esquina esperando que pase la golondrina yo no soy golondrina soy un muñeco que cuando voy a misa me pongo sueco... El papá me habría llevado a pasear, en algún momento, y en ese paseo se habría perdido el pájaro verde. Nunca más apareció, a pesar que lo buscaron intensamente. Dice la mamá que mis primeras risas fueron con la sorpresa del pájaro verde abriendo las alas. Yo no lo recuerdo. Pero recuerdo que cada tanto, había ciertos conflictos que hacían que la mamá trajera a cuento ese muñeco y se lo echaba en cara al papá. Él parecía acusar el golpe, bajaba la vista y callaba. Ya más tranquila, pasado algunos días, tuve que ir a su lugar de trabajo a rescatar sus cosas y entregar la oficina. Todo estaba como lo había dejado el último día que estuvo ahí. Había, sobre el escritorio, un portalápices hecho de palitos de helados con una cara de conejo mal dibujada que le había regalado para algún día del padre, lleno de lápices de tinta y grafito, casi todos inútiles. Tal vez su única finalidad fuera justificar la presencia del recuerdo. Varios marquitos pequeños con retratos de nosotras: mi hermana y yo, y también de la mamá; unos muñequitos de arcilla pintada que representan indiecitos atacameños con una llama, vendiendo artesanía, algunos libros en pequeñas rumas, un ejemplar del diario de su último día, el computador cerrado, un vaso vacío y el teléfono fijo. Me senté en su silla y busqué en su manojo de llaves, no eran muchas aquellas que podían ser de los cajones del escritorio. Logré abrir el primero. Todo ahí era cachureo: Cables viejos, pilas quizás descargadas, una antena de algo, muy pequeña, anteojos metálicos despintados, monedas de uno, de cinco y diez pesos, muchas esparcidas en el fondo, sin orden, lo mismo que muchos sujetadores de alambre, bandas de elástico, algunos discos compactos en sus sobres nunca abiertos, dos o tres pendrives enormes, pero de poca capacidad, una caja de diskettes de esos cuadrados y pequeños, que hace mucho cayeron en desuso. Había algunos papeles inútiles del todo, con instrucciones para aparatos que ya no existían y así, otras basuras. ¿Qué hacían ahí unos pinceles manchados con colores ocres y verdes de óleo? Así fui abriendo los cajones, uno a uno, había uno de ellos con documentos importantes: Escrituras de la sociedad, de propiedad de la casa, la libreta de matrimonio, cédulas de identidad vencidas, pasaportes, carnet de pertenencia de un club de golf, otro de uno de tenis, partidas de nacimiento de mi hermana y mía. Descubrí que me llamaba María Graciela Andrea y no sólo Graciela. Había facturas de televisores, lavadoras, equipos de música y radio, refrigeradores, cuatro automóviles, varios computadores, manuales de todos ellos, la mayoría ya desaparecidos, y al final del cajón, casi escondidos, varios números antiguos de la revista Playboy. En cada uno de los cajones fui separando lo que era basura, en algunos casi todo, de lo que era necesario rescatar. Una nunca conoce del todo a las personas, ni aún a las más cercanas, hasta que no penetra en su intimidad. No había pensado que esta tarea tenía ese significado. Ni siquiera me di cuenta de eso, sino hasta que abrí el último cajón. Era su rincón más íntimo. Estaba lleno de papeles y cartulinas de colores dibujados por nosotras, para el día del padre, para pedir deseos de navidad, certificados de notas, y muchos, muchos recuerdos familiares. Sin embargo nada de ello era tan sorprendente. Lo sorpresivo fue encontrar ahí un pájaro verde de trapo, ya bastante envejecido por el uso. No era, sin embargo, un loro, aunque tenía ese colorido, combinando rojos y verdes en el trapo de la cabeza y alas. Lo tomé sorprendida y le apreté la panza. Abrió las alas, como si fuera a echarse a volar y cantó: "Hay un pájaro verde puesto en la esquina...". En otra circunstancia me habría emocionado hasta las lágrimas, pero ahora la sorpresa fue más grande. Ahí en ese cajón lleno de recuerdos estaba mi pájaro verde extraviado cuando yo tenía apenas unos meses. El papá me lo había robado y lo había guardado con sus recuerdos. ¿Por qué?. Volví a apretar la panza del pájaro que cantó de nuevo. Entonces entró la secretaria y dijo con acento de ternura: - ¡Es el pájaro verde del jefe!. El siempre lo hacía cantar y se lo ponía sobre el pecho. A veces se quedaba dormido con su pájaro verde abrazado, durante unos quince minutos y después seguía trabajando. Tal vez, en un horizonte de tiempo lejano e inconmensurable, algún náufrago espacial, perdido en un asteroide lejano, encuentre una extraña máquina roja que emite una canción estrambótica y crea que Starman alguna vez tuvo vida. Quizás confunda los documentos con raros símbolos gráficos, que no entenderá jamás, con una bitácora de viaje y le sirva de distracción durante los largos años jupiterianos que demoren en rescatarlo, intentando comprenderlos. © Kepa Uriberri
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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