Te amaré hasta la muerte*
Por Kepa Uriberri Desde el momento mismo de su nacimiento, su madre supo que estaba destinado a ser el niño más lindo del mundo. Y esta condición en ningún caso habría de extinguirse durante su vida de hombre adulto, ya que para ella, él sería por siempre su niño. En el momento mismo de su alumbramiento era ya tan bello, que la matrona que lo recibió se dio a suspirar tan profundamente, que cayó en un estado de ausencia, con el niño contra su propio pecho, mientras murmuraba antiguas canciones de amor que ya nadie recordaba. Olvidó que la criatura no era suya, y sin casi limpiarlo, corrió por los pasillos de la maternidad, para mostrarlo a las mujeres que ahí estaban, dejando al pasar coros de suspiros y arrullos. La criatura miraba a todas las mujeres con sus enormes ojos, de color ambarino, que apenas cabían en sus órbitas, como si comprendiera todo con claridad, y se admirara de las maravillas que lo rodeaban. De esta manera, cuando la madre pudo al fin recuperar a su hijo, ya sabía, sin ninguna duda que su nombre sería Aliomar, que significa: El mejor de todos los hijos. Ella crió a Aliomar con ese predestino. Estaba concebido para ser amado, y sin importar lo que hiciera merecería el amor y admiración de las gentes. En efecto, Aliomar fue un niño hermosísimo. Su penetrante y sereno mirar cautivaba, clavando el ámbar de sus ojos en el corazón de aquellos que su mirada tocaba. Su pelo ondeado enmarcaba una frente amplia y despejada. La piel morena, como la madera noble acompañaba la sensualidad de una boca perfecta, que solo hablaba para dejar ver una sonrisa blanquísima, y acogedora. La figura espigada y armoniosamente definida por la tensión de las carnes firmes produjo la admiración de todos, y en especial de las mujeres, en la medida que lo veían crecer. "Cuídate de las mujeres" le decía la madre, "ellas querrán apoderarse de ti". Aliomar sentía que él pertenecía a su madre, que era quien iba hilvanando poco a poco su destino, y vio que era bueno. Entonces, mientras fue un niño, se cuidó de las hembras. La madre le decía también: "No te fíes de los hombres, a los que la serenidad de tus ojos cautive. Ellos buscarán amancebarte con perversa simetría". Aliomar no entendía el sentido profundo de la admonición, pero aprendió a abominar del contacto con los hombres. Así se fue haciendo un solitario. Un día, antes que Aliomar sintiera que su pubis comenzaba a burbujear, con sólo ver las carnes albas de las mujeres, su madre le dijo: "Vendrá un momento que sentirás que el deseo es más fuerte que tu propia voluntad, más fuerte que la palabra de tu propia madre. Entonces sabrás que tan caliente es tu sangre. Cuídate que no lo sea tanto, que no se entibie con el frío de la razón". Cuando él había crecido, y aspiraba el aroma que ellas dejaban, al pasar a su lado, la madre le dijo: "Tengo celos de las hembras que te miran, porque ellas sólo desean tu hermosura. Cuídate de ellas". Aliomar sintió un temor infinito de esta sentencia, y cuando el cantar de risas de una mujer lo llenaba de sensaciones eléctricas, y su corazón se agitaba, él sentía miedo, y su mirada bajaba al suelo, donde las puntas y tacones de charol simbolizaron el peligro. De esta manera su vida fue llenándose de contradicciones, que no sabía resolver. Cuando Aliomar deseaba intensamente a una mujer, y sentía en sus huesos el deseo irrefrenable de tocarla, cuando la acariciaba con su mirada ambarina, y se sentía traicionando a su madre, ella lo consolaba diciendo: "No habrá ninguna que te amé como tu madre. Ellas sólo desean tu cuerpo, porque eres el niño más hermoso del mundo". En el club de la comunidad, Aliomar supo que Violeta ya no era una niña. Detrás de las sedas que daban misterio a su baile, noto en su vientre joven el vello que subía desde su intimidad, hasta casi rozar su ombligo adornado con una pequeña joyita de brillos rojos. De inmediato recordó su propio vientre, y su propio vello. Su imaginación le regaló una imagen difusa, en la que su pubis y el de Violeta entrelazaban sus marañas nacientes. Fue sólo una idea fugaz, sin embargo, pareció escaparse a través de su mirada ámbar, y rodear inquietante la tierna figura de la niña bailarina. Como si un tenue lazo de tul hubiera caído sobre ella, su baile, ahora sensual, miraba con ojos de avellana, hacia él. Una aguja se clavó en el interior de su sexo, tensándolo hasta el dolor: "Cuídate" le pareció que decía la admonición de su madre, y sintió que el dolor cedía. Los amplios jardines del club los habían visto crecer, pero ellos no se habían visto nunca, o si lo habían hecho, había sido con mirada vaga, y sin interés. Aliomar probablemente huyera de ella, atemorizado por su madre, y la longitud de su sombra. Violeta tal vez lo había visto, pero a pesar de admirar su belleza, y la serenidad de su mirada amarilla de felino, se había estrellado en el ensimismamiento de acero del hermoso muchacho. Hoy, por primera vez, lo veía de verdad. Sospechó la intensidad de su deseo prohibido, y quiso jugar con sus ansias. Se dijo que siendo tan hermoso, valía la pena poseer sus anhelos. Desde entonces, en cada actuación, ella bailaba sólo para él, y él escapaba de sus ojos oscuros, de su aroma dulce de hierbas salvajes, y de las imágenes de su cuerpo que veía sólo con los ojos del deseo. El sonido de las sedas y los velos se incrustaba en su vientre como agujas y cuchillos. Así fue sucediendo cada viernes: Violeta bailaba para Aliomar, y él alimentaba el deseo de sus pechos de caoba, de su vientre imaginado, de su suave mata de pelos íntimos, de sus manos de dedos ágiles, de sus labios rojos, y de su mirada de avellanas. Durante la semana, contaba el tiempo que faltaba para verla. Por las noches la soñaba: La veía como un hada desnuda que bailaba a su alrededor, con zapatillas de esmeralda, y alas de tules verdes, flotando en aromas dulces de frutas silvestres. A veces los sueños estallaban en un río grueso que brotaba del fondo de su vientre. Entonces despertaba conturbado, y ansioso, tenso, y eléctrico. A veces, para verla más, Aliomar esperaba, después del baile, en los jardines, oculto en las oscuras sombras, a que Violeta pasara, cimbrando su silueta como de madera fina, con sus pechos altos y respingados, cubiertos por una suave tela de algodón. Él imaginaba que esos pechos cabrían con precisión exacta en la palma de sus manos, aprisionados en la suave tensión de sus dedos, y se decía que estaban hechos para él. Imaginaba que acariciaba el elástico movimiento de la curva de su espalda, y recogía en sus manos la silueta de sus muslos. Finalmente, Violeta se perdía en la oscuridad, y Aliomar se quedaba solo con sus evocaciones. "¿Quién es ella?" le preguntó la madre, cuando sintió que Aliomar no dormía por las noches, y si lo hacía se revolvía inquieto, y murmuraba palabras que no alcanzaba a entender. "Es Violeta, la bailarina" confesó él. "No sabes cuánto deseo a esa mujer". "La conozco" dijo la madre, "es caprichosa, y vulgar. Ella no te merece". Aliomar calló, al saber del rechazo de su madre. Desde entonces iba a escondidas a verla bailar, y oculto esperaba verla cuando se iba. Pero mientras ella bailaba, cuando se acercaba a él, su mirada la esquivaba, y sólo aspiraba profundamente, hasta llenarse de todos sus aromas. Con las esquinas de los ojos percibía el vuelo de los tules, el color pulido de su cuerpo, y sospechaba todos sus relieves, hasta hacerle doler. Entonces su respiración se agitaba, y su piel se ruborizaba hasta temblar de deseos de cogerla entre sus manos. Un día Violeta tomó entre las suyas frágiles, pero llenas de intención, el rostro encendido de Aliomar, y subió su mirada ámbar, de felino hambriento, hasta la propia, que lanzaba chispas oscuras, al ritmo árabe de la música. Ella jugaba sensual. Al escapar de la trampa él tropezó con el escote en que reposaban los pechos de caoba, y encontró tras el satín, un nudo tenso y oscuro como los ojos de la odalisca. El resto de la jornada flotó en un vórtice giratorio que se lo tragaba, donde todo perdía el sentido de realidad, y los eventos se sucedían como en sus más recónditos sueños, atravesando ante sí con tal velocidad que era imposible verlos, o detenerlos, sino que sólo, apenas, se sospechaban. Al terminar el baile, la joven echó una última mirada negra, sobre el torbellino de Aliomar, que se clavaba fijo a sus zapatillas esmeralda, como intentando descubrir el misterio de sus brillos. Cuando la bailarina desapareció en las bambalinas, él, como un derviche girador, desapareció, en la oscuridad de los jardines empujado por esas fuerzas que nunca aprendió a manejar. Las filigranas y arabescos de las baldosas parecían querer advertirle algo, que él no podía leer. La luna verde tras los tules de las nubes transparentes se le antojaba un vientre lleno de concavidades. El juego de los nimbos casi traslúcidos le parecía un tenue vello que adornaba, apelativo, un pubis imaginado. Con desesperación buscaba el capricho y la vulgaridad advertida por su madre, para poder odiarla como ella, y cuanto más intentaba, más la deseaba. Se sentó a esperar su silueta, junto a unos pinitos aromáticos, que no hicieron más que avivar sus recuerdos. Se preguntaba: ¿a qué olerían esos pezones negros, como de madera tostada?. Su imagen lo torturaba. Creía ver calcados esos pechos oscuros sobre la difusa luz verdosa de la luna. Recordó poesías: "Abre en mis dedos antiguos la rosa azul de tu vientre" recitó en voz bajita. A lo lejos se oyó el eco de sus tacos. Llegaba azotando los muros y las baldosas, y se perdía entre los pinos, justo cuando otro nuevo partía. Sintió cómo su carne se erizaba. Su silueta oscura, con los pasos se fue dilucidando. Violeta lo vio, y sus ojos se agrandaron. Él distinguió la rara simetría negra entre sus pechos tensos, y sus ojos asustados. "Vente conmigo" dijo. "Te deseo". La respiración de Violeta agitó sus pechos. Su ronco soplido jugó, musical, con la voz alterada de Aliomar. Él la arrastró hacia los prados que se alejan, huyendo de la luz verde de la luna. Sin saber oponerse, asustada, ella dijo: "No me dañes. Nunca conocí un hombre". Su voz vibraba débil: "Por favor no me dañes... Por favor...". Aliomar, en éxtasis, la tiraba sin oír. Las curvas de su cuerpo color madera, se le antojaban un violín, y su voz aguda y débil, la vibración de cuerdas de un crescendo. Junto al último macizo de rosas pálidas, y a un rugoso muro teñido de cal, besando sus ojos negros, su cuello como de madera, acariciando sus propios labios con el vello erizado de sus brazos, cayeron sobre hojas secas, y tierra húmeda. Violeta, vencida, se dejó hacer, en tanto que Aliomar se fue apropiando de todos los rincones de su piel, mientras la desnudaba con loca lentitud, hasta que, subyugado por sus volúmenes, penetró como un ariete triunfante, rompiendo su entrada de negros pelos, para fundirse al calor interior de su vientre nuevo, como mantequilla al fuego. Como en un acetato, la luz de luna, tras los ojos ámbar, se fue fijando en la retina de avellanas de Violeta. El aroma a hojas húmedas, de su respiración ansiosa, le llegaba caliente y resbalaba por su mejilla hasta el cuello. Sentía sus manos ardientes apretarse contra sus nalgas frías, y el roce de su pecho producía una sensación intensa en sus pezones duros. Entonces se sintió sobrepasada por la emoción, y clavando sus uñas en el torso del hombre, lo empujó hacia sí, mientras dejaba salir sus sensaciones en un intenso bramido. Y las palabras salieron de su boca, aún cuando le parecía que no eran de ella: "¡Te amo!" dijo con voz enronquecida y loca. Aliomar pareció despertar de un sueño. Se irguió de un brinco, escapando como un gato sorprendido, en su interior tibio. Miró, como esperando que se esfumara la imagen de sueños, sus ojos negros, y sus simétricos pechos. Quiso imaginar que su maraña de pelo ensortijado sobre las hojas muertas, y los pétalos amarillos, era hierba; y que las uñas clavadas en la espalda eran espinas de las rosas. Al apagarse el concierto violentamente, en medio del fortísimo, él vio a la mujer, y oyó a su madre. Después huyó corriendo, mientras Violeta, desordenada, oía el verde ritmo de su corazón a la verde luz de la luna entera. Esa noche, Aliomar atormentado, soñó violines que gemían suavemente, mientras las tersas curvas de la madera devenían de piel, y lo cazaban en su música in crescendo que al llegar al allegro decía "¡Te amo!". Él, temeroso, cogía el cuerpo del instrumento, y al tocar sus sensuales volúmenes lo transformaba en una hembra morena llena de inquietantes simetrías. Prisionero de su interior frustraba sus ansias sin satisfacer sus deseos. Despertó con una sensación de frío intenso, recordando el perfume a rosas muertas y hojarasca podrida. "Vendrá un momento que sentirás que el deseo es más fuerte que tu propia voluntad" recordó la admonición de su madre. Concluyó que ella tenía razón, y se dijo: "No habrá ninguna que te ame como tu madre. Ellas sólo desean tu cuerpo, porque eres el niño más hermoso del mundo". Y agregaba: "¡No me dio nada!. No sentí nada. ¡Ni siquiera mi propia explosión!" Esa noche, Violeta no podía conciliar el sueño, cuando comenzaba a quedarse dormida, aparecían los ojos amarillos envueltos en la luz de luna verde, como un moreno felino, que la llenaban de ansiedades, penetrando en su cuerpo como un volcán que escupía fuego en sus entrañas, y estremecía todas las infinitas fibras de su cuerpo: "¡Te amo!... ¡Te amo!..." repetía su propia voz, sin articularse. Le parecía estar de nuevo aspirando el perfume vegetal y tibio de su aliento, mezclado con la humedad dulce de la hierba. Entonces volvía a despertar, y el gato montuno huía perdiéndose en la oscuridad. Durante toda la semana los atormentaron estas noches. Él pensaba aterrado que se aproximaba el viernes, y que no iría a verla bailar. Ella ensoñaba el próximo viernes, y lo veía elástico, tímido, y hermoso; sin mirarla de frente, deseándola de soslayo, capturando furtivo las curvas de su torso, los volúmenes de su vientre al danzar. El viernes llegó, por fin. Violeta salió al ruedo, en la cadencia de la música. Con lentitud buscó. Sabia y delicadamente su vista acarició cada rostro en el salón buscando ojos ambarinos, huidizos. En cada piel morena, en todos los cabellos ondeados, en las frentes amplias, en las narices aquilinas, en las sonrisas blancas, y en los ojos soslayantes creyó encontrar las facciones deseadas. Aliomar, casi como un espectro, subió la escalera, preguntando a sus arabescos y filigranas, ¿por qué subía?. Al llegar junto a la puerta ojival se detuvo con la mano posada en la talla de madera y dudó. Empujó suave, tres centímetros, y se arrepintió. Desanduvo lo andado, bajo las escaleras, y recorrió el camino entre matas y hierbas hasta el macizo del rosal. Ahí, sobre la broza, aspiró, sollozando su contradicción, el aroma a pétalos podridos, y a hierba muerta. "¡Ay mi madre!. ¡Qué traición!" gritó, y cayó de espaldas evocando los pechos de caoba y las caderas de violín, la voz de Scherazade, y la súplica de Violeta: "Por favor no me dañes... Por favor...". Creyó que su vientre quería estallar de nuevo, y no podía. Bañado por la luna menguante, volvió a huir por la verde oscuridad. La siguiente semana Violeta lloró de noche anhelando los ojos ámbar envueltos en luz de luna, y las caricias de su pecho en los suyos duros. Evocaba el contacto con las yemas de sus dedos, con el dorso de sus manos, hasta que creía que él iba a abrirse paso en su mata de pelo oscuro, como dragón de fuego hasta su profunda intimidad. Tres semanas se sucedieron así. Violeta creía que él la vería bailar cada viernes, pero no llegó. Al soñarlo cada noche rogaba que su recuerdo, a lo menos, amainara, pero sus propias manos buscaban recordarlo en sus pechos, en su vientre, en sus vellos, en sus curvas más sensuales. Tres semanas vagó como un lunático para evitar las noches con sus sueños, Aliomar. Mientras la luna pálida crecía lenta. El viernes resucitó, al fin, esplendorosa con su luz de plata bañando los cristales, las ramas y las copas. No quiso pensar, no supo como, escondido entre columnas y cortinas, la vio bailar: "¡Ay madre. Te voy a traicionar!". Ardiendo en su interior, luchando con sus últimas fuerzas, casi consumando su traición, al siguiente viernes la vio, y se dejó ver. Ella girando como brisa de primavera pasó su baile junto a él, y dejó caer, en su regazo, un trocito de papel doblado: "Espérame. Te quiero ver". Al pie de la escalera de baldosas con arabescos y filigranas, él la esperó, sobando el papelito; inquieto como un loco. Cuando Violeta, ilusionada, llegó al pie de la escalera, sólo la esperaba una bolita de papel, con su esperanza quebrada, escrita, y arrugada. "¿Por qué no la esperé?" pensaba enloquecido Aliomar. "Caprichosa y vulgar. ¡Eso es!. ¡Muy fácil se dejó amar!" se decía para tranquilizarse. "¡La necesito!" gritaba dentro de su cabeza, una voz, después. "¡Mamááá... no te voy a traicionar!" sollozaba un rincón de su pensamiento. El otro antisimétrico respondía: "¡Déjame!. ¡Yo la quiero amar!". Y de nuevo desde la otra extremidad: "¡Nada sentiste!. ¡Nada te entregó!. Es apenas sucia y vulgar...". Aliomar no lograba escapar de la tortura, ni de día cuando las cosas parecían crudas y concretas, despojadas de magia, compuestas sólo de verdad; ni en la noche, sin luz, cuando todos los anhelos se vuelven a imaginar. "¡Madre te odio!. Y a ti, arcángel, derviche bailarín, o demonio de madera: ¡Te odio todavía más!" Cruzó los brazos sobre el pecho, y oprimió con fuerza las manos para que no le temblaran más. Tensó los músculos de las pantorrillas y de los muslos para aquietar sus piernas. Sentía que el cuello no lo podía controlar. Intentaba, mirando fijo el suelo, no tiritar. La cadencia típica comenzó a sonar, y entre las cortinas apareció la odalisca. Aliomar apretó los dientes. Ella, como espuma, o luz de luna, pasó los tules sobre su mirada ámbar. Él entonces le murmuró: "¡Hoy sí!". Violeta creyó oír que su voz vibraba. Siguió bailando con el pecho repleto de adrenalina, y el vientre lleno de deseo. Atravesó la puerta ojival, y lo vio allá al pie de las escaleras. Sus ojos parecían brillar en la noche a la luz de la luna verde, como los de un felino emboscado. "No sabes cuánto te he deseado" dijo Violeta. Su voz escapaba de su pecho palpitando al ritmo enloquecido de su corazón. Aliomar tomó su mano, sin decir nada. Sus ojos parecían cálidas flamas amarillas. Sintió su perfume de hierbas y manzanitas verdes, que aspiró profundamente, tratando de emborracharse con él, mientras la llevaba, con paso seguro, por los senderos y huellas que llegaban junto al muro rugoso, más allá del macizo del rosal. Sus respiraciones agitadas se mezclaron mientras se recostaban en la hojarasca. Ella aspiró el aroma húmedo y dulce de la hierba y las rosas amarillas, mezclado con el álcali de su piel. Al sentirlo cercano sus pechos desnudos se irguieron, y creyó que el vello se le erizaba con la corriente interior. "¡Te amo!. ¡No sabes cuánto te amo!" dijo mientras él la cubría. Aliomar aspiró el olor a broza podrida y pétalos muertos. Sintió el calor húmedo de su piel de madera, y la aspereza suave de su intimidad. Su ansiedad estalló sin control, antes de tener conciencia de su erupción. Ella, sintió su flujo cálido y dijo con voz agitada: "¡Amor... dame... amor...!". Él se dijo, a sí mismo: "¡Vulgar!... ¡Sucia!". Con desesperación ondulaba sobre ella intentando buscar la sensación que creía que le pertenecía. "¡Te amo, te amo, amor mío!" farfulló ella enronquecida, sin percibir la desesperación de él. Por fin, él renunció: "¡Ay madre... Ay madre...!. ¡No te voy a traicionar!" dijo entre sollozos, y gritó después: "¡Vulgar!, ¡Puta!, ¡No me das nada!, ¡No siento nada... nada... nada!". Su mano alcanzó el bolsillo de su chaqueta, tirada más allá, y Violeta vio por la esquina del ojo un brillo de luna verde en ella. Antes de percibir su esencia, el brillo de plata y cristal, se estrelló bajo su oreja izquierda, con un siseo extraño. Cruzó bajo su garganta como si desgarraran todas las sedas del universo; entonces sintió que su cuerpo se llenaba de espasmos, mientras un río intensamente rojo daba saltos en su pecho. Aliomar, extasiado, sintió su cuerpo lleno de sensaciones eléctricas y nuevas; y tuvo conciencia de su sensualidad: "¡Madre!... ¡Traición!... ¡Puta caprichosa!. ¡Vulgar!" gritó enloquecido y ronco. Sorprendido, más allá, cantó tres notas un zorzal. Violeta apenas alcanzó a verlo escapar desnudo, con su mano entintada de rojo, sujetando un filoso alfanje que, a la luz de luna verde, dejaba escapar intensos reflejos de plata y rubí. © Kepa Uriberri *** * Del volumen de cuentos Así se muere.
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Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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