Divagación sobre la distopía final
Por Kepa Uriberri En primer lugar voy a escribir sobre las pensiones. Hoy en día, alrededor de todo el mundo hay preocupación por este tema porque parece que los sistemas de seguridad social van colapsando en todas partes por una u otra razón. Parece haber dos formas de enfrentar el problema de las pensiones: La más popular parece ser la que opera como un sistema solidario; esto es que los trabajadores activos aportan parte de su renta para asegurar un ingreso a los ya inactivos. La otra considera que cada trabajador ahorra un fondo personal que financiará su retiro. Hay razones para defender ambos sistemas. El primero tiene el sabor y aroma de las izquierdas. El pensamiento base de éstas nace en la revolución francesa: "Libertad, Igualdad, Fraternidad". Es fácil luchar políticamente por la libertad y también por por la igualdad. Ellas están, además, consagradas en los derechos del hombre. Pero la fraternidad se estrella casi siempre con el interés personal que es tan fuerte. Quizás la única manera sólida y permanente de sostener la fraternidad sea el sistema de pensiones basado en la solidaridad de un fondo común, del cual se benefician los que ya no pueden producir. El otro sistema tiene sabor a derechas. Cada uno se rasca con sus uñas. Así, cada trabajador hace su propio ahorro obligado mientras está activo y vive de éste cuando ya no puede trabajar. El ahorro de cada trabajador lo administra una institución competitiva, encargada de invertir y hacer crecer el fondo del trabajador. Todo muy capitalista y como descalifica la izquierda, muy neoliberal. Como no soy un economista, sino casi un escritor, voy a analizar a grandes rasgos las cosas, para llegar al fin a mi preocupación verdadera, cuyo horizonte está harto más allá de las fronteras de este tema. Supongo un momento feliz, en que todo va bien. Un trabajador, durante su período activo, suponiendo que éste dura cuarenta años, cotizará sobre el veintisiete por ciento de su remuneración, con lo que financiará a otro trabajador, ya inactivo, mientras viva. Esto supondría, entre otras cosas, que el trabajador esté activo y productivo durante cuarenta años. Una vez cumplidos ese período laboral, será financiado durante otros quince años, hasta que muera. Así pues cada persona se preparará veinticinco años para ingresar a laborar, jubilará a los sesenta y cinco, y finalmente deberá morir a los ochenta. ¿No es así?. Así es un sistema solidario. Pero veintisiete y medio por ciento es una carga demasiado grande. Por otra parte, cuando un pobre hombre jubila, no puede esperar a que otro trabaje cuarenta años para percibir su jubilación merecida. Entonces habrá que juntar para cada pago del inactivo, tres trabajadores y dos tercios para hacer su remuneración. El cálculo, a vuelo de pájaro, asume que el trabajador que cotiza no falla nunca, nunca está cesante y habita una sociedad homogénea, de manera que la composición de remuneraciones de activos y jubilados es igual e invariable. Además, es obligatorio morir a los ochenta años. Si alguien muere, por ejemplo, a los ochenta y dos, obligará a un colega a morir a los setenta y ocho. No sé cuanto cotiza un trabajador francés o un mexicano, un español o un inglés. Para la jubilación, aquí se cotiza un diez por ciento y las pensiones son desastrosas. Eso no quiere decir que la gente esté ansiosa de cotizar un veintisiete. Asumo que un valor razonable podrá ser un quince por ciento. Al bajar la cotización de veintisiete a quince, se requerirá que seis trabajadores y un tercio financien la remuneración de cada jubilado. La cuestión se hace difícil. Si cada trabajador tiene siete hijos, ellos aportarán, cuando ya esté jubilado, un monto suficiente para garantizar su jubilación. Pero no sólo se requiere esta alta tasa de reemplazo base, sino que hoy en día todavía los hijos se tienen de a dos. Es decir usted debe tener trece hijos con su pareja para cumplir con la sociedad y que los jubilados sigan teniendo una pensión apropiada al final de su vida. Así se hace imposible bajar la cotización a quince por ciento. Pero con una cotización alta, como veintisiete por ciento se requiere reponer con siete hijos la jubilación merecida, de modo que el sistema funcione bien. En aquel tiempo, cuando todo era mejor, una pareja podía tener siete hijos sin apurarse. Incluso hubo trabajadores que tuvieron varios más de manera subrepticia. Entonces el sistema de pensiones funcionaba bien. Era lo que antes llamé un momento feliz. Hoy las cosas se han dificultado mucho y no creo que mejoren. Una pareja no tiene nunca más de dos hijos, es decir uno por trabajador. ¿A dónde vamos a llegar? ¿Qué va a pasar con la fraternidad de la revolución?. ¡Bueno! La derecha es más pragmática. La solidaridad y la fraternidad sólo pueden darse en pequeños grupos y por lo general al interior de la familia, aunque casi no siempre. La solución, por lo tanto, se encontró al alcance de la mano y de la doctrina: ¡Meritocracia!. El trabajador hace méritos a lo largo de su vida laboral activa y al llegar al final del camino tiene lo que sembró en el tiempo. Aquí un economista astuto, convenció a todos que si se ahorraba una cierta porción de la remuneración, de modo obligatorio, y se la ponía a rentar en el propio mercado productivo de los trabajadores, al final se tendría una jubilación para los años remanentes de entre un setenta y un noventa por ciento de la última renta. ¡Todos le creyeron!: ¡Se tuvo que creer! en aquel tiempo, mucho más que ahora, la vida tomaba los rumbos que la autoridad decidía. En el papel y con buen lápiz, incluso verde, la cuestión funcionaba muy bien. Pero cuando el sistema cumplió cuarenta años y los trabajadores comenzaron a jubilar, se supo que había muchas fallas que hoy parecen obvias, como por ejemplo, que nunca o casi nunca alguien trabaja cuarenta años completos. El promedio de los trabajadores, aquí, alcanza algo más de veinte. Nadie dijo que cuando se perdía el trabajo, cuando había una crisis, todas de bellos nombres: "subprime", "asiática", "burbuja inmobiliaria", "corruptela política" y tanto más; el trabajador debía entrar de nuevo al mercado laboral por la ventana de la meritocracia, con un buen deterioro de su renta. Esta última situación explicita un problema mucho más grave que el retiro final del mercado laboral. Me refiero a la cesantía endémica que deteriora los fondos de pensión ya sean personales o colectivos. La causa de este fenómeno es la revolución tecnológica y la automatización del trabajo. La producción se hace más y más automática y muestra un horizonte fatal sin solución. Imagino un mundo sin trabajo, donde todo se produce de manera automática. ¿Qué sentido tiene hablar de retiro y pensión en un sistema donde la gran mayoría, o nadie, jamás accedió al mercado laboral?. En el período inicial, mientras se produce una automatización completa a través del desarrollo tecnológico, los dueños de la producción aumentan, por disminución de costos, su utilidad y ven grandes beneficios. Pero la sociedad no podrá resistir las masas de personas inactivas empobrecidas y deberá subsidiar el daño que se les produzca. Así como hoy el trabajador debe aportar para un fondo de retiro, cuando éste sea reemplazado por tecnologías, éstas deberán, de algún modo compensar el paro: ¿Será necesario establecer un impuesto sustitutivo a la tecnología? ¿Sería tolerado, sin resistencia, por los propietarios de los procesos productivos? ¿Afectaría esta situación a la configuración política del poder? ¿Cuánto sería una compensación justa a un individuo que nunca pudo trabajar?. Y sin compensaciones apropiadas: ¿Cuál sería el efecto en la economía del empobrecimiento general, por falta de ingresos? ¿Comenzaría a detenerse la economía, en la medida que lo hace el consumo? ¿Terminaría paralizándose?. En definitiva me pregunto si hay grandes visionarios que hayan avizorado y estén diseñando soluciones para un mundo en cuyo horizonte ya no exista el trabajo. ¿Quizás, entonces, ya no exista una economía?: Las máquinas y sus algoritmos no requieren una remuneración. Menos aun si llegan a ser completamente autónomas. ¿Para quién producirán los propietarios de los medios de producción si no hay consumidores? ¿Será el estado el encargado de la distribución de los bienes? ¿Será el estado el gran productor universal? ¿Los dueños del capital habrán construido, sin saberlo, la gran utopía en la que fracasó la lucha de clases?. O las clases dominantes, como la corte del Zar Nicolás, se divertirán con juegos estúpidos y placeres torpes, mientras la sociedad, ahora global se cae a pedazos. ¿Tendría la sociedad que comenzar a limitar el desarrollo tecnológico? © Kepa Uriberri
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El triunfo y la derrota
Por Kepa Uriberri Ese día, ya muy lejano, cumplí trece años. No recuerdo con precisión quién me regaló, ese día, esa novela breve y monumental: El viejo y el mar. Desde entonces la he releído muchas veces y en cada ocasión ha tenido una distinta historia detrás de la historia de Santiago, el viejo, que lucha contra las limitaciones que el tiempo le impone y que al fin triunfa, sólo para ser vencido por la soledad. Ese mismo día de julio, que divide cada año en dos mitades exactas, pero setenta y ocho años antes, al filo de la media noche (por eso se consigna y se recuerda el día siguiente), nacía Franz Kafka, y también ochenta y cuatro años antes había nacido Hermann Hesse. Ernest cargó, a lo largo de media vida, con el drama del suicidio de su padre. Siempre le había inculcado un sentido del heroísmo y el deber del triunfo, que no sólo marcó su vida sino también a sus personajes de ficción; sin embargo una enfermedad degenerativa terminó venciendo al padre, que se suicidó cuando Ernest tenía veintinueve años. El viejo de la novela enfrenta una lucha épica contra el enorme pez: Su hermano, su amigo, su propio yo y el compendio último de su vida de pescador, sobre quién triunfa sólo para resultar al fin derrotado por las consecuencias inevitables de la propia condición inherente a su historia. El padre de Ernest fue aniquilado, también, por una condición vital inevitable, como si prefigurara su propia destrucción. Su lucha, llena de triunfos y éxitos, se transforma en la metáfora de su futuro inmediato en El viejo y el mar. Sufre dos accidentes de aviación que lo deterioran físicamente. El exceso de alcohol le destroza de manera lenta el hígado, siente que su escritura declina y sólo logra compilar antiguos escritos que recupera del hotel Ritz de París. Vive el derrocamiento de Batista en Cuba pero este hecho que celebró en su momento termina empujándolo fuera de la isla que habita; donde vive Santiago, el viejo pescador. Desde entonces comienza a desarrollar una paranoia que crece con rapidez. En noviembre de mil novecientos sesenta es internado en la clínica Mayo y tratado con electrochoques para curar la paranoia y el desequilibrio mental. A principios de mil novecientos sesenta y uno Ernest insistía que era seguido y vigilado por el FBI. En ese entonces y en medio de una depresión profunda, fue diagnosticado con la misma enfermedad que había llevado al suicidio a su padre. Para mí, el día del cumpleaños era un día lleno de símbolos que se festejaba con varios protocolos familiares exclusivos. Ese día todos se vestían con sus mejores tenidas y uno disponía el menú del almuerzo familiar. Antes del almuerzo toda la familia le cantaba al festejado una canción propia de mi familia, creada por mi padre. Hasta hoy la canto en la mía propia, después de muchos años. Antes de sentarnos a la mesa mi padre nos servía, a cada uno, una copita de vino vermouth, con la que brindábamos por el festejado: "¡Que los cumplas muy feliz, que vivas muchos años y seas para siempre muy feliz!". Todos chocábamos las copas y luego abríamos nuestros regalos. Entre ellos estaba El viejo y el mar. Abrí el paquete a la una de la tarde. Hacía tres horas que en Ketchum en Illinois, Ernest, mi amigo de una vida, había sacado de su bodega de armas, una escopeta de dos cañones de calibre doce, mientras su mujer, Mary, en otro piso de la casa dormía tranquila. Hacía tres días, Ernest, había sido dado de alta después de un agresivo tratamiento de electrochoques para tratar una depresión que lo había llevado a intentar quitarse la vida en abril de ese año. Este dos de julio pasadas las siete de la mañana, mientras Mary dormía, Ernest se vistió con su manto real (así llamaba a su bata de levantar de brocado, la misma que yo llamo mi Hugh Hefner), se sentó en el estar de su casa, apoyó la frente en los dos cañones de la escopeta y apretó el gatillo. Aquí, muy al sur, eran cerca de las once de la mañana. Yo ya estaba vestido con mi mejor tenida, un traje de color azul, y en un par de horas comenzaría a conocerlo. Cada vez, al terminar de leer El viejo y el mar, siento un pesar agobiante y le pregunto: - ¿Ernest, eres realmente un pesimista?-. Nunca me ha dado una respuesta, siempre dice algo como: - Soy un luchador, un guerrero, un héroe, un cazador...- a veces piensa un rato y luego me mira arrugando los ojos y agrega: - ¡Quizás un torero! ¡Un boxeador!. Y a propósito, si hay algo que odio es "The importance to be Earnest": ¡Llámame Hem!-. Así están firmadas las cartas que enviaba a sus amigos de pandilla: Scott, Ezra, Sherwood, Jimmy, otros. Sobre éste último le escribió Ezra Pound: «En todas las otras artes, cuanto más miserable y cagador el tipo, así como Joyce, más éxito logra en su arte» (Esta cita de Pound siempre me recuerda a Bolaño). Son opiniones de amigotes. Ezra aprendía a boxear con Hem y a jugar tenis con Jimmy. Hemingway era de amigos, farras, borracheras, vivir sin límites. Algunos creen y sostienen que esa vida les pasó la cuenta. La mayor parte de su pandilla, por los años cuarenta, fueron muriendo todos y el quedó solo. A veces no lo creo. Sherwood Anderson fue el mentor de Faulkner y también maestro de Hem. Cuando Anderson declina y ya no es capaz de sostener un nivel en su literatura, Hemingway lo critica con dureza, con ironía y califica su obra de podrida. Luego le explica, quizás arrepentido de su ruda crítica: - No es amigo el que te miente y dice que es muy bueno lo que no lo es. El amigo, aunque sea duro y cruel te muestra tus errores, porque sabe que puedes más. Me recuerdo el cuento Los Asesinos. Los asesinos buscan a Ole Anderson, quizás un boxeador que se dejó ganar, para matarlo. Cuando Anderson es advertido que lo buscan, responde: "Ya no hay nada que hacer". Sherwood Anderson también estaba perdido. Hemingway lo había parodiado, en tono burlesco y duro, en Los torrentes de primavera. Quizás Hemingway fue siempre un depresivo, aunque me lo haya negado. Era torero, boxeador, héroe, triunfador y más, quizás para matar el mal sabor de la pertinaz y permanente depresión. Por eso no podía perdonar la caída de Sherwood Anderson. - Es que no soporto a los perdedores... - me dijo. - Así será- le repliqué, pero Ole Anderson y el viejo Santiago son perdedores. Uno lo acepta y el otro lucha contra su destino, ¿entonces qué?... - ¡Mira Irizarri!- evade mi raciocinio: - Cúidate de ser Sherwood, como yo me cuido de ser Earnest. Nunca, creo, se lo confesó a nadie, sin embargo Hem sentía que estaba acabado, que su creatividad ya no era la de antes y tal vez pensaba a menudo en Sherwood Anderson, con quién había sido tan duro, entonces no podía sino ser tan duro consigo mismo. Eso, es posible, que lo hubiera estado empujando a las profundidades de su depresión. - En las mañanas, me viene pasando hace un tiempo, quizás desde que me enterré en Ketchum; me miro en el espejo del baño y ahí está Sherwood, no estoy yo. Otras veces Ezra, nunca con el pie izquierdo adelantado, me lanza los puños, algo agazapado y me dice: "¡Pega Hem! ¡Pega duro! Tú puedes, bonito...", pero yo ya no puedo. Me siento a la máquina y juego con las teclas. Después se me aparece Anderson y sonríe avieso y me saluda: "¿Como estás Shery?" me dice y yo sé bien por qué lo hace. Yo soy Anderson desde que llegué a Ketchum. Quizás por eso el FBI cree que me escondo, Irizarri, tal vez por eso me siguen. Ya no puedo salir a la calle, no puedo ir al bar de la esquina. - ¿Por qué Anderson y no Joyce, o Fitzgerald?- le pregunté. - Porque a Sherwood Anderson yo lo destruí cuando se le agotó el seso. Ahora me cobra la cuenta. James y Scott, en cambio, eran compañeros de farra. Con ellos hacíamos viernes festivos, nos burlábamos de Garabito en El Valentín y en el Red Phone Box. Jimy flirteaba con la mujer de Tom, el dueño. A Scott lo mandábamos temprano a entregar. "¡Ya! ¡Andate, Scott! que tienes que entregar tu script" le decíamos y seguíamos la farra con Joyce en el Venecia... Y hoy día Sherwood Anderson soy yo. No tengo nada que decir... "Sherwod Anderson se sienta a los pies de mi cama y no deja de mirarme y sonreír" se dice al despertar el dos de julio. "Lo ha estado haciendo desde que volví de la clínica. Se sienta junto a mi a beber. No habla, sólo sonríe". Le pregunté, por fin: "¿Qué deseas?". "No me responde nada. Sólo sonríe. Entonces fui por mi escopeta y la puse contra su frente y le pregunté: ¿Acaso quieres morir?, ¿Ya no soportas más?". Se encogió de hombros y me respondió: "¡Hazlo de una vez! ¿Qué esperas?". - Por eso, Irizarri, apreté el gatillo. © Kepa Uriberri À propos des gilets jaunes
Por Kepa Uriberri Renart Mescries vive en Lyon, no usa su Citröen más que eventualmente cuando viaja fuera de la ciudad. Su sueldo es de cinco o seis veces el mínimo. En general no pasa penurias que no sean intelectuales y que pertenecen a otros. Pero cuando le pregunté ¿por qué protesta con su chaleco amarillo? me dijo: - Mi situación es un eventual. Pero hay mucha gente que sufre-. Mientras me confesaba su sensibilidad social lanzaba piedras a la policía. - Y aparte de esta acción reivindicatoria de otros, ¿qué estás haciendo, normalmente por ellos? ¿Aportas parte de tus ingresos para mejorar el de ellos?. ¿Participas de alguna organización en su favor? - ¡Mais non!- dijo sin encogerse de hombros, mientras lanzaba otro peñascazo. - ¿Y qué piensas del excesivo consumo de combustibles fósiles? - Qu'est ce que c'est ça? - ¿... el calentamiento global? - Ese problema no es mío...- y lanzó otra piedra que un policía atajó con su escudo plástico. Más allá un grupo había dado vuelta un auto japonés, quizás para promover el uso de los europeos. Otros habían incendiado un Austin, puede ser porque ya está fuera de la Union Europea o puede ser, sencillamente, porque estaba ahí, a la pasada, y era necesario quemarlo. Mascries me gritó: - Le peuple n'ais plus besoin de Macron. ¡Viva la democracia progresista callejera!. Tuve miedo de algunos energúmenos cuyas expresiones salvajes, con los labios apretados contra los dientes y el rostro rojo, a la francesa, pasaban a nuestro lado. Renart tenía su chaleco amarillo de automovilista furioso. Yo sólo una identificación de prensa colgada al cuello, de modo que me aparté del tumulto. Quizás si fue un error. Unos policías, tan exaltados como los amarillos, me agarraron y me metieron, después de pegarme un poco, en un carro policial. Mientras esperaba mi liberación reflexioné en que los europeos sólo viven mejor que nosotros los latinos, pero son igual de estúpidos: Se comportan igual. Tal vez es producto de la globalización. Si las sociedades actuales siguen dejándose llevar de las pasiones y las redes sociales, el mundo global terminará gobernado desde la calle, a grito pelado. En mi rincón del mundo eso no lo solucionó una populista de derecha, ni un fascista xenófobo. Fue la fuerza bruta, el miedo, la tortura y muchos años de vidas cercenadas, desaparecidas, exiliadas. La democracia del grito pelado del pueblo destrozando los bienes ajenos no tiene soluciones. Ysengrin Lerouge, desde una posición de privilegio, sólo se limita a mirar los desórdenes, tan feroces, en torno al Arco del Triunfo. El siempre triunfa: Envía a sus cuadros a mover el caldo y agitarlo, mientras diseña los conflictos. A veces, ¿o casi siempre? le conviene exaltar al pueblo y prometerle apoyo para cuando la situación sea extrema. Y si sucede, el valor de Ysengrin es muy superior al de un puñado de revoltosos que se sacrifican a nombre de la causa cuyo contenido desconocen, pero Lerouge sí. Él suele ser el contenido, de modo que sabe hacerse invisible y culpar al eterno enemigo, siempre de extrema riqueza, siempre opresivo, siempre usurpador de los beneficios que el pueblo exaltado merece y pide. En tanto, algún Macron, algún torpe gobernante débil, en su turno, colecciona las culpas y paga el precio del progresismo. En fin, qué lamentable tener espíritu de idiota y no de dirigente, vivir ignorante y engañado gastando garganta en los gritos callejeros, arriesgando el pellejo para ser algún día el mártir de una idea que no se comprende y en la que sólo se cree como en una fe religiosa. Si se aprendiera a pensar en vez de seguir detrás de las instrucciones de Ysengrin, quizás si se llegara a ser Lerouge para estar allá, mirando los tumultos feroces de l'Arc de triomphe de l'Étoile desde la invisibilidad del dirigente. Un graffiti rojo en el Arco: ¡Le peuple n'a rien de plus besoin de la cinquième république! © Kepa Uriberri La Democracia
por Kepa Uriberri Memorable fecha el cinco de octubre de mil novecientos ochenta y ocho. Ese día se votó un plebiscito en este remoto lugar al final del final de la tierra, que sin embargo concitó interés internacional porque se jugaba la suerte de la dictadura que gobernaba aquí y el dictador era sobradamente más conocido en el mundo que el propio país al que sometía. Él, en su calidad de tirano, gozaba de una alta popularidad. Fecha memorable también el once de septiembre de mil novecientos setenta y tres. Ese día tiene dos caras: Una es de derrota, la otra de esperanza. La derrota de un gobierno democrático en su origen, pero resistido por su destino desastroso cierto. Sólo cambió la manera de cumplirse ese destino. El gobernante de aquel entonces, en su calidad de marxista, elegido presidente por el voto democrático, gozaba de alta popularidad universal. Memorable fecha el cuatro de noviembre de mil novecientos setenta. Asumía la presidencia, lleno de presagios, malos y buenos, en el último rincón del mundo, elegido por la voluntad de una gran minoría, el primer presidente marxista, nunca visto en parte alguna. Hay quienes celebran una o más de estas fechas. Yo las recibí, cada una de ellas, con profunda tristeza. Para muchos la llegada al poder por voluntad popular, aunque sin certificación de mayoría, de la izquierda marxista, resultaba tan alarmante en ese entonces como hoy cuando la extrema derecha lo consigue en el Brasil, aunque ahí, hoy, con una clara mayoría electoral, y amaga en otras partes. En aquel tiempo la alarma se fue intensificando a lo largo de tres años hasta culminar, para evitar una eventual dictadura de izquierda, en otra de derechas. Muchos festejaron la liberación. Muchos huyeron de las revanchas y consecuencias. Algunos creyeron en una restauración rápida. Incluso entre los golpistas. Otros no. Yo no. La liberación de unos fue un largo suplicio de otros. Así llegó un día cinco de octubre la alegría de muchos, la derrota de muchos, el error no calculado del dictador, y cierta tristeza de muy pocos, quizás sólo mía. Montar una restauración democrática sobre un procedimiento de la dictadura, negociado con el dictador, era instalar una democracia de origen viciado: Tal vez una no-democracia-engañosa. Era triste, aunque hubo alegría en el triunfo, de quienes lo anhelaban, pero frustración en el resultado que no se previó. Así, con el tiempo, la extinción extremadamente lenta de la dictadura derivó en rencores irreconciliables. Pocos previmos que la toma del poder militar iba a durar casi veinte años; virtualmente nadie ha querido comprender que esta vuelta a la democracia concertada con el dictador sería fatal y duraría muchos y muchos años. Tal vez aún no se termina de volver. Los procesos de curso antidemocrático no pueden morir de muerte natural. Se requiere una derrota real que conlleve una renuncia forzosa. Así se había implantado y así merecía terminar, pero no sucedió. El pueblo frustrado hace más de treinta y cinco años no tuvo una catarsis con la llegada de esta democracia acordada. Ha vivido resintiendo falta de justicia y de verdad, inmersos en el rencor, el odio y la intolerancia. No ha habido reconciliación: ¡No la habrá!. El triunfo en el plebiscito no fue rotundo. Sólo fue inapelable, pero demostró un equilibrio de fuerzas pernicioso. Quienes querían continuar el gobierno del dictador fueron más que quienes habían elegido al último presidente votado en democracia antes de su caída, víctima del golpe. Aceptaron con lealtad la derrota, pero no hubo para ellos reconciliación: ¡Nunca serán reconocidos!. A lo largo de todos los años transcurridos desde ese memorable cinco de octubre me he preguntado si he vivido en una democracia o en una farsa. He reflexionado y divagado sobre: ¿Qué es esta democracia?, ¿Qué la define?, ¿Cuáles son sus características definitivas?, ¿Debe una democracia tener tutelajes de sectores que se atribuyen mayor calidad moral?. Vivimos, primero, una democracia tutelada por el dictador. Cuando éste comenzó a esfumarse (aún no lo hace del todo), la tutela de nuestra democracia precaria, la asumió el triunfador del cinco de octubre. Así construida sobre la demolición del otro, en dos procesos sucesivos de avasallamiento, no puedo calificarla de una democracia completa. ¡Es y será coja! ¿Puede una democracia proscribir y deslegitimar las ideas de las grandes minorías? ¿Es lícito promover el odio o el temor odioso por el adversario? ¿Puede la democracia considerar opciones menos legítimas y en base a estas ilegitimidades decididas, fomentar profundas divisiones y polarización?. Si se responde positivamente a estas interrogantes, entonces se está frente a una democracia enferma. La democracia que surge en esta tierra lejana e ignorada; mirada como ejemplar a partir de la propaganda tutelar, el cinco de octubre de mil novecientos ochenta y ocho, está enferma y su enfermedad se agrava día con día. La crisis persistente vivida aquí en el último rincón del sur, me ha permitido ver en perspectiva el terror existencial que se extiende por toda la gran región del mundo privilegiado. Ese mundo nos miró complaciente cuando supusieron que entrábamos al gran círculo de la democracia. Hoy, en ese mundo temen que crezcan las corrientes que su supuesta superioridad no puede tolerar en el ejercicio del poder. Y ese terror me vuelve a un estado de alerta tan preocupante como el que viví entre mil novecientos setenta y mil novecientos setenta y tres. El primer presidente marxista elegido por el voto popular y democrático llegó a ejercer el poder con un treinta y cuatro por ciento de la voluntad popular. Muchos, presa del terror, que me recuerda el terror de hoy, huyeron. El elegido fue gobernado por sus partidarios que querían mover la democracia hacia una forma de gobierno totalitario. El pueblo se opuso; el pueblo apoyó. El pueblo se quebró en dos mitades irreconciliables. Finalmente el pueblo fue optado por dos fuerzas espurias. La izquierda se arrogó ser el pueblo y las fuerzas armadas se arrogaron ser llamados por el pueblo para salvar la nación. ¿Esta es la democracia? ¿Que dijo el pueblo el cinco de octubre de mil novecientos ochenta y ocho? El pueblo dijo que no quería prolongar la dictadura. El pueblo dijo que sería mejor prolongar la dictadura otros ocho años. Cincuenta y seis de cada cien dijeron que no querían más dictadura. Cuarenta y cuatro dijeron que sí la querían. Hoy cuarenta y cuatro de cada cien se escandalizan y horrorizan del triunfo de los proscritos universales en el Brasil. En Francia, España, Alemania, estados unidos, los proscritos se acercan al poder a pesar de la resistencia que sus contrarios oponen. Éstos tienen una superioridad moral que les permitiría ejercer el poder a nombre del pueblo para siempre. ¿Esta es la democracia?. Los puros y los proscritos, unos: miembros de privilegio; los otros: miembros de número. Si busco la sabiduría de los libros, dicen que democracia sería una forma de gobierno en la que el poder político lo ejercen los ciudadanos. ¿Lo ejercen los ciudadanos?. Ellos son tantos y tantos que no podrían ejercer, como voluntad única, el poder. Así, entonces, la democracia deja paso a una oligarquía que asume el poder en una competencia de popularidad, a la que cínicamente se le llama democracia representativa, ya que asume que un elegido representa a la mayoría de los ciudadanos, no a todos. En el rigor de la definición, esto no es una democracia. La democracia es una utopía, una luz poderosa y ardorosa allá en un lejano horizonte inalcanzable. A los ciudadanos se les engaña en su nombre. Las democracias tan defendidas son oligarquías electivas. Me pregunto si en una democracia el pueblo, propietario del poder político: ¿Puede elegir una dictadura que lo represente en el gobierno? ¿Sería lícito? ¿Una democracia nacida de una disyuntiva así, puede llamarse democracia? ¿Una dictadura nacida de una decisión ciudadana tal es democracia?. Y entonces: ¿Qué se celebró el cinco de octubre último en este pobre rincón?. Tal vez, una democracia puede elegir un gobierno autárquico, y sería lícito. Lo que no sería lícito, ni democrático, es que el autarca usurpara el poder más allá de las limitaciones impuestas por sus electores. Por eso la autarquía bolivariana de Venezuela no es lícita, aun cuando nacida de una elección democrática válida. Por eso el camino sin fin, emprendido por los socialistas marxistas en Chile en mil novecientos setenta, llegó a hacerse ilícito a juicio de la mayoría de los electores democráticos. Una democracia tutelada, en la que hay grupos, sin importar si su signo es el marxista, el fascista, nazista, socialprogresista, de extrema derecha o izquierda, neoliberal, promercado, o lo que sea; que por imperio del poder son proscritos y se les niega el ejercicio eventual del gobierno: Es una dictadura, que reprime derechos y libertades. A partir de una celebración ambigua he divagado sobre el sentido social de la democracia y sus antagonistas eventuales. Sin haber, en modo alguno, agotado el tema, creo que no se puede dejar de mirar a los individuos, en el análisis, porque la voluntad colectiva es la reunión conjugada de las voluntades singulares. Los avances de la tecnología de la comunicación y opinión, muestran que un contingente no despreciable de personas tienen conceptos arraigados que pueden catalogarse como totalitaristas, integristas, y en general contrarios a los valores democráticos, que son reivindicados como tales de modo equivocado. Así, al final de las divagaciones, me pregunto: ¿Las sociedades actuales, están caminando hacia una evolución diferente a la democracia? ¿Hacia dónde se mueve la persistente deriva social del hombre?. Es alarmante que el curso del proceso no converja en la democracia, ya sea por defenderla o también por defenderla. © Kepa Uriberri El Difamador
Por Kepa Uriberri Puso dos cojines en el asiento de la silla de caoba, para quedar a la altura de su dignidad en el escritorio de rector. Con un pequeño impulso sobre los brazos del sitial, se sentó y se acomodó en su lugar de trabajo. Tomó una hoja blanca de papel del contenedor de tafilete rojizo que se encuentra a su izquierda, en perfecta alineación con todos los elementos posados en la cubierta de vidrio que protege la madera fina. Buscó en el bolsillo interior del pecho de su chaqueta fuera de moda, su lapicera fuente de pluma de oro, desatornilló la tapa, observó por un momento su punta brillante de modo que parecía reflexionar. Después, con el rostro absolutamente inexpresivo, bajó la pluma hasta rozar el papel y escribió, con letra estereotipada, algo lenta, blandamente angulosa, pero certera: "El ministro M (Me reservo el nombre, tanto del señor ministro, así como lo hago con el del personaje. Quien lea esto podrá concluir el por qué) ha sido interpelado por la cámara de diputados debido a sus dichos sobre un proceso ajeno al ámbito de su cartera y del propio poder ejecutivo". Dejó su pluma fuente, de manera delicada, sobre el escritorio, perfectamente paralela al papel, y se aplanó la corbata: una tira delgada con lineas verticales muy estrecha de tres colores alternos; de forma y diseño en desuso ya hace varios años; antes de leer y ponderar lo que acababa de escribir. No hizo ningún gesto de satisfacción, jamás se lo hubiera permitido, no obstante que de seguro lo satisfizo. Tomó, de nuevo, la pluma y dejando el espacio exacto de una y media línea escribió: "¿Tenía M derecho a emitir los juicios por los que fue amonestado por los parlamentarios?". La sombra de la sombra de una sonrisa de satisfacción, pareció pasar apenas fugaz por su rostro, antes de saltar con precisión, en la hoja de papel, una línea y media más. Ahí escribió taxativo: "No." y volvió a saltar otra línea y media. La expresión del rostro que había negado tan rudamente, en el ámbito de su pensamiento íntimo, su derecho a M, era de fina crueldad, tal como aquella que exigía al verdugo cubrir su propio rostro con una máscara negra, cuya función, por supuesto, no era evitar que la sangre derramada por un certero tajo en la nuca del ajusticiado salpicara su rostro. Desarrolló desde este punto una teoría general del por qué el ministro carecía de todo derecho a su libre opinión y debía ser amonestado. Citó para ello a varios importantes pensadores del pasado remoto y reciente. Creo que no fueron menos de diez y ocho las citas en una extensión de no más de cinco mil caracteres. Más de un diez por ciento de ellos se consumieron en citas del tipo: «Las revoluciones, que se cumplen por emoción popular, son ordinariamente más deseadas que premeditadas» o bien: «Tras la idea general de la virtud, no sé de ninguna más bella que la de los derechos»; a qué decir que varias tenían la funcionalidad extraordinaria de reprochar, al sesgo, a alguna institución aborrecida, como la Iglesia, cierta prensa, algún partido político, o cualquier centro de pensamiento de tendencias mal queridas y más, así como a sus dignatarios, personeros o simpatizantes. Por momentos me parecía una metáfora del sibarita que degusta con dilección un manjar, que siendo conocido, ha sido preparado de un modo exquisito y diferente, de manera que al placer del gusto se añade el del relato del placer. En algún momento quizás requirió precisar alguna cita necesaria para dar brillo al argumento, ya que estas eran, mucho más que su propio pensamiento, casi escaso, la esencia de su razón. Dejó, pues, su pluma estilográfica junto a las hojas de papel que ordenó delicadamente y empujándose con las manos en los brazos de la silla, se deslizó suavemente hasta que la punta de sus zapatos de plástico, cuya terminación imitaba perfectamente el charol negro, toparon el suelo, entonces se dirigió a la estantería de la que extrajo un tomo que "principió" a hojear desde casi la mitad, pasando sus páginas lentamente como si esa velocidad le fuera suficiente para conocer lo que ahí había. Mientras lo hacía, con la misma parsimonia, paseaba por su oficina rectoral, hasta que se detuvo junto a una ventana, en la cual observó se propia figura reflejada. Con el libro abierto, sujeto en una sola mano, giró levemente hasta una posición que el artista verdadero llamaría tres cuartos de perfil y movió de manera pausada la cabeza, de modo de observarse quizás con amor. Se detuvo en el cuello de su camisa de popelina de rayón y con la mano libre palpó su punta que hacía un ángulo obtuso, como si la camisa hubiera sido hecha por una costurera aficionada. Con todo, su rostro permanecía inexpresivo, como si lo que viera le resultara por completo aceptable, aún cuando todo su aspecto parecía de humildad cercana a la pobreza intencionada. Si el reflejo en el cristal de la ventana hubiera sido una persona real y diferente de él mismo, que lo observara a su vez, quizás si juzgara toda esa pobreza fingida y esa humildad supuesta, como una farsa intencionada y artificiosa, destinada a producir una impresión equívoca que lo aparejara con la figura de los filósofos eruditos de la Grecia arcaica, donde el saber y la pobreza iban siempre de la mano. Quizás quería representar la antítesis del rico idiota. Quizás aprobó su aspecto en ese reflejo con cierto orgullo culpable, pues volvió la mirada a las páginas del libro y el índice de la diestra recorrió con fingida lentitud las líneas. Volvió con pausa demorada junto a la estantería que debía alojar el tomo que consultaba y no bien hubo llegado ahí, como si su duda ya estuviera despejada cerró el libro y lo devolvió a su lugar. A pesar de ello, no se sentó de inmediato en su silla rectoral. Estuvo paseando un buen rato con los dedos de la mano derecha apoyados transversalmente sobre la frente y ésta reclinada en actitud de reflexión profunda. Sólo al pasar junto a la ventana se miraba de soslayo, ponderando su porte escaso o tal vez ensayando una actitud que le fuere necesaria más tarde, ante la gente. De pronto, acertó a pasar por detrás de su propia silla y se detuvo. Apoyó ambas manos en el respaldo y se inclinó para leer las escasas líneas escritas en la tercera hoja. Con seguridad debió pensar que de ahí en más tendría que buscar una manera de establecer una conclusión literaria a su texto, y guiarlo suavemente hasta allá; de manera de converger con la que ya había quedado establecida en la sexta línea de su texto, en una sola y breve palabra: "¡No!". Quienes tengan el hábito de leer las disquisiciones del rector podrán adelantar casi con precisión el estilo y forma de este final, que será una frase demoledora, aunque no siempre, o mejor dicho, casi nunca justa. Con la acostumbrada dificultad menor, se volvió a encaramar a su sitial, tomó su estilográfica y terminó de escribir, casi como si fuera de memoria y aquel último paseo lo hubiera determinado con precisión en su mente; el último cuarto de página con el final ya sabido, de manera que todo su texto de hoy fuera en esencia profunda idéntico a cada uno de todos los anteriores, aún cuando la filigrana que lo componía fuera del todo diferente y el tema tratado muy diverso, pero manejado del mismo modo con el mismo método, modelo y protocolos, tal que si se leyeran a la vez todos juntos, quizás si se recordara a Borges y su relato "Pierre Menard, autor del Quijote". Curioso resultaría al hacer un ejercicio tal, descubrir que no hay en ninguno de ellos pensamiento alguno, sino sólo citas y sentencias que afirman sin base cierta los supuestos argumentos necesarios para conseguir, aparentemente, la conclusión, como por ejemplo en construcciones de este estilo: «aunque probablemente dedujo de inmediato la falsedad de su afirmación, pudo tranquilizar su conciencia en la penumbra de la incertidumbre». No es necesario decir que un acto sólo probable, por no cierto, no requiere aplacar conciencias, sin embargo establece, como al desgaire, que hubo tal afirmación, que se sabía falsa, y se alojaba en una conciencia lábil, todo lo cual, desde luego, importa una grave condena. A ratos la evidente liviandad de estas sentencias requieren de alguna cita del siguiente tenor, previa a la sentencia: «como lo estableció ya en los albores del siglo diez y nueve, el pensador bávaro Sigismund Brahumme...», endilgando el costo de la ambigüedad del argumento a un oscuro, tal vez inexistente, pensador. Una vez logrado el objetivo, tomó las tres hojas de papel hilado de ochenta gramos, avaladas por un bello membrete, las alineó golpeando con certeza su canto inferior sobre la cubierta de su escritorio de rector, cogió la corchetera, que él llamaba engrapadora, con siútica precisión académica y grapó (o corcheteó) su trabajo, lo dobló con cuidadosa precisión y lo puso en un sobre dirigido al periódico. Luego se reclinó en el respaldo de su sitial, juntó simétricos los dedos de ambas manos y se quedó mirando mucho más allá de cualquier límite físico que pudiera amenazar su pensamiento libre. © Kepa Uriberri Introspección y teoría general de la certidumbre
Por Kepa Uriberri Hay una vieja historia que ahora, en medio de esta nada en que estoy sumido, se me viene nítida a la cabeza, aunque no sé si deba decir cabeza o espíritu o qué. Es que ya tengo claro que el pensamiento no es un atributo de la cabeza, ni el recuerdo, ni las sensaciones, ni nada. La cabeza sólo sería un instrumento. Yo ya no tengo control alguno sobre ella de modo que mis reflexiones y recuerdos ya no alojan en ella ni se filtran ahí. Dice la historia, por demás tonta e intencionadamente torpe, para conseguir el efecto buscado, que un entomólogo experimentaba con un escarabajo al que había enseñado a saltar: "¡Salta escarabajo!" le decía, y el escarabajo saltaba según se le instruía. El hombre de ciencia le arranca una pata al escarabajo, y repite la orden: "¡Salta escarabajo!" y el escarabajo con un cierto esfuerzo obedece y salta. Una a una el entomólogo va retirando las patas al escarabajo y ve como aumenta su dificultad para obedecer la orden. Tanto es así que con una sola pata el escarabajo casi parece indiferente a la instrucción. Sin embargo después de reiterarla insistentemente el bicho con gran dificultad logra obedecer y salta. Cuando el científico retira la última, el insecto sencillamente ignora del todo al hombre y permanece indiferente. El entomólogo anota entonces una conclusión en sus notas: "El escarabajo escucha a través de las patas. Claramente al retirárselas queda sordo como una tapia". Conocí a alguien que sostenía, no sé si seriamente, que un ciego y sordo mudo no pensaba. Al menos no si lo era de nacimiento, y si no lo era, su progreso intelectivo se detenía al momento de caer en aquel estado. Hoy, en medio de esta nada que me envuelve, sé que, sin importar lo que se diga, es todo lo contrario. Creo que la potencia del pensamiento, así como la del músculo se desarrolla y crece con el ejercicio continuo, se hace más y más sólida y fuerte cuando no existe otra actividad que el pensar. Es mi caso y así se ha hecho tan potente mi pensamiento. En este espacio oscuro, donde no existe sensaciones ni comunicación alguna con nadie, que no sea conmigo mismo, sólo se me hace tolerable la vida en el ejercicio del pensamiento, de la razón y la comprensión de todo lo que alguna vez conocí y se me hacía difícil entender. Concebí, pues, una teoría general sobre los desplazamientos virtuales en topología, descubrí una nueva teoría sobre el conocimiento y diseñé un modelo que explica la comunicación y su subordinación a los axiomas de la información. He llegado a elaborar una teoría respecto a la creación de las cosas a partir de los conceptos más tradicionales del ser humano, que consideraban la magia y el mito, y he avanzado lenta aunque no diré penosamente, por las teorías cada vez más complejas, hasta llegar a superar con largueza las más modernas y revolucionarias que pude conocer, y nunca comprender del todo, en aquel tiempo en que no estaba encarcelado en mí mismo, en esta negra espesura. Imagino que quienes comparten el espacio exterior a mi, que pueden apreciar esa cáscara que me envuelve y llaman cuerpo, dirán con pena o tal vez lástima que estoy en estado vegetal. Quizás querrán que deje de ser una carga inútil y piensen en ese ansiado momento que los libere de la carga de sostenerme vivo, no sé con qué artilugios y poderosas máquinas. A veces, sin embargo, pienso que puede que esté sencillamente muerto y es lo único que no sé. Tal vez en efecto sea que los sordos, mudos y ciegos al menos ya no avancen más en su capacidad intelectiva y yo sólo esté redistribuyendo conceptos ya anidados en mi y en efecto soy un vegetal entubado por fuera. O quizás no. Ése es el desafío, que después de llegar a comprender todo lo demás, incluso la existencia de un solo todo pancósmico del que formo parte, posiblemente como un inútil lunar; me he planteado: Trascender esta oscuridad este insólito estado de la nada, y enseñar a aquellos que, barrunto, aún están allá afuera, todo lo que he llegado a entender y ellos aún no. Sólo no sé si todavía están ahí, o si tal vez yo he muerto y ésta es mi eternidad, o puede que yo sea el único ser aún vivo, aún existente, que floto apacible sobre las tranquilas aguas de la nada y todo lo demás murió, implosionó al inevitable gran colapso del extremo opuesto a la gran explosión. Persistentemente (iba a decir cotidianamente, pero eso ya no es) aunque sólo de modo voluntarioso, pues no tengo materia alguna que me lo permita, o estoy desapegado de ella, intento conectarme y comunicarme con quienes supongo que están en mi entorno. Quisiera decirles que aún estoy aquí dentro en lo oscuro, en lo intangible, y que gracias a ello he logrado comprender las dimensiones que desde los sentidos materiales no se ven, como la multivariedad temporal que nos enfrenta en cada instante a infinitas trayectorias que se abren y de las que la materia sólo puede introducirse en una. No obstante, de alguna rara manera las otras infinitas, o al menos innumerables, siguen estando ahí y otras materias que nos son también propias, siguen cada uno de esos cursos en innumerables y diferentes realidades. Es una red de trayectorias tan intensamente apretadas que hay muchos momentos que se cruzan, se encuentran y bifurcan de manera que he podido ver desde aquí casi todas aquellas cosas que creyendo haberlas creado, fruto de mi imaginación, he llegado a saber que sólo son otras trayectorias paralelas en las apretadas redes de tiempo. En ellas, en muchas de ellas, aunque en otras no; no estoy agobiado por este estado capsular. Desde ahí, donde gozo de plena libertad he intentado gritar, transmitir, predicar y hacer ver estas reflexiones que me benefician gracias al sempiterno encierro. Aún no lo logro, pero a veces creo acertar con ciertas sugerencias a quienes están ahí afuera. Nunca lo compruebo como allá se comprueban las cosas, pero de un modo inexplicable y diferente lo presiento y lo sé. Cada intento, sin tiempo, que no tengo como percibir sino como una idea intelectual, creo acercarme a esa comunicación. Es posible, jamás lo sabré, que me estén, allá afuera, entendiendo. Puede ser que me hayan recibido siempre y las gentes se maravillen de mis reflexiones o las rebatan con facilidad e irónicas sonrisas. No lo puedo saber porque si bien yo me esfuerzo por ser recibido, no recibo respuesta alguna: No puedo hacerlo por ningún medio. La comunicación es algo físico, aun cuando se refiera a cuestiones altamente intelectuales e intangibles. Es tanto que he llegado a pensar que no existiría nada intangible sino sólo configuraciones materiales. De hecho cualquier idea no existe sino en razón de su sustento y por tanto en su entorno. Véase, por ejemplo, toda esta reflexión que no existe para nadie pues nadie ha llegado a conocerla al no haber un continuo material que la lleve más allá de mi. Es así que para aquellos que viven fuera de mi, esta reflexión no existe. He descubierto de ese modo e intentado enseñarlo, sin resultado para mi, aunque curiosamente y no puedo evaluarlo, podría tenerlo para quienes me reciben, si lo hacen; que así como lo he dicho todo podría ser y no ser a la misma vez, pero siempre material, y como nada y todo es discontinuo, entonces cada cosa, desde la más absurda a la más cotidiana, están sujetas a las probabilidades más inesperadas, salvo cuando su probabilidad siempre desconocida se hace certeza total o bien nula. Me explico: La probabilidad que esto que escribo sea la interpretación de ciertas señas que hago a mi hija que me cuida desde que caí en este encierro vegetativo, y no producto de mi intelecto que quizás esté completamente deteriorado, es, para quien me lee, tal vez muy baja. Quizás me vislumbre vigoroso y gris, de aspecto algo cínico, con cierta tendencia a pasear largamente mientras maduro, en forma estúpida estas cuestiones que luego escribo, y éso soy para él. Sin embargo, para mi hija es una certeza. Quien no lo crea o tienda a creerlo, tal vez en tanto viaje a conocerme, en su incertidumbre y afán de ciencia, mi estatura aumente y disminuya tanto como mi belleza extraña y casi etérea en la medida de su viaje y expectativas. Como sea, después de leer ésto y otras cosas que me reputan propias, podrá ir variando esa probabilidad, aun cuando no anule totalmente otras posibilidades. Solo será certeza que en realidad no soy más que un pálido reflejo de un hombre alto, de ojos atentos, de complexión robusta, cuando pueda verme reducido por el acaso a una masa de recuerdos que le relatará Yioryia, mi hija. Ella es quien, así como la hermana de ese esquizofrénico que era hombre, asno, serpiente y pájara hacía. Es ella quien escribe mis ideas y pensamientos. Ella como yo, no tiene otra ocupación. Ella me mira y cree ver una ligera sonrisa o la vibración sutil de un párpado y lo interpreta como una aprobación de esas reflexiones que me consulta si le he transmitido. De aquel modo he llegado a pertenecer a la Academia de Ciencias, a la de la Historia y a la Real española de la lengua. He escrito tres tratados de filología, enmendé la teoría de la multivariedad dimensional y el origen de lo intangible en la materia. Viene gente aquí, junto a mi camastro de inútil, donde reposan las llagas que no siento y soy, visto desde fuera, a discutir teoría y práctica, a diseñar modelos de la realidad según no vemos y sí es, y a estructurar lo que será cotidiano en algún tiempo que ya dejé de medir. Yioryia me interpreta y promueve mis ideas. No obstante, al llegar, quizás sólo se enteren que he muerto antes de adquirir honores y fama, transformándose la probabilidad de encontrarme sonriendo, postrado en una silla móvil y comunicándome a través de una especie de acordeón electrónica que manejo con los ritmos de mi acompasada respiración, en nula o tal vez sea ciento por ciento probable; o dicho de otro modo: cierto; que al momento de atravesar aquella puerta, que imagino, encuentre que ésta es una habitación vacía y que yo jamás existí. Sólo he sido fruto de la locura de este visitante que entra lleno de ilusiones a esa pieza sin luz en la cual sólo responden vagos ecos: Sí. Puede ser. Sí, quizás sólo soy los ecos necesarios que den forma a una teoría que de otro modo jamás fuere conocida: Una inspiración tras una puerta blanca con un vidrio circular empavonado. © Kepa Uriberri Origen del trabajo, el destino del hombre
Por Kepa Uriberri En aquel tiempo, hace, ya, innúmeros miles de años, hay quiénes creen que existió un jardín en el que los hombres, todos, vivían felices e inocentes, como todos los otros seres que lo habitaban, aun cuando la tradición dice que el gran demiurgo universal habría creado este jardín para el hombre y todo lo demás se subordinaría a él, para su servicio. En aquel jardín el hombre lo tenía todo y no necesitaba nada para ser feliz: ¡Ya lo era!. La inocencia, sin embargo, no la excluye sino, más bien, exalta la curiosidad. Había, al centro del jardín, un árbol; el más bello y de frutos más atractivos, quizás sólo porque se les había prohibido comerlos. El gran demiurgo al despertar a los hombres del sueño de la nada les había dicho: "Todo lo que hay en el jardín es para ustedes: ¡Disfrútenlo!; excepto el fruto del árbol que está al centro de todo. De él, no deben comer, para no perder la inocencia". El hombre no comprendió el significado de aquello, excepto la prohibición. Las hembras, en cambio, fueron tentadas por la curiosidad y el deseo de lo prohibido; entonces comieron y creyeron que era bueno. El sabor del fruto del árbol prohibido les abrió los ojos de la conciencia y supieron quiénes eran, entendieron el sentido de todas las cosas, de lo bueno y lo malo, del deseo y el poder, del tener y la envidia, de lo justo y lo debido, de la verdad y lo falso, del engaño y la lealtad, de la diferencia y la igualdad. Entonces la hembra fue al hombre y le dio a comer del fruto y dijo: "¡Prueba! serás como Dios" y el hombre comió y también abrió los ojos de la conciencia y supo. Los hombres vieron que eran diferentes unos de otros y cubrieron sus pudores. También supieron que de la diferencia nace el deseo y obligaron a las hembras a cubrir los suyos. Los hombres conocieron la culpa y creyeron que no era bueno, entonces se escondieron unos de otros y todos de los ojos omniscientes del gran demiurgo. El gran creador universal encontró al hombre escondido y le dijo: "Tú: ¿Por qué te escondes?. ¿Acaso has comido del fruto del árbol que prohibí?". Éste, temeroso de su creador le respondió: "Inconmensurable Señor: Yo no comí, la hembra que tú me disté me dio" y desvió su propia culpa a la mujer y al mismo Gran Creador. Entonces éste montó en cólera y expulsó a los hombres y a sus mujeres del jardín y puso un ángel con una espada de fuego en el portal de modo que nadie pudiera entrar y le dijo al hombre: "Ya nada te será gratis. Sólo tendrás lo que consigas con esfuerzo y trabajo, y vagaras por el mundo buscando tu sustento". Los hombres se dispersaron por el mundo buscando construir la felicidad que habían perdido en el jardín. Unos creyeron que esta se encontraba en la igualdad, en la justicia y en la equidad, y se ubicaron a la izquierda. Otros pensaron que la felicidad se encontraba en el éxito y en la posesión de las cosas, y se fueron a la derecha. Todos creyeron que para lograr sus fines había que poseer el poder y establecer las jerarquías. Unos llegaron a ser moralmente superiores y otros inconmensurablemente ricos. Estos siempre lograron el poder, los otros, al fin, el reconocimiento. Ninguno la felicidad. Todos los hombres, según su condición, debieron trabajar para lograr sus fines y el hombre terminó por creer que en el trabajo estaba la felicidad cuando, al fin, su esfuerzo e ingenio lo condujera al ocio. De este modo llegó, el hombre y su mujer, cuyo castigo fue ser poseída por él, a construir la gran sociedad total y a dotarla de industria, que proveía de trabajo y de tecnología, que lo hacía progresivamente más y más liviano, hasta que al fin la levedad del trabajo del hombre terminó por esfumarlo y la maldición del Gran Demiurgo fue redimida; así el hombre sólo tuvo el ocio obligado. Cuando el hombre ya no tuvo que trabajar pereció ahogado en los detritus de su esfuerzo por no hacerlo. © Kepa Uriberri Lucha Social
Por Kepa Uriberri En aquel tiempo comenzaron a nacer algunas mujeres que tenían pene. Yo no fui una de ellas. De todos modos las mujeres ya éramos mayoría cuando esto sucedió. En algunos pocos años, más de la mitad de las mujeres tenían uno y los hombres comenzaron a ser innecesarios. Tengo claro que aquel fue el momento de quiebre, cuando de año en año la proporción de nacimientos de mujeres penadas superó en proporción de dos a uno a las mujeres del antiguo formato, y estas últimas en proporción de cuatro a uno a los hombres. Una teoría popular aseguraba que una mutación genética, quizás causada por la costumbre y el anhelo, estaba igualando los géneros y que las mujeres con pene eran el nuevo género masculino en tanto que las que no lo tenían permanecían en el femenino. Antes que la mayoría femenina formara el nuevo Partido del Progreso Feminista, intentando frenar el peso social del nuevo género, el congreso, aún dominado por la antigua falacia democrática, pasó una ley de matrimonio amplio, que reconocía de manera exclusiva y excluyente la unión civil de dos o más mujeres, entre las cuales, al menos una debía tener pene de manera que no se violentara el precepto legal que sólo reconoce el nombre de matrimonio a una unión civil que contemple la posibilidad de procreación autónoma, sin importar que esta se concrete o no, ya fuera por voluntad de los contrayentes o caso fortuito. Con todo, la ley permitía la unión de varios miembros de manera de aumentar hasta la casi seguridad la posibilidad de procreación, aun cuando en los hechos ésto no tenía ninguna importancia real. A consecuencia de la nueva ley de matrimonio amplio la tasa de nacimientos aumentó de modo considerable. Pronto se comprobó que la cópula de mujeres hermafroditas sólo reproducía mujeres con pene. Fue por esa época en que comenzó a formarse el Movimiento Machista Organizado, u OMU por sus siglas en inglés y se inscribió, aunque con muy baja adhesión, el Partido Organizado de Defensa del Género Masculino, o MGDOP (ídem). En tanto, los viejos partidos históricos, incapaces de dar respuesta a la presión social por reformar de manera estructural las instituciones políticas y los modelos económicos que obedecían a las añejas reglas del mercado, habían perdido su peso e influencia, reduciéndose a pequeños grupos de amigos nostálgicos que se reunían en clubes sociales donde se comía y bebía de modo abundante en torno a inútiles tertulias en las que, mientras duraba la sobriedad, se discutía las viejas doctrinas ya caducas. Perdida aquella, la tertulia solía caer en los temas frívolos de siempre, que recordaban los tiempos idos en que el genero masculino, ahora casi desaparecido, era dominante y disfrutaba de los mayores privilegios, hoy distribuidos, se dice que equitativamente. En los tiempos que corren ya casi no existen hombres, y los pocos que todavía perviven suelen esconder su condición, que ha derivado en vergonzosa y aberrante. Muches de nosotres, en especial les más jóvenes, creen que la casi extinta condición masculine es sólo una enfermedad que puede curarse a base de rigurosos tratamientos psiquiátricos y fisiológicos que deben aplicarse a más tardar en la adolescencia temprana, de manera de evitar que el mal se haga crónico. Se sabe, por cierto, de casos de algunos hombres que han sincerado su condición y demuestran su interés de integración sometiéndose a operaciones correctivas que cercenan los genitales residuales y modelan invaginaciones que simulan la estructura hermafrodita de las nuevas generaciones. Es necesario destacar que estas operaciones no restablecen en el paciente la función natural de procreación, lo que en ningún caso es sensitivo, debido al desuso de esta funcionalidad. Habrá que dejar claro que la acción genital principal, aunque posible, no es la de procrear, lo que es considerado inapropiado, sino el placer sensual. Sólo se sabe de algunes persones de clase privilegiade que tienen los recursos para viajar al extranjero y someterse ahí a los cuidados clínicos que les permiten dar a luz y adoptar a sus hijes, como obliga la legislación en curso. Como sea, esta costumbre arcaica de las elites económiques resulta del todo inútil, debido a que a nivel de los tres años les niñes deben ser entregados a las instituciones de educación estatal, para su entrenamiento y condicionamiento. No obstante, las clases privilegiades la reivindican por cuanto resulta más barata, más cómoda y gratificante que la adquisición de mascotas y evita la obligación de tenencia responsable. Desde la reforma a la democracia, que aprobó la nueva Constitución Progresista Igualitarista hay una fuerte presión social por aprobar, como ya ha sucedido en todos los países desarrollados, la ley de proscripción de la procreación sexual y de aborto obligatorio. Por desgracia los viejos partidos conservadores, amparados en viejas doctrinas ya caducas, el OMU y su brazo político el MGDOP han obstaculizado la aprobación de la ley, aprovechando los últimos bastiones antifeministas y machistas que aún obstruyen la voluntad del pueble en base a quorums calificades. Sostienen, quienes defienden estas postures, que la práctique del sexe debe mantenerse ligade al amor y no al placer como ya desde antiguo lo estiman las grandes mayoríes a lo largo y ancho del munde tode; por ello su fin últime y sagrade sería la procreación amorose de los hijes. Permítaseme decirlo: ¡Qué absurde! En este contexto de la luche social se realizó, ayer, la marche multitudinarie en la capital y en todes les grandes urbes del país, para exigir al gobierne de le presidente Ángele Bartolé que cumpla con su promese de campañe para reformar la constitución y acabar con los quorum calificados, de modo que la mayoríe siempre prevalezca. ¡Sí! Lo digo sin vacilar: ¡Hay que terminar con las minoríes regresives e igualar de una buena vez todes les criteries!. Por desgracie, siempre quedan pequeñes grupes, que siempre entorpecen el dereche a manifestarse libremente y han hecho derivar nuestre marche en una luche violente que ha causado destrucción de bienes públiques y propiedad privade. He decidido escribir este crónique desde mi celde de reclusión, ya que he side injustamente detenide por las fuerzas especiales de la policie que combatía los motines frente al palacie de gobierne, confundida con un hombre, cuando huíe de los gases lacrimógines, en medie de la turbe. La mayoríe de los detenides que me acompañan son hombres, que ni siquiera se han operado (entre ellos lo reconocen, y conmigo en tanto piensan que soy une de elles) y sólo se disfrazan y esconden bajo sus vestimentes feminoides de combate y las capuches y máscares que ocultan sus rostres. He aprovechade, so pretexte de unirme a sus grupes anarquistes machistes, de tomar debide note de les identidades de sus cabecilles y de elles mismes, para colaborar con esta informacién a le Inteligencie Polítique de Control de Genere Sociel. Hoy sobre las tres de la tarde hemos enfrentade al juez, un caballero negrísimo, desde su vestimenta y sus eternos años, que aún cuando pretendía disimular con su vieja peluca magistral su verdadero genero, era notorio que pertenecía esa añeja generación masculina de magistrados que hacen tanto daño a nuestro sisteme jurídique que no termina de renovarse. Érames un grupe de más o menes cuarente y cinque detenides. La mayoríe fue dejade en libertad por falte de pruebes o por considerarse ilegal las circunstancies de su detencién.Sólo fuimes sometides a procese un pequeñe grupe de unos seis detenides contumaces en las revueltes y ye misme, que aunque no había mérite en la detencién, Su Señoria me observó con extremade atención durante los interrogatorios y en especial cuando declaré personalmente. Nunca me mirabe a les ojes; siempre me examinabe, con lujurie manifiesta, les senes y les piernes, de manere que es segure que percibié que ere mujer y sin expresión de cause me decreté prisión preventive de novente díes para investigar los heches delictives. ¡Le luche por le igualded nunca cesa mientras exista hombres! © Kepa Uriberri De la novela
La Revolución en Samarkanda Capítulo XLIII Una pequeña Santa Adelaida Caminamos al sur, no sólo horas. Días y semanas enteras como devotos peregrinos caminamos, con los pies ardientes, al sur. Él con la mirada de su único ojo fija en algún destino que no comprendía. El otro, el de palo, lo había guardado en el bolsillo del pecho de su chaqueta de almirante marino, ahora sin charreteras ni condecoraciones. Sólo, sobre el ojo de palo escondido al fondo, sobresalía, en reemplazo de las condecoraciones que antes llevara su pecho, el pañuelo de color azul mar, que ya parecía blanco sucio, ya sea por la espuma marina, o por la rendición. Al centro de éste, la mancha del cardamomo con saliva. Sobre la cuenca vacía se había puesto un parche negro que le daba un aspecto malévolo, por lo que la gente en todos los lugares nos evitaba, salvo a veces cuando nos deteníamos a descansar en algún portal, entonces, alguna mano bondadosa nos lanzaba centavos a los pies, con los que luego comprábamos una sopa en cualquier hospedería, donde pasábamos la noche. El motín y la brutal reacción de Dumango, así como su expulsión de la Santa Adelaida, se transformó en titulares, que yo iba leyendo para suplir el silencio de mon amiral, que caminaba taciturno. "La revolución de Samarkanda dividida" decía un titular. "Frank O'Whistle declaró: Ya se están matando entre ellos. Esa barbarie es la que llaman su cultura", aparecía en una bajada de título, y así. Cada comentario parecía alegrarse de lo sucedido en letras de distintos colores. "Se teme que la carabela pirata esté en territorio americano" decía un vespertino. "Si así fuera, no dudaremos en hundirla" habría dicho Frank O'Whistle. Dumango no leía los titulares, ni quería interesarse, pero al ver este, distraídamente, sonrió por primera vez en varios cientos de kilómetros. - Al menos nosotros sabemos que América es mucho más grande - me dijo -, ¡y de tierra!. ¿Pensará hundirnos en el mar de las Montañas Rocallosas, nuestro amable Frank O'?. Tal vez en unos millares de años más alguien confunda a la Santa Adelaida con el arca de Noe. - ¿Por qué dices nuestra?. Tú ya no estás ahí. - Mientras no renuncie a la revolución, la Santa Adelaida es mi embarcación carraca, y carabela. Junto con decir ésto, dio unos golpecitos sobre las nalgas del mascarón de palo que llevaba bajo el brazo. Después de eternos kilómetros, de atravesar tierras y bosques, arboledas y sembrados, caminos, senderos y calles, ríos y arroyos, chacras, plantaciones, granjas y montes, con el sol al este o alto sobre la cabeza, con el ocaso a nuestra derecha, y algún incierto destino al frente, con el pasado al norte, cargando nuestras espaldas curvadas de cansancio y peregrinaje; por fin encontramos en Wyoming la ruta veintiséis, que nos fue llevando por su senda iluminada, entre la llovizna, y las luces metálicas y halógenas, a la North Cache Doctor, avenida que parte en dos a Jackson. Este lugar extraño y ordenado, al que arribamos después de pasar por pueblitos, villas, caseríos, y asentamientos de diversos tipos, parecía haber sido montado sobre una perfecta planificación a partir de dos avenidas principales. Ésta, por la que entramos al pueblo, era el camino natural derivado de la ruta veintiséis, que se hacía calle y pasaba a llamarse Doctor Cache, y la otra, la pretenciosa Avenida Broadway. La primera corre de norte a sur y la última de oriente a poniente. Una y otra se dividen respectivamente en Norte y Sur y la otra en Este y Oeste. De esta manera todas las demás calles según corren en uno y otro sentido, se llaman West Pearl Avenue y East Pearl Avenue, según si está al este u oeste de Cache Doctor, que también a su vez es North Cache Doctor o South Cache Doctor, según si estamos al norte o sur de la Avenida Broadway. En este trazado perfecto y planificado, tal vez Dumango siguiendo la inspiración, o su destino ineludible, sólo dijo: - Odio el orden, que se opone en su esencia a cualquier revolución. Los conservadores son una peste - y dobló por la Avenida West Broadway al poniente. - ¿Hasta donde piensas llegar, almirante? - le pregunté. - Hasta que los nombres sean un desorden real. Ahí habrá un trabajo para mi - respondió, con su mirada serena clavada en el poniente. - Aquí - dijo, cuando la Broadway giró de nuevo al sur y tomó su personalidad caminera. Torció a la izquierda, por el callejón Meadow Lark, lo que no era en absoluto extraño en él, que siempre que su conversación era íntima se llenaba de pajaritos y prados. Tal vez era el destino el que lo había traído aquí. No lo sabré nunca. A la mitad del callejón me dijo: - Espérame aquí, voy a conseguir trabajo -. Sacó su pañuelo color mar del bolsillo del pecho, que ahora había tomado color de madera noble, tal vez por la saliva y el cardamomo de las semillas masticadas, y se limpió la cara y las manos con él. Luego, con el mismo pañuelo abrillantó su ojo de caoba labrado, y se lo puso. Entró con la Santa Adelaida bajo el brazo, aun cuando le insistí en guardársela, a Builders Lumber & Supply Co. - No - dijo -. Ella me ayudará. La santa me protege -, y entró con el mascarón de la mujer de pelo verde y pezones negros, con sus caderas amplias como de mujer de Holanda, o latina de muy al sur. El negocio, una barraca de maderas y suministros para la construcción, consideró que Reff era casi parte esencial de la madera, pues estaba lleno de ella, y con arte extremo, de modo que le dieron trabajo de inmediato como despachador. El capitán Arraztegui tomo el mando de la nave con autoridad plena, y severa. Estacionó en Wild Horse, junto a la frontera de Montana, mientras una delegación iba a Winnipeg, Regina y Edmonton, con encargo de adquirir tres potentes motores para instalar a la carraca. Dijo: "Esta, señores, es una nave de combate, para la guerra, de manera que mientras estamos aquí estacionados, a la espera de los motores que potencien nuestra embarcación, la despojaremos de todo aquello que la ha ido transformando en una mariconería de fiestas y bailes indisciplinados". Hizo sacar los geranios, ya secos y marchitos, de las troneras, cerró la mampara que recordaba la herida de guerra del combate de Nueva Escocia, y todas las instalaciones de cubierta que recordaran a la carabela disco, o "a la farándula de Dumango", según dijo. Si bien nuestro nuevo capitán no era un déspota, la disciplina se endureció, aun cuando los castigos se hicieron más militares. "Aquí se acabó aquello de la cofradía, que más parece club de mar, y estableceremos cargos y dignidades militares. Aquellos que están aprendiendo, y no han ganado su honor militar, serán ahora, grumetes. Los que conocen el oficio se llamarán marinos, y quienes tienen ganado un rango, podrán usarlo. ¡No somos una hermandad de la costa, sino la marina de la revolución!". Insistió en el orgullo del oficio, en el servicio a la nación y a la revolución sincera y especialmente en la disciplina. Rápidamente nos convertimos en una eficiente máquina militar, a la vez que la ciento dos punto tres se iba silenciando, y mantenía sus parlantes en funcionamiento sólo para la nave, con bandas militares e himnos de mar. Por esas cosas extrañas que tiene la gente, sólo se salvó de la reforma (revisionismo decían algunos no demasiado contentos) el museo de pinturas Rawlins. Nave insignia, en misión del norte. Informe del capitán: Según fue necesario todo se ha reformado de modo de volver a la necesaria disciplina del marino. La misión ha fracasado y el almirante que descuidó gravemente su deber fue remplazado por este nuevo mando. La nave, según estimaciones y planes de guerra, llegará a la mar océana para la primavera. Entonces renacerá en su medio natural del que nunca debió salir. En el intertanto se ha planeado, según se informa, incursiones de guerra a los siguientes objetivos a saber: Great Falls, Conrad y Shelby. Luego Whitefish y Kalispell y no se librará Libby en Montana. En Idaho serán nuestros objetivos de guerra Sandpoint y todas las localidades del imperio en la noventa y cinco hasta llegar ahí, mientras en el estado de Washington partiremos arrasando Spookane, luego Colville, y otros. Así construiremos nuestra gloria. Así lo haremos. Seguirá luego la conquista de Omak, Maple Falls, y así y también otros muchos pequeños. Sí. Muchos otros hasta Lynden y Birch Bay, por supuesto Bellinham, Anacortes, Port Angeles y Neah Bay en el mismísimo océano Pacífico y sereno, donde será llegada nuestra meta. Será llegada lo digo, y podremos navegar al sur orgullosos y satisfechos guerreros. Arraztegui capitán de navío Lo vi entrar con su aspecto diferente, con esa mirada serena que le daba un aire de estar aquí, pero que vivía siempre diez minutos adelante de todos los demás. Su pierna de madera fina iba marcando un ritmo muy propio con su toc, toc, toc, persistente, al chocar con el suelo de eucaliptos. De inmediato, y sin que hubiera dicho nada, sabía que sería nuestro mejor despachador de maderas. Era como si al fin todo calzara. Como si desde siempre, desde que mi bisabuelo puso su primera barraca en este lugar, como si toda la persistencia y esfuerzo de mi abuelo sordo, y mi padre calvo y sonriente hubieran sido planeados para permitir este momento en que, al fin, veía entrar al hombre que traspasaba la puerta de Builders Lumber & Supply, con un mascarón de proa de Santa Adelaida bajo el brazo, y un ojo y una pierna de palo. - En qué podemos atenderle - le salió al encuentro Chip Poplard, cerrándole el paso. "Su aspecto sucio y sus extrañas prótesis me dieron la impresión de un bandido" me confidenció más tarde. Me interpuse y le dije a Chip que yo mismo atendería al personaje. Era cierto que su aspecto no era aseado, pero se veía que la nobleza lo acompañaba bajo el polvo de un largo peregrinaje. Un bandido no usaría jamás una pierna tan finamente labrada en caoba, ni tendría esa mirada limpia y serena, que se adivinaba siempre adelantada al tiempo. - Busco trabajo - dijo en castellano, pero su tono vibrante era tan claro y preciso que se le podía entender en cualquier idioma. - ¿Qué sabe hacer usted? - le interrogué en inglés, sabiendo que no era importante si lo hablaba o no. Ese hombre me entendería de todos modos. Me explicó que lo que él sabía hacer jamás lo haría aquí. "Soy un revolucionario ¿Sabe?" me explicó, pero aseguró que aquí en Builders Lumber & Supply pretendía ser el mejor despachador de maderas, por un sueldo moderadamente bueno, y los despuntes de madera que se dejaban para leña. No porque le creyera, sino porque me intrigaba su mirada adelantada en el tiempo, y el pañuelo color palo seco, con un nudo al centro, fue que le di el trabajo que se ofrecía a desempeñar. Respecto al mascarón de madera que llevaba bajo el brazo, lo comprendí del todo y de inmediato, debido a que soy un viejo maderero. A pesar de su disgusto por el orden de las calles, nos instalamos en el reticulado de puntos cardinales, en South Glenwood entre West Karns Avenue y West Snow King Avenue. Ahí, en el garaje de autos que no teníamos, mon amiral instaló su pequeño taller de maderas. Cada día llegaba con en trozo de tabla que trabajaba con esmero, en silencio, en encierro, en construir su secreto mejor guardado. "Qu'est-ce que c'est ça que vous faites?" le preguntaba cada vez que salía del taller y lo cerraba cuidadosamente. "Cosas mías... cosas mías" respondía, empujando con el gesto de la mano las ideas hacia algún lugar en el pasado, y entonces hablaba de mar y hacía recuerdos de la revolución y de Samarkanda. Así estuvo durante semanas. Primero con aspecto preocupado, después misterioso, más adelante alegre. Un día cualquiera no trajo más maderas ni palos, sino trapos de crea y lona, hilos gruesos, cera y grasa, y otros enseres extraños. "Mais dit moi... ¿Qué tienes ahí dentro?" insistía yo. Él ahora sonreía tranquilo. Un día llegó con cuatro ruedas de goma, al siguiente venía con un saco de maní, otro de carbón vegetal, parrillas de fierro, y otras cosas extrañas. "Est que tu est fou?" le pregunté preocupada. Realmente me parecía de loco las cosas que traía y hacía. El colmo fue cuando llegó con un enorme tarro de miel, y la mirada más serena y lejana que nunca. Entonces le dije: - O confiesas ahora o te hago encerrar por loco. - ¡Bien! - contestó -. Ya está concluido. Ven a verla. En el garaje airosa, orgullosa, liviana y miniaturizada estaba la Santa Adelaida, con sus velas desplegadas, montada sobre sus patines con ruedas, tal como la dejáramos en la frontera, con su mascarón de proa sonriente de verde pelo y brazos extendidos, pero de sólo dos metros de eslora y algo menos de un metro de envergadura. Las velas alcanzaban en todo lo alto del trinquete, la estatura del almirante. De las ruedas a popa salía un mango para empujar el carrito a escala. - ¡Es verdad! - dije -: Estás loco de nostalgia. - ¡Ah no!. No es eso. Aquí navega la nueva revolución. - Sí que estás loco - afirmé -. ¿Como vas a hacer una revolución con este velerito de juguete, si ya con la gran carabela era difícil?. - Observa - dijo, y abrió el costado de babor del casco. Dentro había una cocinilla a carbón, ya encendida. Sobre la parrilla se tostaba maní que echaba aromas atrayentes, en otra palangana estaba confitando maní pelado -. Hoy es nuestro viaje inaugural - cerró la tapa del vientre de la nave, y empujó a la Santa Adelaida a la calle. Enfiló calle abajo por West Snow King Avenue hacia el oeste, y no bien hubo caminado unos cincuenta metros, vestido de gala como almirante, con todas sus charreteras y condecoraciones, con la mirada más serena y alegre que jamás le vi, comenzó a vocear: "¡Hay maní tostado, confitado caliiiiiiente!". "¡Al rrrriiiiiicccco maní maní!". Reconozco que no fui suficientemente valiente como para acompañarlo. Mucho antes que desembarcara junto al portón, oí su pregón: "¡Al rrrriiiiiiiico maní maní! ¡Tostadito, salado y confitado el rrriiiicooooo maní maní!". Finalmente recaló ahí, y se puso al pairo de la caseta de control de despacho. El almirante Dumango, con su uniforme de gala de la revolución sincera de Samarkanda desembarcó de la carabela, fuerte como un lobo de mar Atlántico, hermoso como un felino cazador, con la mirada serena y el porte elegante; se dirigió a mi oficina y se cuadró ante mi. - Vengo a presentar mi renuncia y a agradecer la oportunidad de trabajar la madera - dijo. Traté durante mucho rato de disuadirlo, pero cuando finalmente me clavó su mirada serena que parecía ver siempre diez minutos más adelante en el tiempo, supe que no sería posible. Ya había tomado la decisión hace diez minutos y jamás alcanzaría yo esa distancia. Entonces me despedí de él con afecto, y lo acompañé hasta su carabela manicera y revolucionaria. Al llegar a la salida del callejón de Meadow Lark, una alondra se posó sobre su cabeza y cantó tres veces, entonces supe que era un elegido. - ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! - dije y lo abracé. Él tomó la alondra y la acunó junto a su pecho; entonces volvió a cantar tres veces. Luego la alzó y la dejó volar. También él levó anclas, y se fue por la avenida West Broadway rumbo a Miller Park pregonando: "¡Hay maní maní. Tostadito pelado confitado el maní!". Por las mañanas mon amiral anclaba la Santa Adelaida en Miller Park, a la sombra de los castaños, con los parlantes de la carabela reproduciendo música o poesías. La gente y los pajaritos se acercaban, éstos a trinar y comer lo que de la carabela caía, y aquellos a comprar maní confitado o tostado y bebidas, y se sentaban a conversar sobre literatura y arte, o pintura y música, y consultaban a Dumango sobre el origen de aquella música, o el autor de tal poema, y opinaban de ellos y otros, comparando la musicalidad de Óscar Castro con la de Thomas S. Eliot, o la fuerza de Whitman y la estética de Neruda, y más, hasta que llegaron a saber casi tanto de cultura de América española como de la suya propia. Con el tiempo, las tertulias culturales del almirante llegaron a ser una obligación para la gente culta de Jackson y los alrededores, y el maní salado con uvas pasas un vicio. Hacia las cuatro de la tarde la Santa Adelaida levaba anclas y se iba navegando por la avenida West Delon hacia el este hasta North Jean street, donde anclaba al pairo del Jackson Elementary School, donde los niños aprendieron de él tanto que jamás les enseñarían en las aulas. Un día volvió con el rostro iluminado, como si hubiera vencido en la batalla final. - Qu'est-ce que tu as? - le pregunté. - Hoy, los niños me han llamado "El Capulín". ¿Comprendes?. Lo he logrado. - ¿Y qué con éso?. - Cuando yo era niño - dijo, dejando caer la vista en sus recuerdos -, a la salida del colegio instalaba su kiosco ambulante, montado sobre un triciclo, un hombre de infinitos años, según yo lo veía. Él nunca hablaba. Sólo sonreía con su boca fina y sus ojos buenos. Durante todo el año vendía maní tostado y confitado, y también cocadas y gomitas de eucaliptos. Hacia semana santa traía sus yoyós de palo y enseñaba, siempre sin decir palabra, a hacer maravillosos trucos. Para julio traía trompos de todos tamaños y colores y lienzas para hacerlos bailar. En septiembre, cuando empezaban los vientos de primavera, el maní y las cocadas se vendían junto a los volantines de colores de las banderas del mundo y cuando ya terminaba la temporada, cuando venían las vacaciones y la navidad, su carrito se llenaba de rompecabezas de alambre, que él armaba y desarmaba frente a nuestros ojos sonriendo, y nos entregaba con la misión de descubrir el truco. Si alguien lo lograba en ese instante del barullo de la salida de clases, se llevaba el rompecabezas gratis, en caso contrario debía pagar su valor. Ese hombre entrañable y mágico era el verdadero "Capulín", y hoy los niños me han nombrado a mi su "Capulín". ¿Entiendes?. Sus ojos volvieron desde sus recuerdos, brillantes de emoción. Ronald Cardigan corresponsal, desde Shelby, día ocho. Otra vez golpea la carabela pirata. Esta madrugada los habitantes de Shelby se vieron sorprendidos cuando desde el sureste, empujada por potentes motores entró, por la ruta dos, una enorme carabela, como si el mismo Colón estuviera descubriendo otra vez América. Testigos dijeron que tendría más de cuarenta metros de eslora y veinticinco de manga. La nave pirata ancló en la esquina de la Cuarta, donde una pandilla de piratas saltó al abordaje y ejecutó un asalto relámpago al Heritage Bank. Con la misma velocidad que había llegado, la embarcación desapareció, haciendo rugir sus motores mientras las bocinas transmitían a gran volumen una canción hispana que el sheriff Robert Miranda reconoció como "El Galeón Español". Testigos aseguraron que los piratas habrían raptado a Mrs. Crownhead, que en ese momento paseaba a su pequeña terrier para que hiciera su primer pipí de la mañana. La perrita tampoco ha sido encontrada. Todos los caminos y vías fluviales del condado han sido bloqueados, sin embargo se cree que los piratas han evadido de un modo u otro el cerco policial. Seiscientos dos, oficina ya pequeña y oscura, desde aquí mismo digo y declaro que jamás marinos sobre una nave carabela de nuestra armada raptarían o forzarían voluntad ninguna. A ti Arraztegui te digo que pagaste tu precio y obtuviste tu premio. No dirijas mi revolución hacia la prosa y el pillaje, que no es Shelby ni Hampton, quince o madrugada fría con sidra y más, considéralo bien. Tal vez busques castigo y la revolución es sólo para los elegidos que tienen leyenda. ¿Buscas la tuya muy rápido?. La dama de los pechos duros y de pelo verde no va contigo sino con carabela manicera y tertulias literarias. ¿Cuál es la revolución sincera?. Donde están pepinillos y aceitunas, cornichones y mentas, donde la gente cree, ahí está la revolución. No es revolución el fuego y asalto, ni tampoco es sincera o serena. ¿Aún no llegas al mar?. Sólo amas el botín y corrompes el ideal sincero, Arraztegui. ¿Es el poder, lo tuyo?. - Mon amiral, ¿Por qué traes más madera?. Estás gastando nuestro presupuesto en palos. ¿Qué más construyes?. - La segunda Santa Adelaida. - ¿Y para qué otra? - La primera navega conmigo. La nueva navegará con un secuaz. - ¿Es que no tienes bastante con una?. - La revolución necesita una flota de Santa Adelaidas. Con una sola Santa Adelaida era suficiente para que yo estuviera como esposa abandonada en la casa, y ni siquiera lo era. Con dos estaría perdida. Quería decirle si al menos teníamos aún el compromiso de lujuria, pero preferí no hacerlo, ya que sabía que todavía guardaba la carta cerrada de la odalisca junto a la estufa del maní tostado, en la cala de la Santa Adelaida. Siempre que me levantaba, ahogada de hastío por las noches, mientras el roncaba satisfecho, como gran Capulín, yo iba y vigilaba el vientre de la carabela: Ahí estaba aún cerrada y con su ramito de violetas al lado, la carta de la odalisca, y el pañuelo color mar que la gitanita le atara con su destino. Señores Oficina Seiscientos dos A ustedes o usted señor jefe de aquella oficina, Arraztegui que suscribe y dice, declara como sigue: Este capitán de navío carabela es un guerrero y tal hace. El plan general y sus objetivos son tales que consideran según ya declarado asaltos y despojo al imperio. Ese es el plan y fue declarado y se suscribe. Este capitán no cejará en su empeño de quitar al rico para abastecer a la revolución, hasta que aquel agobiado e impotente, ceda y sea el triunfo que se busca. Este imperativo que se declara no se transa. ¡Abajo los románticos!. No se obedecerá a revisionistas si no es necesario. Y no lo es. Si hemos raptado o redestinado personal imperial a necesidades de esta revolución, fue necesario. Lo fue. No teníamos bibliotecaria. Nuestra Medallita de Lourdes está destinada a las troneras de estribor en asaltos, y a la cocina en tiempo de merienda. Era necesario una nueva bibliotecaria. Sin duda lo era. No desea este capitán revolucionario de navío reformado, según requisitos de la nueva revolución dar más explicación y nada más sólo decir: No hay más cofradía. Esta es una nave de guerra y en guerra con el gran imperio se declara, hasta despojarlo como se precisa. La señorita Crownhead y su pequeña Doggy vinieron por voluntad propia y ella ama ya a nuestro marino guardián de banda Kirkegar Zerreitug llamado El Caremorsa. Doggy está bien. Si hubiere reparos, desde ya sépase: Me declaro en rebeldía y queda abolida aquella seiscientos dos y nunca más existe. Tampoco existió nunca, y este brazo de hombre manco fue un exceso. Firmo y sello: Revolucionario Arraztegui ¡Viva la nueva revolución! ¡Vencer o vencer y vencer! Cuando la flota finalmente llegó a siete Santa Adelaidas, todas ellas con su mascarón de proa verdadero, cada una a cargo de un Capulín bien entrenado, creí que era el momento de partir, y así se lo dije a Dumango. La lujuria ya había terminado, y yo aún era una joven periodista de manera que le devolví su cadenita de oro labrado y le dije, no sin cierto rencor doloroso, que ya podía ponerla junto a sus otros trofeos en el vientre de la Santa Adelaida. Estaba dispuesta a partir. Dumango sólo se rió suavemente, y me estrechó contra su pecho: "No sabes cuanto te admiro, y casi te amo" dijo, besándome los lóbulos de las orejas. Casi pensé en quedarme, pero quería ser fuerte, no quería ser engañada ni consolada. - Nada de éso - dijo -. El que se va soy yo. Tú quedas a cargo de la flota aquí en Jackson, mientras yo desarrollo la invasión de Pocatello en Idaho. Cuando partió con su pequeña Santa Adelaida, me dejó caer su serena mirada y me devolvió la cadenita de oro labrado con que nos atábamos del cuello en aquellos tiempos de lujuria y me dijo: - Volveremos a atarnos. Sólo éso te prometo. Nadie había mordido antes mi destino, nadie lo había teñido tanto -. Y secó mis lágrimas, que aún no caían, con el pañuelo color del mar y manchado de saliva y cardamomo. después partió pregonando -: ¡Al rico maní maní maní!. © Kepa Uriberri Asalto
Cuento del libro Así se muere El Yilé terminó su caña de un trago, y con paso calmo salió al patio trasero de "La Clínica" donde le permitían guardar su carromato, y, con él, enfiló por la calle Teatinos, rumiando sus pensamientos. El apodo se lo había ganado por la eficacia con la navaja en las riñas de bar. Era un hombre reconcentrado, huraño, de genio ligero, cuya aspereza se acentuaba con el alcohol. Bastaba ver su aspecto y actividad para saber que había sido permanentemente golpeado por la vida. Y sin embargo era capaz de pagar bien la amistad. A su manera era un hombre hogareño, aunque las circunstancias no le permitieran ejercerlo propiamente. Se fue deteniendo en cada grupo de tarros y bolsas de basuras que, como gordos transeúntes, esperaban ser subidos a los camiones recolectores. De cada uno fue rescatando cajas y papeles que coleccionaba en el fondo del carrito. El trabajo se ejecutaba en forma mecánica, casi ausente, de modo que mientras las manos se movían en un sentido, el pensamiento cavilaba en otro. Había tenido una mala racha. Más de un mes sin salir a trabajar a causa de una neumonía. En el hospital no había cama para él, y le dieron hora para seis meses después. El preguntó: - ¿Y si me mejoro antes, tengo que venir igual?. ¿Y si me muero, tengo que venir a avisar?. Monarde se preparaba el undécimo café de la noche, mientras encendía el vigésimo cuarto Lucky sin filtro. Estaba trabajando en el terminal del computador entrando datos desde las ocho de la mañana. Era un trabajo matador, pero tenía la gracia que se ganaba según lo que se producía. Se asomó por la ventana que daba a la callecita de atrás del edificio, y vio su Samara abajo, estacionado junto al portón del liceo. Era el único auto que quedaba a esa hora, y la calle se veía negra como boca de lobo. - ¡Mala cueva! -pensó- siempre me voy tarde y nunca pasa nada. Se sentó un rato más en el terminal, con el café y un cenicero al lado; lo que durante el día, cuando estaba el supervisor, estaba prohibido; y siguió tecleando. A Monarde le convenía trabajar hasta tarde. La recesión había dejado sin trabajo a su mujer, y los cuatro colegios, incluidos uniformes, zapatos, cuadernos, libros, cuotas especiales, clases extraprogramáticas obligatorias, además de comer, y pagar cuentas, serían imposibles sin el esfuerzo extra. Por otra parte, el que no producía, se iba. No había donde regodearse. Calculó que todavía podía seguir otra media hora sin caerse de sueño, y siguió una y media más antes de mirar la hora otra vez. Diez para la una de la madrugada apagó su terminal, y empezó a juntar sus cosas. En la esquina de Amunátegui y Agustinas, alrededor de las doce de la noche, subía la rampa desde el subterráneo de servicio del edificio de la esquina sur-oriente, y los encargados del aseo desestibaban alrededor de seis enormes bolsas repletas de papeles de computador. Algo similar sucedía en la esquina de Amunátegui con Bombero Ossa, donde se acumulaban las bolsas de la compañía telefónica y de las oficinas del edificio Gildemeister. Algunos minutos antes de la media noche llegaba el Yilé, a terminar su ronda en esta esquina. Metía todas las bolsas de papeles en su carro, lo que hacía el equivalente de más o menos la mitad de todo lo que juntaba en la noche, y luego satisfecho se recostaba sobre el enorme hato, y dormía hasta la seis. A esa hora abría el mayorista una cuadra más abajo, y recibía la carga de todos los cartoneros del centro. Mientras dormitaba, solía recordar sus tiempos buenos, cuando era mueblista, y tenía trabajo. Que lindo era tener trabajo de ocho de la mañana a seis de la tarde, y volver a la casa donde lo esperaba la mujer y los mocositos. Él llegaba y los chiquillos estaban jugando a la pelota en la cuadra. De vez en cuando él se quedaba un ratito peloteando con ellos, y después entraba. La Náyade siempre lo esperaba con la comida lista. Buena y abundante. No como ahora que la casa estaba siempre sola, los cabros estaban de seguro volados en alguna esquina, y por más esfuerzo que hiciera, nunca alcanzaba. La Náyade aburrida se había ido con otro, y se había llevado al Nolan. Seguro que el niño era del otro, y por eso no lo dejó botado como a los demás. - ¡Maldita miseria! - pensó el Yilé -, caís en desgracia y te mandan a la mierda. Pero yo me la busqué. De huevón me insolenté con don Jorge. ¡Quien me manda!. El Yilé se había quedado sin trabajo porque siempre estaba discutiendo con el patrón en la mueblería. De verdad el sabía más que el otro, pero el otro era el dueño. Hasta que un día no pudo más, y se fue de palabras: - ¡Putas hueón, vos no me vay a enseñar a mí!. Y después se fue de manos, y le pegó un empujón, que casi termina con el patrón por el suelo. El patrón se enderezó rojo de ira, entró en las oficinas, y mandó a buscar al contador: - ¡A ese chuchesumadre - le dijo -, le pagái hasta este minuto, lo sacái con los pacos si es necesario, y no entra más!. Él se tomo toda la plata, y no contó nada en su casa. Al día siguiente salió como si fuera a trabajar, anduvo rumiando su desgracia por ahí, y volvió tarde y de malas a la casa. Así pasó semanas. A veces conseguía un trabajito menor, y se tomaba la paga, conseguía un trabajo estable, y lo perdía por borracho; y siempre la culpa era del ex patrón. Un día el alcohol y la rabia se la ganaron. Se levantó del bar, y se fue a encarar a su patrón. Llegó a la hora en que se iba a su casa y cerraba, solo, la mueblería. - Y ahora vay a hablar conmigo ¡conchetumadre! - le dijo cuando el patrón cerraba los portones. - ¡Que querís! - le respondió -, ¿que te llame a los pacos?. - ¡No señor! - le gritó, con la voz algo traposa. - Quiero ver si es capaz de decirme usté mismo lo que me mandó decir con su puto contador. - ¡Ándate pa tu casa será mejor!, borracho infeliz. - ¡¿A quien le decís infeliz?! - y sacó del bolsillo una navaja que se abrió automáticamente al sentir el gesto agresivo de su dueño. No alcanzó, el patrón, a esquivar la estocada, que se le clavó desde abajo, hasta atravesar el hígado. Siete minutos después estaba tendido junto al portón de su pequeña industria, con los ojos mirando hacia arriba la primera oscuridad de la tarde, con un gesto de sorpresa en la boca, mientras abandonaba la vida para siempre. El fugitivo fue capturado, borracho, sin sentido, durmiendo en una zanja, a tres cuadras del bar donde había intentado borrar ese día maldito. No fue necesario un juicio largo para condenar al Yilé a seis años y un día. Entonces fue cuando su mujer lo dejó, y se llevó al Nolan. Así fue que creyó que topaba el fondo de su vida, y quiso enmendarse. A los tres años salió por buena conducta, pero ya su vida estaba rota. Su mujer se había ido, sus hijos vivían callejeando, y nunca más consiguió un trabajo. Para subsistir recolectaba cartones, y para resistir la amargura tomaba. Así había llegado hasta aquí, a esta hora de la noche, cuando sintió el eco de los pasos. El edificio, donde trabajaba Monarde, tenía a la salida, una galería, con piso de baldosas, que daba por un costado a la vereda, y por el otro a un inmenso local de la compañía de teléfonos, de manera que a esa hora, que el local estaba cerrado, se formaba una caja de resonancia donde el golpe de sus pasos se aumentaba hasta ser oído fácilmente a más de una cuadra. Además, Monarde taconeaba con fuerza, como para darse seguridad. Tal vez sentía que si sus pasos llegaban a oírse agresivos, estaría protegido. La fuerza del taconeo, y el ritmo hizo pensar al Yilé que se trataba de un hombre alto, lo imaginó de tipo claro, y seguro de sí mismo. Sus zapatos serían de suela y taco de madera, finos, caros; por eso sonaban sólidos, por eso el tranco era largo. Pensó que vendría bien vestido, con un traje de dos piezas, de buen paño, no de fibra; tal vez un terno oscuro, una corbata ancha, atada con un nudo perfecto, bajo un cuello albísimo y almidonado. Tal vez usaría colleras. Se dijo que de seguro había comido en la casa de la amante, y después de unos tragos finos, quizás whisky, se habría acostado con ella, y ahora volvía a su casa del barrio alto, a mentirle a su mujer. De seguro le dirá: "Tuve que llevar a comer a un cliente". Así lo hacía don Jorge. ¡Maldito desgraciado!. En ese momento el dueño de los pasos se convirtió en su enemigo más odiado. Representaba el éxito que él no alcanzaría jamás, la opinión autorizada, aunque no fuera verdadera, que a él lo tenía donde estaba ahora. Entonces se levantó del carromato, al tiempo que los pasos dejaron la galería, y bajaron a la vereda. Monarde se sintió inquieto, y se detuvo, sacó un cigarrillo y lo encendió, pensando matar el escalofrío que produce la soledad de la noche y el temor irracional a la oscuridad que tenía que atravesar para llegar a su auto. Aspiró profundo la bocanada de humo, y emprendió de nuevo el taconeo, que ahora sonaba más apagado. Casi al llegar a la esquina de Amunátegui un ataque de tos lo demoró. El Yilé desde la vuelta de la esquina pensó: "¡Huevón enfermo, desgraciado!". Monarde giró la esquina, y quedó a la vista del Yilé, con una figura completamente opuesta a sus expectativas. Vestía una chaqueta de tweed ordinario, sobre un chaleco con dibujos geométricos grandes. El chaleco tenía demasiado uso, así que no sólo estaba medio pelado, sino que el pelo de la lana se había apelmazado en múltiples pelotillas, dándole un aspecto muy pobre. Los pantalones tenían brillantes las asentaderas, y bolsudas las rodillas, y todo el conjunto era soportado por un hombre de estatura media, moreno y más bien grueso, que denotaba sus orígenes modestos. Los ojos denotaron sobresalto cuando vio al cartonero junto a su carromato. La adrenalina le saltó desde el plexo hasta la nuca tan violentamente que trató de llevarse el cigarrillo a la boca, pero la mano le tiritaba, y se sintió presa como de un intenso frío. Momentáneamente el cartonero se sintió desorientado por la enorme diferencia entra la imagen y el hombre. Pero después pensó: "¡Mala cueva!. Está decidido. ¡Igual me lo echo!", y atravesó la calle desierta con decisión, y se dirigió directamente a Monarde. Éste sintió su propia respiración acelerándose, y sus pensamientos se hicieron confusos, y rápidos hasta el automatismo; las manos se le humedecieron, y sintió como sus pupilas se dilataban al punto que la única figura nítida en su campo visual fue el cartonero que se acercaba. Vio que algo brillaba en su mano izquierda, y notó que sus ojos negrísimos resaltaban a pesar de la oscuridad, a la vez que en su rostro moreno y curtido, subrayado por una barba de unos seis días, se destacaba la nariz gruesa y suavemente enrojecida. El pelo desgreñado, y extremadamente sucio le daba al hombre un aspecto de ferocidad, que no era acompañado por la expresión del rostro, que si bien era decidida, se veía extrañamente serena. Vestía un abrigo muy largo y grueso, al que no le quedaba ningún botón, y el forro rasgado asomaba por debajo con tristeza. Un chaleco deshilachado de color indefinible, y unos pantalones mugrientos sobre un par de zapatos agotados por el uso completaban su indumentaria. Al llegar junto a Monarde, el Yilé apoyó suavemente, pero con suficiente decisión como para hacerla notar sobre sus costillas, la navaja que llevaba en la mano izquierda; y acercándose mucho a él le dijo con voz serena y ronca: - ¿Tendría alguna ayuda que me diera?. Monarde, sorprendido por el tenor de la pregunta, se llevó con inseguridad el cigarrillo a la boca, y metiéndose luego ambas manos a los bolsillos de los pantalones los dio vuelta hacia afuera, y le mostró la mano abierta con dos relucientes monedas de diez pesos: - ¡Chuchas que vergüenza! - dijo -, tengo apenas veinte pesos para la propina del acomodador de autos. Este país está tan cagado - añadió -, que la plata ya no llega ni al veinte del mes. Pero le puedo convidar un puchito pal frío - concluyó, sacando una cajetilla de cigarrillos ajada del bolsillo interior de su chaqueta. El Yilé sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. - Sáquese otro pa la oreja - ofreció Monarde -, mire que está haciendo mucho frío. El cartonero sacó otro, sin decir palabra, y se lo puso entre la oreja y la cabeza. Simultáneamente su mano izquierda, que se había mantenido en ristre, a la altura del hígado de Monarde, bajó a su posición de descanso. Este último sintió que la tensión cedía, y entonces dijo: - ¿Y como estuvo hoy la recolección?. - Como si conociera el trabajo del otro de memoria, y tuviera antecedentes de él. Vio como el otro se encogía imperceptiblemente de hombros, mientras respondía: - Ta difícil. Cada día se usa menos papel. - Y se sintió incómodo de hablar de sí mismo con el extraño que iba a ser su víctima. Por eso su respuesta fue escueta. - ¡Los malditos computadores personales! - insistió Monarde en buscarle conversación -, a mi también me tienen cagado. Ahora hay cada vez menos trabajo pa los que tecleamos datos. El Yilé no quería conocer la vida de su víctima. No se quería involucrar con él. "Si lo conozco no le puedo hacer daño", pensó. Y entonces se sintió enrabiado de haberle contestado, y de haberle dado entrada para hacer comentarios. Su mano izquierda subió de nuevo hasta el hígado del otro. Monarde no supo qué le asustó más, si el brillo de la hoja de la navaja, o la presión que la punta ejerció en sus costillas. - ¡Usté no sabe na como es de jodía la vida del pobre!, - dijo el Yilé con voz ronca. - ¿O acaso ha dormido de a cinco en una cama, y con el suelo de barro?. ¡Ustedes no saben lo que es pobreza! - terminó enojado. Hasta ese momento, para Monarde, no era demasiado claro que estaba siendo asaltado, pero ahora veía, que no sólo lo iban a asaltar, sino que probablemente, también iba a ser parte de una venganza, tal vez violenta, contra el mundo. - No ha de ser fácil - dijo -, pero al menos usted puede ser pobre con dignidad. En cambio a uno hasta eso le quitan. A mi me obligan a andar bien vestido, con camisa blanca y corbata, con los zapatos presentables, y aparentando lo que no tengo. Y si no, no hay trabajo. No puedo ser pobre, aunque lo soy. Por ejemplo, ¿Cuanto se gana usted en el mes?. El Yilé se sintió confundido, y sorprendido con la pregunta, y no pudo evadirla: - ¡Putas! - dijo - serán unas ciento veinte luquitas. - Y se sintió incómodo, fuera de lugar. Monarde, por su parte, sintió el alivio de llevar la cosa por un rumbo que le convenía. Mientras la situación se mantuviera en una conversación, el no era la víctima y el otro el asaltante. Sólo eran dos personas compartiendo opiniones. - Bueno - respondió, siguiendo su línea -, yo gano ciento cincuenta, trabajando todos los días de ocho de la mañana, hasta esta hora. Y tengo que gastarme cuarenta en movilización y almuerzo. Sin contar que tengo que tener la pinta, buena casa, colegio pagado pa los niños. Todos con zapatitos buenos, uniforme, útiles, y que se yo. Entonces hay que pedir prestado al banco, y pagar religioso. Si no, te crucifican. En resumen, termino más pobre que usted, pero no tengo ni derecho a serlo. ¿Usted le debe algo a alguien?. - ¡Putas! - dijo de nuevo, molesto de no saber cortar la conversación. - Pero a mí nadie me da trabajo tampoco. Sintió que la rabia le hervía en las entrañas. No quería perder el control de la situación, pero el otro insistía en preguntar, y lo sacaba de lo suyo. Entonces presionó fuerte la navaja en las costillas de su víctima, y salpicando saliva dijo: - ¿O usté, después de tanta conversa, me va a dar uno? Monarde sintió el punzaso entre sus costillas, y sintió una corriente desde la espalda a la coronilla, que le erizaba el pelo. Tratando de parecer seguro, y para ganar tiempo dijo: - Mire... perdone: ¿Cual es su nombre?... - ¡Me dicen El Yilé! - escupió con ferocidad. - Mire amigo Yilé, si de mi dependiera, yo saco cagando a todos estos cabrones milicos y políticos, que viven comiéndose los pulmones suyos y míos, pa ver quien tiene más fuerza, y arreglo las cosas pa favorecer al pueblo. Porque, por ejemplo, usted: ¿Por que no tiene trabajo?: Nada más que porque es pobre. - Se respondió a sí mismo. El Yilé vio la oportunidad de retomar el control, y siempre con agresiva ferocidad, le gritó a la cara: - ¡No tengo pega porque asesiné a un crestón! - ¡Chuchas!, - se le escapó - ¿como fue eso?. - Y de nuevo sintió que se le erizaba el pelo. Éste si que es mi terreno, pensó el Yilé, y dijo: - Me echó de la pega, y le metí la cuchilla entera en el hígado. Al Yilé los ojos le brillaban, orgullosos. Monarde hizo una esfuerzo para mantener el ánimo. - Estuve preso tres años, y salí por buena conducta - continuó El Yilé con tono indiferente -. Perdí a mi familia, la señora se fue con otro, perdí mi casa, y por eso ahora me da igual todo. ¡Vivo el día no más!. Monarde pensó que por alguna razón inexplicable solía encontrar este tipo de experiencias fuera de lo común. Recordó a su amigo El Aviador. Vivía bajo un puente de una pileta en desuso, en una plaza pública. Un día lo paro para pedirle plata para una sopa. Él le dio dos monedas de cien que tenía en el bolsillo derecho de la chaqueta. "¡No!. No me sirve. Tiene que ser por lo menos una luca. Eso vale un plato de sopa con un pan ahí en la esquina", dijo El Aviador. A Monarde le llamó la atención el gorro de cuero muy gastado y sucio, ajustado al cráneo y con orejeras, que el pordiosero se amarraba en la garganta. Éste, junto con los anteojos oscuros, le daban el aspecto de un aviador de la primera guerra mundial, pero muy venido a menos. Monarde lo bautizó para sí mismo como El Aviador. Le dio la luca y las dos monedas, y conversó con él hasta bien avanzada la tarde. Supo que su nombre era Hans Hasselblüheme, que no soportaba a su familia porque querían hacer de él un hombre diferente, aún cuando no sabía claramente diferente de qué; que había trabajado en la empresa familiar (un aserradero en el sur), hasta que descubrió que cada árbol talado y hecho tablones, o astillas, sufría violentamente su muerte luego de vivir con lentitud durante mas de setecientos años; y que había intentado liderar un movimiento de defensa del árbol añoso, hasta que su familia le robó todos sus bienes y lo quiso internar en un sanatorio, del cual escapó con una pierna quebrada. Esta vez, pensó Monarde, sólo difiere en la violencia que pretende el hombre, sin embargo, se le nota que es un hombre tan sólo como el otro. Si logro acompañarlo, de seguro me evito una muerte violenta. Entonces dijo: - Siempre, cuando uno cae en desgracia, la gente lo abandona. Cuando estuve, una vez, sin trabajo, llamaba a mis amigos y se negaban, mis parientes estaban enojados conmigo: "porque es un flojo", decían. Le aconsejaron a mi mujer que me abandonara, y ella les creyó. Pero cuando tuve trabajo otra vez, llegaron todos a mi casa a hacer una fiesta; pagada por mí, por supuesto; para celebrar. Así que no se extrañe amigo. El día que la suerte le caiga encima, llegan todos a pedir lo suyo. El Yilé recordó cuando salió de la escuela industrial. Había sido el mejor alumno, y lo mandaron a trabajar de aprendiz a una fábrica que hacía muebles para una gran tienda. Tenía apenas diez y ocho años, y el primer sueldo le pareció una fortuna. Recordó los ojos húmedos de su mamá cuando llegó con el televisor de regalo, para que pudiera ver "Nino" en su propia casa. Cuando cayó preso, su mamá fue la única que lo visitó siempre. Dijo, casi con enojo, como si el otro hubiera dudado de su madre: - ¡Mi mamita estuvo siempre conmigo!. En las güenas y en las malas, hasta el día de su muerte. Ella me cuidó los niñitos cuando se fue la Náyade, y como nadie me daba pega, ella lavaba ropa y hacía aseos pa parar la olla en la casa. Así fue como se comió los pulmones. - Hizo una pausa, como si no pudiera seguir hablando, y con un esfuerzo terminó: - Así fue que se murió mi mamita, y que yo me vine pabajo. Monarde se conmovió, y estuvo a punto de contarle que el no tuvo madre, que la suya huyó a Estados Unidos cuando él tenía tres o cuatro años, y nunca más se supo de ella, que su padre era un bohemio, que a veces no lo veía en semanas, y que el creció semi abandonado, cazando pajaritos, en una parcela que tenían sus abuelos. Pero pensó que tal vez el otro se disgustaría, y le volvería la agresividad, que había cedido. Entonces sacó los cigarrillos, y le ofreció otro. Éste notó que casi no le quedaban cigarrillos en la cajetilla, e inconscientemente le dijo: - No, gracias. Ya casi no le queda niuno. - y sorbió los mocos, mientras se limpiaba con la manga del abrigo. - Saque no más, - insistió Monarde, - serán pocos pero igual son pa fumarlos -. Y removió la cajetilla para subrayar la oferta. El Yilé, con expresión de vergüenza, sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Recordó, entonces, que en la cárcel los cigarrillos eran como un signo de riqueza, y no se daban por nada, sino a veces por importantes favores, especialmente cuando el necesitado no tenía muchas visitas que le trajeran de afuera. Algunos presos pagaban la ejecución de venganzas en cigarrillos: "¡Veinte cajetillas por verle las tripas a ese chuchesumadre!". Todo adquiría valor monetario en el encierro: las drogas, las armas, el licor. Y a la vez todo se transformaba en factor de comercio: las amistades aprovechables, la información, la comida que venía de afuera. Mirando el cigarrillo, dijo: - Adentro, un cigarrito güeno como este, valía oro... - y se metió la mano con la navaja en el bolsillo del abrigo - ...¡la puta que está haciendo frío! - concluyo. Monarde no sentía frío. Solo sentía helados los dorsos de las manos, mientras que las palmas estaban húmedas de sudor. A pesar de todo, cuando El Yilé le sacó la navaja de las costillas, y se metió la mano al bolsillo, sintió un escalofrío, cuyo tremor lo sacudió con fuerzas de la cabeza a los piés. A modo de disculpas dijo: - ¡Más que la cresta! - aunque era falso. Y evocó su época de estudiante, cuando tenía exámenes. La luz del verano daba con intensidad sobre las descoloridas cortinas, que se movían suavemente con la brisa, haciendo circular un aire caliente que tornaba aún más insoportable el calor. "Primera pregunta" gritaba la examinadora, y de inmediato empezaba a transpirar por la palma de las manos, y le bajaba un ataque de escalofríos que lo hacía tiritar con tal fuerza que la letra le salía deformada. Dijo entonces: - ¡Me llegó al hueso!. - ¡Chih! - exclamó el otro - que es ñecla iñor. Yo paso este frío todas las noches y na me quejo. - Y pensó que el ya estaba curtido. Que la mayor parte de su vida la pasó en el frío, la humedad, y la estrechez, mientras el otro dormiría caliente en una cama con somier y colchón de lana, con estufa, o tal vez chimenea, con suelo de madera o alfombra. Lo imaginó acostado junto a su mujer, que visualizó rubia como en los réclames de champú, viendo televisión, en un dormitorio con ventanales y cortinajes, como de las películas, en una cama ancha y llena de cojines de colores satinados. Entonces se puso él mismo en la escena, pero de inmediato se rompió el encanto, y la rubia se trocó en la Náyade con su pelo negro y deslustrado, amarrado en un moño desordenado, las paredes fueron de palo, el suelo de pavimento afinado, la cama de escasa plaza y media, el enorme televisor se esfumó por completo, y los ventanales se cambiaron por un ventanuco. Entonces le hirvió nuevamente la rabia en el corazón, y sacando la mano que aún sujetaba la navaja en el bolsillo, hizo un gesto amplio abriendo los brazos. Mientras la navaja fulguraba a la luz del farol de mercurio, salpicándole saliva en la cara le gritó: - ¡Ustedes, huevones ricos, no saben lo que es tener el frío en los huesos!. ¿Cuando habrá tenido usted un sufrimiento?, ¿ah?... ¿ah?... - y le punceteaba las costillas con el cuchillo. El terror, ante la furia injustificada del Yilé hizo ruborizarse a Monarde, mientras sentía el pecho y las entrañas pletóricas de adrenalina. La máquina del cerebro aceleró su marcha, a tal nivel, que le parecía oír como pasaban, zumbando, los fluidos por los conductos infinitesimales de su mente. Intentó tímidamente detener el brazo de la navaja, pero de inmediato recibió un corte en la palma, que no alcanzó a sangrar. En la mente afiebrada de Monarde apareció su imagen de niño, tallando una flecha, sentado en los escalones de la cocina, en la casa de su abuelo, con la cortaplumas que le regalaran para el cumpleaños. Por entre las rejas del gallinero había logrado arrancar una pluma de la cola, al gallo. Era negra, sedosa, e iridiscente. Perfecta para adornar una flecha del héroe que él representaba en sus juegos. Con la cortaplumas intentaba hacer una zanja en la varilla que había pelado, para meter la pluma, cuando la herramienta se desvió de su curso, y con el impulso fue a rajar transversalmente la palma de la mano que sujetaba la flecha. Tampoco sangró ese día, o casi nada, pero dejó una grieta dolorosa, que le recordó durante largo tiempo el cuidado que se debe tener con un cuchillo. Instintivamente se metió la mano bajo la axila, y dijo, desde su sorpresa: - ¡Huevón! ¿Que te pasa?. - Que vos, mhijito rico, me querís engrupir. ¿Creís que porque uno es pobre te podís reír de mí?. -¡Anda cachando que del Yilé nadie se ríe!. - ¿Sabís qué?, que erís un huevón violento, y no cachai una. - Dijo Monarde, fuera de sí, sin sacar la mano herida de debajo del sobaco, y disparando saliva. - Llevo una hora conversando con vos, que ni te conozco. Lo único que quiero es irme a mi casa después de trabajar todo el día, pero estoy aquí, oyendo tu queja plañidera y maricona, porque te cagaste la vida solo, por violento. Te venís a hacer el que me quiere asaltar, y lo único que buscai es compasión. Que te oigan tus lloriqueos de mariquita. Y pa sentirte hombre te hacís el violento. ¿Me querís acuchillar pa vengarte del mundo?. ¡Tírame el tajo en la guata y sácame las tripas pa fuera de una vez!. ¿O me querís robar la camisa?. ¿Querís la ropa, huevón?. Te la doy toda y me voy en pelotas. ¡Pero sé hombre y dilo de una vez!, porque los huevones como vos, no son mis amigos. Así que me hay hecho perder el tiempo no más. En ese momento dio la una y media de la mañana. En el fondo, dobló desde la Alameda la micro de la patrulla militar que se estacionaba en el paseo Huérfanos. Esa era la última señal para Monarde. Si no partía de inmediato, lo pescaba el toque de queda, y no alcanzaba a pasar la patrulla que estacionaba a dos cuadras de su casa. Antes que el Yilé abriera la boca dijo: - ¡Huevón!, decídete porque allá viene la patrulla militar, y yo me voy. - ¡Vos no te movís! - ordenó el Yilé, y lo empujó contra el vano del portal del edificio, y lo mantuvo ahí hasta que la patrulla hubo pasado. Monarde vio a los militares que miraron indiferentes. Todos las noches veían al cartonero, y lo conocían. Seguramente sabían que era políticamente inofensivo, y lo dejaban en lo suyo. Se le recogió el estómago, y la hiel le subió hasta la garganta; cuando vio a la micro doblando por Huérfanos. El Yilé, con la mano que sostenía todavía el cigarrillo, y sin sacar la otra de entre las costillas de su víctima, lo agarró de la ropa del pecho, y lo sacó hasta ponerlo mirando en sentido contrario de donde venía. Entonces le acercó la cara hasta casi tocar la de él, y le dijo escupiendo: - Sólo porque fuiste bien hombrecito, porque me diste tus cigarrillos, y porque yo soy un hueón noble, ¡pa que sepai!, sólo por eso te voy a dejar irte -. Y le dio un empujón con la mano que lo tenía sujeto. Mantuvo la mano estirada y se la ofreció mientras cerraba con la otra, y guardaba, la navaja. Monarde le dio la mano, y sintió todo el frío de la noche en su espalda, mientras percibía que tenía las palmas húmedas. Dijo: - ¡Adiós Yilé!. ¡Amigo!. - Giro hacia su rumbo, y emprendió el camino tiritando. El Yilé le sintió la mano húmeda, y se le revolvió el estómago. Se acordó del Chamoga Sierra. Su apellido era León Manso, y no le gustaba, por eso usaba Sierra como chapa. El Chamoga siempre le decía: "Nunca te fíes de un huevón que le suden las manos: Es un traidor". Él no le creía. Lo decía por el Chencho, que los surtía en la cárcel. Siempre conseguía lo que otros no podían. Al Chencho, que era un hombre grueso, con un ojo nublado, y un gesto de desprecio permanente en la boca, le sudaban las manos cuando hacía negocios. Un día el Chamoga lo engaño en un negocio, y el Chencho lo asesinó por la espalda, a mansalva. "¡Maldito, maricón traidor!", pensó. "A mi nadie me va a engañar". Monarde no había alcanzado a avanzar diez pasos. Estaba junto a la vidriera del edificio cuando sintió que un brazo fuerte lo tomaba por atrás. Una voz enronquecida le dijo algo de las manos junto al oído izquierdo, mientras sentía en extraño silbido en el derecho. A las seis y media de la mañana llegan las aseadoras del servicio que atiende a la empresa telefónica. El primer piso del edificio, en la esquina de Bombero Ossa con Amunátegui les abre sus puertas por Bombero Ossa, pero una de las mujeres sale a Amunátegui para barrer la vereda. La encargada se encontró con un hombre durmiendo, boca abajo, junto a la vidriera de la esquina. El hombre, seguramente un borracho, pensó la mujer; se veía decentemente vestido, con una chaqueta de tweed, pantalones de fibra y lana, gastados y brillantes en el poto, pero en buen estado. La mujer pensó que estaba borracho pues, a pesar de su aspecto bien puesto, no tenía ni zapatos, ni calcetines. Al intentar despertarlo, ella observó que la manga izquierda estaba cortada longitudinalmente, juntos la chaqueta, el chaleco, y la camisa, entonces notó que le habían robado el reloj, a tirones, pues tenía desgarrada la muñeca y la mano. Como el hombre no despertaba, la mujer lo tomó por el hombro derecho, y lo giró para ponerlo cara arriba. Entonces se dio cuenta que estaba recostado sobre un charco de sangre, ahora ya seca. Tenía un tajo en el cuello, que le comenzaba bajo la oreja derecha, e iba a terminar a tres centímetros a la izquierda de la nuez, por debajo de esta. Tenía el lado derecho del pecho empapado en sangre, que, de seguro, brotó a borbotones, escurriendo por la solapa de la chaqueta, el chaleco de cachemira gastada, y la camisa. Las investigaciones posteriores determinaron que le habían robado los zapatos, de una marca conocidamente económica, que tenían ya dos años y fracción de uso; los calcetines de valor despreciable; un reloj con pulsera metálica, de cuarzo análogo, que nuevo no costaba más allá de siete mil ochocientos pesos; y una cajetilla con dos cigarrillos sin filtro. En el bolsillo derecho del pecho se encontró una cartuchera de cuero con documentos personales, que aunque ensangrentados, permitieron identificar a Monarde, que murió asesinado por tener las manos húmedas. © Kepa Uriberri |
Kepa UriberriA mediados del siglo pasado, justo al centro de algún año, más frío que de costumbre, en medio de una nevazón inmisericorde, se dice que nació con un nombre cualquiera. Nunca fue nadie, ni ganó nada. Quizás sólo fue un soñador hasta comienzos de este siglo. Fue entonces cuando decidió llamarse Kepa Uriberri y escribir, también, para los demás. Hoy en día, sigue siendo un soñador y aún no ganó nada. Sólo siembra letras en el aire. Archives
August 2021
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