Por Claire Joysmith
Se desnudó ese día. Cuando restiraron las arrugas que le hacían nido a sus ojos amielados. Ella lo había decidido a los cincuenta ante el espejo, aquel día que sintió la fría sombra de los años. Su marido era veinte meses más joven que ella. Había que conservar las apariencias a toda costa. Ella quería preservar libre del tiempo el brillo de sus ojos libaneses, herencia del padre ausente de toda conversación durante cuarenta años. Aquel día el dolor la desnudó. Sin el efecto soporífero de la anestesia, ella le iba recordando a su primogénito —ahora su médico de cabecera— a todas las abuelas y tatarabuelas que le eran desconocidas incluso a ella. Un rosario de sustantivos soeces pronunciados por labios delineados con un discreto carmín. Su primogénito reconoció el eco de las palabras que poblaron su niñez y su juventud. Que lo tatuaron hasta la médula. El dolor brotaba en chiaroscuros insólitos. Palabras desolladas a gritos. El tuétano del miedo. Sin rímel. Sin delineadores de kajal. Era tocar la piel rasgada de lo desconocido. Ella ni siquiera había sentido algo así cuando dio a luz por séptima vez. A esa hija que casi le arranca la vida. ¿Y si quedaba deforme su rostro? ¿Y si el cirujano plástico resultara un inepto, un p……, un hijo de p…? Toda su vida cuidando las apariencias con tanto esmero. Pidió un espejo. Detrás de los vendajes miró a una Frankenstein que la observaba, gélida, desde dos oscuros puntos. El dolor llegó a las finas orillas de lo soportable. Las palabras soeces arreciaron, desbordándose como caudaloso río. Ella se iba desnudando cada vez más. Culpaba a los médicos. Al primogénito. A las enfermeras. Al padre. A los ancestros. Al universo. A Dios mismo. Ella, a quien se le conocía por ser intachable devota dominical y del rosario diario de las seis. Maldecía su suerte. ¿Por qué ella? ¿Por qué tenía que sufrir tanto? En la negrura de la duermevela esa noche se presentó la Catrina, luciendo sonrisa burlona bajo el coqueto y ancho sombrero emplumado. Años después, ya fallecido su marido, una vecina le preguntó cómo había logrado conservar sus bellos ojos libres de arrugas. Ella respondió que era pura magia… hay tratamientos, ya sabes… seguido de un enlistado de maravillas. Había que conservar las apariencias a toda costa. Solo un imperceptible tic del párpado izquierdo le recordaba cómo se había desnudado aquel día. Solo el primogénito —su médico de cabecera— lo supo, lo recordó, lo siguió recordando. Y se lo cobró con ácido despecho hasta el día en que, cumplidos los cien años, encorvada pero bien pintada, ella cerró por última vez el brillo amielado de sus ojos, arrullados por un enjambre de finas arrugas.
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Escritor invitadoEn esta sección tendremos escritores invitados que compartirán su labor literaria con nuestros lectores. Archives
July 2023
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