La puesta en escena
Por Leticia Herrera Álvarez Sentado a su mesa, poco antes de despedirse, Edmundo se refirió con desprecio a aquellas pequeñas mafias que se formaban para publicarse con el dinero del estado sólo entre ellos. No quiso decirle que ella misma había sido invitada, sin éxito, a forma parte de alguna de esas mafias que por cierto más tarde se habían negado a publicarla; incluso, uno de ellos la supliría como maestra en el taller que dejaría libre al partir rumbo a Europa. -¿Quién te suplirá? ¿Eleazar Mir, el traductor de Lindeman? -Sí. Lindeman me encanta. -Sí, pero él lo traduce mal; no sabe alemán. -No, pero lo ha traducido del francés. -No es cierto: -¡Claro! Todos los poemas del francés los tradujo él. Y en la colección que mencionas, no lo traduce, lo parafrasea. -Pero él mató a su amante, siguió la escuela de otro afamado autor que hizo lo mismo en un arranque de celos y se fue diez años a Europa para regresar como si nada –arguyó. -Yo no lo invité ni le cedí mi puesto. Es el director quien se lo da –dijo al fin para justificarse ante su reclamo por no haberlo dejado a él como maestro sustituto. Era la segunda vez que escuchaba a Edmundo hacer esa referencia en un momento clave. Luego de sus vanos intentos por llegar a ella, lo más que había conseguido era que aceptara una invitación a comer. -¿Cómo? –Preguntó asombrada- No imagino a un poeta cometiendo un acto de violencia de esa magnitud. Un espíritu sensible no sería capaz. -¿No? Justamente los más sensibles son los peores asesinos. Ve las películas. El asesino siempre es refinado e inteligente. -Vaya, y yo que tenía esperanza de encontrar a alguien sensible… -dijo irónica, pero se contuvo, se dio cuenta de que debía tener cuidado de ahí en adelante e impedir por cualquier medio el volver a estar a solas con Edmundo. Llegó a temer, incluso, que acudiera al museo donde trabajaba para espiarla desde el pequeño balcón a la hora en que se reunía con su grupo para disparar desde ahí, tal vez coludido con Mariana. En ese instante, llamó uno de sus alumnos para pedirle que le enviara una postal desde Europa. Anotó su dirección e hizo promesa formal de enviarle algo, mientras Edmundo la miraba con resentimiento. Pidió un poco de vino para quitarse “el sabor de la lasagna “que le había quedado en la garganta. Era inútil. La magia estaba rota desde hacía tiempo entre ellos y sólo el amor por la literatura los llevaba al reencuentro después de un año de ausencia. Era su último día de clase en aquel museo y tendría que hablar con el director para ponerlo al tanto de lo que estaba ocurriendo. Temía que Mariana volviera a crearle problemas. Había tenido la desafortunada idea de invitarla a realizar un proyecto en común. -Mariana -le dijo-, vamos a hacer algo. Yo tengo un poema narrativo del cual quiero hacer la dramaturgia desde hace tiempo. En aquel taller experimental que había organizado fuera del país, habían hecho de todo: danza, un collage en el cual cada uno había plasmado su biografía en imágenes; habían escrito una obra de teatro colectiva y habían salido a la calle a jugar con la gente de la plaza, improvisando diálogos y provocando situaciones absurdas; imitaban una danza zoomorfa y escribían poesía. A raíz de aquella experiencia, uno de los alumnos había tenido una transformación impresionante. Él era un muchacho pensionado permanentemente por incapacidad. Debía tomar litio todo el tiempo para aminorar su grado de agresividad. Se sentía tan bien, tan seguro de sí mismo, después de haber imaginado que esa pantera, de la cual había dibujado sólo las huellas, tomando como base sus propios pies y manos; esa pantera, era él mismo sobre el papel, dispuesto a echar a correr para liberarse. Podía olvidarse por un momento de su hermano alcohólico y la reciente muerte de su madre; la creación podía aligerar el peso en aquella mente clara que esperaba tal deceso desde hacía tiempo. Ella había dado avisos de diferente manera y el chico y su hermana sólo pedían que no se llevara a nadie más con ella. No obstante, en el accidente automovilístico había muerto también una tía. Era obvio que él servía de lazarillo para aquella mujer abandonada por su esposo, como buena parte de las mujeres de aquel pequeño país centroamericano que tomaban entonces a sus hijos como soporte económico y emocional. El chico estaba libre y su inteligencia se revelaba a la idea de perderse en la nostalgia por aquella madre a quien nadie hubiera podido salvar. Se sentía tan bien aquella tarde en que reunidos en casa de una de las alumnas habían celebrado el fin de cursos; cada uno había llevado algo para comer y beber. Era notable incluso su cambio físico. Se veía más guapo que nunca, más feliz que nunca, más pleno que nunca, hasta que decidió dejar de tomar el litio. Entonces, sus hermanos lo encerraron. Había tenido una crisis de violencia contra ellos. ¿Por qué, se preguntaba, tendría que ser precisamente contra ellos? No era tan sólo una respuesta a la falta del medicamento, era quizá la descarga justificada de un ser amordazado durante años por aquella familia que lo había vuelto un guiñapo y vivía de su pensión. Su sensibilidad y su inteligencia notables no podían dejar de protestar por aquella opresión de que había sido objeto y la respuesta de ellos había sido el enviarlo a un manicomio. Cuando le había llegado la noticia de lo ocurrido a su alumno, había experimentado una profunda tristeza. No era posible que le hubieran hecho eso, después de lo bien que estaba. Deseaba trabajar y vivir solo. Se sentía tan fuerte. Aquello había acabado con sus reservas de aliento y por ello había regresado a México destrozada, pero entonces, sentada ahí, junto a Mariana, quiso retomar aquel proyecto para salir del abatimiento en que la había dejado aquella experiencia. Tal vez podría hacer un nuevo intento por unir las artes en un espectáculo al cual estarían invitados pintores, músicos, actores y bailarinas. Habría música en vivo y ella podría hacer la dramaturgia de aquel poema transformado en monólogo, para ser interpretado por cada uno de los artistas, según su materia. Mariana consiguió el teatro en su nombre e invitó a un escenógrafo y a una bailarina. Habían iniciado los ensayos y todo iba muy bien. Ellos se abandonaban a la conducción y la autora dirigía con entusiasmo. Le surgían nuevas ideas creativas en el proceso y todo se iba armando salvo por un detalle: después de cada frase que ella pronunciaba, Mariana subía al escenario, repetía la misma frase y sólo después podían continuar. Aquello escondía un propósito y al descubrirlo sintió indignación. Ella dejaba que dirigiera la puesta en escena, pero pretendía poner su nombre en el crédito de dirección. Se dio cuenta de que no tenía nada más que hacer ahí. Sobre todo, después de aquella escena infantil en la que Mariana se había quejado de haber pasado hambre durante meses, de no tener dinero para pagar la renta, de estar en espera de que su hijo volviera, sin tener nada para recibirlo, hecha un guiñapo de flaca por la tensión nerviosa y la depresión. Le pareció oportuno retirarse. Mariana argumentó que ella había conseguido el teatro y llevado al escenógrafo y a la bailarina. Entonces le sugirió que montara su propio poema y lo dirigiera en su teatro y con sus amigos, y se despidió. El director del teatro los había privilegiado al cederles espacio que otros grupos pedían y Mariana alardeó que montaría un espectáculo permanente, primero con su poema y después con los de su amiga la bailarina y después con los de otros poetas amigos suyos, pero no había podido cumplir con esa promesa y cuando el director le pidió cuentas, había culpado a Natalia de interrumpir los ensayos. Por ello Natalia había accedido a tomar café con el director para explicarle todo. Lo vio quitarse los lentes de grueso cristal para mover repetidas veces la nariz como hechicero. Él le dijo que pensaba cancelar los permisos para el uso de aquella sala. Respondió que lo sentiría por el público y los artistas que necesitaban esa fuente de trabajo, pero ella se iría a Europa y no sabía qué podría suceder después, aunque tampoco podía abogar por Mariana, había empalmado su nombre y su currículo para avalar el proyecto de su amiga la bailarina. No deseaba que al partir, su nombre siguiera usándose en la publicidad y los medios, en un proyecto que ya no era el suyo, sólo eso le pedía, dijo. Edmundo se asomó por el balcón. Mariana y la bailarina se acercaban. Le reclamaron, salameras, por no haberles regalado un ejemplar de su libro más reciente. Ella mintió con deliberación, aseguró habérselos mandado por correo. Mariana se quejó dolida por no haberlo recibido, pero al ver que en la oficina se encontraba también el director dijo con voz ostensiblemente alta: -Ahora que me acuerdo, compré tu libro y lo reseñé, me gustó mucho. El director reaccionó y de manera diplomática para cerrar aquella incómoda escena, mencionó, como al pasar, que le harían un homenaje al editor de aquella colección en que no había sido incluida. -¡Qué lástima! –dijo en tono irónico- Me hubiera gustado estar aquí para unirme a la celebración! -Ustedes llevaron a la ruina al editor prometiéndole que venderían sus libros, que lo ayudaría a venderlos. -Yo sí le ayudé, respondió Mariana. -¿Cuántos vendiste?- quiso saber el director. -Como quinientos. Pero él no envió los libros a las librerías que los habían aceptado para su venta gracias a mi intervención. Además, yo firmé un contrato por 500 ejemplares, pero en su bodega había más de mil. Días después partiría rumbo a Europa. © Leticia Herrera Álvarez
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November 2024
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