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Escritor/a Invitado/a

Ana María Milagros Mamífica (Padre Nuestro)

8/4/2021

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Ilustración de Lucía Pérez
Por Roberto Perezdiaz

                El Indio era su nombre común y corriente no el de pila en el pequeño pueblo de González. Desde niño sufría de lagañoso, pero a los 10 años de edad aun amanecía con los ojos tan graves que a veces apenas podía abrirlos. El fenómeno se presentó después de dejar de alimentarse de los generosos nutritivos senos de la madre. La voz entre las madres del barrio mexicano recetaba leche materna. Siendo que el Indio era el orgullo de los padres campesinos. También de la familia entera por ser el primogénito, ella, ingenua, acataba a las sugerencias autoritarias de las mujeres más experimentadas en asuntos de partos propios y ajenos.

                  Esa misma madre era de una devoción inigualable como todas las madres aspiraba a la formación perfecta de su Indio. Para eso era indispensable que esa perfección incluyera los fundamentos de su religión. Aun sin entender lo que era un pecado había aprendido que fuera lo que fuera se confesaba para alivianar el espíritu, el alma y la vida misma.

                   A ese pueblo rural llegó la visita de los tíos de Saltillo, una ciudad grande, el tío Juan y la tía Sedoña con los dos primos, Ismael, Josué y la prima, Malena, la mayor de ellos; éstos experimentados en cosas que el Indio jamás había visto en su ambiente protegido de pueblo pequeño. Las dos familias se acomodaron en la humilde casa a como daba lugar con camas y literas prestadas de los vecinos. Los grandes en la recámara con sus padres, todos los muchachos en un solo cuarto. Sola, la prima en su cama en lo que pasaba por sala en la entrada a la casa. Tranquila la casa entera después de los juegos traviesos con los primos saltando de cama en cama hasta sentir que se acercaba la inevitable regañada y exigir que la prima se fuera a acostar a su propia cama. Resignados todos después de unos minutos más hablando y risas en voz baja poco a poco se quedaban dormidos. Entrado en un sueño profundo despertó; la prima en la oscuridad lo acariciaba. Ella lo calló con los dedos sobre los labios y en voz baja le dijo, quieto. Estaba en su camisón blanco, le dijo, tócame. No, nos van a pegar, tartamudeó. Sí, tócame, quiero que me toques. Nadie va a saber, tócame. El Indio petrificado, miraba una imagen, una aura virginal en la oscuridad; arrodillada al lado de su cama con la cara casi tocando la suya repitió, tócame los pechos. Era un sueño apenas discernible en su camisón blanco. No estaba seguro si tenía los ojos abiertos o cerrados. Con un movimiento decidido metió la mano debajo de las cobijas buscando la mano de Indio. Tenía los brazos extendidos por los lados temiendo moverlos. Pero, se dejó llevar de la mano caliente y suave. Le abrió la mano para acomodarla sobre uno rozando los dos. Sin pensarlo al sentir la blandita piel y el pequeño pezón alterado no pudo reprimir un suspiro mientras que a ella se le escapó un jadeo que amenazaba despertar a todos. Excitado, con miedo, se sentó para taparle la boca. Ambos temblaban, ella excitada, él también, de miedo. De repente salió silenciosa del cuarto para regresar a su propia cama. El Indio durmió muy alborotado sin saber si había sido todo eso un sueño; sabiendo que tuvo un sueño que jamás divulgaría.

                  Cada madrugada la madre le limpiaba los ojos lagañosos para dejarlo ir a la escuela con los otros muchachos del barrio. Un día regresó, de la escuela cabizbajo quejándose que los niños le decían Lagañas en vez de su nombre. No les hagas caso le aconsejó. Esa solución se remediaba entre ellos solo a puros cantos. Resuelto el asunto hasta darse cuenta del chisme que el Indio era muy peleonero. Dizque porque le dicen Lagañas. Ella explicaba que le limpiaba las lagañas dos o tres veces cada día y que ya no sabía qué hacer. Vuelve a darle pecho; consejo que así mismo lo tomó. Pero ya está grandecito como para volver a darle pecho. La madre ingenua pensó que iba a tener que decirle que cerrara los ojos.

                  —¡Tonta! No puedo creerlo. Le pones gotitas de tu leche en los ojos. Por Dios cómo se te ocurre, Matilde le dijo entre carcajadas. Ruborizada, le dijo que estaba seca. —Ya platiqué con Ana María Milagros, está de acuerdo, el domingo después de misa pasa por tu casa para ponerle unas gotas en los ojos.           

                 —Gracias a Dios, Matilde. ¿Crees que con eso se cura de las lagañas? Mi pobre Indio. Así le puso papá; su abuelo porque salió prietito como su papá. Ojalá que eso sea el remedio que le quite lo lagañoso. Estaré eternamente agradecida; que Dios la bendiga. No sabía. Es mi primero. Queremos tener más hijos. Ya voy a saber con el segundo y los demás que Dios me quiera dar. 

                  Así fue que empezaron los tratamientos no sin un poco de temor por parte del Indio por no entender bien cómo iba a ser el asunto. Sin embargo, al ver la sonrisa de la joven y bella Ana María Milagros se le calmaron las ansias. Innecesariamente, su mamá le dijo que no tuviera miedo que solo le iban a poner una gotitas en los ojos para curarlo de las lagañas. Sin embargo, el Indio protestó por un instinto precoz que auguraba que ya estaba aprendiendo que había tabú encerrado. Su mamá lo tendió sobre la cama y se retiró para que se acercara su curandera de cabecera. Incrédulo la vio desabotonarse la blusa y con sus manos levantar el maravilloso seno para volver a esconderlo en el chichero pensando que el otro era mejor. Estaba más cerca el otro según estaba tendido con unos ojos que se le salían de la cara. La joven Ana María Milagros también malinterpretó esa mirada del Indio.      

            —No tengas miedo, m’ijo, le dijo para calmarlo. Se acercó inclinada con la mano sosteniendo el seno elegido delicadamente expuesto solo el pezón oscuro semejante al color de la piel de la mano. Tan cerca estaba para acertar la puntería sobre el ojo derecho primero. Tan cerca estaba que el Indio olía ese cuerpo recién bañado para ir a alabar a Jesús en la misa de domingo; jadeaba incontrolable. Su mamá le seguía aconsejando que no tuviera miedo.       

                 —No duele; te va a cura las lagañas. Para alcanzar el ojo izquierdo sostenida con el brazo izquierdo la linda Ana María Milagros pasó ese lindo pecho casi rozándole la nariz hasta estar directamente sobre el ojo. Bizco, ya no alcanzaba ver la cara ni tampoco el precioso seno; las gotas administradas en el primer ojo causaban que parpadeara involuntariamente aunque se forzaba a abrirlos; le empañaba la vista mientras que el ojo esperando su turno miraba solo intermitentemente el gigante pezón. Con la vista empañada veía a Ana María Milagros enderezarse, devolver el seno milagroso a su lugar. Después de abotonarse la madre del Indio le pasó unos pesos con profundas agradecidas gracias. María Milagros fingía renuencia mientras que aseguraba que no tuviera cuidado al oír lamentar a la madre del Indio que ya estaba seca y no podía suministrarle la medicina ella misma. Quedaron que el domingo después de la misa se repetiría la visita hasta curarlo para siempre. Salió despidiéndose junto con el esposo que esperaba platicando con el padre del Indio sorbiendo un tequila mientras.

                  —No tengas miedo, m’ijo, así te vas a curar y ya no te van a decir Lagañas.

               —Sí, mamá, fue lo único que pudo decir, con un aire de incertidumbre sobre lo que le acababa de sentir. De lo ocurrido no entendía nada. Pero no le dolió nada. Resignado la siguió a la cocina para comer.

                El Indio reprimió el impulso de contarle a sus amiguitos. Entre querer decirles algo y el temor de que se supiera y corriera el chisme a su madre supo no decir nada. La pena que le había dado era que su mamá se había quedado allí mismo presenciando todo. ¿Se daba cuenta que le temblaban los labios y se le salían los ojos de la cara al ver aquel precioso pecho era todo lo contrario al miedo. El único miedo era que supiera que lo que había sentido para nada era miedo. Temía que era algo malo, sin duda pecado que el Padre Simonetto recriminaba, algo muy, pero muy malo.

                 Dejó de resistir acompañar a sus padres a la misa dominical de medio día para ver a Ana María Milagros. Se ruborizaba cuando ella se fijaba y le enviaba una sonrisa coquetona allí mismo en la iglesia. El Indio enseguida bajaba la vista sin atreverse a ver si alguien se había fijado. Aun cargando a su niño recién nacido hacía ya unos meses, de nuevo delgada, le saltaban los pechos que encubría con un rebozo a veces para darle pecho a su niño. Arrodillarse y levantarse, los saludos, los amenes y las contestaciones a las oraciones le quitaban esas ansias inexplicables que le daban cada vez que pensaba en ella.

                Nunca confesó. No se confesó del pecado con la prima ni lo que había sentido cuando le curaron las lagañas ni en el confesionario con el padre Simonetto. Después de confesar algún pecado inventado para cumplir, el padre le decía que no volviera a pecar. Cuando recitaba el Padre Nuestro evitaba decir, No nos dejes caer en tentación, comiéndose ese verso sabiendo que había una tentación que siempre iba a tentar y en esa caer de bruces.

ROBERTO PEREZDIAZ actualmente radica en Phoenix, Arizona. Originario del Valle de Salinas de California; egresado de la Universidad de California en Berkeley; ha estudiado en el Colegio de México y la Universidad de Antioch en Yellow Springs, Ohio. Chicanomexicano prefiere escribir en español. Ha publicado obras en inglés y en español cuentos, poesías y traducciones en México, Quebéc y Estados Unidos. Ha impartido cursos de traducción y de traducción literaria en la Universidad de Texas en El Paso.

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