AVIONAZO
Rosa Espinoza No era común que mi padre recibiera visitas y menos en domingo. Si de alguien saqué lo solitaria fue de él. Además, los domingos participaba en una liga de softball con un grupo de médicos. Ninguno era su amigo, sólo competía con ellos entre hospitales y laboratorios y, por lo regular, acudían al "valle". Mi hermano y yo, los más jóvenes de la familia, siempre lo acompañábamos en esas rondas. Era gozoso pasar la tarde en el valle bañándonos en los canales, corriendo entre los surcos de sorgo o en las hileras de naranjos y bajo las datileras. Al término de cada partido, comíamos carnitas de puerco o barbacoa de borrego. Mi papá se quedaba con la cabeza del animal. Pedía que se la sirvieran con todo y ojos en un gran plato. Y, frente a nosotros, metía una navaja en las dos cavidades y succionaba unas canicas pardas clavadas en el filo. Era su ritual, como también era el nuestro hacer gestos de asco y sentir en el pecho ese orgullo y emoción que produce la osadía tu padre. Nunca supe si esa cabeza era un trofeo por ganar el juego. Nunca supe si los home runs eran a favor del equipo de papá. Nunca supe cómo se llamaba su equipo. Nunca supe si eso realmente le importaba. No recuerdo los juegos. Rememoro los trayectos en el camión que nos llevaba. Todo era risas y luz. No he vuelto a ver un partido de softball en mi vida. Tampoco recuerdo el momento preciso en que dejé de asistir. El acceso por el frente de la casa era un portón blanco flanqueado por vitrales amarillos. Esa mañana no había planes de partido y alguien tocaba mientras mirábamos la televisión en la habitación del fondo. Mi padre, reclinado en su sillón, contemplaba callado y atento el monitor. No obstante, el timbre, golpeaban la puerta con timidez, pero con insistencia. Así que mi padre me pidió que atendiera. Al abrir, un hombre alto, delgado y atractivo, con una bella sonrisa preguntó por él. "Es el doctor Villegas, papá", –le dije asomando la cabeza en el espacio que quedaba en la puerta–. Mi padre puso una cara de desconcierto. Se incorporó, tomó sus pantuflas, se fue a su cuarto. "Dile que ai voy" –me dijo mientras abría su ropero en busca de un cambio de ropa, pues aún vestía sus pijamas–. Lo miré desvestirse, quedarse en trusas mientras repasaba la ropa colgada. En casa papá acostumbraba a vestirse enfrente de nosotros. Sólo él tenía esa licencia. Conocía su cuerpo de pies a cabeza, pero mi pudor siempre llegaba hasta verle en calzones, nunca me animé a más. No lo hacía por morbo, mirarlo vestirse era algo tan común para mí como observarlo cuando se lavaba los dientes o encender un cigarro. Dejé a mi padre a medio vestir y en el recibidor dije: "dice que ai va". El hombre se quedó de pie, con las manos cruzadas por atrás de su cintura. Llevaba una camisa con motivos tropicales, la usaba fajada en unos jeans ajustados y casi nuevos. Para ser un hombre entrado en edad (calculo que pasaba de los 50) esa ropa le iba bien, aunque las camisas playeras como esa no deben fajarse. Tenía las piernas gruesas y largas. Sus antebrazos con poco bello terminaban en unas manos grandes y toscas, no rudas, sino con dedos gruesos y masculinos. Su rostro atrayente lo cubrían unos lentes de pasta oscura, muy grandes, que se posaban en su bella nariz. No pude quedarme mucho tiempo frente a él. Me ponía nerviosa. Era muy cortés, muy “chilango”. Mostraba una caballerosidad inusual en un hombre frente a una niña como yo. Por la atracción que me produjo, me mantuve atenta a lo que hacía mientras mi padre llegaba. A través del arco que separaba la entrada del pasillo lo miraba balancearse, repasando los pocos objetos que mi padre conservó después de que mamá muriera: un espejo, una mesa, el teléfono y un cuadro antiguo. Finalmente, ataviado con una guayabera, mi papá salió a recibir a ese doctor que le produjo una mueca minutos antes frente a la tele. Pude ver cómo la cara se le transfiguró al cruzar el pasillo y mirar al hombre de piernas largas dentro de la casa. Pocas cosas le producían una sonrisa así. Pocas. No sospeché que esa visita inesperada fuera motivo para esa transformación, pero así fue. Ambos sonrieron, se abrazaron golpeando sus espaldas ruidosamente. Poco después, dos vasos con hielo recibieron un líquido dorado. Chocaron entre sí más de cinco veces hasta que la botella de Jack Daniels se agotó. *** Hay poco más de dos años de diferencia entre mi hermano y yo. Poca cosa. Pero entre hermanos suele ser importante esa diferencia, y más en una familia en la que el rango máximo es de once meses. Cuando recién nació, nos separaba un abismo. Me recuerdo reposando en la cama de mamá: él con el biberón, yo con un vaso entrenador. Nos mirábamos fijamente, cara a cara: un abismo. Poco a poco esa distancia se cerró hasta volverse casi nula. No sólo fuimos acompañantes en esas temporadas de pelota, fuimos testigos y cómplices de muchas diligencias de mi padre. Pasamos horas sentados en el carro, esperando a papá frente a una cantina mientras se “echaba un farolazo" o en las aceras mientras atendía sus consultas domiciliadas, que por lo regular eran nocturnas. Mientras papá se perdía al interior de las casas, nos recostábamos en el asiento del carro mirando el cielo. Nos contábamos historias o le cambiábamos el final a una película. A veces nos vencía el sueño y despertábamos al llegar. Frente a los demás, nada más una mirada bastaba para entendernos. Por eso, ese domingo, al mirarlo con su cara blanquecina y mudo, colgando de un cinturón de seguridad, me confirmó que la hermandad no sólo es consanguínea. En la cocina, que aún conservaba objetos de mamá, como la licuadora, la olla de lento cocimiento, la azucarera verde esmeralda, los cucharones y las cortinas, mi padre convidó a Villegas a sentarse a beber. Mi hermano, que apenas asomaba la cabeza y los brazos por encima del mantel, escuchaba junto a mí las historias que los dos hombres contaban. Al parecer coincidieron en la Escuela Nacional de Medicina. El amigo se quedó en los dientes y mi padre en los oídos, nariz y garganta. En el cruce de caminos que les dio la juventud, transcurrieron historias de provincianos en la capital. En realidad, los relatos salían cada vez más efusivos de la boca de Villegas. El volumen de sus carcajadas cimbró primero las paredes de la cocina, después el corredor. Gracias a esa personalidad escandalosa, dejó de verse guapo, y a mi padre le desapareció la cara de contento. En la medida que los relatos se desenvolvían, mi papá, como personaje central de sus anécdotas, pasó de ser el galán de cine a ser el chico pueblerino acomplejado. Él no dijo nada. No era su costumbre defenderse, el arma era su silencio, pero Villegas era perceptivo y notó su inhabilidad para el sarcasmo. Cambió la burla por el desafío, proponiéndole un paseo en avioneta. Cuando el dentista terminó su frase que empezó con “a que no te atreves” y terminó con un “vamos”, papá se levantó de la mesa empujando la silla. Noté que su asiento se deslizó con violencia, pero fue por su pérdida de equilibrio. La botella con etiqueta negra estaba tan vacía como su estómago, el líquido hizo efecto con más intensidad. Volvió a la silla hecho un costal. Villegas soltó una broma más y tras de ésta de nuevo la invitación. Mi padre dijo: “vamos”. Efectivamente, el dentista y mi padre pasaron algún tiempo juntos mientras hacían sus estudios. Ambos nacieron en la ciudad y salieron con apenas 13 años. Mi padre regresó a concluir su compromiso de apoyar a la familia y Villegas se quedó en la capital haciendo dinero. A los 45 decidió que lo suyo era pilotear aviones, vivir de la herencia de su padre y separarse de la xilocaína el resto de su vida. Su agenda se llenó de recorridos por los sembradíos de algodón y trigo en la zona agrícola de su antigua ciudad. Dos avionetas eran suyas, las guardaba en un aeropuerto privado al que se llegaba por la carretera federal. Desde la autopista se miraba el acceso. Mirar desde el cielo la retícula del valle agrícola cuando reverdecía lo hacía feliz, le llenaba de vida. Ver de cerca no era lo suyo, padecía hipermetropía, pero atravesar el cielo para escudriñar el semblante dorado contrastando con el trazo de los cultivos trigales, era su verdadero goce. La ruta a seguir, la senda de sus emociones. Papá estudió medicina por designio de su padre, en el camino que se le trazó terminó siendo no sólo un gran estudiante, sino un excelente médico. Su mayor cualidad era su sensibilidad con la gente. Tenía una capacidad especial para diagnosticar sin análisis previo. Los ojos de sus pacientes le decían todo. También su lenguaje corporal, su silencio, la respiración y hasta la indumentaria le comunicaban los pesares que no siempre eran del cuerpo. Pocas veces fallaba. Aun así, los auscultaba meticulosamente. La rutina de revisar pupilas, temperatura, presión y garganta era sólo para que el enfermo encontrara en ese contacto un poco de tranquilidad a sus males. Pero papá ya sabía si era gastritis o infección intestinal. Muchas mujeres acudían a él para ser escuchadas. Nunca le molestó pasar las mañanas mirando cómo el descontento de los pacientes se traducía en colitis nerviosa o migraña. Ese domingo, al encontrarse con Villegas, casi treinta años después, le impresionó saber qué abandonó su carrera por pilotear avionetas y arrojar insecticida desde el cielo. En su fuero interno lo entendía, identificó sus deseos de no ser médico, sino pintor o escultor. Recuerda que, en compensación, gozaba de las clases de anatomía, era buen dibujante. En un par de ocasiones vendió sus esquemas por un desayuno. A diferencia de su amigo el dentista, solventó con precariedad su estancia en la universidad y su regreso no fue enteramente voluntario. Debía compensar el esfuerzo de su familia. Siempre quiso quedarse en la capital, la pequeña ciudad en donde creció no le ofrecía más que el mismo tedio que ahora padecía, aún después de tantos años transcurridos. Gracias a su valle agrícola, la ciudad crecía sin detenerse. No dejaba de ser un lugar asfixiante y aburrido. Los habitantes la pasaban encerrados para evitar el estupor de la calle. 45 grados no son broma. Correr a la costa gabacha no siempre era un alivio. Algo en su existencia les producía vacío. Algo del vacío, las alergias y algo de éstas, fastidio. Como médico le fue sencillo ganarse la confianza de sus pacientes, desarrolló su carrera con pocos sobresaltos, pero estaba hastiado, con una losa de frustración. *** El sonido de las llaves sobre la mesa de mármol marcó la pauta para salir. Mi pequeño hermano y yo nos trepamos en el asiento trasero de la camioneta azul. Durante el camino Villegas no paraba de hablar. En su conversación las frases iniciaban con euforia y concluían pasmosas. Al alejarnos de la ciudad, el humor del conductor mejoró después de hacer escala en la licorería. Al destapar la primera cerveza, volvieron los ánimos. Con los bríos renovados, cruzamos el acceso del pequeño aeropuerto. En sus buenos tiempos el bodegón que asilaba las avionetas debió ser un granero. A los costados del edificio de lámina y madera, los prados aún verdes aligeraban el calor. Más allá de los surcos, se divisaban cerros interminables de limo. Desde la perspectiva del suelo, la travesía prometida no resultaba atractiva. Para el par de niños incluidos en el plan, era el primer vuelo en “avión”. Eso sí sonaba interesante. Recuerdo bien que mis piernas no alcanzaron el estribo de la avioneta. Villegas me tomó por la cintura y me trepó a la parte trasera, seguida de mi hermano. Nos hizo sentar en el par de sillones al fondo del armatoste, junto a los tarros de veneno y un altero de costales vacíos. Un olor parecido a la pimienta me llegó a las narices. Miré de reojo al pequeño, no le colgaban las piernas del asiento, pero sus tenis apenas rosaban el suelo. Al cruzar nuestro pecho con el cinturón nos miramos de reojo, la correa no ajustaba a nuestra talla, era más bien por requisito que por seguridad. *** Sus manos temblaban. Olía bien al after shave que mi madre le compraba y que siguió usando en su viudez. Dejó su maletín sobre la mesa mientras servía su café. Lo prefería tibio, así que todos los días se tomaba el tiempo para vaciarlo en una y otra taza hasta quitarle lo caliente. Me gustaba mirarlo hacer eso. Luego me pasaba el café para que lo sostuviera camino a mi escuela y me era permitido tomar sorbitos. Esta costumbre me hacía sentir importante, significaba que sería su copiloto. Pero esa mañana, por el temblor de sus manos, derramó su café un par de veces, y en lugar de su sonrisa acostumbrada, fruncía el ceño con severidad. Al parecer, desde que pasó la navaja por su barbilla e intentó abotonar su camisa las cosas no salían bien. Camino a la escuela gruñó por el ruido que hacíamos, en un par de ocasiones gritó que nos calláramos. Una de mis hermanas osó en preguntarnos sobre el “paseo en avión”. Lo miré. Fijó la vista al frente y encendió la radio. Eso nunca lo hacía, pero esta vez quería silenciar con la música el ruido en su cabeza. Ni mi hermano ni yo contamos del avionazo. Al bajarme del carro mi papá buscó mis ojos. No dijo nada, pero entendí que la culpa no se esconde, pero se calla. *** Se encendió el motor, desde el interior el ruido era fuerte. Miré las hélices aumentar su movimiento mientras nos desplazábamos poco a poco sobre la pista. Cualquier cosa que se dijera entre el piloto y el copiloto no alcanzaba a los oídos de los pasajeros. Desde nuestros asientos la ventanilla no permitía mirar gran cosa. Supe que volábamos por el mareo. Concentrada en el vértigo y mi indisposición por el olor a insecticida, olvidé mirar a mi hermano por algunos minutos. Con gran esfuerzo giré mi cabeza poco a poco y me di cuenta que se encontraba en el mismo estado. Sus manos rosaditas se aferraban al cinturón y tenía los ojos bien abiertos. No dejaba de mirar al frente. Villegas y mi padre no paraban de hablar, acotaban con su mano derecha nuestra ubicación. Lo supongo más por su gesticulación que por escuchar lo que decían. De vez en cuando volteaban a vernos. No entiendo cómo es que no percibían el terror por el que atravesaba su tripulación. *** La cocina olía a sopa de tomate Campbell. En el comedor se acomodaban los cinco hijos y, a la cabeza, leyendo el periódico, mi padre ocultaba su rostro tras de los pliegos de papel que reposaba sobre la jarra de refresco. Se escuchaba únicamente el sonido del ventilador y el golpeteo de las cucharas en la vajilla. Así era siempre. Yo trozaba galletas saladas sobre mi sopa, cuando una de las hermanas preguntó de nuevo sobre el paseo en avión. Levanté los ojos buscando los de mi hermano. Cero respuestas. Las cucharas le sacaban un tin tín a los platos y mis galletas reblandecidas por la humedad entraban a mi boca. Minutos después papá dijo: “estuvo bien, ya no vuelve a pasar. Villegas se fue a San Felipe. Ojalá nunca vuelva”. *** Villegas lanzó una carcajada después de apagar el motor, entonces la cara de papá fue de susto. “Enciende eso, Ramón” –dijo–, pero el piloto no paraba de reír. Mi hermano y yo empezamos a sentir que nos despegábamos del asiento, que nuestras piernas, espalda y nalgas, al estar flotando, se aferraban al cinturón. El pequeño empezó a reír sin detenerse mientras la avioneta caía por los aires. Siguieron mis carcajadas, estaba aterrada, pero reía. Tres riendo y el copiloto a punto de tomar el timón. Villegas, sin encender la avioneta, retomó la conducción de la nave girando a su izquierda. Dentro de la cabina, los costales y las latas vacías golpeaban entre sí. Mi hermano reaccionó y entró en pánico, al verlo dejé de reír y comencé a pedirle al piloto que bajáramos. Solicitud que ignoró hasta que me miró a los ojos. Mientras intentaba encender de nuevo el motor, pude mirar los sembradíos, la retícula de arena bien trazada, la longitud de los canales de riego, las breves arboledas aledañas a las casas, el azul intenso del cielo del que se destapaban algunos luceros aún con tímida luz. Cuando la distancia del vuelo nos hizo ver el movimiento de los autos por las brechas de los campos, la avioneta recobró su rumbo y remontamos hacia el granero viejo. La boca de papá parecía soldada. Nos alejamos en la camioneta dejando en el andén a Villegas. © Rosa Espinoza ***ROSA ESPINOZA nació en Mexicali, Baja California, en 1968. Es poeta, narradora, diseñadora, editora y guionista para la televisión universitaria. Su trabajo ha sido incluido en antologías y revistas literarias como Tierra Adentro, Círculo de poesía, Generación, Ombligo, Navegaciones Zur, Aquilón, Peregrinos y sus letras, Border senses, Río Grande Review, Cofeebok, El Humo, entre otras. Su obra se ha incorporado en las antologías Bethoviana (UABC, 2001), Nuestra cama es de flores (Cecut, 2008), Mapa poético de México (2009), Antología de poesía del Encuentro de Poetas en el País de las Nubes (2015). Es propietaria del Pinosalados ediciones bajo el cual apareció Señero, su primer poemario. Próximamente aparecerá Llevará tu nombre bajo el sello de la editorial El Humo. Es colaboradora del Programa editorial del Cetys Universidad.
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Escritor invitadoEn esta sección tendremos escritores invitados que compartirán su labor literaria con nuestros lectores. Archives
July 2023
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