Por Lourdes Rodríguez Mexicali, B.C. a 18 de agosto del 2020. Para ti, Conchita: Te escribo esta carta desde una fortaleza, un lugar que sólo yo conozco y que nadie puede penetrar a menos que sea yo quien le confiera esa posibilidad. Ha existido desde siempre en mí. Te escribo desde mis recuerdos donde tu esencia palpita a cada instante llena de sensaciones maravillosas. No es la primera vez que hablo contigo de esta manera, en realidad desde pequeña fue la forma en que me acercaba a ti. Son tantos los recuerdos que se desgranan como una alegría en las manos de un niño travieso. Cuántas cosas me llevan a esa ternura infinita que en mis primeros años marcaron mis días, mis noches, mis instantes. Recuerdo aquella noche cuando desperté en la madrugada y el olor a pan de naranja horneado llenó mis sentidos para siempre, Esa calidez en tus brazos, en tus manos, en tu mirada, en tu piel, esa alegría infinita en tu ser. Lo recuerdo como si este instante se repitiera. Me levanté y caminé sobre la cama y extendí mis brazos hacia ti para que me cargaras. Recuerdo tu piel morena rodeando mi cuerpo, ese pequeño cuerpo que contrastaba con el tuyo. Besaste mis mejillas con tanto amor como se besa aquello que tanto se anhela. Me llevaste cargando a la cocina y me enseñaste el pastel que habías horneado, estabas tan feliz desde que llegó papá. A partir de ese momento tu presencia fue constante en mi vida, en nuestras vidas porque mi hermanita también lo sentía. Me diste un buen trozo de pan que comí poco a poco fue tan delicioso que quería tenerlo para siempre. El olor a naranja se impregnaba por toda la casa. Esa pequeña casa era tan cálida y significaba tanto en nuestras vidas. Me llevaste a la cama de nuevo, depositando mi pequeño cuerpo y mi largo cabello. Te recostaste a mi lado como una cierva que cuida a su cervatillo tan frágil y juntas contamos las estrellas. El tiempo transcurrió. Un día tomamos aquel tren estábamos felices vendríamos a Mexicali una ciudad que no conocíamos y que prometía mucho. Mi padre vino primero. Lo llevamos a la central de autobuses y por vez primera sentía que mi corazoncito temblaba como un flan de aquellos que él mismo nos llevaba casi todos los días a casa cuando salía del trabajo. Mi padre se iría y nos quedaríamos sólo contigo y a mí me aterraba el sólo pensar que quizá no lo volvería a ver. Llegó el día finalmente, nos iríamos a Mexicali. Papá decía que era una ciudad donde hacía mucho calor. Jamás imaginé que rebasaría los 50 grados centígrados. De eso qué sabía una niña de 6 años. Viajamos en tren, ¿lo recuerdas? con tus 4 pequeños unos velices y unas cajas de cartón como equipaje básico. Pancha y sus gatitos también se fueron con nosotros y el perico que hasta el día de hoy lo recuerdo con su frase icónica cuando le dábamos algo de comer y él gritaba ¡qué rico, ¡qué rico!, ¡qué rico! Ellos también eran parte de la familia así iniciamos ese maravilloso sueño. Era una experiencia inimaginable. Duramos tres días con sus largas noches en el tren, dentro de un angosto camarote que me asfixiaba. Ese sonido de los durmientes que al principio me parecía interesante terminaron por mermar mis sentidos. Me agobiaba su rumor. Repicaba en todo mi ser y me repetía a cada instante que nos alejábamos de aquella gran ciudad donde había dejado los recuerdos envueltos en mis sueños de niña; en aquella vieja casona donde vivíamos y donde mis amigos ya no estarían más si es que algún día regresaba. Esa casa siempre me intrigaba y muchas veces te lo dije- era tan interesante- tenía tantos cuartos y recovecos que me intrigaba lo que había ahí. Sólo que partimos y no pude descifrar sus enigmas. Mexicali nos recibió como una madre lo hace. Nos acogió en su regazo cubriendo con su rebozo de sol nuestra existencia. Mi madre y mi padre vieron sus sueños hechos añicos al llegar. Descubrieron que la realidad que les había prometido el destino se derretía como una paleta de hielo con el sol del verano. Fueron años difíciles, pero siempre cuidaron dentro de la precariedad que fuéramos a la escuela y aprendiéramos. Fue su prioridad. La lectura para mí era mi escape. Viajaba, conocía, descubría, y me extasiaba con tantas historias que me permitían disfrutar mi infancia como cualquier niña que construía sus propias vivencias en sus cuadernos o simplemente en mi imaginación. Tú ya no eras la misma al llegar aquí. El calor del verano y las vicisitudes de la vida te fueron endureciendo la mirada, en tus ojos apenas se vislumbraba un vestigio de aquella ternura que conocí. Era difícil sentirte cerca. Sentía tú vulnerabilidad a cada instante en este Mexicali terregoso y ardiente. Te dedicabas a limpiar la casa acomodando las pocas cosas que teníamos y lo distribuías de tal manera que la casa se veía llena entre las cosas y nosotros. Lavabas la ropa y al hacerlo dejabas correr tus lágrimas y con ellas se perdían las ilusiones de una vida mejor. En cada traste acariciabas tus recuerdos de niña. Cocinar fue tu refugio. Siempre te protegías entre tus guisos. Entre maíz, frijol, verduras, orégano, cominos, pimienta, chiles, hojas de laurel, clavo, jengibre ajos y cebollas transcurrieron los años. Los tuyos y los nuestros. Tus manos se fueron cubriendo de arrugas. Ellas preparaban platillos deliciosos dignos de paladares muy finos. Preparabas los guisos en tus hermosas, cazuelas y ollas de barro. Comidas que me sabían a ternura, a probaditas de amor, aunque ya no me demostrabas tu amor como antes con tus caricias ahora lo hacías a través de tus comidas. Tú cabello se llenó de gris. Un gris parecido a esa ceniza que queda en los leños después de arder intensamente hasta convertirse en brasa. Así se vistió tu larga cabellera. Quizá la muerte de papá lo pintó así. Te quedaste sin él y nosotros también. Se marchó el hombre maravilloso que la vida nos había dado. Nuestro padre ese hombre que nos amó siempre. Se fue y se llevó entre su sonrisa la felicidad de todos. Todo se llenó de penumbra en nuestra vida, sobre todo nuestros corazones. Volviste a esa fragilidad y sólo estaba yo para sostenerte. Mi hermana se había marchado y con ella se llevó el último vestigio de ternura que aún te quedaba. La distancia y el tiempo fue diluyendo tu corazón. Ahora era yo quien te cuidaba. Era yo quien extendía mis brazos para sostenerte y mi cuerpo hoy era más grande que el tuyo porque el tiempo te fue haciendo chiquita. En realidad, sé que fueron las penas y la vida quien te fue cambiando poco a poco como les pasa a los jarritos de barro con cada caída, se van despostillando poco a poco y van perdiendo su forma silenciosamente. Pasaron muchos años y con ellos tantas cosas que hoy se agazapan detrás del tiempo. Con él llegaron mis hijos y con ellos surgió una chispa en tu vida, esa ternura y esa luz en tus ojos brillaron de nuevo. De nuevo tu corazón latió, Una vez más horneaste aquel pan de naranja para tus nietos y no fue sólo de naranja, sino de vainilla, de fresa, de chocolate, de zanahoria de lo que quisieran. Tus trenzas y tus canas se tejieron de nuevo de alegría y felicidad. De nuevo tu sonrisa iluminó tu rostro color canela que difícilmente el tiempo ha surcado. Cuando te pregunto por qué casi no tienes arrugas- sonríes- y me dices que estás hecha de buena madera de una que ya no hay y yo creo que tienes razón. Aunque para mis adentros yo digo que estás hecha de hierro. Fuiste forjada en esos fuegos dantescos que templaron tucarácter y tu corazón. Estás hecha de una fortaleza que se sostiene en los años y en los avatares de la vida. Estás hecha de lágrimas y sin sabores que coleccionaste por la vida, después de haber pisado tantas tierras extrañas llevando sólo tu corazón y la bendición de Dios dentro de ti. El destino te otorgó en mi padre el bálsamo perfecto para sanar tu corazón. Quizá por eso te quedaste en Mexicali, esta tierra que al igual que tú es cálida y amorosa ya que recibió a mi padre cuando partió. Aquí lo sembramos en su tierra. ¡Ay, Conchita te quiero tanto! Eres la mamá Concha de mis hijos. Fuiste muy clara con Marco y Edén al decirle que no te gustaba que te dijeran abuela. No querías sentirte grande quizá. O no sé si era que no querías recordar que el tiempo se había acumulado entre tus pasos y que hoy ya te costaba levantarlos del suelo y cargarlos como lo hacías conmigo. Eres mi roca para sostenerme siempre. Eres ese océano que siempre me recibe cuando llego con mis aguas diluidas y estás ahí para nutrirme. Eres mi raíz Conchita, y lo sabes. Eres el más dulce de mis recuerdos de niña. Eres mi madre, eres mi todo. Sé que te cuesta recibir mis muestras de amor por eso te escribo esta carta que está escrita con pedacitos de mi corazón y trocitos de mi infancia. Espero lo recuerdes siempre y lo guardes en ese corazón que latió junto al mío cuando me llevabas en ti. Tengo tantas cosas que decirte que están aquí guardaditas en mi corazón. ¡Te quiere tu varita de nardo! ¿Lo recuerdas? Así me bautizó papá. Tu flaquita la que todos los días viene a tu regazo después de su primer turno para recibir tu bendición y de paso deleitarme con tu amor que se saborea con el paladar. ¡Tu hija que te ama con el alma! Lulú. Lourdes Graciela Rodríguez López. Nací el 2 de junio de 1968 en la Cd. de México. Radicada en Mexicali B.C. Cachanilla por adopción. Estudios realizados en E.N.U.F.F. Mexicali, B.C. Licenciatura en Lengua y Literatura Españolas en el Estado de Nuevo León, Maestría en Pedagogía en Mexicali, B.C. Maestra en Educación Básica y Catedrática de Educación Superior en Normal. Publicación de Poemario por U.A.B.C. Participación en Antología publicada por I.N.B.A. en Cd. México. En revista Oficio de Monterrey, N.L. Publicaciones en revistas de Sinaloa. Obra: Carta a mi madre
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