LAS HORAS LIBRES Esteban Domínguez Hoy llegué como siempre puntual, a mi hora de entrada, nadie me podrá decir lo contrario. Lo primero que debo hacer siempre es firmar la entrada y así lo hice. Recorrí toda esa distancia que va desde el estacionamiento hasta la dirección, ¡qué largo es ese espacio si uno ha empezado a cargarse de años! Uno piensa que es demasiado lejos si tienes luego que devolverte a tu salón a un lado del estacionamiento. Iba ya a firmar, pero no encontré mi espacio, ahí donde me corresponde, casilla número 23, estaba el nombre de un tal Héctor Larios, al que ni conocía. Busqué en las hojas siguientes y nada. Me dirigí entonces con el director, pero no me podía atender, su puerta estaba cerrada, adentro escuché voces fuertes, golpeantes. —Ya están agarrados del chongo—me dije. Di la vuelta para irme a mi trabajar, con esa daga clavada en la espalda, que ya se me inclina. Bueno, son los años que no pasan en vano, me digo, mientras arrastro los pies hasta mi salón, en el edificio B, allá en los “gallineros”, como le decimos a esta área, en el laboratorio de química, mi salón desde hace tantos años. Un golpe de tristeza, tristeza profunda me golpeó la cara cuando a un leve toque de la mano cedió la puerta, chirriar agudo. El polvo era dueño y señor de este espacio tan querido. Apreté los ojos para contener una lágrima amarga y la nostalgia me arrastró de golpe, más de veinte años atrás cuando, con el mismo movimiento llegué por primera vez a este salón. Era un chavalo, apenas iba a cumplir los veinte y estaba lleno de vida, de energías y mi risa era explosiva, brillante. Entonces no quería quedarme tantos años en esta escuela. Pero el tiempo fue pasando… Pasé todo el día empeñado en la limpieza, pero era demasiado para mis fuerzas, así que limpié un poco en la mesa larga de mi escritorio y extendí viejos cuadernos porque debía preparar mis prácticas y el material para los ensayos. Desde mi escritorio vi el lento movimiento de la vida allá afuera, los alumnos en pequeñas bolitas de amigos riendo, unos, los de primero persiguiéndose a mochilazos, iban entrando y saliendo del aula de inglés, del aula de mecanografía y muchos pasaban cerca de mi laboratorio, asomaban su carita nueva entre los barrotes y se iban. Había muchas horas libres este día. —La escuela va de mal en peor—Me dije sumido en mis libretas. Por cierto, este día nadie entró al laboratorio, ni siquiera ese maestro que firmó donde yo lo hago. ¿Quién será?, ¿será uno nuevo? También los maestros pasaban y volvían, pero ninguno me respondía el saludo, —Es el reflejo de la ventana lo que no les deja ver—me consolé. Y siguió el día. El sol iba declinando lento y yo seguí pensando en ese muchacho entusiasta que fui, mientras leía mis viejas agendas que luego se fueron convirtiendo en mi diario de vida. Así me mantuve, conteniendo la nostalgia a duras penas, como cuando tu techo tiene cientos de goteras y vas de un lado a otro tratando de taparlas. Así seguí hasta la hora de la salida, cuando sonó el último timbre. Recogí con cuidado mis viejas libretas y las acomodé como siempre en mi mal trecho portafolios y salí. El aire de mayo era espeso, fuerte, picante. Era el verano y pronto terminaría el ciclo. Mientras avanzaba hacia la dirección, nuevamente sentí ese dolor en la espalda, esa punzada de dolor. Los maestros iban saliendo muy aprisa y ni chance de comentar con ellos que mi nombre no aparecía en la lista, que si sabían algo. Todos se iban a prisa y con la mirada baja. —¿Vas a ir? —Sí, ya voy para allá. —María, ¿Se juntó lo de la corona por parte de la delegación? —Sí, maestra, ya la enviamos. —Nos vemos allá. La dirección seguía cerrada, el libro ya había sido guardado. Entonces di la vuelta y me resigné a despejar las dudas para el día siguiente. Cuando ya bajaba las escaleras para irme al estacionamiento donde me esperaba mi viejo volkswagen, escuché a unos alumnos que pasaban, llenos de juventud, desbordando la vida: —Entonces qué, ¿nos la pinteamos mañana? —Puede que sí… —Órale, no le saques, al cabo que vamos a tener muchas horas libres —Es cierto, casi todas. —Empezando por la del ruco de química… —Sí, ya se piró para el otro mundo. —Ya van a mandar a otro, pero hasta el ciclo entrante. —Era muy regañón, pero era buena onda… Entonces sentí que mi cuerpo se desgajaba, como frágiles pencas e iban quedando atrás, mientras avanzaba muy penosamente hacia el estacionamiento donde ya había caído la noche, gozando de sus horas libres. © Esteban Domínguez *** Esteban Domínguez (1963). Licenciado en Letras Hispánicas (UNISON). Ganador del concurso del libro sonorense en el género de novela en el 2002. Su libro de cuentos Detrás de la barda fue seleccionado para las bibliotecas de aula de la SEP en el 2005. Ganador del Concurso del Libro sonorense, 2010 en el género cuento para niños, con el libro El viejo del costal. Fue presidente de Escritores de Sonora, A.C. y actualmente dirige la Editorial Mini libros de Sonora.
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July 2023
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