Por Maya Khankhoje
Biografia: Maya Khankhoje nació en México y se educó en México y la India. Trabajó como intérprete simultánea toda su vida hasta su retiro de la Organización de Aviación Civil Internacional en Montreal, done ahora radica. Es autora de 424 publicaciones: prosa, ficción, poesía, crítica literaria y ensayos. Actualmente forma parte del consejo editorial de www.montrealserai.com, una revista digital de vocación artística, literaria y política. Bordó este mandala a inicios de la pandemia esperando que cuando lo terminara se acabaría la pandemia. No fue así. Esta obra de punto de cruz ahora forma parte de la colección permanente del McGill University Health Centre, el mayor centro hospitalario de Montreal. Samira observaba sus manos con el mismo detenimiento con el que observaba los pétalos de una flor o las configuraciones de las estrellas que a duras penas se vislumbraban en el firmamento citadino o las gotas de agua que se sucedían en el fregadero de la cocina. Las manos tenían dedos - cinco, al igual que los pies, que también tenían cinco, aunque un día Samira se topó con la palabra ortejo y al buscarla en el diccionario, se dio cuenta que quería decir eso, precisamente eso: dedo del pie. Observaba sus manos y las acariciaba, tratando de comprender si era la mano acariciadora la que captaba un placer táctil o si el tacto era función exclusiva de la mano acariciada. Como cuando ella y Antonio hacían el amor. Él la acariciaba, ella lo acariciaba a él, sus labios se tocaban, sus lenguas se enroscaban y llegaba el momento en que ella ya no sabía dónde terminaban sus papilas y donde empezaban las de él. Y el aguamiel de su saliva bien podía haber sido la suya propia. Y aquel sudor que adhería sus cuerpos tenía gusto a hombre aunque él se lo achacaba a ella, porque, como solía decir con su implacable lógica cartesiana, solo se producía en aquellas partes de su cuerpo de varón que estaban en contacto con su cuerpo de hembra. Y para probarlo, Antonio despegaba su vientre velloso del redondeado y liso vientre de Samira hasta que se producía un gran chasquido estruendoso como un pedo inodoro que los hacía reventarse de risa hasta que despertaba la pequeñita y se tenían que callar. Pero de eso hacía muchos años y la pequeñita ya era casi toda una señorita con todo y pechos que parecían conos de piloncillo bajo la blusita y finos cabellos de elote en las axilas, muy probablemente similares a los de su pubis, aunque ni él ni ella los habían visto y ni se atrevían a preguntar. Y después de la pequeñita vino otra que ahora era la pequeñita en turno y también se convertiría en señorita algún día de estos, aunque no parecía tener prisa en abandonar su niñez. Samira se miraba las manos y se las acariciaba, recorriendo las arrugas de la mano derecha con el índice de la izquierda y las yemas de los dedos de la mano izquierda con el pulgar de la derecha. Y a veces se ponía quisquillosa, con esa ligera irritación de la piel que de repente cambiaba de cariz y le endurecía los pezones y le hacía salivar la boca humectándole aquellos labios que lucían bellos sin lápiz labial y aquellos otros, los que escondían su rubor carmesí en una tupida maraña tropical que la lengua de Antonio gustaba recorrer para después perderse en recónditas profundidades que tenían gusto a zapote prieto y olían a tierra mojada. Y esa era la misma lengua fina que tanto placer le daba y que tanto dolor le causaba. Porque la lengua incendiaria de Antonio que podía atizar brasas en su cuerpo entero y que sabía alborotar a los estudiantes de la Facultad con su hábil retórica marxista se había vuelto hiriente, tan hiriente que Samira ya ni recordaba porque él la había escogido a ella como esposa, cuando había muchachas más bonitas en la Facultad, aunque quizás no tan inteligentes, pero ¡qué rayos tiene que ver la inteligencia con el ardor! Porque como sabía todo mundo, Samira y Antonio se conocieron en la Facultad, cuando ambos tenían veintidós, los dos bien jovencitos y llenos de ilusiones y listos para conquistar el mundo antes de que éste los conquistara a ellos. Pero antes de que pudieran desafiar un destino apenas esbozado, Samira se dejó conquistar por este joven con lentes de Trotski y los gestos tiernos de su propio padre. Y su lógica y su convicción eran tan contundentes que ella le cedió a este hombre joven y emprendedor el derecho (que él llamaba obligación) de conquistar al mundo por los dos. En aquel entonces Samira no sabía que dicha cesión también marcaría la claudicación de sus sueños. Samira recorría con su índice derecho el puntal inicial de aquella M que la palma de su mano izquierda ostentaba con tanta lucidez. Era una M perfecta, nítida, sin interrupciones, ni desvíos ni caminitos laterales ni nada ajeno a su escueta sencillez, idéntica al brillante futuro que todos le pronosticaban. La palma de su mano izquierda quedaría inmutable a lo largo de su vida llena de vericuetos y fue la derecha, la que dicen que refleja el protagonismo del individuo, la que empezó a cambiar. Samira ya no recordaba bien cuando se inició este extraño fenómeno. De niña, los adultos siempre le querían leer la mano, quirománticos aficionados que se sorprendían al ver la nítida simetría de sus manitas regordetas, con dos emes mayúsculas, cada una perfecta, cada cual la calca de la otra, o imagen en espejo, o reproducción serigráfica de un Andy Warhol sin imaginación o copia xerox hecha por una de esas máquinas donde echas unas moneditas y te sale un verso, un certificado, una foto borrosa, o la nalga de una secretaria borracha que hizo el ridículo en una de esas absurdas posadas de oficina, donde se les hace el feo a los cónyuges, cuando menos a los propios, y de las cuales nadie se acuerda pasada la cruda. Samira ya no recordaba cuándo le empezaron a cambiar las huellas palmares. Primero se le partió la línea de la vida de la mano derecha, cuando los médicos del Hospital Francés lograron extirparle su inútil apéndice antes de que le reventara en su hinchado vientre. Luego, cuando le nació su hijito, una tenue flamita que se apagó con la cálida brisa de Acapulco, empezándole a titubear la chispa de su propia vida, como si se le estuviera asfixiando el deseo de vivir. Luego le comenzaron a salir rayitas disparatadas como ramitas de una enredadera, cuando Antonio empezó a ponerse raro. Bueno, ni quién negara que ella también había cambiado y ya no era la de antes. ¿Pero quién, de hecho, había iniciado esta carrera desenfrenada? Cuando Samira llegaba a este punto en sus elucubraciones, los ramales de su palma derecha le enmarañaban la cabeza convirtiéndosele en un berenjenal. Lo que importaba, se repetía Samira, era que las líneas del destino y las del libre albedrío habían tomado rumbos diferentes y que cuando eso pasaba, se producían escisiones en otras células del cuerpo, desarticulándose la lengua del cerebro y el cerebro del corazón y el corazón de la razón y la razón del alma y finalmente, se te partía el alma y se te hacía añicos el corazón, y tus ojos se desorbitaban en un vacío que nadie ni nada podía colmar. El granizo golpeaba los grandes ventanales de la casa que los Gutiérrez habían mandado construir en Olivar de los Padres, en la carretera rumbo al Desierto de los Leones. Antonio y Samira se la construyeron de a poquito. Gracias a una fácil hipoteca que la Universidad le otorgara a Antonio y los finos sarapes que Samira tejía con tanta facilidad, y por las cuales los turistas gringos pagaban precios inflados en el Bazar del Sábado, pudieron los jóvenes esposos hacerse su nidito de amor, de a poquito, pajita por pajita, como tortolitos, poniendo palitos más gruesos cuando les caía un dinerito. Además contaban con la ayuda de Pedro, el hermano de Lupe la cocinera, hábil carpintero, albañil, plomero, pintor de brocha gorda y "lo que usted mande, seño". Nunca derribaron la casita de adobe al fondo del lote, donde había nacido y muerto el viejo campesino cuyo hijo les vendiera el terreno. -La conservaremos para la suegra- sonrió Samira. -¿La tuya o la mía?- replicó Antonio, plantándole un beso en la punta de la nariz. Ninguna de las dos suegras llegaría a vivir ahí, porque Samira se atrincheró en ella cuando se enteró que su marido tenía intenciones de enviarla a una casa de reposo en Tlálpan, "hasta que se sintiera mejor". Era uno de esos chubascos que a veces enlodan los alcantarillados de la ciudad pero que aclaran el aire, dejándolo diáfano y fresco. Lucerito tenía la nariz pegada contra el ventanal de la sala, confundiéndosele las lágrimas que le escurrían sobre el rostro con la cortina de agua que caía del otro lado del vidrio. Miraba la casita donde vivía su madre e intentaba, pero no conseguía, recordar la última vez que había enterrado su rostro en los cálidos y perfumados senos maternos. Esmeralda hacía sus deberes con aquella concentración que le caracterizaba y que le permitía aislarse de un mundo que cada día le producía más perplejidad. Antonio a su vez escribía a máquina, preparando su conferencia para el día siguiente. -Aléjate de la ventana, Lucero, no sea que te vaya a caer un rayo- amonestó Antonio con cierta irritación. Lucerito se chupó los mocos, volteó la cara hacia su padre y entre sollozos e hipo reclamó: -¿Por qué obligaste a mamá a vivir allá solita en el jardín, sin nadie que la cuide ni que le haga cariñitos? Antonio alzó la vista, se quitó sus lentes redondos con aros de metal, se frotó los ojos cansados y estuvo a punto de decir algo, pero prefirió callar. - Contéstame, insistió Lucerito. -Porque está loca y ya deja de fregar, que tengo que estudiar, interrumpió Esmeralda con evidente enfado. -Esmeralda, ¡te prohíbo que le hables a tu hermanita en ese tono! Y tú, Lucerito, obedéceme y apártate de la ventana, que te vas a resfriar. Lucerito se secó las lágrimas y se echó en los brazos de su padre hasta que él la empujó suavemente hacia el sofá y se sentó al lado de ella. -Lucerito, Esmeralda, escuchen de una vez por todas: Mamá vive en esa casita porque allí es donde se encuentra mejor. Nunca le sentó bien la vida familiar y ustedes no le dejaban hacer sus cosas. No es que le estorbaran ni que no las quisiera, sino que simplemente ella nunca fue como otras madres. Pretende que una mujer tiene derecho a realizarse en otros quehaceres y no nada más en la maternidad. En fin... a propósito, Esmeralda, hazme el favor de no llamarla loca, ¡me oyes! El loco fui yo por haberme casado con ella. -¡Papá! -Perdóname, hija. Lo que quiero decir es que simplemente perdió la razón... si es que acaso alguna vez la tuvo, - agregó en voz baja. -¡No seas hipócrita, papá! ¡Es tu culpa que haya enloquecido y ahora te haces el angelito! Antonio miró a su hija mayor con incredulidad. Y él que había hecho las veces de madre y padre; que se había desvivido por ellas mientras la madre se la pasaba urdiendo y tramando sus delirantes mantas y desatendiendo a sus hijas. No era su culpa si la gente pagaba tan bien por su imaginación onírica y la destreza de sus manos mientras que un pinche profesor apenas ganaba suficiente para comprarse los libros que requería y de cuando en cuando un congreso científico en el extranjero. ¡Carajo! la única persona que comprendía todo esto había sido Paula, una de sus mejores estudiantes, aunque luego se le echó encima y lo tachó de "machín marxista". -O le eres fiel a tu señora y te dejas de tarugadas o te vienes a vivir conmigo y me tratas como una verdadera compañera. Escúchame bien, Toño, porque no lo voy a repetir: no esperes comer de dos platos toda tu vida y quedar bien con el diablo y con el santo. O si prefieres, te lo pongo más claro: ¡El socialismo empieza en casa! Y quién se imaginaría que su mejor alumna terminaría por caer en las trampas del reformismo. Aunque pensándolo bien, ni Paula ni las demás muchachas de su generación lograban comprender que el feminismo era una estratagema del capitalismo para dividir a todo mundo y postergar la verdadera revolución. Plus ça change, plus c'est la même chose! (Continuará)
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