Por Maya Khankhoje
Samira dejó de mirar sus manos y se puso a pensar en sus dos hijas. Ese era un lujo que rara vez se permitía porque cuando lo hacía, se le despertaba aquella víbora venenosa que se le deslizaba por el sexo, se le trepaba por las tripas, le atravesaba el estómago, le horadaba el corazón, le estrujaba el aire de los pulmones y si tenía suerte, le salía por la boca y la nariz, en un escupitajo de llanto y lágrimas. Pero por lo general, simplemente se le instalaba en el pecho y anidaba allí causándole un dolor sordo y ciego y mudo que se le atoraba en la garganta y luego le invadía el cerebro dándole la sensación que estallaría, aunque eso nunca sucedía. Si, ella estaba enterada de lo que pensaba la gente - lo que Toño le decía a todo mundo. Decía que estaba loca y que nunca había estado en sus cabales. En una ocasión hasta oyó que Toño le decía a un compañero de la Facultad que sus amigas, todas esas brujas que se la pasaban diciendo que Frida Kahlo había sido mejor pintora que Diego Rivera y hasta más rojilla que él, le habían volteado la cabeza con ideas absurdas. Y para darle gusto las dejó de ver de a poquito. Y que por eso había que internarla. Pero para que te internen en algún lado primero te tienes que haber largado de otro sitio como quien huye de una vieja prisión o irrumpe en terreno prohibido o rompe con esquemas que le agobian. Y ella, Samira jamás había tenido el coraje de abandonar la insania de la cordura para refugiarse plenamente en la serenidad de la sinrazón. Lo único que lograba hacer era evadirse de cuando en cuando, como quien se va de fin de semana para tomar un poco de sol y oler yerba fresca para luego regresar al smog y ruido de la ciudad. Intuyó que, si tú te internas por tus propios medios, nadie te obligará a hacerlo. Aprendió a refugiarse en aquel mundo mágico al que sólo tienen acceso los niños bien chiquititos y los ancianos bien chochitos, los desdentados de esta tierra a quien nadie morderá porque ellos no te pueden devolver el mordisco. Así es que Samira, en vez de alejarse de un mundo donde no tenía cabida se adentró en otro mundo, el de su propia creación. Era una cueva secreta en un jardín interior donde el presente se suspendía en su centro mientras que el pasado y el futuro giraban rápidamente como una rueda de la fortuna cuyos veloces movimientos producen un efecto estroboscópico que hace que el tiempo mismo dé vueltas para atrás permitiéndote saltar del futuro hacia el pasado sin tener que pasar por el presente. Lo malo es que no te puedes apear de ese ciclo vertiginoso si no hay alguien en tierra firme que te reciba. Y eso es lo que le faltaba a Samira, ese apoyo sin el cual se te desorbita la vida y te tildan de loca. Nones. Samira no estaba loca, sino que simplemente no había podido desatar todos esos lacitos invisibles que la mantenían trenzada a la trama de aquellos seres que habitaban su vida pero que no le hacían un huequito en su corazón. Y esos eran los mismos lacitos que la jalaban de sus sueños y de sus ensueños para plantarla de nuevo en la realidad, como un títere que se ha portado mal y al cual el titiritero le tiene que decir "de ahí no te me muevas". Y en cuanto a su hijito, no es que él también la hubiera abandonado, como los demás. Lo que pasa es que el pobrecito llegó a un mundo tan grotesco que decidió darse la media vuelta y regresar al vacío donde se desvanecía todo, hasta la vida y la muerte. Samira tardó años en comprender lo que la monjita de la maternidad trató de explicarle cuando se le rompió la bolsa de aguas y ese pedacito de vida se le escurrió entre las piernas. -Dios se lo prestó por unas horas y luego lo recogerá para llevárselo con los angelitos. Lástima que Samira no creyera ni en los angelitos ni en los demás iconos bizantinos de la iglesia de sus abuelos. Lo único que sabía a ciencia cierta era que su hijito a veces se le aparecía en el jardín, en época de lluvias, como una luciérnaga que se iba hilvanando el paso entre las hojas de los árboles. Y cuando intentaba asirla suavemente en sus manos se daba cuenta que para no aplastarla ni tapar su lucecita tenía que dejarla irse. Así es que se limitaba a observarla desde lejos. Y su amor por sus hijas lo comprendía de la misma manera: las quería tanto que les daba cancha para volar. También llegó a la conclusión que más valía no poseer nada ni a nadie, porque a la larga, es el lastre el que te arrastra y te hunde en una ciénaga de la que nunca podrás zafarte. El único viajero que no se hunde es el que viaja sin bultos, aunque claro está que también corre el peligro de pasar mucho frío, hambre y desolación. Así es como Samira llegó a vivir en su casita en el jardín, alejada de un Toño cuya inteligencia estaba reñida con su corazón y de una Lucerito aislada en el capullo protector de su inocencia y una Esmeralda esmerándose en ser cínica para encubrir sus lágrimas. Ellos no le pertenecían porque se pertenecían a sí mismos aunque seguirían siendo, simple y llanamente, parte de su propia vida y de su ser y de ahí que le fuera tan difícil extirpar de sus entrañas aquel dolor tan profundo que tanto desamor le causaba. -No quiero que andes con esas brujas que te quitan el tiempo que le puedes dedicar a tu marido y a tus hijas. Si de por sí te la pasas todo el santo día con tu telar y luego estás demasiado cansada para ayudarme a mecanografiar mis trabajos. -Pero Toño, si yo siempre te ayudo. Lo que pasa es que me gusta crear algo con mis manos. Además, necesitamos el dinero. ¿De dónde crees que sacamos plata para las clases de música de las niñas y la hipoteca de la casa? -¿Me estás reprochando de nuevo porque no gano tanto como tu padre burgués? -No, mi amor. Trato de explicarte que... -Si, ya sé lo que me ibas a decir. Mira, cariño, no vale la pena reñir. Ah, y por favor no olvides que necesito dos copias del trabajo para mañana. Antonio llegó a su oficina y se instaló frente a su escritorio. Le quedaban dos horas libres antes de su clase. Era difícil tener la cabeza despejada cuando las mujeres a su alrededor insistían en hacerle la vida difícil. Primero, Lucerito, que parecía reprocharle la enfermedad de la madre. Luego Esmeralda, que se las sabía todas y no creía en nada. Y Samira, que hubiera sido buena esposa si no hubiera insistido tanto en tener su propia profesión. Nadie reconocía los esfuerzos que él había hecho, logrando su doctorado en medio de una casa desordenada donde el olor de los pañales se confundía con el olor de lana húmeda. Y Paula que se estaba impacientando por su indecisión. -Toño, ¿qué te pasa, no me oyes? Antonio alzó la mirada y se sorprendió al ver los ojos claros y bellos de Paula. Era finita y menudita, a diferencia de Samira, cuya estatura era casi la misma que la de él. A Antonio siempre le habían gustado las mujeres chaparritas, como su mamá, que en paz descanse. Tanto Samira como Paula eran guapas e inteligentes y se parecían en otro rasgo muy particular: tenían ese don de encontrarle el punto flaco de inmediato y luego se lo echaban en cara. Pero desde que perdió al niño, Samira se había vuelto muy taciturna. Paula, por otra parte, tenía la alegría de vivir que inicialmente le había llamado la atención en Samira, pero ahora Paula se estaba poniendo muy exigente. Ni quien entendiera a las viejas. -Hola, Paula. Siéntate. ¿Leíste mi último capítulo? ¿Qué piensas? Dame tu opinión. -Sí, pero antes dame un beso. -¡Por favor, Paula! Alguien puede entrar y vernos. -¡Y qué! Si ya no te acuestas con Samira y la pobrecita anda metida en su propio rollo. -Si, pero sigue siendo mi esposa y la madre de mis hijas. Además, no quisiera ofender a mi suegro. -Espera, Toño, a ver si te capté bien. El otro día le dijiste a los estudiantes que el matrimonio era una institución burguesa que servía de pretexto para acumular la propiedad privada y nada más. Antonio apretó la mandíbula tratando de controlarse. -De acuerdo, pero no te olvides que tengo dos hijas que mantener y que mi suegro, que es muy influyente, me puede conseguir un buen puesto en Relaciones Exteriores. ¡Qué no comprendes, Samira tiene que estar bien antes de que la pueda dejar! -Lo que comprendo, - respondió Paula fríamente, - es que Samira nunca estará bien si no le haces el favor de dejarla vivir su propia vida. Luego miró su reloj y agregó: -Profe, ya es hora. Lo espera su calle. -¿Mi qué? -Como dice el dicho, farol en la calle y oscuridad en la casa. ¡Chao! Samira cerraba los ojos y veía ese bello rostro ovalado con ojos color violeta. ¡Tan linda que era! Lástima que vistiera de ese color violeta tan cursi que estaba tan de moda y que su ropa despidiera un olor nauseabundo de perfume barato, de ese que les ponían a las pastillitas de heliotropo que tanto le gustaban de niña. Pero todo tenía arreglo. Todo, menos la muerte. Había tocado el timbre del zaguán, primero tímidamente y luego con feroz insistencia. Ya que Lupe estaba haciendo el mandado y las niñas y Toño todavía no regresaban, Samira no tuvo más remedio que abandonar su telar y cruzar el jardín para abrir el zaguán. Las dos mujeres se observaron con cierto recelo un breve instante y luego se reconocieron como dos hermanas se reconocen al cabo de muchos años de separación. Eran casi gemelas, separadas solamente por quince años de distancia, unos centímetros de estatura y el color de sus ojos y unidas por el mismo hombre, el mismo odio, el mismo amor. -¿Señora Gutiérrez? ¿Samira Najún de Gutiérrez? -Si, soy Samira, pásale, Paula. ¿Eres Paula, no es así? Paula asintió con un ligero ademán. Para entonces ya había perdido todo el coraje que había acumulado cuidadosamente en la corta trayectoria desde la Universidad hasta Olivar de los Padres. Las dos mujeres se sentaron en el jardín, en dos sillitas blancas de hierro forjado que ya habían perdido trazas del aguacero del día anterior. -¿Un cafecito turco, Paula? ¿O prefieres un tequilita antes de comer? Paula quedó confusa. Estaba preparado para todo, todo menos una indiferente afabilidad. -¿Qué pasa, el gato te cortó la lengua? Me imagino que esperabas encontrarte con una vieja ogra o sino con una señora demente, loca, triste, tirana, ¡qué sé yo! Pues aquí me tienes, a tus órdenes. Déjame traerte una copita y luego te contaré mi versión del cuento de los tres tristes tigres. Cuando Samira regresó con el tequila y las botanitas, Paula empezó a disculparse, no tanto por pudor sino porque ya había olvidado el propósito de su absurda visita. -No, señora, no es lo que se imagina usted. Toño nunca tuvo reproches, lo que pasa es que...mire usted... -Por amor de Dios, me llamo Samira y cuando yo estaba en la universidad la gente progre se tuteaba. -Si, señora. Ambas soltaron una carcajada y fue así como nació una amistad entre las dos mujeres. Cuando Toño regresó de la escuela de las niñas, los tres con los brazos llenos de libros, mochilas y abrigos descartados por el calor del mediodía, encontró a su mujer y a la otra, borrachas perdidas, metidas en la fuente con los pescaditos. Una de las mujeres, la que vestía de violeta, estaba a gatas con la blusa desabrochada tratando de hacer que los pescaditos dorados nadaran entre sus plateados pechos. La otra, la que vestía de blanco y que tenía la cabellera cubierta de hebras de lana, se observaba las manos, dejando que el agua escurriera entre sus dedos, que eran cinco, como el pez estrella, como los cinco sentidos, como los Gutiérrez, que habían sido cinco, y luego quedaron cuatro, y ahora eran tres contra uno y pronto serían uno más uno más uno más uno cada quien por su propia cuenta. Porque a la larga todo lo que en la vida se suma se tiene que restar. O bien la muerte te lo quita o bien la vida misma se encarga de hacerlo. * * * Samira cerró los ojos y vio a Paula de nuevo como la había visto por primera vez muchos años atrás. La seguía viendo de violeta, aunque en realidad Paula ahora vestía con mucha elegancia, con su ropa del Palacio de Hierro y los gustos finos que adquirió de su marido francés. Lucerito ya la había hecho abuela, colocándole en sus manos artríticas un varoncito que le recordaba a su pequeña luciérnaga cuyo rostro se le había desdibujado en la neblina del tiempo. A Esmeralda le iba muy bien en su carrera de abogada y decidió que ya debía casarse con el chico argentino con el que vivía, "para que el hijo que está a punto de venir no tenga problemas legales". En algún momento, Samira perdió la cuenta de los años que seguían dejando rastros en sus manos. En algún momento, nadie recuerda bien cuando, Toño y Samira decidieron seguir viviendo juntos, aunque no revueltos, porque el aguamiel que los había embriagado en su juventud había madurado convirtiéndose en un fino pulque del que se hace el mejor mezcal y que te calienta rico por dentro cuando lo bebes en pequeños sorbos. Al dejar de ser esposos y al convertirse en cómplices, Toño y Samira habían aprendido también a quererse de verdad. Y con el tiempo los filos punzocortantes de la pasión se hicieron romos desapareciendo así el dolor de Samira y la necesidad que había sentido Toño de comprobar su superioridad. Lo único que perturbaba la felicidad de Samira era su artritis que le obligó a trocar el telar por la pluma que empuñaba con bastante dificultad. Toño, las hijas, los esposos, Lupe con Toñito en brazos -- todos observaban a Samira sentada frente a la ventana de la casita de adobe. Era domingo por la tarde y la esperaban para comer. Samira a su vez se miraba las manos un tanto deformes, en las que sujetaba un librito con cierta dificultad. Cerró el libro, pero antes terminó de leer el último poema: mis manos manos toscas, torpes, arrugadas gastadas y cansadas sustento de mi cuerpo manos que abren y sujetan infinitas puertas y ventanas en mi frágil armazón manos que describen circunscriben e inscriben instrumentos que transmiten a papel inerte de candente mente los temores y pesares de mi oscura confusión manos que acarician cuerpos y que abrazan sueños expresando anhelos, recreando amor manos que contienen solas el pulsante ritmo de mi henchido corazón manos recias, laboriosas adaptables, amoldables desatando nudos y trenzando amarres en tenaz faena de hilandera del cordel perpetuo de mi eterna migración manos mías Por: Samira Najún compañera de Toño Gutiérrez. Luego salió de la casita de adobe, se acercó a la mesa del jardín, prodigó una bella sonrisa a su familia y preguntó: ¿Qué hay de comer?
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Escritor invitadoEn esta sección tendremos escritores invitados que compartirán su labor literaria con nuestros lectores. Archives
November 2024
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