LIBERTACITA
Por Cristina Guzzo Ella lleva amorosamente su bolsa arriba de la falda. Ella ha tomado el tranvía. Va rumbo al sur por Paseo Colón. Va a un encuentro. Hay amigos que la esperan. Entre ellos está él: Ángel B. El amor le ha puesto livianos los pies. Ella se ha sentado en el segundo banco de madera, las piernas juntas, la espalda erguida. Mira por la ventanilla y ve pasar los colectivos cargados como todos los días. Ella se dirige a Barracas, a la fábrica de zapatillas “La Unión” donde la patronal se negó a cerrar aunque el sindicato llamó a la huelga. Ángel apoya la huelga. Estos son días turbulentos en Barracas. Sabe que su misión tiene riesgos pero su corazón late valeroso. ¿Acaso no ha leído La madre de Gorki? ¿Acaso no conoce el arrojo de Vera Zasúlich que atentó contra el Gobernador de San Petersburgo? ¿Acaso no conoce que Luisa Michel vestida de soldado defendió sus cañones en las colinas de Montmartre? ¿Acaso no se llama Libertad? Su padre, que le eligió el nombre, ¿no le ha ordenado claramente que no debía someterse nunca? Por eso, ella apoya a los compañeros. Libertacita viaja en tranvía. Va a la fábrica “La Unión” Los patrones se han arreglado con los empleados más razonables; algunos se tentaron con el pago de horas extras. Pero Libertacita tiene la convicción de que un rompehuelgas es un traidor. Que al crumiro hay que amedrentarlo para que la huelga no fracase. Ángel B. la espera. Libertacita, una niña. Con su vestido de algodón floreado, con las polleras hasta la pantorrilla, con el cabello claro atado con una cinta. Ella lleva un bolso en su regazo. El tranvía va por Paseo Colón. Sentada en el segundo banco, erguida, se apoya en el respaldo de madera. Y entonces una nada. Un incidente mínimo. Un perro se cruza y sobreviene la frenada del tranvía y un ruido atronador. Algo que estalla. Todos gritan. Los que pueden saltan del tranvía y se alejan. Otros, desconcertados, se miran las heridas. El chofer cae de su silla. Los asientos delanteros fueron arrancados del piso. Unos hombres tratan de apagar el fuego que alcanza las ventanillas delanteras. El tránsito se para. Llegan las ambulancias. La Policía se apersona en el Hospital Argerich para interrogar a Libertacita que ya ha recuperado el conocimiento. Ella responde con educación. ¿Si llevaba un explosivo?, eso sí. Dentro de una bolsa. ¿Para poner en la fábrica “La Unión”? eso sí, admite. Contra los rompehuelgas, porque, explica, es muy malo ser carnero. ¿Si conoce a Ángel B.? No, no lo conoce. ¿Si Blanca y Teresita que vinieron a verla son anarquistas? No, no, de ninguna manera. Ellas son sus vecinas. Lo mismo repite durante los cuarenta y seis días que permanece internada. Por ventura las esquirlas no le han tocado la cara. Conserva intacto el óvalo fresco, los ojos azules, la frente limpia, la boca sonriente. Pero la llaga se ha ensañado sobre su pecho y su garganta. Profunda, la cicatriz se retuerce haciendo nudos, dibujando surcos, tallando cordones sobre la carne blanca. Ella se descubre la blusa y muestra esas marcas que ha guardado como tesoro, orgullosa, hasta ahora a sus ciento tres años. © Cristina Guzzo *** Vive en Buenos Aires. Estudió Ph.D. en Literatura Latinoamericana en Arizona State University.
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November 2024
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