Por Agustín García Delgado
Su majestad la mosca Compartimos las mismas aguas de este vaso; no la veo posarse en el abismo de cristal, sólo presiento su tibieza diferente cuando bebo. ¿Qué hace la mosca? navega olisqueando en la atmósfera casera, fragante de secretos familiares. Es una mosca de las grandes, con destellos verdirrojos. Una leve tentación de no dañarla hace titubear mi instinto. Yo, asesino, alcanzo el matamoscas. El insecto presiente la muerte y acelera el movimiento de sus alas. Es un estado alegre el suyo, pienso, y vuela cada vez más cerca, retadora. Tan magno animalón, parece difícil que pueda volar. Qué clase de bestia ves en mí, pregunto en voz alta, cuando me observa con mil ojos directo al par que yo le opongo. El brillo del vaso la seduce como un imán al clavo. Yo, en tanto, emprendo la indeseada cacería, el sinsentido de la muerte: compartimos, siempre compartimos el agua de mi vaso y otras cosas, y aún supongo inevitable, obligado el sacrificio. Si yo tomara la vida como una rosa desmayada sigue el flujo que la lleva de un arroyo. Cerrados ojos, que el torrente me llevara y yo al torrente, en la misma trayectoria. Igual fatalidad, sin penas en el ciego dejamiento (estoy hablando de la rosa). No pide algo a cambio del viaje, nuestro arroyo. ¿Acaso la rosa bajó a beberse el agua? Un beso gratuito, eso ha sido. Alegre es la cercanía (vuelvo a la mosca) del final. Sin consideración, pues ella ha bendecido con su beso más libros de los que nunca sacaré de los estantes, acabo con su vuelo. Alas imperiales, ojos tornasol como un tocado real… oigo su caída pesada. Gratuito mosquicidio. Vuelvo a ser yo, reivindico mi comunión con el insecto y bebo, sin cambiar de vaso, agua bendita. La mosca, ahora entiendo, reinaba en estos aires ya baldíos. Falta su mosquedad para que aspire los caseros odios y el amor, si hubiera. Murió su majestad, ¡viva la mosca! Ventana Al mundo solamente lo conozco a través de la ventana. Cuando fui confinado en un cuarto sin huecos ni rendijas en los muros, practiqué con sangre propia una ventánula, vertical rectángulo, de torre castellana. Por ahí veía ciudades y miserias de los citadinos entes. Jamás pudieron ocultarse para mí aunque ellos no pudieran verme. Diríase un empecinado ventanismo el mío pues en cada resquicio de la desazón, cada sosiego de la desesperanza, se abría paso la luz rectangular de una mirilla por donde el discernimiento se colaba. Por eso no fui solo, por eso no fui triste, ni cuando estuve ciego: mi corazón estuvo siempre abierto. Por ahí es que espiaba y respiraba; por ahí es que siempre estuve al tanto de mi gente y de la gente ajena y de la historia. Digo ahora, cuando a trozos el muro se derrumba por vejez, por nulidad: vivir valió la pena, vivir valió el encierro. Gracias, ventánica obsesión. Agustín García Delgado Jiménez, Chihuahua, 1958 Vive en Ciudad Juárez, México, desde los cinco años. Ha trabajado como carpintero, periodista, editor, profesor de literatura, entre otras cosas. Sus intereses principales son: poesía, filosofía y humanismo, música y convivencia familiar. Publicaciones:
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November 2024
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