100 botellas
Un cuento Por David Alberto Muñoz Mi tío Lencho, hermano de mi papá, había fallecido la noche anterior, antes de que César, mi primo hermano, saliera para su viaje de mochila a Europa. Me acuerdo que hasta se enojó. ¿Qué culpa tiene mi tío, César? Le dijimos todos, la gente no se muere a propósito, aunque en la familia ya estaba bien sabida la historia de mi prima Ximena, quién según las malas lenguas se suicidó un santo día de la virgencita de Guadalupe, porque ella se llamaba precisamente Ximena Guadalupe, y fue una verdadera vergüenza para toda la familia, así dijeron mis padres, porque el suicidio es pecado delante Dios, de acuerdo con la Biblia. Yo alguna vez leí que el rey Saúl, se había suicidado. ¿Eso quiere decir que el pobre no alcanzó cielo? Total, nos llegó la mentada llamada por medio de mi hermano Octavio Augusto; no sé por qué mi madre se entercó en ponerle así. Ya después me di cuenta que ese era el nombre de un tal general romano; a todos nos caía gordo en la casa, porque yo me llamo Paco Francisco, y sí, ya sé, que a los Francisco les dicen Paco, pero así me pusieron a mí qué quieren que haga. Mi hermana se llama María del Rosario Almudena, Almudena es la virgen patrona de Madrid, y pues María del Rosario significa la guirnalda de rosas escogida por Dios. Creo que mis papás fueron medio melodramáticos al ponerle el nombre a mi hermana. Y a mi hermanito, le pusieron Felipe, que porque dizque mi abuelo fue el abogado defensor de Felipe Ángeles, el general de la revolución. En fin, lo que quiero decir es que el mentado Octavio Augusto siempre nos sonó a todos muy prepotente. Y pues ni modo, era el más grande de todos los hermanos. Pero bueno, fue él quien nos dio la noticia del fallecimiento de mi tío Lencho. A Lencho todo mundo lo quería. Era muy bueno, nunca se casó, pero todos los hijos en la familia éramos como sus hijos. Siempre cuidó de mis abuelos hasta que ellos murieron. Trabajó toda su vida en un taller de llantas, y ya que se jubiló, no sé cómo le hizo, pero tenía siempre buena feria, y a todos, la mera verdad a todos, nos ayudaba y nos daba nuestros buenos regalos. Sobre todo a mí, me ayudó a pagar la escuela, a comprar mi primer carro, y hasta cooperó para mi boda con Rosita, la hija de Don Fernando, el gachupín, dueño de la tiendita en la colonia. A todos nos pudo mucho la muerte de mi tío. Cuando alguien se te muere, te das cuenta del cariño que dejó. Porque todo mundo habla bien de ti, y es más, se siente el dolor cuando das la noticia, a fe que cuando muere alguien que es mala onda, todo mundo nada más dice para quedar bien: —¡Qué Dios lo tenga en su santa gloria! Como al Herbet Mañas, me cae que así se llamaba el dueño de una vecindad en la colonia. Todos le decían el Mañoso. Y según él, su nombre propio significaba “ilustre guerrero”. ¡Ilustre mañoso! Le contestaban todos. Eran bien codo, bien canijo, y a todos nos daba lata, porque nos prestaba dinero, con un chingo de interés, y algunos miembros de mi familia, vivían en su pinche vecindad, y pues cuando se murió, en lugar de llorar, a todos, nos dio un chingo de gusto. ¿No sé por qué cuando alguien se muere se vuelve todo un santo? Ese era un verdadero cabrón. Y me puede usted citar si así lo desea. Pero bueno, regresando a la historia de mi tío Lencho. Después del velorio, que estuvo bien chido. Mi papá nos pidió a mis hermanos y a mí, que limpiáramos el cuarto de mi tío. Que todo lo que quisiéramos guardar, lo guardáramos nosotros, porque a él, eso le hubiera gustado. Y todo lo que no sirviera o simplemente no quisiéramos, pues que de plano lo tiráramos a la basura. Y ahí andábamos mis hermanos y yo. —Yo quiero las corbatas de mi tío—decía mi hermanito Felipe. —Yo como mujer, me corresponde sus joyas, aunque no sean de hembra. Él me dijo que las podía vender y comprar lo que quisiera—expresaba mi hermana María del Rosario Almudena. Mi mentado hermano mayor, el tal César Augusto, no quiso nada. Nada más nos dijo: —¡Apúrense por favor! Tiren todo si no lo quieren. Y el Paco Francisco, según él, se estaba quedando con todos los libros del tío Lencho, que en realidad eran una colección del Playboy a toda madre. Pues buscando en el closet de mi tío fue cómo descubrimos el secreto de Eleonor. —No te entiendo. ¿Quién es Eleonor? ¿Puedes explicar bien? Verá usted, Eleonor era una mujer que venía todos los días a estar con mi tío Lencho. En buena onda, nada malo, se sentaban a platicar, a veces jugaban canasta, ajedrez, yo qué sé. La señora se iba ya tarde, y en ciertas ocasiones, amanecía dormida en el sillón que mi tío tenía en su cuarto. No le voy a mentir que la gente y la familia empezó a hablar, a decir cosas ya ve como somos los humanos. —A mí se me hace que el mentado Lencho anda ya con sus cosas dentro de la Eleonor. —No ¿cómo crees? Lo que pasa es que son buenos amigos. ¿a poco tú no tienes amigos? Además, ya están viejos. —Yo he llegado a oler alcohol en el cuarto del tío Lencho. —Pero Lencho no toma. Nunca ha tomado. —Pues tampoco Eleonor, ella siempre ha sido una buena mujer. —A mí se me hace que los dos son un par de pecadores. —¡Ya cállense todos con sus chismes! ¡Sean o no sean, eso es asunto de ellos y no de ustedes!—sentenció un día mi madre. Pues como le decía, aquella mañana que limpiábamos el cuarto de mi tío Lencho, descubrimos en su closet como 100 botellas de tequila. Todas estaban vacías. Sacábamos una y al rato aparecía otra, eran un chingo, como cien, o más de cien, no sé la verdad... Pero de pronto nos dio miedo. —¿Miedo de qué? No estoy seguro, en mi casa siempre se ha tomado, pero todo controlado, de verdad, no crea que todo ha sido puro desmadre, cuando a alguien se le han pasado las copas, nada más le dicen, ten cuidado, porque aquí no somos de esos. ¿Pero cien botellas de tequila? Era demasiado. Nos sentimos agobiados, culpables de algo que ni siquiera habíamos hecho nosotros. De pronto Felipe encuentra una carta. Estaba dirigida a toda la familia, la familia Peralta Carbajal, así nos apellidamos. Estaba escrita con letra y puño de mi tío Lencho. Se la llevamos a mi papá sin abrirla. Teníamos miedo, no sé de qué. Él, mi papá, la leyó, y después con rostro de sacerdote le hizo lectura una tarde de domingo cuando toda la familia se juntaba a comer junta. Querida familia: Si están leyendo esta carta, es que ya estoy enterrado seis metros bajo tierra. Y también, creo que ya han de haber encontrado las cien botellas de tequila que estaban en el closet de mi cuarto. Creo que se merecen una explicación. Eleonor, mujer a quién creo todos conocen. Me acompañó en mis últimos momentos ya de viejo. Cuando todos ustedes andaban de arriba para abajo, y no se daban cuenta, de que cuando los seres humanos envejecemos, nos vamos descomponiendo lentamente. La rapidez que teníamos en la juventud desaparece. En ocasiones, como le pasó a Eleonor, nos da una enfermedad, dónde nos olvidamos de todo, y no sabemos ni siquiera quienes somos. Y si tenemos la suerte de mantener nuestra cabeza en su lugar, el dolor más grande no es el dolor del cuerpo, de los huesos o de los músculos que se van desgastando. Es más que nada, el dolor del corazón de ya no ser, lo que éramos antes. Cuando Eleonor y yo nos dimos cuenta de esto. Fue cuando empezamos a beber. No fue de un día para otro, fue poco a poco. Cuando encontrábamos en aquellos tragos de tequila, cierto consuelo. Consuelo que compartíamos el uno con el otro. Porque ya los hijos no tienen tiempo de platicar con uno. Los nietos de vez en cuando jugaban con nosotros, pero cada uno de ustedes eventualmente tenía que irse, y Eleonor y yo nos quedábamos solos. Sin tener a nadie más que aquellas botellas de tequila que ella compraba en la tienda de Don Fernando, quién nos guardó el secreto hasta este momento en el que ustedes están leyendo estas líneas. Eleonor perdió el recuerdo, y lo único que me unió a ella, en mis últimos días, fueron esas cien botellas de tequila. Y sí, quizás abusamos del licor, pero no juzguen, por favor, no nos juzguen a Eleonor y a mí. Porque como dice el dicho, nunca digas, de esta agua no beberé. Por cierto, nunca hubo nada entre nosotros, más que esa intimidad que produce los momentos de soledad en medio de la vejez. Eso es lo que deseaba decirles a todos. No sé si Eleonor esté viva todavía, tal vez no, pero si lo está, les pido su comprensión, algún día, espero, todos ustedes llegarán a viejos, y quizás también necesiten la compañía de esas mentadas 100 botellas. Siempre los quise mucho a todos. El tío Lencho Todos quedamos completamente callados. Mi padre ordenó que lleváramos todas las botellas al panteón. Eleonor murió tres días después de mi tío Lencho. No sé dónde la habían enterrado. Pero llevaron su cuerpo y lo sepultaron junto al de mi tío. Y todas aquellas botellas, las pusieron a su alrededor, de ambos. Y pusieron una placa que decía: AQUÍ DESCANSA LENCHO PERALTA CARBAJAL Y ELEONOR JUNTO A 100 BOTELLAS QUE LOS UNIÓ ETERNAMENTE. Fue cuando descubrimos que nadie sabía nada de Eleonor, ni su apellido, ni de dónde venía, o vivía, o nada. Simplemente apareció de la nada, para hacerle compañía a mi tío en sus últimos días. Esta historia de mi tío y Eleonor, todos la sabemos, y todos la repetimos en nuestras familias. Es la historia, de las mentadas 100 botellas de tequila. No sé exactamente cómo suene la historia, quizás algo cursi, o yo qué sé, pero es la verdad. Un día todos vamos a ser viejos, y no sabemos cómo nos va a pegar la vejez. En paz descanse mi tío Lencho y Eleonor. A ver cómo pega la vejez… © David Alberto Muñoz
2 Comments
Almudena
6/14/2018 09:02:04
Una conmovedora historias que me hizo recordar a mi querida tía abuela Josefina o como cariñosa mente le decía Tía Pepa. Gracias por evocarme tan bello recuedo.
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David Alberto Muñoz
6/14/2018 09:23:51
Gracias a ti por leernos.
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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