El señor Zorrilla
Un cuento Por David Alberto Muñoz Las manos le sudaban, mientras que su rostro reflejaba cierta ansiedad combinada con curiosidad y deseo. Estaba sentada en la orilla de su cama. Traía puesto un vestido de color negro, sin tirantes, corto, con botones color oro al frente, de adorno, y con un elástico para levantar los pechos. En el cuello, un collar de turquesa que su madre le había regalado hace ya algunos años. Se había maquillado cuidadosamente. A Rangel le gustaba verla así, bañadita y bien vestida. No estaba segura cómo le iba a dar la noticia. Es más, ya todos sabían menos él. A veces no sé por qué soy tan desidiosa, pero bueno, es mejor que le diga, creo yo. Platicaba con ella misma. Hace ya seis años Rangel de esto, pronunciaba la mujer ante su marido, y pues no se me hace justo. Tengo que decirte la verdad. ¿Cuál verdad mujer? Mejor prepara mi comida que tengo mucha hambre. ¿Te acuerdas del Sr. Zorrilla? Sí, al que le hacíamos mucha burla por lo del apellido. Pues lo dejó su mujer, ¿tú crees? Así, nada más, de la noche a la mañana. ¿Cómo dice el dicho, nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde? En este caso, así fue. El tonto de Zorrilla no se dio cuenta de la mujer que tenía. Para cuándo reaccionó, ya era demasiado tarde. Liliana de pronto se detuvo. Observó a Rangel cuidadosamente, al final de cuentas, no era el peor de los maridos. Era un hombre trabajador, proveía para su familia, buen padre, y bueno, quizás buen esposo, si en alguna ocasión había tenido una aventurita, no había pasado de ahí. La cuestión era qué… ya qué… pues la verdad era qué… ¿Cómo le voy a decir? Rangel se movía al paso de su rutina de hace ya muchos años. Ya ni siquiera miraba a su mujer. El tiempo y la costumbre tienen la tendencia a destruir cercanías, apagar fuegos, cegar individuos. Pensaba en lo difícil que iba a ser para Zorrilla. Pobre hombre, ha de ser feo que tu mujer de pronto te deje así nada más. ¿No crees Liliana? —¿Rangel? Tenemos que hablar. Sorprendido por el tono duro de su mujer. Rangel se detuvo, y se sentó en el pequeño sofá que tenían en su recámara. Con sumo cuidado cruza su pierna y pone sus dos manos sobre las mismas para tratar de la manera más tranquila, recibir la noticia que Liliana le iba a dar. —¿Qué pasa mujer? ¿Pasó algo? Liliana realmente no sabía cómo decirle. Mira Rangel, has sido un buen hombre, a mí y a tu familia nunca nos ha faltado nada. Has sido buen proveedor, a mí, hasta me has cumplido algunos de mis caprichos, debo de ser honesta, haz sido muy buen padre, tus hijos te adoran, lo que pasa es qué…qué… —¿Qué?—grita él. ¡Pues la verdad no me satisfaces! Soltó ella de pronto un reproche que ya la estaba ahogando por dentro y necesitaba decir… en la cama… ¿Sí me entiendes? No me llenas… perdóname que te lo diga, pero siempre estuvimos de acuerdo en ser sinceros el uno con el otro, y Rangel, la verdad yo necesito más de lo que tú me das. Y no es dinero, ni lujos, ni nada de eso, es simplemente que necesito más pasión en mi cama. Hay veces en las que estoy ardiendo por dentro, y apenas me estoy poniendo cachonda cuando tú ya llegaste, y me dejas así, con toda mi humedad y todo mi deseo, así nada más, sin nada de satisfacción. No quiero decir que no te aprecie, al contrario, siempre has sido muy bueno, pero yo necesito algo más. Por eso quiero pedirte el divorcio, no se me hace justo que ande yo por ahí acostándome con un amante solamente para llenar mis necesidades sexuales sin decírtelo. Quiero ser justa. Rangel reacciona como cualquier otro macho lo haría, con gritos, con reproches, con una voz alta exigiendo una explicación que él bien sabía ya se la habían dado. ¿Pero, te has vuelto loca mujer? ¿Cómo me puedes decir eso? ¿Cuántos años de matrimonio tenemos? ¿Has pensado en los niños? No Liliana, esto no está bien. ¿Qué pasa? La todavía joven mujer trataba de calmarse y de hablarle de la mejor manera al susodicho Rangel. Pero ya era demasiado tarde. Liliana necesitaba placer, goce, pero en la mujer, se había pensado ya por muchos años, que el placer sexual no era una necesidad vital de las hembras. Están todos equivocados, necesitamos tanto como lo necesita el hombre, a veces más, porque nuestros cuerpos apetecen también delicia, y los hombres a veces no logran satisfacer. Lo siento mucho Rangel, te aprecio de verdad, pero yo necesito más que un simple te quiero todas las mañanas. ¡Necesito un hombre de verdad! Aquellas últimas palabras penetraron hasta lo más profundo de Rangel, quién se sintió totalmente devastado por lo que acaba de escuchar. “Con unas cuántas palabras podemos destruir de la misma manera que podemos construir”. *** ¿Rangel Zorrilla Benavente? Sí señor juez. ¿Y Liliana Rosas de Zorrilla? Sí señor juez. Les otorgo por petición de la señora Rosas de Zorrilla el divorcio por incompatibilidad de caracteres. Ya hemos tratado como lo dice la ley de apelar a su buena conciencia, en tres ocasiones. Pero la misma respuesta hemos obtenido, al menos de parte suya Sra. Por lo tanto, el decreto final de esta corte es otorgar el divorcio como previamente se ha expuesto. Se cierra el caso. Liliana y Rangel se encontraron a media aula de la corte. Ojalá encuentres lo que estabas buscando Liliana, yo hice todo lo que pude. Suerte Rangel, no eres un mal hombre, pero yo necesito más. Pobre Sr. Zorrilla, su mujer lo dejó. Antes, en otros tiempos esto no sucedía. La mujer siempre se aguantaba, aunque el hombre no le diera placer, se sometía. Pero ahora, en este nuevo siglo, la mujer está haciendo todo aquello que deseaba hacer, y no le era permitido hacer. Nadie sabe lo que pierde hasta que lo tiene, y el Sr. Zorrilla nunca lo tuvo. Pobre Sr. Zorrilla, ni cuenta se dio cuál era el problema. © David Alberto Muñoz
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Adentro
Un cuento Por David Alberto Muñoz Me había pedido que le llevara tres mil pesos, pero que se los diera a él directamente. Eso no se puede hacer Federico, ya sabes cómo son estrictos con el dinero allá adentro. Te lo puedo poner en tu cuenta y los puedes usar, pero no te puedo dar tres mil pesos en efectivo, ¿estás loco? Tú te enojaste un chingo. Me dijiste que era porque te habías metido en un problema de esos de vida o muerte. Todo era de vida o muerte para ti. Desde que te conozco has andado metido en líos. Es más, desde hace ya más de dos años, no sólo eres tú, sino yo también la que está metida en un montón de problemas. Que si el Negro ya recibió su renta mensual, que la Chula necesita ropa para seguir trabajando, que el Gordo ya no quiere cuidarme a menos que le demos más lana. ¡Es demasiado! Ya no puedo Federico, es demasiado. ¿O tú piensas que es tan fácil estar acá haciendo todas tus tranzas mientras tú estás metido en el bote? Pues fíjate que no lo es, no, no es nada fácil. A veces me pregunto por qué sigo aquí de pendeja haciendo todo lo que me pides. Y ahora, eso de que me meta los pesos en la panocha, ni que fuera una mula, y no quiero decir que fuera terca, sino mula de esas que había o hay en Colombia. ¿Cómo te gustaría a ti meterte lo mismo en el culo? ¿Verdad qué no? Ya no puedo Federico. Al principio para mí todo era un juego de adolescente. Me enamoré de ti porque estabas preso, porque en la cuadra se decían tantas cosas de ti, que sabías tratar muy bien a las mujeres, que escribías poesía bien bonita, que podrías ser fiel hasta la madre, que una vez que le dabas tu amistad a alguien, era de por vida, y pues yo me aluciné. Porque me gustabas mucho, pero no por guapo, sino por interesante, por misterioso, por esa masculinidad tan tuya. Pero ahora, que me he convertido solamente en tu criada, ya ni las cogidas me satisfacen. Además, tengo miedo de quedar también atrapada. Como quedó la Motosierra, sí, esa que no dejaba palo parado por andar ayudándote, la agarraron, y ahora también está en el bote. No Federico, yo no quiero eso. Apenas tenía 16 años cuando nos conocimos. Y pues tú, ya eras un hombre de 28. Acuérdate que hasta estaba estudiando la prepa. Me iba muy bien en mis clases, sacaba siempre las mejores calificaciones hasta que llegaste tú. Hasta tenía un buen novio, el Muñeco, ¡y sí ya sé que tú te burlas porque dices que es bien fifí! Pero es buena onda el chavalo. Y me quería bien, pero yo de volada me dejé atrapar por ti y por tus palabras de poeta de mierda. ¡Sí! No me digas que no, poco a poco fuiste acorralándome, y al final de cuentas acabé haciendo todo lo que tú me decías. No sé por qué las mujeres hacemos eso siempre. Nos atrae lo peligroso, lo prohibido, ¿cuántas veces mis papás me advirtieron? No te metas con el Kiko, porque es mala onda. Así me decían, y yo siempre les contestaba. Yo puedo hacer de mi vida lo que se me dé la gana. Mientras vivas en esta casa vas a hacer lo que te digamos, eres menor de edad, si no, lárgate. Y pues me largué. Les dije, déjenme en paz. Y así, solita, me abrí camino, pero no para superarme, sino más bien para estar ayudándote a ti con todas tus pendejadas. Y mírame ahora, estoy formada en la línea de visitantes para poder verte el día de visita en la cárcel. Y traigo metido en mi panocha, 3000 bolas que necesitas, porque según tú sin ellas, te van a matar. Tú me dices, no te apures, que no es cocaína como la que se metían las mulas colombianas. Si se rompe la bolsa no pasa nada. Es más, los perros ni lo van a oler, porque están entrenados a oler coca nada más, droga pues, pero no billetes. La primera vez que vine a verte fue porque tu hermana Belinda me pidió que la acompañara. La segunda vez, vine por curiosidad, y por gusto propio. Y ya la tercera, porque te me antojaste y te traía muchas ganas. Ya han sido dos años de visitas, celebramos mis 18 abriles cogiendo en el cuarto con olor a sexo que te prestan en el bote. ¿No te da asco a veces? Ya faltan nada más tres personas antes de que me toque a mí. No sé si voy a poder. Hay que pasar por el detector de metales. Sí, ya sé, ya me lo dijiste, el dinero no es metal y la bolsa es de plástico. Ya te vi a distancia, estás parado dónde siempre, con esa mirada de padrote que tienes. Siento las miradas de todo mundo, las manos de las oficiales que me van a revisar, varias veces esas mujeres me han tocado ahí, y hasta el dedo me han metido, porque dicen que mucha gente ha tratado de meter pistolas a la cárcel. ¡Están locas! ¿Cómo te vas a meter un arma allá adentro? ¡Sí señorita, más de tres lo han intentado! Y no queremos decir que no se las han metido bien adentro, sino que no han logrado introducir el arma a la cárcel. Una de ellas hasta falleció por cometer tal imprudencia. Tengo miedo Kiko, no quiero hacer esto. No es fácil, nada fácil. Tú siempre haces que las cosas parezcan ser tan sencillas, pero no... Yo no puedo… *** —¿Entonces, qué hiciste Grabiela? —Me fui corriendo… no pude hacerlo… más tarde me vino una infección en la vagina por traer eso adentro tanto tiempo. —¿Adentro?… No debiste haberte metido eso mujer. —¡Ya lo sé! —¿Y el Kiko? ¿Qué le pasó? Una prolongada y morbosa pausa se dejó escuchar. —La verdad nunca supe. Se decían tantas cosas, ya ves cómo somos de chismosos los humanos. Decían que lo mataron a los tres días. Dicen que fue una cuestión de deudas de narcos. —El Kiko no era un narco, sí la vendía, pero era más bien un usuario ¿o no? —Eso lo sabemos todos, pero dicen que si le robas a uno de esos tipos te mata y punto. Hay otros que dicen que solamente se rio de lo lindo y les decía a todos que casi logra meter efectivo adentro, pero se le cebó. —Tuviste suerte mujer… tuviste mucha suerte… Eso me dice todo mundo, y yo también creo que sí, pero este pinche sentimiento de culpa, es algo que me hace sentir como que cometí un gran error, un gran fallo, ¿sí me explico? Esto que siento, muy adentro de mí, creo que nunca voy a poder quitármelo… —Tú hazlo Gabriela, así me vas ayudar, luego vienes a visita conyugal, y yo te pago. Nunca debí haberte hecho caso Federico, nunca debí haberme metido contigo… pero si soy sincera conmigo misma, esa última vez…esa última vez…quizás sí, debí haberlo hecho… —¿Qué crees que hubiera pasado si lo haces? Eso nunca lo sabré… © David Alberto Muñoz Saltándose la barda
Un cuento Por David Alberto Muñoz Recuerdo muy bien, como de chiquita, te saltabas la barda de tu casa para irte a la calle. Era como si te tuvieran encerrada. De pronto, como si un raro animal te picara y te diera comezón, tú salías corriendo lo más rápido posible. Siempre te quise alcanzar, pero nunca pude. Ya sabías que cuando regresaras tu mamá te iba a dar unos buenos cintarazos, a calzón quitado y enfrente de todos, para que te diera vergüenza, pero a ti parecía darte más orgullo que nada. Te aguantabas el llanto lo más que podías, y aun cuando lo soltabas, tratabas de darle un aire de risa porque tú decías, a mí me gusta salirme a la calle, y a mí, nadie me dice que haga y qué no haga. No, no te importaba, te ibas, andabas por todos lados. Todos en el barrio sabían de Araceli. Jugabas con los muchachos más grandes, aprendiste a mentarles la madre al tú por tú, eras como una yegua salvaje, nadie podía controlarte. Yo siempre traté de seguirte. Me gustaste desde la primera vez que me viste directamente a los ojos mientras tu madre te daba bien duro con el cinto y te reíste conmigo, sí, te reíste en medio de unas lágrimas que creo fueron una especie de pacto entre los dos. Bien que me acuerdo que esa noche me enseñaste tus nalgas desnudas, te las había dejado rojas tu madre, y tú me dijiste, mira, es todo lo qué pasa, nada más se me ponen rojas, pero para mañana ya están listas para otra reatiza. ¿Quieres ir conmigo? Y yo siempre te dije que sí. Salías en chinga, te saltabas la barda no sé ni cómo, y yo iba detrás de ti, siempre, sin poder alcanzarte. No sé cómo terminaste la escuela si casi nunca ibas. Has de ser muy inteligente, porque a mí sí me costó mucho trabajo. La primera vez que me diste un beso, más bien me mordiste, me sacaste sangre, y te reíste de lo lindo, para luego besarme con tanto cariño que me confundiste totalmente. Siempre fuiste así, dos polos opuestos, dos personalidades distintas, ibas del mar a la montaña en segundos, y yo… yo siempre tratando de alcanzarte. Las pocas veces que tuvimos intimidada fueron simplemente una especie de juegos tuyos, dónde me enseñabas partes de tu cuerpo y me decías tócame y a los tres segundos salías corriendo, diciendo, ya, se acabó. Y yo siempre detrás de ti… Cuando me llegó la noticia de tu muerte, no lo pude creer. Araceli se quitó la vida. Yo sé que siempre estabas hablando de eso, pero la verdad yo pensé que era nada más una forma de llamar la atención. Siempre quisiste ser el centro de la atención. Bueno, creo que todos deseamos serlo, pero tú de veras que te pasabas. A veces con tus platicas inteligentes, o tus chistes medio albureros, o la forma en la que te levantabas la falda, todo con la intención que todo mundo te prestara atención a ti nada más. Nunca cambiaste Araceli, siempre corriendo, siempre como si estuviese alguien o algo detrás de ti. Una vez te pregunté, ¿no tienes paz mujer? Y tú te enojaste, me gritaste y me mandaste literalmente a la chingada. Hasta me cortaste de amigo en el FACE, porque según tú, yo no entendía tu forma de ser y de ahora en adelante ya no me ibas a hablar, punto. Te rogué no sé cuántas veces. Y finalmente reaccionaste con esa rara ternura que al menos yo pensaba era provocada por mi persona. Ven para acá niño bueno, así me decías, tú puedes decirme todas las groserías que quieras, no importa, al cabo no soy tuya ni de nadie. Y era verdad, nunca fuiste de nadie absolutamente. Hiciste con tu vida lo que te dio la gana, mientras que yo… yo nunca pude alcanzarte. Esa noche, cuando vino tu hermano a informarme de que habías fallecido, más bien, de que te habías quitado la vida, me trajo una carta que habías dejado para mí. Me sorprendió que no la hubieran abierto, era raro, todos en tu casa decían que eras una loca, una niña rebelde, que nunca supiste obedecer a nadie, pero de alguna extraña forma, todos te respetaban, todos aceptaban tu forma de ser, incluso tu padre, a quien le diste un montón de dolores de cabeza, por la forma con la que te ibas de un día a otro de tu casa, y no regresabas hasta meses después. Se decían tantos chismes sobre ti. Que te habías ido de puta, que te habías casado con un gringo rico y que vivías en Nueva York, que te habías embarcado en un buque al otro lado del charco, que para estas fechas, ya andabas en Australia, que te habías metido en la política y que eras senadora en España, o que simplemente te ocultabas en un pequeño pueblo de la sierra Tarahumara porque no querías ver a nadie. Cuando todos te vimos regresar, algo raro pasó. Te mirabas tan linda, tú siempre fuiste muy hermosa, aunque siempre me dijeras que no, que todo estaba en mi mente, que tú no eras esa mujer a quién yo había creado en mi imaginación, pero tu belleza cautivaba a medio mundo, eso no lo puedes negar. Te mirabas tan mujer, tan hembra, que te deseé quizás más que nunca. Esa fue la única vez que estuvimos juntos, la única vez en la que me permitiste tenerte, sí, muy a tu manera, pero fue la única vez que fuiste mía, aunque siempre negaste que no eras de nadie, que eras mala, y que te burlabas de medio mundo. Eso… sí es verdad, podías ser muy cruel, y te gozabas en ello. Jacinto, tu hermano, fue quien me entregó la carta. Querido Jaimito, (siempre me dijiste así) No quiero que te culpes a ti mismo de mi muerte. Tú ni nadie tiene la culpa de lo que me pasó. Simplemente cumplí lo que le había dicho ya por muchos años. Me cansé de vivir, me cansé de tener que batallar con esta enfermedad que me traía loca. Mi estado de ánimo cambia en segundos, tú lo sabes bien, voy de un extremo a otro sin hacer una pausa. Voy de la energía total, al desvanecimiento completo de mi alma. Siempre tengo la necesidad de salir corriendo. ¿Te acuerdas cuándo éramos niños? Yo brincaba esa barda a duras penas, y tú detrás de mí intentando hacer todo lo que yo hacía. Pobre niño bueno, había cosas que nunca pudiste entender. Esta vez no me sigas por favor. La vida es una nada más. Esta decisión que tomé, sea lo que sea ya no tiene vuelta atrás. Sigue vivo, haz lo que se te dé la gana, pero no me sigas, porque lo único que busco es poder descansar, y yo espero que detrás de la muerte exista realmente un descanso total. Cuídate mucho mi niño bueno, Araceli De eso ya hace más de 30 años. Y te he extrañado todos los días, Cada vez que veo esa barda, me imagino a ti intentando saltarla siendo todavía una niña, y yo detrás de ti, siempre anduve detrás de ti. Pero cuando te fuiste definitivamente, no pude seguirte, no me atreví. Creo que ya pronto voy a morir. Estoy viejo, y cansado también. Mis hijos ya casados, hasta nietos me han dado, pero muy dentro de mí, lo que deseo realmente es ir y buscarte. Ya sé que es medio loco eso de ir al más allá y buscar a un alma. Pero tú fuiste esa parte que siempre intentó alcanzar mi ser. No sé dónde estés, pero si puedo, te voy a encontrar, aunque sea sólo para seguir corriendo detrás de ti. Recuerdo muy bien, como de chiquita, te saltabas la barda de tu casa para irte a la calle… pronto veré, si todavía te puedo alcanzar… © David Alberto Muñoz La medalla
Un cuento Por David Alberto Muñoz Sobre el buró de su recamara, estaba la cadena que su madre le había regalado hace ya muchos años. Era una hoja de cuchilla para afeitar, de acero inoxidable, bañada en oro, con su nombre impreso. Santiago se la ponía todos los días, solamente se la quitaba para bañarse, porque decía que a lo mejor no era de oro puro y no quería que se le oxidase. Salido de la regadera, lo primero que hacía era ponerse aquella cadena que le recordaba a su madre. Se miraba en el espejo y se decía así mismo, está muy varonil la pinche cadenita. Tenía razón mi Jefa, a las mujeres les gusta, cada vez que la ven, es como un atractivo para ellas. Me cae que sí Jefita. —Cuando yo muera Santiago, acuérdate de mí, cada vez te rasures, cada vez que te estés cogiendo a una vieja, acuérdate de tu madre. —¡Cómo cree Jefa! Eso nunca. —¿Nunca qué? ¿Nunca vas a cogerte a una vieja? Doña Lourdes se burlaba literalmente de su hijo en su cara. Le encantaba verlo repelar y en ocasiones, sin que él se diera cuenta se lo albureaba bien bonito. —No sacudas tanto el chile mijo, que se riega la semilla. —¿Cuál semilla Jefita? Qué no ve que ya se la saqué. —¡Ah mijito, a la larga te acostumbras! —¿A qué Jefa? Doña Lourdes nada más soltaba la carcajada mientras el joven, ya hecho todo un señor se reía a lo pendejo si entender a su madre. Aquella mañana, se puso su cadena, se persignó como 40 veces y según él, rezó tres padres nuestros, se echó como medio litro de una imitación de Dolce & Gabbana Cologne, que más bien olía a alcohol con limón. Y muy seguro de sí mismo, salió a la calle. Tenía que verse con la oficial Howard, encargada de su caso. Santiago, estaba en parole[i], estuvo dos años encerrado por contrabando y posesión de heroína. Estando adentro casi mata a otro inmate[ii], solamente por malos entendidos que son tan fáciles de encontrar en las prisiones. Se había hecho todo un pinto viejo, tatuado desde el cuello hasta las piernas, Santiago caminaba por el barrio que lo vio nacer, saludando a la misma gente que lo vio desde chiquito y que vivió, de alguna rara forma su inducción al vicio, cómo pasó de ser un simple chavito mariguano, a convertirse en todo un tecato[iii] un loco que puchaba[iv] carga[v], y de pronto, se convirtió en un narco, no de los grandes, pero si un narco de importancia, al menos en su ciudad. Le gustaba cada vez que tenía que reportarse a su oficial de parole. Todo mundo lo miraba como caminaba desde su casa hasta la oficina del Arizona Department of Corrections. Se tardaba horas, pero le encantaban las miradas de todo mundo, sobre todo los conocidos, las ex-amantes, los miembros de su ganga, los policías, los que aún estaban trabajando, así como los retirados, los jóvenes que lo miraban como un mito viviente, todos estos, deberían detener su camino y mirarlo pasar. —Ese es el Santiago, le dicen el Canyon, porque es uno de los grandes. Todo mundo al menos volteaba a verlo, menos la Samantha, a quién le decían la Blanca, porque era casi albina. Ella fue la ruca del Santiago por años, hasta que lo metieron al bote, y ya cuando salió, ella no quiso nada con él. Esto lo llenaba de ira, coraje, más aún, cuando la Blanca miraba que venía el Canyon, se le acercaba a cualquier bato que estuviese cerca, para coquetearle, y darle celos al bato. Ese día, el Santiago de plano se molestó tanto porque Samantha se le pegó demasiado al Cisco, quién nada más elevaba la cabeza en señal de victoria, sobre todo cuando fue la misma Blanca, la que le puso su mano en el trasero. El pinche Cisco parecía pavorreal. En un ataque de furia, el Canyon llega y le da un tremendo golpe en el rostro al Cisco quien se va para el suelo, pero riéndose a carcajadas. Se levanta, con la risa todavía en los labios. Mira al Santiago y le dice con suma calma: —¿Qué onda mi Canyon? Duele cuando a tu vieja ya se la cogió otro. ¿Qué no? Antes de que Santiago se lanzara sobre el Cisco, la Blanca detiene al susodicho y lo toma de la mano para llevarlo debajo un puente que había por esos rumbos. —¿Quién chingados te crees que eres? Contéstame… yo ya no soy tu ruca Santiago, hace más de dos años que no nos vemos, ni platicamos, ni hemos estado juntos, por qué no entiendes, eres historia. ¿Entiendes cabrón? El Santiago la miró con mucho cariño, casi se le sale una lágrima, pero logró contenerse. Encendió un cigarro, y continuó su camino rumbo a la oficina del parole. *** Doña Lourdes tomaba un café, mientras que el Santiago, de cuclillas, miraba la calle como esperando a alguien. La mujer sonrió, observando el lenguaje de cuerpo de su hijo. Éste, estaba totalmente perdido en sus pensamientos. —Mejor olvídala mijo. —¿Cómo jefa? What did you say? Doña Lourdes apagó su cigarro, y se acercó a su hijo. Lo tomó por el brazo y lo llevo dentro la casa, dónde lo sentó en el sillón de la sala, para después sentarse en sus piernas y hablarle como siempre lo hacía. —Pudiera decirte que todas las mujeres somos iguales, que, ya que vemos que nuestro bato no es el mismo, o ha perdido prestigio, o simplemente se nos hace un bato muy chafa, pues lo dejan nada más. Do you know what I am taking about mijo? — I don’t know Jefita! —La muchacha ya está cansada Canyon. Debes de entenderla. Tú piensas todavía que todo es un juego, que eres un pinche jovencito, pero ya no, ya estás ruco mijo, ¿no me dijiste tú mismo que eras un pinto viejo? — Yes! —¡Pues entonces! Si de verdad la quieres, déjala ir. No es que ella no te quiera ni nada así. Estaban chavalos los dos. Pero tú te fuiste al bote, y ahora que le puedes ofrecer. Déjala ir mijo, es mejor, para ti y para ella. La madre le ve la medalla sobre su cuello. La agarra. Sonríe, abraza con todo cariño a su hijo. —¿Sabes por qué te di esa cuchilla para afeitar? —No Mom! —Porque a tu padre le decía el Navaja. Él decía que nadie le podía ganar mientras él tuviera una navaja en la mano. Y la noche que lo mataron, fue con su propia navaja, porque estaba tan pedo el güey que no supo defenderse. Cuando yo te di esta medallita, fue como el darte a tu padre, para que te cuide y te enseñe lo que quizás él nunca quiso aprender… Déjala mijo, es mejor para todos… déjala… *** Sobre el buró de su recamara, estaba la cadena que su madre le había regalado hace ya muchos años. Era una hoja de cuchilla para afeitar, de acero inoxidable, bañada en oro, con su nombre impreso. Santiago se la ponía todos los días, solamente se la quitaba para bañarse, porque decía que a lo mejor no era de oro puro y no quería que se le oxidase. Esa mañana le vinieron avisar que habían matado a la Samantha. —¿Qué? ¡Estás loco! What? Go fuck yourself! Cuando llegó al lugar donde yacía el cuerpo de la Blanca, se dio cuenta, estaba con todos los huesos rotos, el Andy, la encontró cogiendo con el Cisco, y los mató a los dos, no sin antes romperle cada uno de sus huesos a la pobre Samantha. Le dijeron que ésta, le había robado mercancía al Andy, y aunque el Andy según él era su bato, no pudo dejarla viva. —Ya ves mijo. Si hubieras seguido con ella, a ti también te hubieran dado Bang[vi]. Tomó su medalla, la besó, y miró hacia el cielo. Gracias Jefe, gracias Jefita… pero yo la quería, quizás demasiado, y un bato recién salido de la pinta, no debe de querer así… Chingada… que cabrona puede ser la vida… y siguió su camino, no había de otra. © David Alberto Muñoz [i] Libertad condicional. [ii] Preso. [iii] Adicto a la heroína. [iv] Contrabandeaba. [v] Heroína. [vi] Matar. El deal de Raymundo
Un cuento Por David Alberto Muñoz Raymundo había regresado de comprar la comida. Mamá lo mandó al súper. Pero él tenía la maña de tardarse de más, siempre se iba para otro lado. Hubo veces, en que tuvimos que ir a buscarlo. En ocasiones se metía en la cantina de Don Gregorio, ahí lo encontrabas con todos los borrachitos del barrio. Otras, por raro que parezca, llegaba a la biblioteca de la ciudad, la que está a un lado del colegio de Glendale, acá, les decimos a esos colegios, comunitarios, en México no entienden bien este concepto. Yo le pregunté a mi profesor de la uni, y me dijo que son instituciones de estudios superiores. Ofrecen un título universitario en dos años, es como un papelito extra. Pues a Raymundo, a veces, bien pudieras encontrarlo metido in the library, leyendo una novela de García Márquez o una de Laura Restrepo. Decía él, que los dos eran colombianos, y que por eso eran buenos escritores. Yo a veces le alegaba que también había writers no sólo mexicanos, sino Chicanos, Mexican-American, que escribían muy bien sobre la experiencia nuestra, pero él nada más se burlaba. Le gustaban las descripciones eróticas que hacían ambos autores. A Raymundo siempre le gustó estar viendo a las mujeres, no importa qué edad tuvieran. Mientras estuvieran enseñando las piernas, las chichis, o en una actitud sensual, a él le encantaba echarles piropos. No importa cómo estuvieran, jovencitas, grandes, delgadas o pasadas de peso, mientras fueran hembras, Raymundo le entraba. Yo en ocasiones me levantaba la falda para que me viera los calzones, no porque me gustara él como hombre, sino más bien porque a las mujeres como que nos gusta llamar la atención. ¿Qué no? Él se hacía el menso, soy su hermana, y pues, aunque algunas veces uno puede sentir algo raro, pero no, no se trataba de eso. Raymundo siempre fue mi hermano menor, siempre lo vi así, y pues, eran puros juegos tontos, pero bien que se me quedaba viendo el desgraciado. Yo creo que los hombres se cogen a su propia madre si esta se los permite. —¡Ya traje los chiles Flaca! Apúrate a hacer la comida. Hurry please, I’m hungry! Ese día se le antojaron chiles rellenos, y mi mamá me pidió que se los hiciera, ella tenía que trabajar, trabajaba en una casa de gringos, de ayudante doméstica, aunque si vamos a hablar como hablaba la gente de antes, se ocupaba de sirvienta, and I think working doing that no tiene nada de malo. Es un trabajo digno como cualquier otro. Por lo mismo nos decían nuestros padres que deberíamos de estudiar para no acabar como ellos. Precisamente por eso nos venimos para el otro lado, para mejorar. Y bueno, de cualquier manera, yo casi siempre cocinaba. Éramos cuatro en la familia, mi mamá, mi papá, mi hermanito Raymundo y yo. Mi Dad works de lavaplatos en un restaurante que está en la Bell avenida. Es un buen lugar, se llama Manuel’s Mexican Restaurant and Cantina. Es un lugar que dizque con mucha tradición. Mi padre tuvo suerte de conocer a uno de los cantineros que ahí trabajaban, y pues él le consiguió la chamba. Algunas veces íbamos a comer ahí, creo que le dan a mi papá descuento por ser worker. Es bien curioso ver cómo mi padre se desenvuelve en ese lugar. Llega como si fuera el mismito dueño, bueno, hasta que el manager aparece, y baja la guardia mi jefe, y simplemente le dice: Thank you very mooch sir! Pero en fin, Raymundo regresó con todos los ingredientes para que le hiciera yo sus chiles rellenos. Y fue precisamente antes de que empezara yo a tatemar los chiles, cuando sonó el teléfono. —Alo… ¿Aurelio? What happened? La cara de Raymundo se puso blanca. Fue como si hubiese visto al mismito Diablo. —¿Cómo supieron? ¿Quién les dijo? ¡No! Yo no soy rata Aurelio, chale. Don’t say that ese. What? ¿Estás loco? No puedo hacer eso. She is my sister. Está pedo ese güey. ¡Que se vaya a la chingada! De inmediato le pregunté qué pasaba, escuché que mencionó a su hermana. La mera verdad no reconocía a Ray, estaba como loco, como poseído. Yo me asusté mucho, nunca lo había visto así, me dio miedo. ¿Qué pasa Ray? Dime, please, ¿qué pasa? Me dijo que unos hombres iban a ir a buscarlo a la casa, que querían matarlo. What! ¿Cómo? ¿Qué hiciste? Eso no es posible. Raymundo me dijo que estaba metido en un santo lío, que había ido a comprar droga para un amigo, y que de alguna manera se quedó con el dinero, y ahora lo buscaban por haberle robado al dealer. Eso no tiene sentido Ray, ¿a poco no les entregaste el dinero cuando te dieron la droga? No Flaca, no lo hice. I didn’t do that! No sé qué va a pasar, me decía. De pronto, se detuvo, y se puso muy serio. Me tomó de la mano y me sentó en el sofá de la sala. Volteaba, como para asegurarse que nadie fuese a escuchar lo que me iba a decir. Le temblaban los labios, la voz como que se le iba, eran un total desastre. Yo no sabía que hacer… —Mira Flaca, listen to me very carefully. OK? OK, le contesté. —Hay una forma de sacarme de todo esto—De inmediato le dije, ¿cómo? No te andes por las ramas, habla, por favor, habla. —¿Te acuerdas del MeroMero?—¡Claro! Grité. El tipo ese odioso que se cree que es pura chingadera. ¿Ese te dio la droga? —Sí… ¡Hijodeputa!, ¿qué vamos a hacer Ray? Se miraba que mi hermano quería decir algo, pero como que no se atrevía. Elevaba la mirada, lanzaba los brazos al aire, tosía limpiándose la garganta cada tres segundos. Sacudía su cabeza y se tallaba los ojos como intentándose darse valor. Se levantó y fue al bar que mi papá tenía al lado del gabinete del comedor. Se sirvió casi medio vaso de whiskey y se lo tomó de un trago. Respiró calmando sus nervios de la mejor manera que pudo. Se sentó frente a mí nuevamente, tomó mis manos en las suyas y con una voz que nunca antes le había escuchado me dijo: —Flaquita, el MeroMero dice que me perdona el robo…—¿Cómo? ¡Dime! Le gritaba yo en su rostro. —Se olvida de todo, si tú te acuestas con él. ¡HIJO DE LA PUTA CHINGADA! ¿Estás loco Ray? ¿Qué te pasa? Soy tu hermana, no soy un mueble que puedes usar, así como así. ¿Para qué te metes en esos líos? De seguro sí le robaste el dinero y ahora a la hora de los trancazos ya no tienes ni el dinero ni los huevos para hacerle frente a todo lo que has hecho. Siempre has sido así, todo el tiempo terminamos ya sea yo, o uno de mis papás sacándote de todos tus pinches líos. No jodas Raymundo, eso no es justo, arréglatelas como puedas. Y me fui corriendo a mi cuarto. Permanecí parada por varios minutos en medio de mi recámara. Miré las fotos que tenía de mi hermano, cuando caminó por primera vez, la primera vez que me dijo Flaca, la vez que fuimos juntos a bailar a un night club. No estaba segura que estaba sucediendo. Mi corazón latía a más de cien kilómetros por hora. ¡Pinche Raymundo! ¿Cómo se le ocurre? De pronto, sentí su presencia detrás de mí. No quise voltear. Estaba loco, ¿cómo puede imaginarse que yo pudiera acostarme con ese gordo asqueroso? Él se acercó lentamente, puso sus manos sobre mi cintura, me abrazo con mucho cariño, y puso su cabeza sobre mis hombros como siempre lo hacía. —Me van a matar Flaquita, le robé más de mil bolas al MeroMero. No sé qué voy a hacer. *** Estábamos en un cuarto mugriento, olía a mierda. A Raymundo, le dijeron que tenía que ver cómo me cogían. Lo hicieron que se parara frente a mí. Yo estaba acostada en el piso, con las manos hacia arriba, me ordenaron estar en esa posición y me sentenciaron. ¡No te muevas! Si no te va a ir peor. Me desnudaron completamente, y sobre mi cuerpo, el asqueroso olor de ese tipo cayó metiendo su sexo dentro de mí… sentí que se metía hasta lo más profundo de mi alma… Todo lo hubiese aguantado, por él, por mi hermano, porque lo quiero mucho, a Raymundo, al Ray, a ese niño que he cuidado desde que era chiquito, desde que nació, él es mi carnal, mi hermanito de sangre… pero de pronto, al verlo directamente a los ojos, y aunque él lo negó toda su vida, pude ver una leve sonrisa plasmada en sus labios. Era como si él disfrutaba con lo que el MeroMero me hacía. He tratado de borrar aquella imagen de mi mente ya por muchos años, pero no he podido. Permanece enterrada en mis recuerdos, y por las noches se convierte en pesadilla, y no importa cuantas veces se lo haya echado en cara a mi hermano, él nunca lo va a aceptar. Yo ya ni sé, no quiero saberlo, chingada, preferiría olvidarlo todo y no tener memoria. Porque a veces creo que el deal de mi hermano, fue precisamente ese, entregarme a mí, a cambio de su pinche droga. A veces los hermanos pueden ser malos… a veces son buenos… pero el mío… no estoy segura qué será… No fue nada, sólo un deal más… © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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