Dignidad
Un cuento Por David Alberto Muñoz Lo miré a distancia sentado en la mesa de la cocina. Aquella cocina donde tantas veces la familia se juntaba no sólo a comer, sino también a convivir, a pelear, a disfrutar los unos de los otros. Lugar épico lleno de secretos revelados, en una profecía bíblica escrita por el ángel de Abbadón. No se había rasurado ya en varios días. Su barba blanca le adornada el rostro, dándole un leve sabor a edad. Su cuerpo encorvado se antojaba frágil. Lo vi muy quebradizo quizás por primera vez. Ya no era aquel hombre lleno de vida que me enseñó a vivir muy a su usanza. Sus manos le temblaban algo, y su mirada cansada reposaba sobre aquella taza de café que nunca quería terminar. —¡Siéntate bien! No pongas los codos en la mesa. Se atento a todo. Imaginé aquellas veces cuando siendo yo niño, lo miraba comprar litros de leche en la tiendita de alguna cuadra, y la forma en la que lo veía tomárselos casi de un jalón. No sé lo que pensaba. Me preguntaba simplemente ¿qué estará maquilando? Levantaba mi rostro para ver el final de la escena y observaba su garganta bebiendo el líquido cremoso que se me antojaba. —¿Papá? ¿Me das? Siempre fue una incógnita para mí. ¿Qué piensa mi padre? Vislumbré esa vez, cuando siendo yo todavía un infante, jugaba con él a los soldaditos, y él, con ese ánimo que siempre lo caracterizó, encendía ímpetu, voluntad, drama, una inigualable diversión con aquellos soldaditos de plástico que peleaban por designios de sus dueños unos contra otros. —La vida es una guerra constante. Las palabras las repetía. Los mismos pensamientos parecían regresar a su mente una y otra vez. Sacaba conversaciones de la nada. Al estar hablando de cualquier tema, él se salía casi con fuerza, como exigiendo atención. ¿Por qué la gente ya no me hace caso? ¿Por qué me cuesta tanto trabajo estar presente? —No me gusta la vejez. Me dolió…sí…me dolió mi padre, tal vez por primera vez en mi vida sentir dolor por él, pero lo más impactante fue, cuando me di cuenta de lo que realmente estaba pasando. No era él, era yo…sí…era yo viendo mi propio reflejo en el espejo que colgaba en la pared de aquella cocina, y detrás de mi cuerpo cansado, irreconocible, mi hijo me observaba como sintiendo lastima por mí. —Dame un poco de dignidad hijo…por favor…sólo un poco de dignidad…es todo lo que pido. Y creo que lloré…sí…lloré sin que nadie se percatara de mis lágrimas. No entiendo porque la vida tiene que ser así. No era él, era yo… © David Alberto Muñoz
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Fragmentation
Un relato Por David Alberto Muñoz La primera vez que regresé a México después de estar ausente por varios abriles, me di cuenta que algo raro había pasado. No sólo en mí, sino también en el país que me vio nacer. Las cosas eran distintas. Tendría alrededor de 10 años de haber emigrado al otro lado como le decimos a Gringolandia. Según yo, era el mexicano más escueto que pudiese haber, pero de pronto, me di cuenta que todos mis amigos de la infancia, me miraban distinto. Incluso mis familiares de pronto me reprochaban cosas. Yo no podía entender por qué. —¡Eres un malinchista! —Ya se te subió nada más porque vives en el otro lado. —Hasta hablas diferente. —Eres un vendido. Pinche Alejandro, te olvidaste de dónde eres. Me dolió la mera verdad que me dijeran todas esas cosas. Nunca imaginé ser tratado así por mi propia gente, mi propia raza, mi propia familia. Descubrí de pronto una especie de barrera que no lograba derribar. Ya no era parte de la pandilla de la cuadra. Ya no me era permitido jugar con ellos, hacer chistes. Todo mundo me trataba con desconfianza, con escama, con mucho recelo. —¿Malinchista por qué? ¿Qué hice?—respondía. —No te hagas pendejo, tú bien sabes por qué. Empecé a cobrar conciencia de mi comportamiento. Mi propia forma de hablar había cambiado. Tanto criticaba yo a los mentados “pochos”, que me convertí en uno de ellos sin saber exactamente cómo. —Vamos a ver una movie. Tú troca está nice. Háblame pa’ atrás cuando tengas time. Yo mismo recuerdo cómo me frustraba escuchar el español mal hablado, mal pronunciado. Andaba corrigiendo a medio mundo. Me jactaba de venir de la capital azteca, y de haber asistido a la máxima escuela de estudios, y profesar que mi español era mejor que el de los llamados Chicanos de las tierras rojo azul. Pero, a no más de 10 años de vivir en suelo del tío Sam, ya estaba atrapado en otra cultura, en otra forma de ser. —¡Qué! ¿Ya no sabes hablar español? —Claro que sé… Me vi de pronto en mi terruño. Con una voz cambiada, sin la misma soltura al hablar mi propia lengua. Me concentraba para lograr repetir palabras, dichos, expresiones y demás, que me hicieran ser lo que yo pensaba que era, un chilango de verdad, alguien nacido en tierras aztecas, de Tenochtitlán, del suelo dónde el águila devoraba a la serpiente sobre un nopal en medio del Lago de Texcoco. Pero no, ya era otro. Cambiado, distinto, trasformado. —¿Tú eres del norte verdad? Me preguntaban. Yo de inmediato respondía con un acento norteño bien fuerte. —¡No, yo soy de la ciudad de México, síeñor! Cuestión a la cual, risotadas brotaban de todos aquellos que estaban frente a mí. Mis propios amigos me presentaban de otra manera. —Déjame que te presente a Alex, bueno se llamaba Alejandro, pero como se fue a los Estado Unidos, se cambió de nombre. —¡No manches!—respondía yo de inmediato. Y hacía lo mismo que muchos Mexicoamericanos, presumir mi inglés a veces mal pronunciado, para hacerles ver que tenía algo que ellos no poseían. — I was born in Mexico. I left ten years ago but I have not forgotten my Spanish; it’s only the fact that I speak another language. Todos se reían en mi cara y casi me gritaban. —¡Ay sí, que mamón! —¿Qué dijo el güey? —Yo qué sé. Creo que experimenté lo que todos los Chicanos sienten cuando nos burlábamos de ellos. Pero también la experiencia fue gacha del otro lado. Fueron precisamente los Chicanos los que se burlaban de mi inglés. Los que me trataban muy mal al principio. Se sentían superiores a mí porque hablaban el inglés perfectamente. Yo miraba a algún moreno y asumía, este cuate es mexicano, habla español, le puedo preguntar a él. —¿Oye carnal? ¿Pudieras decirme dónde queda el departamento de tránsito? Tengo que sacar mi licencia. En México, nunca saqué una. Simplemente daba mordida. Pero me dicen que aquí es necesario tenerla para al menos tener una identificación, ¿no? Entonces aquellos tipos con piel de color café, hechos por los dioses del maíz, elevaban una voz de enojo y vociferaban palabras que herían mi orgullo propio. — I don’t speak Spanish! Estaban más prietos que el chapopote y no sabían hablar español. Cómo se los eché en cara. —Se avergüenzan de su raza, de su color. Son unos vendidos, no han sabido apreciar su cultura, sus orígenes, su pueblo. Sentí lo mismo que ellos cuando en mi México lindo y querido me decían lo mismo. —¡Eres un vendido! ¡Chingada madre! Con que facilidad nos juzgamos los humanos unos a otros. Después comprendí que era verdad. A muchos de ellos les pegaban en la escuela si hablaban el idioma de sus padres. Y la única salida que tuvieron para escapar esa frustración fue ignorar el idioma de sus antepasados, y adoptar el English, y de esta manera sentirse mejor ante la forma tan indigna en que eran tratados de este lado de la frontera. A muchos de ellos, la frontera los saltó. De la noche a la mañana les cambiaron su bandera, su idioma, su misma forma de ser. Entonces entendí al pocho. Es más, no todos se consideran Chicanos, unos prefieren llamarse, Mexicoamericanos, otros son Tex-Mex, y existen también aquellos que prefieren perder su herencia étnica con tal de ser aceptados dentro de una sociedad que hasta la fecha no nos quiere. Cuando te das cuenta de todas estas cosas algo pasa en ti. Te trasformas. Es imposible evitar que veas las cosas de la misma manera. Así me pasó a mí. This how my transformation happened. He cambiado, pero nunca dejaré de ser mexicano, aunque es verdad que en muchas cosas sí me he trasformado...ahora no solamente soy mexicano, también soy Chicano, y hasta llego a ser gringo en toda la extensión de la palabra. Chingada madre…esto es lo que yo llamo fragmentación… © David Alberto Muñoz Jamut*
Un minicuento Por David Alberto Muñoz Era una hembra de raíces indígenas, llena de pasión y contradicción para con ella misma. Él, al fin de cuentas varón, encontró aquellas palabras que le había escrito hace ya algún tiempo, estaban extraviadas dentro del pesquis de su ánima. Imperfectos poemas con narraciones construidas en tiempos subjuntivos sin gerundios, y en busca de sujetos, cuando en aquellas noches una ardiente sinceridad, ahogada de loca ebriedad, dominaba su frágil ser. Estaban empolvadas, sucias, gastadas, detrás de la maleta que siempre miraba con sus ojos, mientras la cargaba en cada viaje que hacía. Al tomarlas, las sintió arrugadas, secas, marchitas, con olor a cuerpo muerto. Trató de revivirlas, pero no pudo. Simplemente las guardó en la bolsa de su camisa, del lado del corazón. Ese día, se dio cuenta que las palabras también fallecen. Que en paz descansen…se dijo así mismo. Tomó una pluma, y comenzó a escribir nuevamente… Jamut… © David Alberto Muñoz *Mujer, en lengua yaqui. Sudor
Por David Alberto Muñoz Rosalía estaba sudando. El calor de verano quemaba a los pobladores del mentado Valle de Sol. Las temperaturas subían hasta los 118 grados. Todos los días era un calor de los mil demonios. —No entiendo cómo le haría mi mamá. En su época las mujeres se ponían medias, pantimedias o como se llamen esas cosas—pensaba la joven mujer—Me choca que me suden las piernas, sobre todo en medio de la entrepierna. Por la mañana se había levantado al igual que todos los días, para después de ir a caminar un poco, tomar un baño con agua bien fría, haberse puesto su vestido blanco para ahuyentar al sol, y con un coqueto maquillaje, salir a la calle para realizar su rutina diaria. —No me gusta que me sude la entrepierna—se repetía una y otra vez. Rosalía trabajaba de secretaria en una oficina de abogados. Era estudiante de leyes y había conseguido el trabajo, gracias a su amiga, Alejandra, quién también estudiaba leyes. Todos en la oficina la apreciaban bien. Bueno, en ocasiones tenía que padecer el continuo acoso sexual de los hombres, esos que dicen no darse cuenta de estar acosando a nadie. —¡Qué guapa te ves mujer! ¿Cuándo se me va a hacer verte en ropa íntima? ¡Es pura guasa Rosalía! —¡Pinche cerdo!—se gritaba a ella misma, sobre todo, cuando el jefe le hacía un comentario sucio, incomodo, cuestión a lo que ella simplemente sonreía intentando hacerlo a un lado como si no tuviese importancia. —¿Y esa gotita que dejó caer por en medio de las piernas? ¿No me va a decir que está excitadita Rosalía? —¡Ah licenciado Torres! Es usted un incorregible coqueto. Los ojos de Torres se llenaban de lujuria mientras la muchacha salía lo más rápido que pudiera de aquella oficina. El calor se sentía incluso dentro las paredes dónde tenían un poderoso aire acondicionado. Las entrepiernas de Rosalía seguían sudando y sudando, pequeñas gotas de traspiración caían de pronto sobre la alfombra de color azul, de ese que siempre ponen en las oficinas. —¡Pinche calor! --Good morning Rosalía! Era la Sra. Bruce, encargada de limpieza. A Rosalía se le hacía muy curioso que una mujer blanca trabajara de conserje, o de limpiadora de oficinas, como le decían de este lado de la frontera. En todos lados, siempre era una mujer que se apellidaba, López, Martínez, González, no Bruce, y lo más curioso todavía, era que la susodicha hablara español. —¿Cómo está señora Bruce? —saludo amablemente la chica. —Pues aquí mija, working, what else is there to do? Rosalía se le quedó viendo con ojos de curiosidad. La Sra. Bruce, vestía un uniforme de color caqui, de falda y blusa, traía su pelo recogido en una cola de caballo. La Sra. no era una mujer fea, pensó Rosalía, lo que pasa es que siempre anda trabajando cuando la veía. —¿No tiene calor Sra. Bruce? --Of course! Pero qué quieres que haga mija. Simplemente sudo. La miró directamente a los ojos, para luego observar sus entrepiernas. —Disculpe Sra., ¿le puedo hacer una pregunta? —Claro, ask me. —¿A usted no le sudan las entrepiernas? La Sra. Bruce dejó salir una alegre carcajada. —¡Ah mija! ¿De dónde viene eso? —Es que a mí por más que me baño, me ponga talco, y trate de no sudar de ahí, siempre termino dejando caer gotas al piso. No lo hago a propósito. Es que sudo mucho, nada más. Figúrese que el otro día el desgraciado del Sr. Torres se dio cuenta, y desde entonces no deja de hacer comentarios al respecto, el pinche…perdón, no quise decir eso. --Don’t worry…ese viejo es más que pinchi… —¿Sí me entiende? La mujer ya de edad madura miró con ojos de madre a una muchacha enfrentando su realidad de ser hembra en un mundo de machos. —Mira mija, los hombres muchas veces son unos desgraciados, no saben respetar. Creen que sus chistes y comentarios sexistas nos gustan a todas nosotras. La próxima vez que te diga algo, simplemente ignóralo, y hazle ver que su comentario no te gustó. —No es tan fácil señora…es mi patrón. —Eso no le da derecho a que te insulte y te diga todo lo que te dice. No tiene derecho. Mira, cada vez que sudes de la entrepierna, siéntete orgullosa de ser mujer. Las mujeres sudamos igual que cualquier hombre, sí, sudamos, y ¿sabes por qué? Porque trabajamos, como yo, más todavía, yo no me avergüenzo de mi propio cuerpo, del aroma a trabajo que bien dejo tirado por ahí. Soy hembra, y así como a veces me gusta vestirme bien, maquillarme el rostro y ser coqueta, a veces también me encanta sudar y oler a trabajo dentro de mí misma. ¿Entiendes muchacha? Ella afirmó con la cabeza. —No te dejes más. Habla, di lo que no te gusta, ya es demasiado. No te dejes de nadie. —¡Rosalía!—era el licenciado Torres. —¡Voy licenciado! Se acerca al oído de la Sra. Bruce. —Pinche viejo cerdo…me va a escuchar. Ambas ríen alegremente. Mi mamá me contaba esta historia siempre. Mi madre era Rosalía. Y cada vez que sudo de mis entrepiernas, me lleno de orgullo de ser mujer. Es olor a hembra trabajadora. Yo le quiero contar a todas mis hijas, la historia de su abuela Rosalía… © David Alberto Muñoz ¿Una boleada?
Un cuento Por David Alberto Muñoz En alguna esquina de la ciudad de México, se podía ver una estructura de metal cubierta por una manta llena de publicidad del Nacional Monte de Piedad. Tal armazón estaba compuesto por una silla cómoda, con un par de patas de acero para descansar los pies, mientras que una persona “acariciaba” los zapatos de quien cómodamente instalado en tal silla, leía el periódico, platicaba con el bolero, o simplemente disfrutaba del panorama frente a él, todo, con el propósito de hacer brillar sus zapatos. También, desde la ventana de su casa, Arnulfo, podía ver a individuos con su cajón de bolear, caminando, buscando clientes. Él, le preguntó a su padre en cierta ocasión: —¿Por qué les dicen boleros papá? —La mera verdad no sé Arnulfito, a ellos no les gusta que les digan así, prefieren que les llamemos, aseadores de calzado. Aunque ellos mismos cuando te ofrecen sus servicios te dicen, ¿no quiere una boleada? —¿Entonces? —Pues veras, en cierta ocasión leí en un diccionario raro de esos que te enseñan algunas variantes del español, que la palabra bolero se utilizó en un libro que se llamó El pajarero, escrito por un tal Ortega M, y ahí decía: “…en mis tiempos de la niñez fui bolero, trabajaba en una cantina…” —De ahí el uso que le damos en México. ¿Por qué preguntas mijo? —Yo quiero ser bolero. —¿Cómo? —Yo quiero ser bolero. —¿Qué te pasa Arnulfito, ¿qué estás diciendo? ¿Entiendes que es un bolero? —¡Claro papá! Un bolero es alguien que bolea los zapatos de la gente. Y hace ese ruido cuando le da bola a los zapatos, y los zapatos rechinan, mientras cobran un brillo reluciente. A ti y a mí nos han dado boleada infinidad de veces. Me gusta verlos cómo trabajan. Hoy en día hasta hay mujeres que bolean. Y pues bueno, a mí me gusta más que una muchacha me dé bola porque me gusta verlas, a mí me gustan las muchachas más que los hombres. —Pero, ¿de dónde sacas esa idea de querer ser bolero? —Los boleros siempre están en la calle, conociendo gente, haciendo dinero. Escuchan a los clientes, y los clientes les cuentan historias fantásticas, como Don Josué, el bolero de la esquina. Él siempre está dispuesto a bolearle los zapatos a ti, a mis tíos, a mí, y mi mamá, cuando quiere que sus botas brillen bien bonito, las manda con Don Josué, para que les de él una buena boleada. Y tanto sólo cobra quince pesos. —Arnulfo, ¿sabes los que estás diciendo? —Sí papá, quiero ser bolero. Desde la primera vez que me llevaste a darme bola, ese trabajo me fascinó. Además, tú siempre me has dicho que yo puedo ser lo que yo quiera ¿no? El padre del niño de apenas 10 años de edad, no sabía cómo reaccionar. —Pero mijo, esa no es una profesión. Es cierto que mucha gente ya lleva hasta 50 años trabajando de bolero, pero ellos mismos te dirán, que en un buen día se gana $150 pesos, y eso no es nada mijo. ¿Cómo vas a comer con esa cantidad? Arnulfito se quedó muy pensativo. En su mente de niño intentaba responder a la pregunta de su padre. A él, le fascinaba aquel trabajo. Ya sabía que tenía que eliminar el polvo del calzado utilizando un cepillo. Después, limpiar con jabón de calabaza para quitar impurezas de la piel del zapato, aplicar tinta en las zonas raspadas y las suelas. Posteriormente, con una brocha sería necesario distribuir la crema para dar color y nutrir la piel, y entonces, aplicar la grasa, con los dedos, para dar brillo y proteger el calzado del polvo y la humedad, cepillar y terminar dando brillo con un paño, haciendo rechinar cada uno de los zapatos. Para aquel niño de edad manceba, todo aquello era un verdadero arte. El padre suspiró…detuvo su respiración por unos cuántos segundos para después decirle a su hijo: —Tal vez tengas razón, bolear zapatos es un oficio, pero también tiene su arte, no cualquiera lo puede hacer. Está bien Arnulfito, si quieres ser bolero, tendrás que ser el mejor. Es más, puede que de esa manera, puedas pagar por tus estudios. En fin…la mera verdad, no desearía que perdieras todavía esa inocencia que puedo ver en tus ojos. El niño se emocionó tanto que salió corriendo casi gritando rumbo al lugar donde posaba aquella estructura de metal, con una manta de publicidad del Nacional Monte de Piedad. —¡Don Josué! ¡Don Josué! —¿Qué pasó Arnulfito? ¿Quiere grasa joven? —¡Mi papá me dio permiso de ser bolero! —¡Chingada madre! Jijiji… —¿No es fantástico? —Pues no sé Arnulfito, veme a mí. —Pos yo quiero ser como usted. —¡Ah Arnulfito, mira nada más qué dices! Detrás de la mirada de aquel niño, una total incertidumbre, al no poder entender las palabras de Don Josué, quién de pronto, sintió una gran dulzura por aquella criatura. —Arnulfo, Arnulfito…lleva siempre esa inocencia dentro de ti, así, nunca envejecerás. ¿Estás seguro de querer pasar el resto de tu vida boleando zapatos? —Sí Don Josué. —Bueno, pues a bolear se ha dicho… Años después, aquel niño se convirtió en adulto. Nunca dejó de bolear zapatos, aunque hubiese tenido la oportunidad de tener una carrera. Cada fin de semana, lo podías ver en el mismo lugar de entonces, con su estructura de metal, con su equipo para bolear, porque al menos él, descubrió, que en la vida hay más que el dinero, también existe el potencial del corazón, el disfrute de hacer algo que realmente nos gusta. Y para Arnulfo, las conversaciones que lograba tener con sus clientes, valían oro puro. A veces se sentía como sacerdote o un consejero, ayudando a la gente a sentirse mejor. Esto era lo que significaba para él el bolear zapatos. Nunca lo entenderé…pero eso ya no hace falta…lo que sí sé, es que ese niño, era yo. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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