Desilusión
Un cuento Por David Alberto Muñoz Elenita esperaba el mensaje de Edmundo para hacer “aquello” en lo que habían quedado. Estaba nerviosa, después de todo era la primera vez que se decidía a violar las leyes que sus padres le habían impuesto. Todo mundo le decía que eso no se debe de hacer hasta que estuviera casada. Toda la sociedad se encargaba de recordarle, que si violaba esa ley, que entre paréntesis era divina, un gran mal le vendría, y quedaría condenada ante todo el mundo como una mujer fácil, de esas de la calle. La joven de tan sólo 16 años de edad imaginaba solamente cómo se iba a sentir hacerlo. Todas sus tías le habían contado que ellas, lo habían hecho mucho antes de estar casadas. Incluso su tía Amalia, la más grande de la familia, había sido el escandalo más gigantesco, porque en su época, las mujeres no se iban a vivir solas, y además no recibían la visita de hombres solteros, incluso uno que otro casado, que se quedaban toda la noche con ellas. Su madre parecía ser la única que le insistía que ella esperó, y que solamente había sido de su padre, y punto. Ella debía de hacer lo mismo. La verdad, eran más los nervios que la excitación que brotaba de su cuerpo. Las mujeres también sienten y tienen necesidades. Edmundo por su parte, en su mente, simplemente se preguntaba qué chingaos iba a hacer cuando ella se lo entregue todo. Bien lo decían las hembras, cuando le das a un hombre lo que te ha pedido por tanto tiempo, no saben qué hacer los tontos. El chamaco, también de 16 años, solamente había escuchado esas pláticas exageradas de sus amigos, ni siquiera había visto una película porno. Eso sí era un verdadero pecado, era hijo de una familia muy religiosa, dónde la mamá le cortaba al periódico los anuncios que mostraran demasiado el cuerpo de una mujer, y esto lo hacía para entregarle a su marido simplemente el texto de las noticias importantes del día, no toda esa publicidad decadente. —Mis papás me van a matar cuando se den cuenta. Tú por lo menos eres hombre. Se supone que ésto te hará más macho. —¿Por qué dices eso? Siempre se piensa que la mujer pierde más. Pero nosotros también perdemos algo. Ni siquiera sabemos que chingaos hacer. También nos ponemos nerviosos. Hay tanta presión por parte de los demás. Todo mundo dice que ya estamos en edad de hacerlo, ¿a poco no? Y sí, sí queremos, pero nos da miedo, sí a mí también, no sé qué va a pasar. —¿A poco tú no lo has hecho? —¡No! Todos en la cuadra te van a decir que sí, que son expertos, pero la mera verdad con trabajos no la hemos jalado. Todos son muy mentirosos cuando se habla de la mentada cogedera. Pura palabrería, el único que creo que si ya lo hizo es el Gavilucho, le decimos así porque tiene el pelo como los gaviluchos en malo. El pinche José alias el Gavilucho Roldan ya hasta ha ido a una casa de putas. Me cae que sí… pero de ahí en fuera, todos somos una bola de mocosos oliendo a orines. La mirada de Elenita no era de sorpresa, más bien parecía un poco desilusionada. —Por lo menos eres honesto. Estaban en un carro Valiant 1968, era de la Chrysler si no mal recuerdo. Los asientos eran de plástico y el sudor de ambos ya les molestaba. Edmundo, se secaba constantemente el cuello, le ardían los cortes que se había hecho al rasurarse por primera vez, pensando que ese día sería un momento clave en su vida, cuando iba a hacer el amor por primera vez. Quería recordarlo, creo que lo único que recordaría sería el ardor que sentía en su cara porque ni siquiera se había puesto loción después de según él afeitarse. A Elenita por su parte le sudaban las piernas, se había puesto pantimedias y estaba haciendo bastante calor. —Casi nunca me pongo estas chingaderas, no sé cómo se me ocurrió hacerlo hoy. La pintura en su rostro de niña todavía, era demasiada, se la había olvidado hacerse el manicure y sus uñas lucían algo grises, aunque su pecho adornado por un escote bastante gratuito le daba ese orgullo muy femenino, de hembra, luciendo sus atributos naturales. —¿Entonces?—preguntó la joven doncella. —¿Entonces qué?—respondió el torpe jovenzuelo. —No te hagas, ¿lo vamos a hacer o no? —Si tú quieres… sí… claro… —¡Pues acércate, tócame, bésame, haz algo por el amor de Dios! Nada más estás ahí de pendejo viendo la película. Habían ido a un autocinema. Andaban esos lugares muy de moda. Ahí iban los jóvenes a perder su decencia y a entregarse a sus propias lujurias. Edmundo se lanzó de pronto sobre Elenita que sorprendida ni tiempo tuvo de reaccionar. Las manos del virgencito trataban inútilmente de quitarle la ropa a su pareja, quién lo miraba con ojos de total desilusión. La besó torpemente, emitió el sonido que él pensaba los hombres emitían de su garganta en situaciones como aquella. Sí, Elenita ya lo estaba comprobando, Edmundo no sabe cómo tratar a una mujer. Debió haber escogido mejor a Ricardo, él está más grande, pero le dio miedo porque ya es mayor de edad, además, es de otro barrio, y en la cuadra se pueden enojar. Hasta ya está asistiendo a la universidad, y dicen todos en la cuadra que es un verdadero hijo de la chingada que ya se ha cogido casi a todas las muchachas en más de dos barrios. Y pues, además, a ella le gustaba mucho Edmundito, si Edmundito, el hijo del dueño de la tiendita de la esquina, que ya hace más de 6 meses le regalaba las cosas que ella iba a comprar y que además le había dicho si quería ser su novia. Aunque esas cosas ya no se acostumbraban en esta época, todo mundo cuando querían hacerlo nada más se miraban y lo hacían. Pero ella…ella no… —¡Edmundo! ¡Edmundo ya estate quieto! Ya vámonos anda. —¿Pues no qué querías? Una vez más, los ojos de Elenita mostraban una gran desilusión. —Mira Edmundo, ni tú ni yo sabemos lo que estamos haciendo. Es verdad, traemos las hormonas alborotadas, nuestros cuerpos nos lo están pidiendo. Pero la mera verdad, al verte aquí, con la cara cortada, sudando a chorros, en medio de un montón de gente, la verdad ya no quiero hacerlo. Cuando llegue el día llegará, quizás seas tú u otro, no sé. Pero por el amor de Dios mírame, traigo un traje de quinceañera de pueblo, me pinte de más, creo yo, y estoy sudando de los nervios que se confunde con el líquido de mi propia excitación. Mejor ya vámonos. Edmundo, súbitamente, cobra conciencia. Toma a Elenita del brazo y la empuja hacia él con una seguridad que ella nunca había visto. La besa con una grata fuerza y ternura, sus lenguas se encuentran en el camino y una gran excitación sexual los domina a ambos. Hacen el amor en menos de dos minutos. Él, muestra un rostro de gran alegría. Ella, queda con el rostro volando, preguntándose: “¿Qué pasó?” Ya, al pensarlo un poco, tal vez está satisfecha de haberlo hecho, aunque su mirada nunca deja de mostrar una gran desilusión. Lo ve de frente, directamente a los ojos. Él, pregunta como lo hacen todos los hombres: —¿Te gustó?—traducción: ¿Llegaste? Una rara, tierna y curiosa sonrisa se refleja en el rostro de aquella niña todavía con deseos de ser mujer. —Sí Edmundo, sí me gustó, pero no, no llegué. Nunca me imaginé que fuera a ser tan rápido. Un silencio los abraza a ambos. —Esto no vuelve a pasar Edmundo. Llévame a mi casa por favor. —¿No vamos a ir a comer? —Por favor, llévame a mi casa. Al estarse despidiendo frente al hogar de Elenita, Edmundo le pregunta con mucha seriedad: —¿Hice algo malo? No has dicho una palabra desde que salimos del autocinema. La muchacha ya con rostro permanente de desilusión lo ve ahora con lástima. —No Edmundo, no hiciste nada más que lo que debiste haber hecho. Tal vez con el tiempo sepas entender. —¿Entender qué? Una leve carcajada brotó de los labios de la ya ahora joven mujer. —Buenas noches, cuídate. La próxima vez que lo hagas usa un condón. No quieres embarazar a nadie ¿verdad? No te apures, yo tomo pastillas, para mi salud, no necesariamente para cuidarme, pero bueno, me servirán también para esto. —Elen… —¡Ya cállate mejor! No digas nada. Mañana cuéntales a tus amigos que me hiciste gritar y que duraste hasta media hora. Buena suerte, adiós. Edmundo se quedó pensando: “¿Quién entiende a las mujeres?” Mientras que Elenita se fue a dormir con el pensamiento: “Es verdad, me temo que todos los hombres son iguales…” Así fue la última cita entre Elenita y Edmundo. © David Alberto Muñoz
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En esta noche estamos muy agradecidos por la presencia de cada uno de ustedes. Por el apoyo a este proyecto que surgió hace 11 años, cuando en la mesa de mi casa, me quejaba que nadie me quería apoyar. Y mi esposa me dijo, “vamos a hacerlo nosotros solitos”. ¡En la madre! Y sí, lo hicimos, decidimos comenzar a tener un encuentro de escritores y hacerle un espacio a todos aquellos que escriben, y además, darle homenaje a un escritor reconocido que fuera inspiración para muchos de nosotros.
En esta noche, al celebrar 11 años de trabajo, deseo mencionar no solamente a las instituciones que nos han apoyado económicamente, Chandler-Gilbert Community College, Arizona State University, School of International Letters and Culture, Virginia G. Piper Center for Creative Writing, School of Transborder Studies, Undergraduate Student Government/El Concilio, Mache (Maricopa Association of Chicanos for Higher Education), sino también a personas claves, que siempre me han apoyado. El Dr. Manuel de Jesús Hernández, quién fue y sigue siendo mi profesor de literatura chicana, pero que con el paso del tiempo, se convirtió en mi colega, y en estos últimos años es simplemente mi amigo. ¡Gracias Manuel! Cada año tengo que mencionar un apoyo necesario e irreparable, sin el cual no estuviéramos aquí. El trabajo de mi esposa, Mireya Muñoz, quién entre paréntesis ha diseñado todas las camisetas del evento, y todos ustedes lo han visto a lo largo de estos años, siempre está presente dándole animo al loco de su marido. A mi hija, Mirita, que la mayoría de ustedes conoce, quién en los últimos años ha venido desde su lugar de residencia a apoyar al chiflado de su padre. Y a cada uno de ustedes, compañeros escritores, que cada año han utilizado esta plataforma para presentar su trabajo creativo. Este encuentro ha sido creado hasta cierto punto para ustedes, la comunidad hispana que vive en los Estados Unidos de América, para lograr hacer una presencia permanente y una voz que se escuche con toda la fuerza de nuestro idioma. Esta noche, le damos tributo a una gran mujer, a una gran escritora, a alguien que ya es un icono dentro de las letras mexicanas, pero no solamente dentro del entorno de nuestra hispanidad, ya que Laura ha roto las barreras culturales, y su trabajo se conoce en todo el mundo, y esto lo digo literalmente. Laura Esquivel nace en la ciudad de México, ha escrito varias novelas, pero se le conoce mundialmente por Como agua para chocolate. Fue galardonada con 10 premios Ariel de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas. Tanto la película como el libro, que entre paréntesis ha sido traducido a más de 38 idiomas, tuvieron mucho éxito en diversos países. Y en 1994 le otorgaron el Premio ABBY (American Bookseller Book of the Year), galardón que por vez primera fue concedido a una escritora extranjera. Pero en esta ocasión desearía hablar de otros aspectos de nuestra tributada, Laura Esquivel. Descubrí, que Laura vive en Coyoacán, barrio muy conocido de la ciudad de México, yo viví en Migue Ángel de Quevedo, ya hay algo en común, ¿no? Pero eso no es todo, también descubrí, que tanto Laura como su servidor, vivimos en el mismo fraccionamiento, el Fraccionamiento las Américas, Naucalpan Estado de México. Ayer por la noche bromeábamos, y Jordi, su sobrino, me decía, “ya puedes decir que eran vecinos”. ¡Óyeme, me encanta la idea! Esta noche desearía hablar no de los logros comerciales, ni académicos de nuestra invitada, que son muchos. Más bien, quiero mencionar algunos aspectos que quizás no se mencionan con frecuencia sobre el trabajo de Laura Esquivel, y que a mí en lo personal, me han impresionado. En su ahora trilogía, Como agua para Chocolate, El diario de Tita, Mi negro pasado, representan no solamente una infinidad de temas a estudiar y a comentar, la familia mexicana y sus costumbres culturales, la cultura culinaria, el matriarcado de una mujer cuyas relaciones prohibidas con un hombre de color, la llevaron a crear ese carácter impositivo y draconiano. La liberación sexual de Gertrudis, esa muchacha que desnuda huye del rancho en busca de su libertad sexual, el machismo tan mexicano, la imposición de una tradición que dice que la hija más chica deberá cuidar a la madre en su vejes, y nunca casarse, en fin, infinidad de temas para futuras disertaciones. Sin embargo, lo que más me ha impresionado a mí, es la forma en la cual Laura profundiza en el vivir humano, lo que yo llamo “la compleja experiencia humana”. Se adentra dentro del corazón para mostrar las luchas sociales, los conflictos familiares, personales y, sobre todo, el deseo de amor que existe en el corazón de todos nosotros. Su discurso descansa, no solamente es presentar la a veces rara situación humana, esa locura en ocasiones irracional totalmente relativa, sino que logra proponer una alternativa, una posible solución al raro existir nuestro, tomando en cuenta las condiciones actuales de los humanos. En Mi negro pasado, encontramos el desarraigo, la obesidad y el consumismo vacío, dentro de María, personaje central de esta novela, quién ya no cocina, quien parece haberse entregado a una vida dónde ya no fluyen los espíritus de sus antepasados, pero también, quien descubrirá el más profundo de los sentimientos, y cito: “el amor”. Cierro la cita. Considero que Esquivel presenta un discurso mundial, un anhelo que no sólo se puede ver dentro de la cultura mexicana. Sobre todo, en la actualidad cuando Andrés Manuel López Obrador ha llegado a la presidencia del país. Todo México tiene esperanza en él. Sino de igual manera, en el mundo dónde vivimos, donde encontramos gente con problemas, con sufrimientos, con opresiones y esa mezcla de la alquimia que trasforma el sabor de los alimentos, no es otro elemento más que el amor, el cariño con que las personas cocinan para sus seres queridos, y que alrededor de una mesa pueden compartir con sus prójimos, con sus amigos, ese mismo sentimiento, y al menos intentan, de esta forma, vivir en un mundo mejor, de paz, tolerancia y respeto. Este trabajo es una verdadera épica de mujeres de distintas generaciones, llenas de pasión, quizás motivadas por distintas razones, pero unidas al final de cuentas por ese sentimiento el cual considero todos buscamos. Laura, es un honor tenerte entre nosotros, para mí el privilegio más grande de haberte tenido como nuestra homenajeada, ha sido el poder convivir brevemente contigo, el escuchar tus palabras, tus consejos, tus observaciones, el aprender de un ser humano que punga por la justicia, y por la libertad no tanto social, aunque está incluida, sino también, por ese mágico manto espiritual que tu trabajo ha dejado sobre cada uno de aquellos que te hemos leído. Muchas gracias, desde lo más profundo de mi corazón. Es un honor para mí presentarles a la homenajeada en el Onceavo Encuentro de Escritores en Los Estados Unidos de América, Laura Esquivel. © David Muñoz El Fredy
Un cuento Por David Alberto Muñoz Sobre el escritorio había dejado la taza de café a medias, porque no había podido acabarla. En sus labios todavía podía sentir el sabor amargo del café negro y bien cargado que tanto le gustaba. Toda la semana tenía que trabajar. Estaba cansado, pero eso a nadie le importaba. Su deber era el estar al pie del cañón en aquel escritorio, recibiendo llamadas de clientes inconformes con el servicio que la compañía de limpieza Maria’s Cleaning Company, ofrecía. —¡No limpiaron bien los baños de la oficina! —Mire señor, I might be Hispanic, but I do speak English, and I do have papers. I can sue you. —La señorita que vino ni siquiera saludo. Antonio Ortiz trabajaba de coordinador de quejas, sí, ese era su título, pero en realidad su función era simplemente escuchar las quejas de todo mundo y decirles con una voz segura y de seriedad: —En este mismo momento arreglamos ese asunto, se lo prometo personalmente. Tenía ya más de 20 años de vivir en suelo del tío Sam, y casi 15 de trabajar en esa empresa que contrataba gente hispana para que limpiaran las casas, las oficinas, de no sólo las personas que lo solicitaran, sino también de las grandes empresas. Contrataban a veces gente “ilegal”, cuestión que en ocasiones les causaba problema con el departamento de inmigración, pero al dueño eso de plano le valía madre. No que fuera el gran defensor de los indocumentados, sino que simplemente le costaba menos dinero pagarles a estos, que contratar gente con papeles. —Mire usted, ¿cómo dice que se llama? —Mi nombre es Antonio Ortiz para servirle. —Pues Mr. Ortiz, yo estoy muy a disgusto con la gente que mandaron a limpiar la casa de mi padre. —¿Qué sucedió? —Pues encontré la casa más sucia de lo que estaba. And I mean worst, terrible. I am very upset. Día tras día Antonio escuchaba quejas de gente que parecían ser la misma. Nadie estaba contento con el servicio, desde que no usaban suficiente jabón para limpiar los baños, hasta que no utilizaban pinol para trapear, y como la mayoría de los clientes eran hispanos, el olor a pino representaba el olor a limpieza de todos aquellos seres urbanos crecidos en tierras aztecas. Pero esa mañana, recibió una llamada muy extraña que lo dejó perplejo. —¿Sr. Ortiz?—era una voz femenina, sensual, de esas voces que a veces utilizan en los aeropuertos para anunciar los vuelos. Antonio se sorprendió. Por regla general las mujeres que hablaban no deseaban seducirlo. Pero el primer pensamiento que vino a su mente al escuchar aquella voz fue precisamente ese, esta mujer me quiere seducir. Al final de cuentas, Antonio era sólo un hombre. —¿Dígame señorita? En que puedo servirla. — Do you mind if we speak Spanish? —Por supuesto que no. Aquella voz era dulce, suave, mas a la misma vez muy segura. En su mente, Antonio imaginaba el ideal de mujer que le gustaba, alta, de buen cuerpo, con curvas, como a él le gustaban, de cabello café oscuro, ojos de color ámbar y maquillada elegantemente mostrando unas pestañas rizadas y una hermosa sonrisa. —No quiero ser grosera Sr. Ortiz. —No se preocupe, de seguro tiene una queja sobre los servicios que ofrecemos. Adelante, no se apure. Recibir quejas de los clientes y resolverlas es precisamente mi trabajo. —El jovencito que vino a limpiar, muy lindo, por cierto, era precisamente el que yo quería. Todo iba muy bien, hasta que… —¿Qué pasó señorita? Antonio pudo oír que la mujer había empezado a llorar. Algo malo había sucedido. ¿A quién mandaron? Ella mismo lo pidió, bueno, fue lo que dijo. ¿Jovencito? Y, además, hombre. No hay muchos, a lo mejor es Fredy, sí, tiene que ser él. —¿Señorita? ¿Le hizo algo el joven Fredy? ¿Sí fue Fredy el que le enviaron, ¿verdad? —Sí…—respondió la mujer ya hundida en el llanto. —Por favor, dígame ¿qué pasó? La mujer habló finalmente, una vez que pudo hacerlo. —Fredy llegó muy puntual. Con su uniforme, y todo el material listo para hacer la limpieza de mi casa. Hasta iba perfumado. Traía una de esas camisetas bien ajustadas y tiene unos bíceps preciosos. Lo llevé al segundo piso para que empezara con las recamaras, la mía primero, claro está. Lo dejé trabajar por un buen rato, no quería que pensara que yo era una cualquiera, pero la verdad nada más de verlo se me antojaba más. —Disculpe señorita, ¿Cómo dijo? ¿Qué se le antojo? —¡Pues el Fredy, quién más! Está bien chulo el canijo. Una amiga mía me lo recomendó. Te va a satisfacer, me dijo. Lo tiene bien grandote, además, a pesar de estar joven, sabe esperar a que nosotras lleguemos. Bueno, aunque conmigo puede que sea algo diferente. Antonio, no concebía lo que le estaba diciendo aquella mujer, que no perdía su tono sensual al hablar. —Pues para hacerle el cuento corto, me quité el camisón que traía puesto, que estaba muy sexy, por cierto, y me quedé en ropa interior. El Fredy nada más me miraba los pechos que están bastante grandes es la verdad. Y pues le dije, adelante papi, a lo que te truje. Y se me dejó venir encima con un deseo que tendría usted que verlo para poder entenderlo. Antonio estaba totalmente incrédulo. No creía lo que estaba escuchando. En más de 15 años de trabajar en la empresa Maria’s Cleaning Company, nunca antes había escuchado lo que aquella mujer le estaba contando. “Está loca”. Pensó. —Usted disculpe, señora—de pronto ya no era señorita, y quizás aquella voz tan sensual que había escuchado, ahora se le hacía una voz medio ronca y muy rara—Este es el departamento de quejas. Por lo que cuenta, usted se la pasó muy bien con nuestro empleado llamado Fredy. Le puedo preguntar, ¿cuál es su queja? —¡Ah muchacho! Pues que el Fredy me pegó. —¿Le pegó? Usted disculpe, pero eso me cuesta mucho trabajo creerlo. El Fredy será un sinvergüenza, pero no es golpeador de mujeres. —Lo mismo creía yo, pero no fue así. —La mera verdad no le entiendo. —¡El Fredy me pegó a puño cerrado, en la cara! —¿Cómo? —Así como lo oye. —Eso no puede ser señora… —Mire Sr. Ortiz, that is your name right. —Sí, my name is Antonio Ortiz. —Hablas el inglés muy bien chulo. Antonio ya perdiendo la paciencia le grita a la mujer. —¡Señora, Fredy no pudo haberle pegado! —Yo pensé lo mismo, la cuestión fue que él se enojó cuando se dio cuenta. —¿Cuándo se dio cuenta de qué? —¡Ah papito! ¿No sabías? —¿Saber qué? —Pues soy varón, hombre de nacimiento, y me voy a cambiar el sexo, pero todavía no me cortan… eso … tú sabes ¿verdad? Antonio quedó totalmente mudo, y lo único que pudo hacer fue colgar el teléfono. —No tengo nada en contra de los trasgéneros, de verdad—pronunciaba el mentado Fredy ante el cuestionamiento de Antonio—pero por el amor de Dios. ¡Eso no se le hace un hombre! Fue hasta entonces, cuando ambos pudieron simplemente sonreír. © David Alberto Muñoz Huevo con tortilla
Un cuento Por David Alberto Muñoz Todas las mañanas mi madre nos preparaba de desayuno, huevo con tortilla. Cortaba dos tortillas en pedacitos chiquitos y las doraba en aceite. Una vez que estuviesen bien doraditas, vaciaba dos huevos frescos y lo revolvía todo como cuando quieres hacer una torta de huevo. Al servirlos, nos ponía un limón partido a la mitad y una salsa Tamazula, para ponerle al gusto. A mí me encantaba llenar mi plato de mucho chile. Me sentía muy hombre según yo. Desde que tengo uso de razón, los recuerdos de todas las mañanas de mi niñez, son el estar comiendo con mis hermanos huevo con tortilla. Incluso cuando mis amigos iban a mi casa, mi madre les hacía también a ellos el susodicho guiso, que en realidad era una invención de una tía de mi madre, que por algún motivo pensaba, que si cortabas la tortilla en pedazos chiquitos, no te engordaba tanto. Cuando llegaban a sus casas, mis amigos le decían a su mamá que les hiciera huevo con tortilla, igual que la Sra. Padilla, cuestión a lo cual las pobres madres no estaban seguras qué les pedían. Algunas, simplemente cocinaban el huevo revuelto, y les daban una tortilla caliente a un lado. Los muchachos le repelaban y le decían, así no mamá. ¿No sabes hacer huevo con tortilla? Hasta se hizo famoso el platillo en mi escuela. Varios de mis amigos habían estado en mi casa. Y ya sea por costumbre, o simple practicalidad, mi madre nos preparaba a todos, el mentado huevo con tortilla. Hasta una maestra de historia, llegó a decir en cierta ocasión, que ese guiso era un platillo autóctono, que utilizaban los aztecas en sus mesas y que de alguna manera había atravesado el tiempo y las generaciones. Con el paso de los años me di cuenta que sólo Dios sabe de dónde lo sacó mi madre, pero eso sí, de una cosa sí estoy bien seguro, mi madre lo hacía con mucho amor. Hasta una vez, Jaime, un amigo mío, le preguntó, ¿por qué le sale tan rico el huevo señora? Y mi madre respondió, porque está hecho con amor. Más tarde cuando se vieron mi mamá y la mamá de Jaime, ésta, le contó y le dijo que cada vez que Jaime le decía eso, la pobre señora le respondía, yo también hago la comida con amor. Y por qué estoy ahora recordando esto. No estoy muy seguro. Tal vez sea porque la edad ya me está dejando, y entre más viejo se pone uno, los recuerdos de la infancia lo hacen a uno anhelar esos años que se fueron muy rápido. ¡Cómo quisiera estar joven nuevamente y saber apreciar mi niñez! Porque la mayoría de nosotros nunca hemos apreciado la edad que tenemos. Cuando estamos muy chichos, queremos ser grandes, y cuando estamos grandes, deseamos ser chicos, total, nunca estamos conformes. Nos pasamos la vida quejándonos de todo. Y sí, ya sé que la vida en ocasiones puede ser bien canija, pero bien que recuerdo cómo aquellas tardes de domingo eran eternas para mí. Se juntaba toda la familia a comer, y después todos los primos y hermanos salíamos a jugar al patio, a la calle, a correr, brincar, hacer travesuras, a ser niños. ¡Qué íbamos andar pensando en los problemas de la vida! Gracias a Dios tuvimos una familia que nos dio cariño, comida, techo, ropa, hasta nos compraban juguetes en nuestros onomásticos, y como éramos una familia grande, pues todos los tíos y tías nos regalaban cosas, no solamente en nuestros cumpleaños, en navidad y en los reyes magos, en esas reuniones cuando mirabas a alguien que ya tenías mucho tiempo de no ver, o cuando conocías al primo lejano, o cercano, ese niño que te acababan de presentar y te decía tu mamá, abrázalo, es tu primo, y por supuesto, cuando era una prima, y bonita, pues tú te prestabas a los abrazos y los besos. Recuerdo que nos encantaba jugar a las escondidas. Apagamos todas las luces del piso de arriba, porque nosotros vivíamos en casa de dos pisos. Los adultos siempre se quedaban abajo platicando después de cenar, y toda la muchachada nos íbamos para arriba, y ya con las luces apagadas nos escondíamos en los closets, debajo de las camas, en los roperos, detrás de la cortina, debajo del mueble de la televisión, por todos lados. Y lo mejor de todo, era que podíamos hacer el escándalo que quisiéramos porque nuestros padres, los adultos, ni cuenta se daban hasta que se despedía la reunión y todos nada más mandaban llamar a sus críos porque ya era tarde y había que irse a la casa. Hoy quise hacerme un huevo con tortilla, pero no pude. Fue como si un extraño viento penetrara no sólo mi casa, sino mi propia alma. Las tortillas estaban despedazadas, húmedas, uno de los huevos salió con sangre, y el otro no podía quebrarlo, hasta pensé que a lo mejor estaba cocido y alguien lo había puesto ahí. No sé quién ni por qué tampoco. El recuerdo de mi madre se hizo presente. Ella siempre trabajando en la cocina, preparando el alimento para su familia, acomodando los trastes en su lugar, limpiando la mesa, escuchando la música que produce el aceite caliente, las naranjas siendo exprimidas, la cebolla siendo picada, el vaivén del humo que brota de la cafetera al preparar un café por las mañanas, y esa rara pizca de sal, que nunca sabré cuánto era realmente. Ese día no pude hacerme un huevo con tortilla, porque descubrí que mi madre dejó su presencia en aquella cocina de mi infancia, dentro de la estufa a la cual casi siempre se le apagaban los pilotos. Ese olor que nos despertaba por las noches, y corriendo íbamos a prender el piloto porque si no, podíamos morir. A veces me pregunto ¿cuál es el verdadero significado de esta vida? Todos desaparecemos de pronto, y lo único que podemos dejar es el recuerdo sobre las cosas y los sabores que compartimos. Pero con el paso del tiempo, el olor de las personas también desaparece. Es como cuando no tienes ingredientes para cocinar, o como cuando no pudiste hacer el guiso que querías, porque al menos en tu mente, no hay nadie que lo pueda hacer como lo hacia tu madre. Traté de enseñarles a mis hijos como hacerse un huevo con tortilla, pero no resultó. Ellos dicen preferir alimentos que no sean lácteos. Yo les digo que el huevo provee mucha proteína, y además con tortilla es muy sabroso. Pero ellos se ríen de mí. Dicen, mi papá está hecho a la antigua. Ni cuenta me di cuando me hice viejo, no sabía que estaba de edad avanzada hasta que me miré a mí mismo esa mañana tratando de hacerme un huevo igual que nos lo hacía mi madre. ¿Cuándo estemos muertos comeremos huevo con tortilla? A lo mejor ya no vamos a comer nada… —¿Don Ricardo? Coma su huevo por favor, se le va a enfriar. —¡Papá! Come por favor, necesitas la proteína. Tú siempre nos decías eso. —¡Ándele Don Ricardo! Aproveche que hoy vinieron sus hijos a verlo. Recuerdo que volteé, y vi a dos hombres y a una mujer de edad madura. Y junto a ellos, un hombre ya anciano, sentado en una silla de ruedas. Creo que era yo… no sé… Díganle a mi mamá que si por favor me puede hacer un huevo con tortilla… tengo hambre… y no pude hacérmelo… Ese día, Don Ricardo Padilla no pudo comer su desayuno favorito, porque ese día, había abandonado su existir, todo, absolutamente todo, se reducía a sus recuerdos. —¿Papá? ¡Papá! —Se nos fue el viejo… —Al menos se fue feliz, hablando de su famoso huevo con tortilla, lástima que no pudo comérselo. La vida es igual que un huevo, para vivirla se tiene que quebrar…por eso mi madre siempre lo acompañó con una tortilla, así al menos a mí, se me hizo más placentera. Todo se reduce a recuerdos… © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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