Al fondo del cuarto
Un cuento Por David Alberto Muñoz Nunca me di cuenta de lo que hacía realmente Jessica, sino hasta mucho tiempo después, cuando ya crecí, y tuve que enfrentarme a lo duro que es la vida. Como todos…cuando somos pequeños no nos damos cuenta de muchas cosas. Pensamos que nuestros papás son perfectos; si tuvimos la oportunidad de crecer en una familia dónde se nos dio cariño, la única preocupación que realmente teníamos era de jugar. Todo lo demás nos pasaba por arriba, al menos a mí, siempre he sido muy lento para darme cuenta de las cosas. Yo vivía en Cuarta de Iquique, así se llamaba mi calle. Era un fraccionamiento con los nombres de ciudades importantes de América Latina. Había cuatro calles por cuidad, Primera de Iquique, o de Cajamarca, segunda, tercera, etcétera. Precisamente así se llamaba, Fraccionamiento las Américas. Ya que llegué al otro lado, me di cuenta de que aquí, le dicen América solamente a los Estados Unidos, no sé por qué. Cuando yo trataba de explicarles que América era todo el continente, me decían que yo no entendía las cosas, y nada más me callaban a la fuerza con palabras rápidas, y de un idioma que siempre me costó mucho trabajo aprender. También me di cuenta de lo legalistas que son los gringos. Recuerdo que en la escuela, los maestros estaban dispuestos a reprobar a su propia madre, si no cumplía con los requisitos. Tal vez eso lo aprendí muy bien, estaba acostumbrado a vivir en otra cultura, el ahí se va, haciendo las cosas nada más por encimita, pero eso sí, en México, tenemos una curiosa creatividad que podía utilizar un pedazo de cartón de leche, para hacer que el carburador de nuestro carro trabajara. En el otro lado, solamente se compra una pieza nueva. Jessica vivía en la misma calle que yo. Era hija de Doña Rosita, la maestra que vivía en el 14, y de Rigoberto, el mecánico de todo el fraccionamiento. Siempre había gente en su casa, entraban y salían, a veces, todos los vecinos se juntaban ahí, nada más para chismear de lo que estaba pasando en el país, en la ciudad y en todo el fraccionamiento. Yo era un niño de 11 años más o menos, Jessica ya tenía sus 16. Pero le gustaba platicar y jugar con nosotros, los más pequeños. Siempre fue muy buena onda. Nos contaba que a veces su papá se emborrachaba y le pegaba a su mamá, y si alguna de sus hermanas o hermanos, porque eran 8 en total, andaba por ahí, también le tocaba. El señor Rigoberto era muy buena persona, mientras estuviese en sus cinco sentidos, porque cuando tomaba cambiaba mucho. Se peleaba literalmente a golpes con cualquiera, les mentaba la madre a todos por igual, y hasta la misma virgencita de Guadalupe salía dañada, y la mera verdad, se ponía muy pesado el señor. Nosotros teníamos nuestro grupito. Pepe, el más grande de todos, vivía con su hermano Jorge, a quién le decían el Chonchis, porque era gordito. Pepe ya estaba en la Prepa, segundo año, bueno, era un mocoso igual que todos nosotros, pero como era el más grande de la banda, se nos hacía la gran chingadera. El Chato, que vivía en el número 12, era un morenito con cara de boxeador, tenía la nariz bien aplastada y unas ojeras que siempre parecía que nunca había dormido. Jaime, al que metieron al bote años más tarde, por haber violado a una muchacha. Me acuerdo que su mamá vino a hablar conmigo y con mi familia, para que testificáramos a favor del mentado Jaimito, pero mi papá le dijo muy claro, “esa es la responsabilidad del joven, no de nosotros señora, dicho todo con el debido respeto”. Había muchachas también en el grupo, las hembras que se animaban a acercarse, porque, aunque no fuimos unos maleantes mala muerte, si éramos bien canijos, e hicimos un montón de cosas que, si nuestros padres supieran, para que les cuento. Y estaba Jessica claro, que era la muchacha más bonita de todos los alrededores. Venían desde Satélite, de Echegaray, que eran buenos barrios, a buscarla, hasta de Tlalnepantla una vez llegó un pretendiente con unas pinches flores de a cinco centavos en aquella época, y pues ya sabrán la madriza que le pusimos. Cuidábamos mucho a Jessica. Creo que por un tiempo, fue como la hermana mayor de todos, incluso de Pepe, aunque este no quisiera. Tenía su pelo rizado, ojos negros y era morenita clara. Y un cuerpo de diosa…, todavía se acuerdan todos en el barrio…todos conocían a Jessica, creo que después hasta se convirtió en un “mito”. Esa palabra me la enseñó el profe de Matemáticas, era hijo de la maestra Rosita, y nos daba clases a todos porque éramos bien burros y reprobábamos la clase de aritmética en la escuela. A Jessica, su mamá siempre la traía muy limpiecita, bien arregladita, con sus vestidos muy apropiados y elegantes sobre todos los domingos, cuando nos veíamos en misa. Cuando creció y me di cuenta de lo que realmente hacía, ya se vestía como toda una estrella de cine. Y bueno, estaba también la Milanesa, así le decían que, porque quién no se la haya comido, es por pendejo nada más. Se llamaba Ximena, era una niña medio popis, su papá dizque trabajaba para el gobierno del presidente Díaz Ordaz, y cuando pasó todo aquello del 2 de octubre, fue el susodicho señor quien tuvo mucho que ver con detener la violencia juvenil, en otras palabras, fue él, el que mandó la orden de matar a mucha gente ese día. Al menos eso decían todos en la cuadra. Yo la verdad no sé, tenía apenas 11 años y era como nos decían a todos los mocosos de aquella época, “son gente sin conciencia política”. Pero una cosa sí les digo, era muy coqueta, Jaime le decía la Caliente, porque la verdad creo que se acostó con todos en la cuadra…menos conmigo... Eso tampoco lo entendí sino hasta muchos años después. Había otros, pero estos, los susodichos, eran realmente los miembros de la banda de Cuarta de Iquique. Todos los días salíamos a jugar. Después de comer, era como una especie de reunión que habíamos establecido sin decir nada. Pepe siempre anduvo detrás de Jessica, pero a ella no le gustaba, le decía, yo soy novia de Sifón, así me decían a mí, el Sifón, porque una tarde estábamos todos tomando Fanta y alguien dijo un chiste malísimo, todos nos empezamos a reír, pero a mí se me salió Fanta de la nariz de tanta risa que tenía, un chorro de color naranja, era Fanta pues, y pues ahí mismo, todos me pusieron el Sifón. La verdad hasta la fecha no sé qué quiere decir la pinche palabra, pero, en fin, me llamo Diego Iván Ernesto Olvera, mejor conocido en todo el barrio como el Sifón. —¡No te hagas pendejo Sifón! ¿No sabes qué quiere decir tu apodo? —La verdad no. —Es que pareces una botella de champagne pendejo, sacas todo el gas por la nariz. —¡Cómo son mamones!—era lo único que podía decirles. Con el paso del tiempo, hasta me gustó que me dijeran así. Jessica se me pegaba mucho. Platicábamos de la gente de la cuadra, de cómo Tere le había puesto los cuernos a su marido. Todos nos dimos cuenta, los secretos eran y son siempre a voces. El esposo de Tere trabajaba de noche, creo que de guardia en una compañía no estoy seguro, y pues, a eso de las 10 o 11 de la noche, aparecía el mentado amante. Llegaba en un carro Mustang de color rojo. Lo estacionaba frente a mi casa, y luego se iba caminando a la casa de su amante, que estaba solamente tres casas para abajo. Era un jovencito estudiante de la universidad. Dicen que estaba estudiando medicina, pero más bien parecía un hippie, uno de esos chavos mariguanos, de pelo largo, que andaban diciendo que era mejor hacer el amor que la guerra. También, chismeábamos de que Ramoncito, el del 9, ya iba a entrar a la universidad, pero que había embarazado a Rita, sobrina de la maestra, y que iban a tener que casarse. Así eran las cosas en ese tiempo. Si embarazabas a alguien, te chingabas y a casarse se ha dicho. Y, además, que la Bota, así le decían porque había el rumor de que “con alcohol, ella afloja”, iba a entrar a una Prepa privada, y que ya se había cogido al director y que hasta una beca le dieron, por eso iba a poder costearse la escuela privada. Todos los chismes giraban alrededor de la cogedera. Yo cojo, ellos cogen, nosotros cogemos…no sé por qué. Jessica siempre me trató muy bien. Siempre platicaba conmigo, jugaba a cualquier tontera que yo le sugería, y me cuidaba cuando Pepe quería agandallarse de mí. Era un hijo de su chingada madre. Nos hacía muchas cosas nada más porque éramos más chicos que él. Pero Jessica lo controlaba con mucha facilidad. Me acuerdo una vez, que Pepe llegó y le agarró la nalga nada más así, Jessica le volteó un santo golpe, no cachetada, un reverendo trancazo que Pepe casi se cae al piso. —¡No me vuelvas tocar así sin mi permiso cabrón! ¿Oíste güey? Pepe nada más se alejó cabizbajo, y nunca más le faltó al respeto a Jessica. Cuando me di cuenta que Jessica hacía algo distinto a todas las demás muchachas de la cuadra, fue cuando de la noche a la mañana apareció parada en la esquina de Segunda de Cochabamba y Avenida las Américas, donde había una casa que siempre se miró muy rara. Estaba pintada de color gris y siempre por las noches prendían un foco rojo. De acuerdo con todos en el fraccionamiento, era un burdel, y pues, otra vez, yo no sabía que quería decir esa palabra. Lo que si sabía era que la casa le pertenecía a Sebastián Murillo y su mujer, a quién siempre conocí como la Sapo, que porque se alimentaba de todos los bichos que se comía cuando iban a su casa. La verdad, en esa época yo no entendía nada, pero a mí me gustaba ver el foco rojo, se me hacía hasta bonito, ese color como que le daba cierta luz a la casa. En ocasiones, durante el día, y claro, de noche también, llegaban hombres, y hasta Pepe llegó a entrar, ya que era todo un hombre. Siempre me pregunté qué hacían ahí, pero nadie me decía nada. Ya ven como habla toda la gente en la capital, que dizque doble sentido. Todo me pasaba por arriba. En aquella ocasión en que vi a Jessica toda cambiada, estaba nada más en la esquina, con un cigarro en la mano. Nunca la había visto fumar. Estaba como esperando a alguien. Así, nada más frente a la casa junto con otras muchachas. Todas estaba bien arregladas. Jessica se miraba bien bonita. Pero muy distinta, estaba bien maquillada, traía una minifalda de color azul marino y una blusa color crema. Traía varios botones desabrochados, se le podía ver su brassier color morado clarito, y su pelo lo traía suelto con una rosa en el lado derecho de su rostro, en forma de diadema. Me quedé anonadado, la verdad. No sé ni qué pensé. Solamente se me hizo bien chula. Me acerqué para saludarla y ella cómo que no quiso que habláramos en frente de las demás chavas. Me tomó del brazo y me apartó del grupo. Me dio un beso en los labios, como siempre, era muy buena onda, era mi amiga, y yo, era especial para ella, y la mera verdad estaba bien flechado, sí, a mis 11 años, y ella pues, ya casi una mujer, bueno, al menos para mí. —¿Qué onda mi Sifón? ¿Qué haces por acá? ¿No tienes nada qué hacer? —Andaba dando una vuelta y te vi de lejos. ¿Qué bonitas te miras? ¿Vas a salir con alguien? —¡Cómo crees mi Sifón! Si yo soy tu novia, ¿o no? Cada vez que me decía eso, me ponía rojo de la vergüenza. Así me controlaba. —Estoy aquí nada más haciendo un trabajo con mis amigas. —¿Qué trabajo? Jessica me miró directamente a los ojos. No sé si con lástima, con misericordia, o con cierto coraje. —Estamos ayudando a Sebastián y a la Sapo. Cosas de trabajo, de gente grande, ya sabrás. Desde ese día llegué a ver a Jessica más de una vez en aquella esquina. En todo el fraccionamiento empezaron a chismear que Jessica se había hecho una puta. Y pues ¿qué creen? Otra vez, al principio yo no entendía qué quería decir esa palabra. Todos en la cuadra la usaban, hasta mi papá, sobre todo cuando se enojaba. Me acuerdo que yo también llegué a usarla, imitando a los demás. Pero nadie me había explicado qué quería decir, aparte de que yo siempre he sido lento para entender las cosas. Me pasé casi tres años en quinto, y con trabajos acabé la primaria, dicen todos que la maestra Rosita tuvo mucho que ver en que finalmente me dieran un diploma. Yo no sé, ni me interesa eso, pero lo que digo es verdad, cuando estoy diciendo que no entendía que quería decir esa pinche palabra: puta. Pues ahí voy de inocente a preguntarle a mi mamá. —¡Mamá! ¿Qué es una puta? Pa‘ que les cuento la pinche cintariza que me dio mi madre. Hasta la fecha me acuerdo y siento el dolor en las nalgas que casi me sangran. —¿Con quién te estás juntando chamaco de porra? ¡Con que vaya yo a saber que estuviste con una de esas mujerzuelas la que te voy a poner! —Pero Mamá, dicen que Jessica es una puta. ¿Eso no es malo o sí? Y me dio más duro, a calzón quitado, estaba como bien desesperada. Yo no entendía por qué. Creo que lo que me dolió más que los golpes, fue que no me explicara que había hecho. ¿Por qué me estaba pegando? Nadie me había explicado que era una palabra mala. Yo no sabía, a mí me habían enseñado que cuando no supiera algo, le preguntara a mi mamá. Desde ese día como que me dio miedo abrir la boca. Si les preguntaba a mis amigos, todos se burlaban de mí, “cómo eres pendejo Sifón”. Si le preguntaba a mi maestra, me castigaba por andar de lepero. Y si me atrevía una vez más a decirle a mi mamá, me jalaba de los pelos y me pegaba muy duro nada más diciendo, “a golpes te voy a sacar esas ideas tontas de tu mente”. A mi padre nunca le pregunté nada. Nos enseñaron a todos en mi casa a que mi papá llegaba muy cansado del trabajo, y no debíamos molestarlo con nuestra plática. Años después, hubiese querido poder platicar con él. Total, un día me animé y fui a la esquina de Segunda de Cochabamba y Avenida las Américas y le pregunté a mi amiga Jessica. —¿Qué es una puta Jessica? Me puedes explicar… Jessica se enterneció mucho, me acarició el rostro y finalmente me metió en aquella casa rara a la cual yo le tenía más miedo que curiosidad. Llegamos a un cuarto que estaba hasta el fondo. Todo estaba oscuro en aquel lugar. Me costó trabajo acostumbrarme a la oscuridad. Vi puertas cerradas, y las que estaban abiertas, vi mujeres desnudas con hombres sobre ellas, aunque algunas estaban en posiciones muy raras. Me dio mucho miedo…pero yo confiaba en Jessica. Al llegar al cuarto que estaba al final de un pasillo, me sentó en una pequeña cama que había casi en el centro de la habitación. Pensó con mucho cuidado que me iba a decir, para finalmente hablar con una voz muy especial, nunca la había oído hablar así, con mucha dulzura, pero a la misma vez, con cierta autoridad, que ni siquiera había escuchado por parte de mis padres. —Mira Sifón, una puta es una mujer que ofrece su cuerpo a los hombres. Creo que debes de saber algo ¿no? No sientes chistoso cuando te beso en la boca, o a veces cuando te acaricio, tu cuerpo reacciona, ahí abajo, ¿sí me entiendes? Miré mi propio cuerpo…sentí tal vez por primera vez y con conciencia que era una excitación sexual…después…sentí mucha pena ante Jessica…ella siempre fue muy buena conmigo…no quise qué pensara mal de mí… Ella se dio cuenta de lo que atravesaba por mi mente…nunca supe cómo…Jessica sabía todo… —Mira Sifón, yo ofrezco mi cuerpo a hombres, y ellos me dan dinero a mí, es un trabajo como cualquier otro; hay quienes venden comida como Agustina, en su restaurante, o Regina, la de la tiendita de la esquina, que vende chicles, sodas y demás. Hay otros que venden ropa, o frutas en el mercado, también radios, televisores, en fin, ¿entiendes? Asenté con la cabeza, mientras poco a poco mis ojos se iban abriendo. —Yo…yo vendo mi cuerpo…a los hombres les gusta, y me dan mucho dinero solamente por estar con ellos unos cuantos minutos. —¿Y no sientes feo?—pregunté. Un largo suspiro se dejó escuchar mientras yo pude sentir el aire que Jessica respiraba dentro de mi propio paladar. —A veces sí…pero la verdad, hay otras en que lo disfruto mucho…la gente no entiende, soy puta por decisión propia, nada más. ¿Qué le importa a la gente lo que yo haga? Un silencio dominó aquella absurda escena de un chiquillo y una mujer ramera, metidos en un burdel en una de tantas capitales del mundo. —¿Te gusto?—pregunto Jessica. —¡Claro que sí!—grité antes de que ella terminara de hablar. —Ven entonces… Lo único que vino a mi mente en aquel preciso momento fue la estúpida frase: —No tengo dinero Jessica… Ella soltó una alegre y cálida carcajada. —Pendejo…al final de cuentas eres varón…no importa, a ti no te cobro…tú eres mi novio, ¿te acuerdas? Afirmé con la mirada, y creo que me sentí satisfecho antes de haber hecho algo. Aquel día me di cuenta qué era una puta. Fue mi primera vez…Jessica siempre me trató muy bien… Por eso nunca las he juzgado…a las putas…por ella…siempre fue mi amiga…y siempre dijo que yo era su novio…a sus mismos clientes les decía, “El Sifón es mi novio, mucho cuidado…” Los clientes nada más se reían. Pero yo me sentía muy bien. La última vez que la vi fue subiéndose a un camión que iba rumbo al norte. Nunca me dijo dónde…solamente me dio un beso largo y apasionado…aquí en el fraccionamiento todos decían que se había ido al otro lado…a lo mejor por eso yo me vine también, a buscarla…pero nunca la he podido encontrar…todos en la cuadra la recuerdan…pero nadie la recuerda igual que yo…no…nadie…porque yo sí la quería con todo mi corazón… Se llamaba Jessica, y era una puta… Todo pasó, al fondo de aquel cuarto… © David Alberto Muñoz
0 Comments
Hibridad
Un cuento David Alberto Muñoz —Lo que debería de hacer esta nación, es regresar a toda esa bola de wetbacks que se metieron de ilegales al país. —Pero Richard, eso a mí se me hace que no es muy ético, no es muy moral que digamos. Además, piénsalo un poquito. ¿Quién trabaja la tierra? ¿Quién pizca los tomates y la papa? ¿Quiénes trabajan de meseros en los restaurantes o de conserjes? —¿De qué? --Janitors! —Pues mira Ricardo, eso de moral, a mí me suena como que un ministro o un rabino me lo está diciendo. —¿Y qué quieres que haga? Estoy hablando en serio. —¿Y yo no? I’m serious man! No podemos seguir absorbiendo a medio mundo. Mira nada más cuanta gente está en frente del Home Depot. —Toda esa gente nada más está buscando trabajo. Muchas veces se los llevan y no les pagan Richard. Además, ¿nunca has visto a esos tipos que se paran en las esquinas con un letrero pidiendo limosna? Lo que dieran unos indocumentados por los papeles de eso cuates. Hay que ser justos. --How would you feel if I just come into your backyard, and decide that it is going to be my new home? —¿Y qué vamos hacer? ¿Deportar a más de doce millones de personas? —No, eso nunca va a pasar. Pero tampoco podemos darles amnistía nada más, así como así. Entraron al país ilegalmente. ¿Qué no? Las voces de Ricardo y Richard se infestaban de una neblina que ya había saturado casi a todo poblador del barrio de Aztlán a principios del nuevo siglo. Había un nuevo emperador lleno de odio, un ser cuyo interés mayor era el yo primera persona singular, lo demás era inconsecuente. La presencia de las mismas sombras de sus abuelos, compartían un territorio común en tiempos de antaño, antes de que llegara el conquistador europeo y separara a los hermanos de color azteca, convirtiéndolos en enemigos; uno siendo simplemente un extranjero dentro de su propia tierra, y al otro, en un simple observador detrás de la barda. Sobre cada uno de los cartelones que adornaban la cuidad del nuevo imperio, los dialectos se perdían en medio de torpes expresiones que ya estaban dando lugar a una nueva jerga. De pronto, una nueva cultura parecía surgir. —Vamos al Food City a comprar alimento for the week. —¿Oye? ¿Ya pagaste la seguransa del carro? —Después voy pa’tras no te apures. Nada más tengo que cobrar and pay mis workers. —Sí, ¿ya ves cómo son las cosas…you know what I mean? —Yo soy Joaquín, perdido en un mundo de confusión… Fightin for justice… --Do you mean finding or fighting? —Ya vas a empezar otra vez. Nos echas en cara a los inmigrantes nuestra mala pronunciación. Tú sí te puedes burlar de mi acento, pero yo no del tuyo. Pero permíteme decirte, cuando hablas español suenas igual que un pinche gringo. Richard representaba el ciudadano cuya identidad fragmentada descansaba entre dos banderas, entre dos culturas e idiomas, entre lealtad a un país que lo utiliza cuando lo necesita, y que al mismo tiempo lo rechaza por no pertenecer a la aristocracia contemporánea de color blanco. Había estado en el army. Teniente coronel de las fuerzas armadas estadounidenses. Criado a la forma de ser americana, legalista, oportunista, ventajoso en ocasiones, pero eso sí, con un corazón todavía con aliento a nopal y trabajo de campo. Ricardo por su parte era el mexicano por excelencia. Hombre moreno, macho, masculino. Engendrado por Arturo de Córdova y Marga López, teniendo de abuela a Sara García, contrayendo matrimonio con Silvia Pinal, y, por si fuera poco, gozando sus aventuritas con Fanny Cano, Julissa y Angélica María. Su carta de presentación eran sus buenos modales, su amabilidad. Su identidad estaba postrada ante un México ya desaparecido. Folclor tocado en medio de una borrachera en el Tenampa dentro de la Plaza Garibaldi a son de mariachi, copas y gritos que al menos para él, eran muy mexicanos. —La ley moral se hizo para romperla Ricardo. —Pues ahí está el punto maestro, esta nación que dice ser cristiana está violando la ley de su propio Dios. Lo que están haciendo los indocumentados es simplemente emitir un grito de un hasta aquí. Ya no vamos aguantar más humillaciones. Nos necesitan, aunque digan que no. —Yo no estoy hablando de la ley moral, I’m talking about la ley del estado, hay que aprender a respetarla, a guardarla. Para eso se hizo. —¿Entonces en nombre de la ley debemos de separar familias, encarcelar a hombres que trabajan por seis dólares la hora, negarles educación a sus hijos para que en el futuro se conviertan en criminales? No maestro, eso no está bien. --It seems as if this problem really has no solution. —Tal vez no, pero algo se tiene que hacer, no podemos seguir culpándonos unos a otros. ¿O sí? ¿Qué no somos hermanos? --I don’t know Ricardo. We need to continue this conversation. Era Ricardo Richard Rodríguez Rogers, una sola persona, un mexicano, chicano, inmigrante estadounidense a principios del nuevo siglo, debatiendo su propio destino. Eran ambos, una hibridad andando. © David Alberto Muñoz Rebozo
Por David Alberto Muñoz Cubrías tu cuerpo desnudo con un rebozo Símbolo de identidad escondida Hilos de sangre tejían aquel manto Mientras una niña cobijaba en sus brazos a un infante Desnudabas tus senos para que mis ojos miraran Aun así, no lograba ver detrás de aquellos colores Verde, morado y amarillo… Azul, rojo y rosado… Todos guardados en el vientre de tu imaginación Presumían toda una etnia Cubriendo la cabeza de aquella serpiente rapiña Erótica y llena de un libido proceder Gante te escribió piropos, rebozo tarambana Ya que desarmas a tus propios enemigos Los asesinas con Aianiame, Guajiro, Ariché y Tarahumara Sólo telas en una mar de infinitos paradigmas Finalmente, ya desnuda, tu propio rebozo ya no te cubría No había vergüenza, ni morbo, ni ya ninguna perversidad Sólo era la seda, algodón, artisela, lana y textiles hechos para ti Mostrando lo que eres, nuestra más pura y limpia homogeneidad Eres el desnudo cuerpo de una mujer… Eres esos senos robustos que me hipnotizan Eres esa humedad que golpeó en mi paladar Eres simplemente un rebozo…y eres mujer… © David Alberto Muñoz ¡Ustedes son Aparicio García!
Un cuento Por David Alberto Muñoz Nunca imaginé serle infiel a mi marido. Lo juro por la virgencita. La idea ni siquiera me entró en la cabeza. Recuerdo como mi madre nos decía a mis hermanas y a mí. —Ustedes tienen que comportarse como mujeres decentes. No como esas mujerzuelas que nada más andan de ofrecidas con todos los hombres. Yo nada más pensaba si eso quería decir que solamente un hombre sería el que me gustaría a mí. Pronto descubrí que no. A mí me gustaban muchos muchachos. Desde Carlitos, el hijo de Amalia, vecina nuestra, Isidoro, ese pingo que nos levantaba la falda a todas en la escuela nada más nos descuidábamos, hasta Samuel, el jovencito que repartía los periódicos en el fraccionamiento. Él era mucho más grande que yo. Pero le gustaba platicar conmigo. Yo estaba muy mocosa. Pero si me hacía sentir como electricidad cuando me acariciaba la pierna mientras me entregaba el periódico de mi papá todas las mañanas. —No dejen que los muchachos las anden manoseando. ¿Entienden? Ustedes son Aparicio García, llevan los apellidos de su padre y el mío, nada de andar de putitas. Un día cometí el error de preguntarle a mi madre. —¿Y si a nosotras nos gusta que nos toquen mamá? Mi madre me levantó de la oreja y fue por un cinto de mi papá, y me ha dado una santa reatiza en frente de todas mis hermanas, que hasta la fecha me acuerdo. Desde entonces deje de preguntarle cosas que yo sentía. Nunca pude entender por qué a mi hermano Guido, sí le permitían hacer cosas de esas…me explico…de sexo…mi papá hasta se carcajeaba cuando Guido llegaba a la casa contando una historia de sus conquistas. Mis hermanas y yo, nada más nos mirábamos como preguntando ¿por qué él sí, y nosotras no? Era el único varón entre 3 mujeres en mi familia, sí, somos la familia Aparicio García. Y aunque Guido no era el mayor, mi papá le daba demasiada importancia, e incluso, le dio permiso de pegarnos si nos miraba platicando con algún muchacho en la calle. Eso nunca se me hizo justo. —Se tienen que dar a respetar. Los hombres nada más andan buscando una cosa, y óiganme bien, ellos nada más quieren sus piernas abiertas. Si en verdad las quieren, las van a respetar y a esperar, como su padre, que hasta el día de nuestra boda me tocó. “¿Y cómo aguantaste amá?” Pensé. Yo he sentido mariposas en la panza desde que estoy muy chiquita. No es a propósito. Todas lo hemos sentido. Quizás unas en mayor intensidad que otras, pero todas tenemos ganas. Yo leí en un libro que es lo más normal. Es más, a mí me gusta que me digan cosas sucias cuando me están haciendo el amor. El tonto de mi esposo no supo cómo reaccionar cuando le dije. —¿Qué quieres que te diga? ¡Estás loca! Eres mi mujer, te respeto. No eres una puta. No se trata de eso. Simone dijo que la mujer no nace, se hace. Pero cuando trate de explicarle eso, nada más me dijo: —Tú no entiendes nada. Así crecí, llegó el momento en el cual simplemente acepté el papel que mi familia, mi marido y todo mundo quería que yo jugara. A veces te olvidas de realizar tus propios deseos. Llegan los hijos, y tus apetitos se te van de las manos. Pero aquella mañana, cuando desperté, y me sentí tan satisfecha, fue la primera vez que Quique, así se llama mi esposo, me había complacido como nunca. Esa noche había logrado tener la paciencia para acariciar cada esquina de mi cuerpo, logrando llevarme al éxtasis. Lo juro por mi madre, creo que fue esa vez cuando alcancé un orgasmo de verdad; me sentí satisfecha totalmente. No fue hasta que volteé, y vi su rostro, que me di cuenta que le había sido infiel a mi marido. No estaba con él…estaba con alguien cuyo nombre ni siquiera recuerdo, cuyas manos podía sentir sobre mi piel todavía. Su aliento lo podía respirar dentro de mi propio paladar. Me humedecí completamente en ese preciso instante, y me entregué totalmente una vez más. Nunca imaginé serle infiel a mi marido. Lo juro por la virgencita. La idea ni siquiera me entró en la cabeza… Fue hasta que desperté que me di cuenta, no estaba con Quique…sólo vi ese rostro extraño, irreconocible, que me llenó de placer. Esta historia casi no la cuento, porque hasta la fecha mi madre nos dice a todas: —¡Ustedes son Aparicio García! Yo nada más pienso, seremos Aparicio García, pero primero que nada, somos mujer… © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
|