Descansa
David Alberto Muñoz A mi hermano Pablo Esa noche él no pudo dormir… no intentó siquiera conciliar el sueño, prefirió perderse entre todas aquellas ambiguas lobregueces detrás de su propia inconciencia. Sólo un recuerdo lo ahogó, haciéndole sentir casi ansiedad. Miedo a existir o a no ser. Era simplemente el recuerdo de ese ser querido a quién ya no podría ver. Aquel ente, que sin avisar los abandonó heridos, frente aquel perdido recuerdo que nadie enmendaría ya más. Esa noche se dio cuenta, que cuando partimos, ya no podemos regresar. No fue él… más bien fue el fin… sí… el fin… fin que llega junto con la muerte. Porque ni siquiera la esperábamos Esa noche se percató cómo duele la muerte… no tanto para aquellos que se van, sino más bien para aquellos que permanecemos. Por eso ahora solo deseaba declarar Descansa en paz… Cede simplemente tus recuerdos Tus memorias que harán que tu presencia perdure En medio de este complejo aguijón llamado vida. Descansa en paz… Tu presencia siempre permanecerá Porque el amor nunca muere Y tu existencia siempre con nosotros estará Descansa en paz... © David Alberto Muñoz
1 Comment
El banco de Don Iván
Un cuento Por David Alberto Muñoz Don Iván Cermeño Castro, se llamaba el guardia del banco que asaltaron ayer. La gente a veces se preguntaba por qué sus apellidos empezaban con la misma letra. Sólo Dios sabe, no ha de ser el único. Tal vez por eso del otro lado de la frontera solamente se usa el apellido paterno, cuestión también que puede significar un machismo gacho, ¿por qué el padre nada más? ¿Qué pasa con la madre? Total, era un hombre ya de edad. Ha de haber tenido casi sus setenta años. Caminaba muy lento y su rostro reflejaba un cansancio casi total, de esos que te cuesta trabajo respirar y comes humaredas de aire para seguir viviendo. Varias veces se escuchó decir: —Si alguien llega a querer asaltar, ¿qué puede hacer el pobre de Don Iván? Y pues tenían toda la razón. No era falta de valor, porque el hombre era veterano de la guerra de Corea, y, además, ya que regresó de dar servicio, fue oficial de policía por varios años. En los Estados Unidos, la policía al menos en los tiempos de Don Iván, tenía una reputación de ser gente muy honesta, muy buena onda. Hoy en día, las cosas han cambiado, cada rato se escucha de policías matando a gente sin armas o a gente de color y demás. Pero en fin, yo llegué a ver A Don Iván tlaceando a varios mocosos que nada más estaban dando lata en el banco. Todavía tenía lo suyo. —¡Buenos días Don Iván! Le decían los empleados y los clientes por igual. A todo mundo le caía bien. Así, gordito, con su panza de cervecero, con poco pelo, lentes redondos de fondo de botella. Bigote lampiño, de piel blanca. Su nariz era grande, parecía de payaso, sobre todo los lunes después de haber bebido todo el fin de semana. Le amanecía roja roja, y ese grano junto al labio inferior, le daba un tono grotesco. Los niños se reían de él. —¡Nariz de payaso tiene Don Iván! ¡No vaya a estornudar que la vida se le va! Don Iván nada más correteaba a los niños que salían disparados con mucho temor, para después nada más reírse a carcajadas. Las mujeres lo miraban con ojos de dulzura. —Se parece usted tanto a mi papá Don Iván. Déjeme le dé un beso. Y el susodicho señor solamente se dejaba querer. Los señores hablaban con él sobre pistolas. Ya que cargaba una vieja pistola beretta, de 25 centímetros, de esas hechas en Italia en el año de 1975. —¿Quién le dio esa arma? No sé, quizás la persona que lo contrató y le puso ese uniforme de pantalón negro y franja dorada, con camisa blanca, corbata negra, y una cachucha con el logo del banco. Muchas veces yo mismo le pregunté, qué haría si de verdad llegará un ladrón a querer robar el banco. Don Iván simplemente sonreía, con ese rostro de abuelo consentidor que tenía. —Cuando eso suceda, ya veremos…ya veremos—respondía con un tono de mucha seguridad. De cuando en cuando, Don Iván se paraba muy cerca de algunos clientes que por algún motivo se le hacían sospechosos. La mirada del viejo podía intimidar. Al menos que fueras un hombre joven, de buenos músculos y con la prepotencia cargando tu cuerpo. —No me mire así jovencito, no estoy jugando, respete su lugar en la línea. --Crazy old man!—le decían algunos, pero por regla general, Don Iván controlaba casi, cualquier situación. Así vivía el anciano, porque no era ningún jovencito. Tenía a su esposa Margarita, sus hijos Ivancito, Jr., así le decían al hombre que ya era un adulto de más de 40 años, Leopoldo el maestro de primaria, y Sarita, la más chiquita, que llegó por accidente sin esperarla ni pedirla hace unos 19 años. —¿Cómo le hizo Don Iván? —Pues yo no sé, yo pensaba que mis cartuchos ya eran de salva, y ve tú a ver. Todavía tengo munición y es de la buena. Y el viejo reía con muchas ganas. Ese día…del que estoy hablando, un ladrón de adeveras llegó a robar el banco. Entró corriendo, como si el mundo se estuviese acabando; traía una ametralladora AK-47. El rostro cubierto por una capucha. Era un cuerpo delgado, rápido, pero se miraba frágil, iba todo vestido de negro. —¡Arriba las manos! ¡Nadie se mueva!—gritó con una voz algo suave, medio femenina. —Debe de ser un pinche jovencito—sentenció Don Iván, quién sin dudarlo, desenfundó su pistola para que antes de prepararla y disparar, fuese baleado por más de seis balas provenientes de la ametralladora. Todos quedamos paralizados. Don Iván había trabajado en ese banco toda la vida. Hasta le decíamos el banco de Don Iván. Fue como que todo mundo dejó de respirar por varios segundos, para luego tomar aire porque todos sentimos que la vida se nos iba. Y fue entonces cuando algo inaudito sucedió. El ladrón, sí, el ladrón que le disparó a Don Iván, con su AK-47, soltó de pronto un llanto que nos dolió a todos dentro de aquel lugar. —¡Papá, no! Así no era la cosa. ¡Papá! Se quitó la capucha y todos pudimos ver su rostro. Era la hija menor de Don Iván, Sarita. La que de acuerdo con él, no hallaba su lugar en esta pinche vida que nos tocó a todos vivir. —Así no era la cosa Viejo, tontín, solamente debías sacar la pistola y ponerla en el piso. El viejo de Don Iván tenía esa enfermedad de Alzheimer, y no recordó el plan que había hecho con su hija menor…de robar el banco…sí…robar el banco de Don Iván… —¿Cuál era el plan Don Iván? Todos nos preguntamos: ¿Por qué disparó la muchacha en contra de su padre? Eso fue una verdadera locura. Descubriríamos después que ella también padecía de Alzheimer…aunque estaba muy joven, pensamos todos. ¿Qué fue lo que se le olvidó a ella? —Estás loca Sarita… ¿Por qué lo hiciste?—preguntó Margarita, su madre. —Porque de vez en cuando tengo que hacer una locura, para darme cuenta de que todavía estoy cuerda. Y después, todo se le olvidó. Sarita permaneció encerrada en un manicomio desde aquel día en el cual ella fue a robar el banco de Don Iván, su padre. Y hasta la fecha, nos cuesta mucho trabajo entender lo que pasó ese día. A lo mejor nunca hubo un plan, es posible que todo haya sido una locura de la chamaca. No sabemos… Todo esto creo que tan sólo comprobó, prueba, lo absurdo que realmente puede ser la existencia humana. Todavía no lo podemos creer, mataron a Don Iván, el guardia del banco, en el banco de Don Iván, y fue Sarita, sí…Sarita su hija…todo es un absurdo total… © David Alberto Muñoz 100 botellas
Un cuento Por David Alberto Muñoz Mi tío Lencho, hermano de mi papá, había fallecido la noche anterior, antes de que César, mi primo hermano, saliera para su viaje de mochila a Europa. Me acuerdo que hasta se enojó. ¿Qué culpa tiene mi tío, César? Le dijimos todos, la gente no se muere a propósito, aunque en la familia ya estaba bien sabida la historia de mi prima Ximena, quién según las malas lenguas se suicidó un santo día de la virgencita de Guadalupe, porque ella se llamaba precisamente Ximena Guadalupe, y fue una verdadera vergüenza para toda la familia, así dijeron mis padres, porque el suicidio es pecado delante Dios, de acuerdo con la Biblia. Yo alguna vez leí que el rey Saúl, se había suicidado. ¿Eso quiere decir que el pobre no alcanzó cielo? Total, nos llegó la mentada llamada por medio de mi hermano Octavio Augusto; no sé por qué mi madre se entercó en ponerle así. Ya después me di cuenta que ese era el nombre de un tal general romano; a todos nos caía gordo en la casa, porque yo me llamo Paco Francisco, y sí, ya sé, que a los Francisco les dicen Paco, pero así me pusieron a mí qué quieren que haga. Mi hermana se llama María del Rosario Almudena, Almudena es la virgen patrona de Madrid, y pues María del Rosario significa la guirnalda de rosas escogida por Dios. Creo que mis papás fueron medio melodramáticos al ponerle el nombre a mi hermana. Y a mi hermanito, le pusieron Felipe, que porque dizque mi abuelo fue el abogado defensor de Felipe Ángeles, el general de la revolución. En fin, lo que quiero decir es que el mentado Octavio Augusto siempre nos sonó a todos muy prepotente. Y pues ni modo, era el más grande de todos los hermanos. Pero bueno, fue él quien nos dio la noticia del fallecimiento de mi tío Lencho. A Lencho todo mundo lo quería. Era muy bueno, nunca se casó, pero todos los hijos en la familia éramos como sus hijos. Siempre cuidó de mis abuelos hasta que ellos murieron. Trabajó toda su vida en un taller de llantas, y ya que se jubiló, no sé cómo le hizo, pero tenía siempre buena feria, y a todos, la mera verdad a todos, nos ayudaba y nos daba nuestros buenos regalos. Sobre todo a mí, me ayudó a pagar la escuela, a comprar mi primer carro, y hasta cooperó para mi boda con Rosita, la hija de Don Fernando, el gachupín, dueño de la tiendita en la colonia. A todos nos pudo mucho la muerte de mi tío. Cuando alguien se te muere, te das cuenta del cariño que dejó. Porque todo mundo habla bien de ti, y es más, se siente el dolor cuando das la noticia, a fe que cuando muere alguien que es mala onda, todo mundo nada más dice para quedar bien: —¡Qué Dios lo tenga en su santa gloria! Como al Herbet Mañas, me cae que así se llamaba el dueño de una vecindad en la colonia. Todos le decían el Mañoso. Y según él, su nombre propio significaba “ilustre guerrero”. ¡Ilustre mañoso! Le contestaban todos. Eran bien codo, bien canijo, y a todos nos daba lata, porque nos prestaba dinero, con un chingo de interés, y algunos miembros de mi familia, vivían en su pinche vecindad, y pues cuando se murió, en lugar de llorar, a todos, nos dio un chingo de gusto. ¿No sé por qué cuando alguien se muere se vuelve todo un santo? Ese era un verdadero cabrón. Y me puede usted citar si así lo desea. Pero bueno, regresando a la historia de mi tío Lencho. Después del velorio, que estuvo bien chido. Mi papá nos pidió a mis hermanos y a mí, que limpiáramos el cuarto de mi tío. Que todo lo que quisiéramos guardar, lo guardáramos nosotros, porque a él, eso le hubiera gustado. Y todo lo que no sirviera o simplemente no quisiéramos, pues que de plano lo tiráramos a la basura. Y ahí andábamos mis hermanos y yo. —Yo quiero las corbatas de mi tío—decía mi hermanito Felipe. —Yo como mujer, me corresponde sus joyas, aunque no sean de hembra. Él me dijo que las podía vender y comprar lo que quisiera—expresaba mi hermana María del Rosario Almudena. Mi mentado hermano mayor, el tal César Augusto, no quiso nada. Nada más nos dijo: —¡Apúrense por favor! Tiren todo si no lo quieren. Y el Paco Francisco, según él, se estaba quedando con todos los libros del tío Lencho, que en realidad eran una colección del Playboy a toda madre. Pues buscando en el closet de mi tío fue cómo descubrimos el secreto de Eleonor. —No te entiendo. ¿Quién es Eleonor? ¿Puedes explicar bien? Verá usted, Eleonor era una mujer que venía todos los días a estar con mi tío Lencho. En buena onda, nada malo, se sentaban a platicar, a veces jugaban canasta, ajedrez, yo qué sé. La señora se iba ya tarde, y en ciertas ocasiones, amanecía dormida en el sillón que mi tío tenía en su cuarto. No le voy a mentir que la gente y la familia empezó a hablar, a decir cosas ya ve como somos los humanos. —A mí se me hace que el mentado Lencho anda ya con sus cosas dentro de la Eleonor. —No ¿cómo crees? Lo que pasa es que son buenos amigos. ¿a poco tú no tienes amigos? Además, ya están viejos. —Yo he llegado a oler alcohol en el cuarto del tío Lencho. —Pero Lencho no toma. Nunca ha tomado. —Pues tampoco Eleonor, ella siempre ha sido una buena mujer. —A mí se me hace que los dos son un par de pecadores. —¡Ya cállense todos con sus chismes! ¡Sean o no sean, eso es asunto de ellos y no de ustedes!—sentenció un día mi madre. Pues como le decía, aquella mañana que limpiábamos el cuarto de mi tío Lencho, descubrimos en su closet como 100 botellas de tequila. Todas estaban vacías. Sacábamos una y al rato aparecía otra, eran un chingo, como cien, o más de cien, no sé la verdad... Pero de pronto nos dio miedo. —¿Miedo de qué? No estoy seguro, en mi casa siempre se ha tomado, pero todo controlado, de verdad, no crea que todo ha sido puro desmadre, cuando a alguien se le han pasado las copas, nada más le dicen, ten cuidado, porque aquí no somos de esos. ¿Pero cien botellas de tequila? Era demasiado. Nos sentimos agobiados, culpables de algo que ni siquiera habíamos hecho nosotros. De pronto Felipe encuentra una carta. Estaba dirigida a toda la familia, la familia Peralta Carbajal, así nos apellidamos. Estaba escrita con letra y puño de mi tío Lencho. Se la llevamos a mi papá sin abrirla. Teníamos miedo, no sé de qué. Él, mi papá, la leyó, y después con rostro de sacerdote le hizo lectura una tarde de domingo cuando toda la familia se juntaba a comer junta. Querida familia: Si están leyendo esta carta, es que ya estoy enterrado seis metros bajo tierra. Y también, creo que ya han de haber encontrado las cien botellas de tequila que estaban en el closet de mi cuarto. Creo que se merecen una explicación. Eleonor, mujer a quién creo todos conocen. Me acompañó en mis últimos momentos ya de viejo. Cuando todos ustedes andaban de arriba para abajo, y no se daban cuenta, de que cuando los seres humanos envejecemos, nos vamos descomponiendo lentamente. La rapidez que teníamos en la juventud desaparece. En ocasiones, como le pasó a Eleonor, nos da una enfermedad, dónde nos olvidamos de todo, y no sabemos ni siquiera quienes somos. Y si tenemos la suerte de mantener nuestra cabeza en su lugar, el dolor más grande no es el dolor del cuerpo, de los huesos o de los músculos que se van desgastando. Es más que nada, el dolor del corazón de ya no ser, lo que éramos antes. Cuando Eleonor y yo nos dimos cuenta de esto. Fue cuando empezamos a beber. No fue de un día para otro, fue poco a poco. Cuando encontrábamos en aquellos tragos de tequila, cierto consuelo. Consuelo que compartíamos el uno con el otro. Porque ya los hijos no tienen tiempo de platicar con uno. Los nietos de vez en cuando jugaban con nosotros, pero cada uno de ustedes eventualmente tenía que irse, y Eleonor y yo nos quedábamos solos. Sin tener a nadie más que aquellas botellas de tequila que ella compraba en la tienda de Don Fernando, quién nos guardó el secreto hasta este momento en el que ustedes están leyendo estas líneas. Eleonor perdió el recuerdo, y lo único que me unió a ella, en mis últimos días, fueron esas cien botellas de tequila. Y sí, quizás abusamos del licor, pero no juzguen, por favor, no nos juzguen a Eleonor y a mí. Porque como dice el dicho, nunca digas, de esta agua no beberé. Por cierto, nunca hubo nada entre nosotros, más que esa intimidad que produce los momentos de soledad en medio de la vejez. Eso es lo que deseaba decirles a todos. No sé si Eleonor esté viva todavía, tal vez no, pero si lo está, les pido su comprensión, algún día, espero, todos ustedes llegarán a viejos, y quizás también necesiten la compañía de esas mentadas 100 botellas. Siempre los quise mucho a todos. El tío Lencho Todos quedamos completamente callados. Mi padre ordenó que lleváramos todas las botellas al panteón. Eleonor murió tres días después de mi tío Lencho. No sé dónde la habían enterrado. Pero llevaron su cuerpo y lo sepultaron junto al de mi tío. Y todas aquellas botellas, las pusieron a su alrededor, de ambos. Y pusieron una placa que decía: AQUÍ DESCANSA LENCHO PERALTA CARBAJAL Y ELEONOR JUNTO A 100 BOTELLAS QUE LOS UNIÓ ETERNAMENTE. Fue cuando descubrimos que nadie sabía nada de Eleonor, ni su apellido, ni de dónde venía, o vivía, o nada. Simplemente apareció de la nada, para hacerle compañía a mi tío en sus últimos días. Esta historia de mi tío y Eleonor, todos la sabemos, y todos la repetimos en nuestras familias. Es la historia, de las mentadas 100 botellas de tequila. No sé exactamente cómo suene la historia, quizás algo cursi, o yo qué sé, pero es la verdad. Un día todos vamos a ser viejos, y no sabemos cómo nos va a pegar la vejez. En paz descanse mi tío Lencho y Eleonor. A ver cómo pega la vejez… © David Alberto Muñoz Eso fue lo que vio Arturo…
Un cuento Por David Alberto Muñoz Era ya tarde, le costaba trabajo manejar después de las 6 o siete de la noche. Ya no miro bien, se decía. Aunque me ponga mis lentes, ya no tengo la misma visión que tenía a los 20 años. —Tú siempre añorando la juventud. Tienes que aceptar que el tiempo se pasa. Las calles estaban desoladas. No se oía ningún ruido. Se le vino a la mente esa frase que se puede escuchar por los corredores de alguna vecindad mexicana: “Se percibía hasta el zumbido de una mosca”. Recordó aquella imagen que lo tenía casi aterrorizado. —Era como una cola, sí…como la cola de alguna lagartija... Pero estaba grande, pesada, era de color negro con destellos de castaño que brillaban. Fue todo lo que vi…pero iba saliendo del cuarto de cocina…de tu casa Mariana, Hilda, la sirvienta, estaba parada frente a la puerta, casi desnuda y con el rostro ido, perdido, sin expresión alguna. ¿No te acuerdas? Un automóvil por poco choca con el carro de Arturo, quién decidió detenerse en un baldío lleno de tierra, con piedras y olor a excremento. Ya no sabía dónde estaba, ni adónde iba. —Claro que me acuerdo. Fue esa noche cuando estabas de caliente frente a Hilda y ella se te ofrecía descaradamente. —No era eso Mariana. Todo fue tan rápido, que todavía no entiendo exactamente qué fue lo que vi. ¿Qué pasó? Arturo salió de su automóvil y encendió un cigarro. Tenía ya varios días de no dormir. Estaba confuso. Sacó cocaína de su bolsa y se dio un pase. —Vi la cola del mismo Diablo—se dijo así mismo. —Mira Mariana, piensa lo que quieras. Ya te dije a ti y a tu marido que me voy a ir de su casa. Te agradezco mucho el hospedaje hermanita. Pero esa noche algo entró en tu casa, e Hilda lo vio de frente. Esa muchacha no ha vuelto a hablar desde entonces. Ayer la llevamos con el doctor, y ¿qué nos dijo él? Que todo es psicológico, algo le pasó aquella noche y por eso está como está. —¿Qué estás diciendo Arturo? No inventes cosas. Un ruido sacudió la cabeza de Arturo. Él, volteó de inmediato en dirección a la carretera. A distancia, vio el cuerpo de Hilda, la sirvienta de la casa de su hermana Mariana, que caminaba hacia él casi por el aire, más bien parecía flotar con una sonrisa de burla. —¿Hilda? ¿Hilda? ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí? ¿Me seguiste? ¿Cómo sabías dónde estaba? ¿Cómo llegaste aquí? La muchacha parecía danzar en medio del aire permitiendo caer una breve brisa de su presencia, que dejaba sentir un fuerte olor a miedo, a terror casi, que Arturo nunca antes había sentido. —Está bien Arturo, si quieres irte vete. Ya tengo bastantes problemas como para tener que cargar con los tuyos. —¿Qué crees qué pasó aquella noche Mariana? —No sé Arturo…la mera verdad no sé… Arturo se limpiaba los ojos cada dos segundos. Sacaba su cocaína y no paraba de tomarla, casi con desesperación. Volteaba para todos lados buscando apoyo de algo, de alguien, pero sólo el infinito silencio guardaba aquella absurda escena en algún lugar de alguna ciudad oscura, donde la noche ya había dominado la luz del día. Hilda se detuvo de pronto frente a Arturo. Él la vio quizás por primera vez. Era un cuerpo joven, esbelto, de color café, con mirada de misericordia, mas a la misma vez, con senos provocadores que no intentaba cubrir, por el contrario, los mostraba casi con un orgullo muy audaz. Su pequeña cintura estaba entallada por un manto de color rojo; se percató Arturo de que Hilda estaba desnuda. —¿Qué quieres Hilda? No entiendo…tengo miedo… —¿Recuerda aquella noche en casa de Mariana? —¡Claro que lo recuerdo! No he podido dormir desde entonces, algo entró en esa casa Hilda y tú lo viste, dime por favor que fue, ¿el Diablo? De seguro era el Diablo ¿verdad? ¿Qué quería? ¿Llevarme por todas mis maldades? ¿Ya es mi tiempo? Con un carajo… HABLA mujer… Antes de salir de la casa de su hermana, Arturo imploró a los dioses su cuidado. Pero no fue sino hasta antes de ver a Hilda frente a él, en aquel perdido baldío, que se dio cuenta. —Era la cola de Dios Sr. Arturo—exclamó sorpresivamente aquella mujer de rostro indígena. —¿Cómo? —El residuo de la grandeza de los dioses. Vivimos en un mundo lleno de falsedad. No vemos las cosas tal y como son. Por el contrario, nos engañamos a nosotros mismos creando mitos e historias de que al final, todo va estar bien, y el “Dios todopoderoso” vendrá a arreglar nuestros problemas, luchas y amarguras. Pero no es así, aquella noche Dios entró en la casa de Mariana, para hacerles ver cómo es realmente. Y lo único que nosotros pudimos ver fue su cola, no somos más que el desperdicio de los dioses, aquellos seres que fueron creados del lodo de la tierra, pero que con la lluvia se derritieron porque no tenían el entendimiento para comprender la grandeza de los dioses. Eso fue lo que vio aquella noche…la cola de Dios… *** Arturo despertó en la cama de un hospital. A su lado estaban Mariana e Hilda. Lo miraban con ojos de misericordia. —¿Qué pasó?—finalmente dijo después de intentar darse cuenta dónde estaba. —Tuvo un ataque epiléptico Sr. Arturo—expresó Hilda. —No es el primero hermano, tú ya lo sabes. Tienes que cuidarte. No puedo dejar que te vayas de la casa. Esos ataques te pueden pegar en cualquier momento. Acarició con mucho cariño el rostro de su hermano para luego besarlo y con la vista decirle a Hilda que ya era tiempo de irse. —Toda va estar bien. No te apures. —No se apure señor, los dioses lo cuidarán. Arturo simplemente dejo exhalar un largo y profundo respiro, que se detuvo cuando vio con sus propios ojos a su hermana con su sirvienta salir de su cuarto de hospital. Ambas acarreaban lo que vio aquella noche rara y casi de terror, llevaban detrás de ellas la cola de Dios. El mal no existe, se dijo así mismo, todo es parte del mismo ser, ese paradójico ente con rostro de mujer joven y con la cola del Diablo. Eso fue lo que vio Arturo… y tembló… casi de terror… © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
|