Rangel
Un cuento Por David Alberto Muñoz Se estaba quedando dormido. Tenía ya varios días sin poder concebir el sueño. Sus ojos se cerraban como cortinas que caen como desprendiendo la retina. Su mirada se quedaba perdida detrás de imágenes que pasaban sin ser percibidas, más bien, era como si pudiera permanecer con los ojos abiertos en espera de algo de lo cual ni él mismo estaba seguro qué era. Se sentía viejo. De pronto las rodillas le dolían de más, la espalda lo molestaba a cada rato; cuando se levantaba no lograba moverse con la misma soltura que había tenido hace años. Por el contrario, le tomaba tiempo calentar y empezar a mover sus músculos. Pensaba en su padre y se decía así mismo: —Si no me muevo, me voy a quedar paralizado igual que mi viejo. Pero cuánto trabajo le costaba. Las caminatas que hace apenas unos meses le resultaban agradables, yendo de su oficina hasta el parque, ahora se le hacían eternas, sobre todo si cargaba algo. No importaba lo que fuera, su portafolio, cajas del trabajo llenas de papeles, incluso su computadora o su mismo lunche, todo le pesaba de más, y el mismo aliento se le iba de la boca. —¿Sr. Rangel? —era la voz de su secretaria. Aquella muchacha de escasos 25 años de edad, algo alta, con rostro de piedra pero con bastante personalidad. —Dime, what do you need? —Tiene una llamada de arriba. —¿De arriba?, chingada madre, siempre que vienen las cosas de arriba todo se complica. ¿Por qué no lo dejan a uno simplemente trabajar? Tengo muchos reportes que realizar, además, la mercancía ya está toda en la bodega, y tengo que hacer los encargos para que los camiones salgan a entregarla. Why do people won’t leave me alone? —I don’t know Sr. Rangel. También hay un mensaje de Paul Meeks. El representante de la corte que vino a verlo el otro día. —What does he want? —I don’t know señor. Rangel suspiró como deseando desaparecer. Ni siquiera recordaba cuál era el asunto con el mentado Meeks. A lo mejor venía de parte de su esposa a quién no miraba desde hace ya más de un año, dándole la demanda de divorcio, o se dieron cuenta que había contratado a dos personas ilegales, y por eso le habían mandado al susodicho Sr. Meeks para hacerlo verse mal, y al final de cuentas correrlo. O quizás, el patrón, el de arriba, deseaba hacerle una oferta, y elevarlo a una posición ejecutiva, cuestión que no le disgustaba aunque como era él, siempre pensaba lo peor. —¡Todo mundo me quiere chingar! De seguro ya se dieron cuenta que de vez en cuando me llevo papel para hacer copias a mi casa, y pues bueno, no es mucho pero con los años se junta ¿no? Rangel en esa ocasión se sentía viejo. —Cada vez que le sonrío a alguna muchacha las cosas ya no son como antes. Antes me sonreían, y podía yo entablar conversación con ellas, ahora me miran con una mirada de desprecio como que están viendo a un pinche viejo rabo verde… y a lo mejor sí… soy muy volado pero yo me siento casi igual, bueno, necesito más aumento en mis lentes, tengo que ver al doctor para que me pongan una inyección en la rodilla, para que no me duelan tanto, además mi doctor de cabecera ya me dijo que tengo que perder más de cuarenta libras, y que además, debo de dejar de tomar y de fumar. Fuck it man! ¿Qué más chingaos voy a tener que hacer? —¿Sr. Rangel? —era nuevamente su secretaria. La vio tal vez por primera vez con cierto cariño, no estaba muy guapa, pensó, pero tenía el bello regalo de la juventud. Sonrió con sarcasmo. Cada vez que tenía estrés, se volvía todo un Don Juan. Ella, lo observaba preocupada, porque pudiera pensar que no llenaba sus responsabilidades. Había mucho trabajo, y el mentado Rangel, lo había dejado todo, absolutamente todo en su escritorio por más de una semana. —A ver si no lo corren y a mí también de pasada—pensaba la muchacha. —Disculpe usted Mr. Rangel, but you need to get to work as soon as possible. Si no, nos van a empezar a echar la culpa de que las cosas anden mal en el negocio, sí, a nosotros. Y no me parece justo. It is not fair! Apenas tengo tres meses trabajando aquí. —¡AH Mariana! I am burned out! ¿Me entiendes? Estoy cansado de tanta mierda, es todo. Mariana lo miró con ojos de compasión. —Ya lo está esperando el patrón. Rangel, volteó a su alrededor como buscando algo, alguien que lo ayudara a salir de ese sentimiento de vejez que traía cargando ya por varios meses. Se frustraba, se desesperaba, la paciencia parecía haberla perdido, sus labios temblaban como si estuviera enojado, y sí lo estaba, pero prefería pretender que todo estaba bien, que nada pasaba. No sabía qué iba hacer… estaba muy nervioso y de plano… se sentía muy viejo… De pronto, imaginó que una fuerza extraña lo poseía. Le dieron ganas de meterle la mano a Mariana por debajo de la falda. Se vio así mismo golpeando al patrón en el rostro con su puño derecho, mentándole la madre a todos los trabajadores que nada más le causaban problemas. Al igual que un héroe de alguna de tantas películas que había visto, tomaba a la dama más hermosa del lugar, y salía volando literalmente para llegar al monte del Olimpo. Nada se le trababa, todo estaba bajo su control. Sí era él, el Sr. Rangel… el único, el grande, el portentoso… *** A la mañana siguiente, todo regresó a la normalidad, dejó de imaginarse cosas, tuvo que ir a hablar con el patrón quien lo regañó por haberse atrasado en su trabajo. Le llegó la cuenta de la luz de su casa que no había pagado por dos meses nada más por andar de desidioso, pensando en pendejada y media. Mariana nada más le seguía la corriente al Sr. Rangel, a quién cada día se le iba la onda más y más. —Pobre hombre, ya está grande—decía para ella misma. Y entonces, la realidad lo sacudió… se dio cuenta de dónde estaba…qué hacía… y cómo vivía… y volvió a sentirse viejo… —Camino más lento, las cosas se me resbalan de las manos, siento que ya no pertenezco, no escucho las conversaciones, son solamente bullicios mal pronunciados… estoy cansado… I am tired… a veces ya no quiero seguir… sometimes I just wish everyone would disappear… pero no… estoy vivo todavía y estoy viejo… no me gusta sentirme así… no… no me gusta… Era Rangel… todavía vivo… y ya con algunos años de más. © David Alberto Muñoz
0 Comments
Picture by Mirita Muñoz
Reflexiones a primera estancia Por David Alberto Muñoz San Francisco, California.- Navegando en medio de cubículos privados que revolcándose intentan pasar al de al lado, llegamos a la ciudad de San Francisco, California a eso de las 5 de la tarde. Atravesamos por el Oakland Bay Bridge, quién nos recibió con los brazos abiertos, dejando en nuestra mirada esa actitud de asombro que nos llega a los seres humanos al ver su grandeza física, y eso, que todavía no pasábamos por el ya famoso Golden Gate Bridge, cuyas elevadas manos acarician y juegan con las nubes del cielo literalmente, y constantemente, haciéndonos ver, nuestra pequeñez como seres humanos, aunque hayamos logrado levantar tales pedazos de hierro para unir la bahía de San Francisco y el océano Atlántico. Esta ciudad cosmopolita, con la reputación de ser una de las más liberares de todo el país, abrió sus entrañas por el distrito financiero, para dejarnos ver infinidad de edificios uno tras otro con más de 30 pisos cada uno. La zona contiene La Pirámide Trasamérica, edificio más alto de San Francisco, reconocido como uno de los rascacielos más altos de los Estados Unidos de América, midiendo alrededor de 260 metros (853 pies de altura). Pudimos ver a jóvenes milenarios saliendo de su trabajo, ya no vestidos como hombres de negocios, más bien preparados para irse al gimnasio a hacer ejercicio. Atravesamos la zona central de este distrito muy cerca del famoso Chinatown, para encontrar un pequeño restaurante italiano, lugar de tradición regional, donde compartimos con ciudadanos locales de una suculenta cena con vino y cerveza. Además, fue el lugar en el que descubrimos a un italiano-salvadoreño, quién huyó a Italia en tiempos de la guerra en El Salvador, para finalmente llegar a esta ciudad que es carísima, donde la renta de un apartamento de estudio principia alrededor de los $3000 dólares mensuales. Caminamos por Golden Gate Park, área bellísima con una impresionante zona verde, donde se esconde un museo de botánica, y pudimos ver a cienes de personas corriendo, trotando o caminando, algunos con sus perros, e incluso, nos detuvimos a comer unos hot-dogs, en un puesto donde el que lo atendía, era un irlandés que tenía un vaso con un letrero que decía: —I’m Irish, please tip me. Intentamos ir a la famosa prisión de Alcatraz. Al llegar al Muelle 33, lugar de donde salen las lanchas para ir a la susodicha prisión, se nos informó que había que hacer reservaciones con un mes de anticipación. —¡Me lleva la chiquita! Aun así, pudimos comer en The Franciscan Crab Restaurant, donde pudimos por lo menos ver a distancia la isla llena ya de fábulas y leyendas, que junto con el turismo, y todas esas fotos de artistas como Jack Nicholson, le dan al lugar un aire de mito hollywoodense. San Francisco es una ciudad llena de un soplo universal. Se escuchan muchos idiomas en las calles, esas avenidas que suben y bajan, donde se pueden ver construcciones casi todas de tres pisos, con sus escaleras de metal en la parte trasera o frontal, que me recordaron a Richard Gere, subiéndolas al final de la película Pretty Woman, para conquistar totalmente a Julia Roberts. Caminando por esas calles tan difíciles de cruzar, vimos a seres que se asemejan a un ente casi exclusivo, donde la mirada se encuentra con la tuya, y puede ya entablar un cálido saludo, o rechazar la presencia del otro, con ese esnobismo tan humano, que hace pensar a ciertos individuos, que son superiores a los demás. El Golden Gate impone, para alguien sin mucho conocimiento de la forma en la cual se construyó esta maravilla del mundo moderno, resultó el verse así mismo en nuestra verdadera condición humana. Nos creemos tanto, que pensamos somos los seres más importantes del universo, es más, debemos de ser muy inteligentes, ya que creemos incluso que somos tan importantes que el mismo Dios, creador de todo el universo vino a esta tierra, y se hizo humano, (por supuesto de acuerdo con el cristianismo solamente), para darnos salvación. —¿Salvación de qué?—me pregunto. No se enojen. Nuestra condición es de siglos y siglos, y no cambia, seguimos destruyéndonos igual que siempre, pero eso sí, ejercemos juicio los unos sobre los otros. Si acaso es verdad que dicha construcción fue hecha por seres humanos, no puede dejar de hacernos sentir muy pequeños, en comparación con la grandeza de su construcción, y ya haciendo una metáfora, con la magnitud del universo. Me sentí muy pequeño ante tal monumento. No sin antes dejar en claro, que al navegar en medio de automóviles y peatones, de paradas turísticas y calles perdidas, de personas homeless y mujeres haciendo ejercicio mostrando sus pezones a través de sus camisetas súper delgaditas, la conclusión a la cual llego, es que el ser humano es muy poca cosa, y lo digo sin al ánimo de ofender a nadie, ni a mí mismo, porque somos y podemos ser grandes homo sapiens, pero a la misma vez, somos y podemos ser tan miserables como nuestro propio egoísmo. San Francisco es una hermosa ciudad, poblado por entes humanos, que intentan al igual que todos nosotros, darle un sentir, a nuestra compleja experiencia humana. © David Alberto Muñoz Balaceras
Un cuento Por David Alberto Muñoz Todavía recuerdo su cabeza caída, aquel sigiloso movimiento que bien pudiera exasperarnos a muchos de nosotros. La quietud de su cuerpo asesinaba mis intenciones, mientras que sus ojos medio dormidos de alguna manera parecían decir algo. —¿Qué? No sé. Algo como: “Heme aquí”. Era mi padre. Su rostro algo cansado. Canas sobre el poco cabello que le quedaba. Aquella mirada de envidiable madurez recargada en la pared de su presente jamás encontrado. O tal vez, era mi hijo, mi hermana, mi primo, mi vecino, mi madre... El tiempo se nos había ido de las manos. Imaginé alguna vez llegar a vernos de esta forma, pero siempre detrás de mi imaginación. Aunque nadie sabe nada, todos hablan de realidades, de mundos concretos detrás del pensamiento nuestro. Siempre me he preguntado, ¿somos o no somos? ¿Estamos o no estamos? ¿Existimos o como dicen por ahí, no somos nada? —Sólo Dios sabrá—respondía mi padre, mi hijo y mi amigo ante mis incógnitas. Siempre fue mi modelo a seguir, mi viejo, hasta que me aventuré a vivir solo, con mi pensamiento solamente. Hasta ese día en que tuve el atrevimiento de salir a un mundo que yo no conocía, un mundo que algunos me decían era para blancos solamente, un universo de colores, donde es más difícil ser de color. No sé por qué. ¿Qué importa si soy blanco, negro o azul morado? El color de la sangre es el mismo. Recuerdo que muchas veces cuando viajaba con él, mi viejo, le gustaba detenerse en aquellas tienditas de un México ya perdido entre los arbustos y urbanas construcciones posmodernistas, buscando desde chicles hasta arroz, para comprase al final de cuentas un litro de leche, y tomárselo como si fuera la última bebida de su existencia. Mi mirada simplemente permanecía detrás de mis infantiles pensamientos. —¿Qué está pensando? ¿Qué va a hacer? ¿Podré ir a jugar? Mi papá es muy raro, pero lo quiero mucho. Recuerdo aquella tarde cuando me miraba con ojos de juicio. Todos me miraban con recelo, como juzgándome. Me di cuenta en aquel momento que nunca he sido buen hijo, ni tampoco buen padre, mucho menos buen amante. Siempre dejaba a mis dulcineas no complacidas, ellas, llegadas quizás por accidente, llenas de una enemistad imaginable, me golpeaban con voces de trovas compuestas por Pablo Milanés y Silvio Rodriguez. Estoy loco… Pensé en la muerte. Aunque claro, todos nos vamos a morir. La noticia de aquellos asesinatos conmovió mi alma. Fueron más de uno, gente con pistolas matando a otra gente, con todo el derecho constitucional que tenían, así, nada más porque estaban llenos de odio, llenos de intolerancia, pensando como siempre ha pensado esta nación, que hay que echarle la culpa a alguien de todo lo que pasa en suelo rojo azul. Yo era un simple ser humano que caminaba por la vida para que un infortunado individuo, sin la menor consideración, me balaceara intentando controlar mi savia de plástico. Una existencia falsa, quimérica, movida por entes de supuesta parquedad. Un sujeto con la intención de moldear plasmas desenvueltas, ambicionando alcanzar un no sé qué; rincón donde el pensamiento encuentra salida a sus frustraciones, encontrando instantes de esparcimiento que bien pueden ser comparados con el respirar, con un clímax de alcances cabrones, o probablemente con una simple equivocación. Ese día me mataron, mataron a muchos de nosotros con balas de rencor. Balaceras, balaceras y más balaceras… Las imágenes no cesaban; todo lo contrario, entre más vida descubría, más complejo el panorama de substancias animales procurando sobrevivir, en medio de avenidas cortadas, llamadas nunca hechas, insinuaciones mal creadas, manoseadas alguna vez adormecidas, dolores desistidos, nucas dislocadas. Todo, movido como un simple respirar humano, que lleva orina a la vejiga, sangre a las venas, coraje a la existencia, deseo al miembro, comezón a la cabeza. Mi padre, mi hijo y mi vecino descansaban mientras mis entrañas añoraban el cuerpo del fastidio haciéndole el amor a la tristeza; era un ahogo perdido detrás de la desesperación que todos experimentamos día a día. Era simplemente odio… Así es la vida… como decía mi compadre: "Estamos hoy aquí, mañana a lo mejor ya no". —Voy a llegar tarde al trabajo. —¡Muévanse! —¿Por qué no se mueven esos hijos de la chingada? —Porque no pueden… hay seres que se pasan toda su vida sin hacer nada, solamente porque tienen temor… temor de no sé qué… de Dios, de los demás, de sí mismos… el miedo los paraliza, y se pueden morir sin saber cómo ni cuándo…no sin antes destruir vidas ajenas… ¿Distinguiremos cuándo estemos muertos? No sé... no me he dado cuenta. ¿Por qué se habla de igualdad y no se cumple? ¿Por qué decimos que existe la equidad cuando todos sabemos que no hay tal? —Porque somos una sociedad muy hipócrita. Al final de cuentas todo parece ser relativo. Relativo al incondicional instante de un suspiro humano, cuando la sangre rueda, el aliento se pierde, las articulaciones se extravían pensando en su falta de oxígeno, y la misma palabra creada hace más de dos mil años, pierde significado ante la realidad actual de un mundo en total proceso de destrucción. No hay nada nuevo debajo del sol. Balaceras... muertos de todos colores... blancos, negros, azules, cafés, amarillos, rojos, protestas... más balaceras... más gente muerta... y miles y miles de balas disparadas. Mi padre me dijo: —Me da gusto verte hijo. Yo no supe cómo responder. Tan sólo permití que tontos movimientos diesen testimonio de un corazón latiendo, palpando ante el pulsar mismo de la compleja experiencia humana… aunque en ocasiones yo mismo me pregunto: —¿Por qué estoy vivo, o estaré ya muerto? ¿Valdrá la pena mi esfuerzo? ¿A quién le importará mi alma dentro de cien años? ¡A nadie! —¡Váyanse todos a la chingada! Sí, la mera verdad a nadie… a veces ni a mí… sí… ni yo mismo… mi presencia quedará sepultada en las cenizas de un mal pensamiento... Nadie nos recordará... sí... ni yo mismo... esto es que nos lleve la chingada. Balaceras… puras pinches balaceras… © David Alberto Muñoz Un día común…
Un cuento Por David Alberto Muñoz No encontraba las llaves del carro. Ya tenía casi media hora buscando. No tenía la menor idea de dónde las había dejado. —¿Rosa? —¿Qué quieres? No grites. —¿No has visto mis llaves? —¡Yo qué voy a saber! Es tu carro. —Tengo que estar en el trabajo en menos de una hora y ya sabes cómo se pone el tráfico. ¡Chingada! Rosa entró en su cuarto. Lo miró con despecho, y casi burlándose, le mostró las llaves del mentado carro. —Tú las tenías. —Estaban donde tiene que estar. Colgadas junto al refrigerador. ¿Por qué nunca buscas bien las cosas? El hombre se las arrebata de las manos y maldiciendo a medio mundo sale apurado para su trabajo. Rosa se queda parada en medio del cuarto suspirando frases de resignación. “¿Qué ha pasado? Hace ya más de dos semanas que no me tocas. Ya no hablamos. Somos como extraños, como maquinas que no sentimos ya nada. Sólo nos movemos y pretendemos que estamos vivos. ¿Qué nos pasó?” —¡Rosa! —¿Qué quieres? Cuántas veces tengo que decirte que no me gusta que me grites. “¿Por qué ya no me escuchas? Ni siquiera me hablas. Siempre estás enojada. Nada te complace. Todo lo que hago está mal. Por más que trato de complacerte no puedo, siempre meto la pata. ¿Qué quieres de mí? Nos hicimos costumbre, rutina, enfado”. —No le pusiste gasolina al carro. —Ya sabes que no me gusta hacer eso. Ese es tu trabajo. Por qué siempre quieres que sea yo la que le ponga gasolina al carro. —No es que yo quiera, es que simplemente si tú traías el carro y te das cuenta de que necesita gasolina, no sé por qué no le pones. Rosa suspiró profundamente, deteniendo un grito que los estaba ahogando a los dos. —¡Mamá, papá! Ambos se miraron directamente a los ojos. Un jovencito de escasos 16 años de edad entró en la escena. Se sentía el dueño de la casa. —¡Ganó Alemania! ¿Me prestan el coche para ir con mis cuates? En ese preciso instante, la tragedia jugó con la comedia, creando una infinidad de posibilidades que todos y nadie pudieron imaginar. —¡Tengo que trabajar! ¡A mí que me importa que haya ganado Alemania! —¡Deberías de limpiar tu cuarto y empezar a estudiar, si no, no vas a poder entrar en la prepa! “Mis papás no me comprenden. Son unos egoístas. Nada más piensan en ellos y lo que yo quiero les vale madre”. Era un día común y corriente, de una familia disfuncional. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
|