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Presencia

Balaceras

7/12/2016

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Balaceras
Un cuento
Por David Alberto Muñoz
 
Todavía recuerdo su cabeza caída, aquel sigiloso movimiento que bien pudiera exasperarnos a muchos de nosotros.  La quietud de su cuerpo asesinaba mis intenciones, mientras que sus ojos medio dormidos de alguna manera parecían decir algo. 
 
—¿Qué?
 
No sé. Algo como: “Heme aquí”.
 
Era mi padre.  Su rostro algo cansado.  Canas sobre el poco cabello que le quedaba.  Aquella mirada de envidiable madurez recargada en la pared de su presente jamás encontrado.  O tal vez, era mi hijo, mi hermana, mi primo, mi vecino, mi madre...
 
El tiempo se nos había ido de las manos.
 
Imaginé alguna vez llegar a vernos de esta forma, pero siempre detrás de mi imaginación.  Aunque nadie sabe nada, todos hablan de realidades, de mundos concretos detrás del pensamiento nuestro.  Siempre me he preguntado, ¿somos o no somos?  ¿Estamos o no estamos?  ¿Existimos o como dicen por ahí, no somos nada?
 
—Sólo Dios sabrá—respondía mi padre, mi hijo y mi amigo ante mis incógnitas.
 
Siempre fue mi modelo a seguir, mi viejo, hasta que me aventuré a vivir solo, con mi pensamiento solamente. Hasta ese día en que tuve el atrevimiento de salir a un mundo que yo no conocía, un mundo que algunos me decían era para blancos solamente, un universo de colores, donde es más difícil ser de color.
 
No sé por qué.
 
¿Qué importa si soy blanco, negro o azul morado?  El color de la sangre es el mismo.
 
Recuerdo que muchas veces cuando viajaba con él, mi viejo, le gustaba detenerse en aquellas tienditas de un México ya perdido entre los arbustos y urbanas construcciones posmodernistas, buscando desde chicles hasta arroz, para comprase al final de cuentas un litro de leche, y tomárselo como si fuera la última bebida de su existencia. 
           
Mi mirada simplemente permanecía detrás de mis infantiles pensamientos.
           
—¿Qué está pensando?  ¿Qué va a hacer?  ¿Podré ir a jugar?  Mi papá es muy raro, pero lo quiero mucho.
           
Recuerdo aquella tarde cuando me miraba con ojos de juicio. Todos me miraban con recelo, como juzgándome.  Me di cuenta en aquel momento que nunca he sido buen hijo, ni tampoco buen padre, mucho menos buen amante.  Siempre dejaba a mis dulcineas no complacidas, ellas, llegadas quizás por accidente, llenas de una enemistad imaginable, me golpeaban con voces de trovas compuestas por Pablo Milanés y Silvio Rodriguez.
 
Estoy loco…  
           
Pensé en la muerte.
           
Aunque claro, todos nos vamos a morir.
           
La noticia de aquellos asesinatos conmovió mi alma.  Fueron más de uno, gente con pistolas matando a otra gente, con todo el derecho constitucional que tenían, así, nada más porque estaban llenos de odio, llenos de intolerancia, pensando como siempre ha pensado esta nación, que hay que echarle la culpa a alguien de todo lo que pasa en suelo rojo azul.
 
Yo era un simple ser humano que caminaba por la vida para que un infortunado individuo, sin la menor consideración, me balaceara intentando controlar mi savia de plástico.  Una existencia falsa, quimérica, movida por entes de supuesta parquedad. Un sujeto con la intención de moldear plasmas desenvueltas, ambicionando alcanzar un no sé qué; rincón donde el pensamiento encuentra salida a sus frustraciones, encontrando instantes de esparcimiento que bien pueden ser comparados con el respirar, con un clímax de alcances cabrones, o probablemente con una simple equivocación.  

Ese día me mataron, mataron a muchos de nosotros con balas de rencor.
           
Balaceras, balaceras y más balaceras…
 
Las imágenes no cesaban; todo lo contrario, entre más vida descubría, más complejo el panorama de substancias animales procurando sobrevivir, en medio de avenidas cortadas, llamadas nunca hechas, insinuaciones mal creadas, manoseadas alguna vez adormecidas, dolores desistidos, nucas dislocadas.  Todo, movido como un simple respirar humano, que lleva orina a la vejiga, sangre a las venas, coraje a la existencia, deseo al miembro, comezón a la cabeza. 
           
Mi padre, mi hijo y mi vecino descansaban mientras mis entrañas añoraban el cuerpo del fastidio haciéndole el amor a la tristeza; era un ahogo perdido detrás de la desesperación que todos experimentamos día a día.
 
Era simplemente odio…
 
Así es la vida… como decía mi compadre: "Estamos hoy aquí, mañana a lo mejor ya no".       
—Voy a llegar tarde al trabajo.
           
—¡Muévanse!
           
—¿Por qué no se mueven esos hijos de la chingada?
           
—Porque no pueden… hay seres que se pasan toda su vida sin hacer nada, solamente porque tienen temor… temor de no sé qué… de Dios, de los demás, de sí mismos… el miedo los paraliza, y se pueden morir sin saber cómo ni cuándo…no sin antes destruir vidas ajenas…
 
¿Distinguiremos cuándo estemos muertos?

No sé... no me he dado cuenta.
           
¿Por qué se habla de igualdad y no se cumple?  ¿Por qué decimos que existe la equidad cuando todos sabemos que no hay tal?
 
—Porque somos una sociedad muy hipócrita.            
 
Al final de cuentas todo parece ser relativo. Relativo al incondicional instante de un suspiro humano, cuando la sangre rueda, el aliento se pierde, las articulaciones se extravían pensando en su falta de oxígeno, y la misma palabra creada hace más de dos mil años, pierde significado ante la realidad actual de un mundo en total proceso de destrucción.  No hay nada nuevo debajo del sol.  

Balaceras... muertos de todos colores... blancos, negros, azules, cafés, amarillos, rojos, protestas... más balaceras... más gente muerta... y miles y miles de balas disparadas.        
Mi padre me dijo:
           
—Me da gusto verte hijo.
           
Yo no supe cómo responder.
           
Tan sólo permití que tontos movimientos diesen testimonio de un corazón latiendo, palpando ante el pulsar mismo de la compleja experiencia humana… aunque en ocasiones yo mismo me pregunto:
           
—¿Por qué estoy vivo, o estaré ya muerto?  ¿Valdrá la pena mi esfuerzo?  ¿A quién le importará mi alma dentro de cien años? 
 
¡A nadie!
 
—¡Váyanse todos a la chingada!
 
Sí, la mera verdad a nadie… a veces ni a mí… sí… ni yo mismo… mi presencia quedará sepultada en las cenizas de un mal pensamiento...

​Nadie nos recordará... sí... ni yo mismo... esto es que nos lleve la chingada.

​Balaceras… puras pinches balaceras…
 
© David Alberto Muñoz
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    David Alberto Muñoz

    Se autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana".  Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores.

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