Rutina
Un relato Por David Alberto Muñoz Todos los días se levantaba a las 5 de la mañana para ir a hacer ejercicio en un parque que estaba cerca de su casa. Le gustaba correr por lo menos 3 millas diarias. En ciertas ocasiones, cuando se sentía inspirado, lograba correr hasta 5 millas. Tenía la precaución de estirar su cuerpo cuidadosamente antes de correr, y además, vigilaba su postura con sumo cuidado. Una vez que regresaba a su casa, se bañaba y se preparaba para su día de trabajo. Era manager en una tienda de computadoras. Supervisaba a cuatro empleados. Todos en la tienda, procuraban tener los últimos productos técnicos de la cultura del nuevo siglo, ya que la tecnología viajaba a 100 millas por hora, y si no lograban deshacerse de la mercancía, podían perder dinero. Todas las mañanas, Robert Pérez, nacido en tierras del tío Sam, desayunaba con su esposa de 34 años de edad, mujer estadounidense, de costumbres distintas a las de su familia. --If you want breakfast, you will have to take what I am giving you. I work you know; I don’t have time to cook for you, your…how do you call it? Oh yes, your chelaqueles. OK? Era una güerita, súper rubia, de ojos azules, con algunas pecas en el rostro, además de poseer un hermoso cuerpo que lo había cautivado hace ya algunos años. Sus amigos le hacían burla. —¡Tu mamá no te daba Corn flakes de breakfast Robert! Your Mom, was como mi amá, she used to cook chilaquiles, y memelas, because she was from Puebla. You have been there ese. Pero tu mujer…She doesn’t even know what is a tortilla ese. Robert, quién se cambió el nombre de Roberto a Robert nada más entro en la Jr. High, solamente movía la cabeza como diciendo: “Así son las cosas”. --It is what it is. Salían ambos de su casa hacia sus trabajos. Todos los días peleaban en contra del maldito tráfico de cualquier ciudad urbana capitalina dentro de la nación rojo azul. Carros que van muy aprisa. Individuos a quienes parecen los van matando. Insultos de gente que ni siquiera conocían. Policías metidos en carros civiles, con la única intención de agarrar a los choferes miembros del volante rápido y darles un ticket. Se tardaba en ocasiones hasta una hora y cuarenta minutos de viaje, cuestión que era normal para una ciudad como Los Ángeles, que es donde vivían Robert Pérez y su esposa, Jennifer Jones, quién no usaba el apellido de su esposo por obvias razones. --In America, we do things our way. El señor Pérez pasaba todo su día en su lugar de trabajo que se llamaba: COMPUSTORE Sales & Service. Por la tarde, recogía a Jennifer que era secretaria ejecutiva de un alto funcionario de WALMART, y de quién Robert sospechaba haber intentado sobrepasarse con su mujer. Pero al preguntarle a la susodicha, ella simplemente sonrió diciendo: --Don’t be stupid! Have you ever try to flirt with a woman? Llegaban a su casa y si no compraban algo para comer Jennifer sacaba T.V. dinners y las ponía en el Microwave, sin poder faltar nunca, una botella de vino tinto que a ambos les encantaba. Si era fin de semana, hacían el amor una o dos veces dependiendo de su ánimo. Ya no se decían nada, simplemente se quitaban la ropa y hacían el acto como si estuvieran haciendo ejercicio o cocinando algo para comer. Generalmente pasaban la noche viendo televisión mientras se entretenían mucho más con sus teléfonos celulares; cada cual ya tenía sus amantes virtuales, y se observaban directamente a los ojos, con miradas de niños traviesos haciendo diabluras. Al día siguiente continuaban con su misma rutina… Un día… Descubre que él y Jennifer se mueven simplemente como robots sin sentido alguno. Parece ya no haber nada dentro de sus almas. Existen simplemente como dos troncos con extremidades y una cabeza que ya no dirige absolutamente nada. Viven como átomos construidos al azar para llenar un universo perdido dónde el ser humano se encuentra intentando ser, y darle significado a su existencia. Hay quienes dicen haber encontrado la verdadera felicidad, en el trabajo, en la familia, en la iglesia, en la lógica, en el vicio, en la política, en los ideales, en el placer, en los amantes, qué sé yo…en la mierda misma que brota de nuestro cuerpo. En esos precisos momentos, Robert deseó poder huir, correr de su rutina diaria, escapar de esa esa pinche sensación de estar repitiendo las mismas acciones una y otra vez…sin saber si realmente existe un final, un hasta aquí…anheló evadir todos esos movimientos que no provocan pensamiento, esas acciones hechas incluso sin saber por qué, arrebatos que no razonan, pero ni siquiera sienten. Se dio cuenta que no le gustaba pensar…porque pensando se percataba de cómo eran las cosas verdaderamente. Él estaba sólo, incluso su mujer, también estaba sola, todos los seres humanos estamos solos, metidos en una rutina que no nos permite deliberar, porque el pensar es peligroso, puedo llegar a darme cuenta de cosas que tal vez será mejor mantenerlas en silencio, en el anonimato, detrás de aquel muro inexplicable de la locura humana. Robert y Jennifer eran una psicosis, un anudamiento de emociones que ni nosotros mismos comprendemos. Y muchas veces pretendemos haber encontrado eso que buscábamos. Somos furor, manía, delirio, rabia, frenesí, alienación, estamos privados del juicio de la razón, y la razón se nos da, cuando descubrimos que la locura que más se lamenta, es aquella de no haber hecho, de no haber tomado aquella loca oportunidad porque era una total demencia. Al día siguiente, Robert y Jennifer se levantaron al igual que todos los días. Y simplemente continuaron con su rutina. —Esto es para volverse loco… Así se vivía a principios del siglo XXI. © David Alberto Muñoz
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Descubrimiento
Un cuento Por David Alberto Muñoz Estábamos desayunando Rogelio y yo en el mercado municipal de Hermosillo, Sonora. A veces nos gusta ir y echarnos un menudito, sobre todo después de una noche de juerga. ¿Sí me explico? La noche anterior habíamos salido a bailar y a estar juntos. Desde aquella pelea que tuvimos hace algunos años, cada vez que sentimos que nos hace falta algo, nos perdemos por ahí, en algún hotel de la ciudad, y siempre, sea donde sea que nos quedemos, buscamos el mercado para desayunar. Esa vez, al estar saboreando nuestro menudo, aparece de repente un joven de unos 25 o 27 años de edad. Llevaba su guitarra. Traía puestos unos jeans que se miraban viejos, una camisa de franela roja con negro, y una chamarra café oscuro que parecía de gamuza, se miraba bastante vieja, pero calentaba al susodicho. Era tiempo de invierno. Además, traía un sombrero al estilo de esos que se ponía el poeta, ¿cómo se llama? ¡Ah sí! Pablo Neruda, el que escribió: Te amo… sin reflexionar, inconscientemente, irresponsablemente, espontáneamente, involuntariamente, por instinto, por impulso, irracionalmente. Yo he escuchado que algunas personas dicen que ese poema se le ha atribuido erróneamente a Neruda, y que el verdadero autor fue Gianfranco Pagliaro, pero la verdad yo no sé. Una vez le pregunté a Rogelio y él nada más me dijo: —¡A mí que chingados me importa! Pero bueno, a mí siempre me ha gustado la música y la poesía. En ocasiones Rogelio me dice: —Lo que deberías de hacer es ponerte a trabajar y dejar todas esas pendejadas de que la poesía y demás. Me ibas a ayudar mucho más a mí que perdiendo el tiempo en esas cosas. Él no entiende. Vive en otro mundo. Pero a mí, me encanta la poesía. Yo creo que la poesía debe de ser incómoda, te debe de herir, sacudir tus sentimientos al máximo, y eso Rogelio, aunque lo quiero mucho, jamás podrá entenderlo. A veces me pregunto yo misma ¿por qué estoy con él? Pero en fin… Aquel muchacho tomó su guitarra y comienza a tocar canciones de trova. Aquellas de nuestros tiempos, de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Violeta Parra. No era el gran cantante, pero le metía mucho corazón. Era entonado, y, además, se notaba que era músico, mi padre fue músico, por eso entiendo lo difícil que es para alguien como él, ganarse la vida tocando en los mercados. Rogelio no quería, pero yo le di un dinerito. No es fácil subsistir cuando dependes de la música, recuerdo que mi padre tocaba en una orquesta la trompeta, además en ocasiones se iba con un mariachi y tenía sus tocadas para hacer más dinero, sobre todo, ya que la cosa se ponía muy fea. Llegó a haber ocasiones en las que se paraba en un parque e incluso como aquel muchacho en el mercado para que la gente le diera lo que fuera en forma de agradecimiento. Pero lo que quiero contar no termina ahí. Rogelio y yo la pasábamos muy bien ese día. Después de desayunar caminamos por las calles, aunque el clima en esa época de enero es algo frío, nos divierte andar juntos como si fuéramos novios de antaño. A veces puedo ser medio cursi, pero en fin, a mí me gusta hacer eso. Comimos en el Xochimilco muy sabroso. Ya ven como dicen: “Si visita Hermosillo y no come en el Xochimilco… ¡Haga de cuenta que no vino!” Y pues Rogelio es medio tragón, y yo no me voy a hacer de la boca chiquita. Ya entrada la noche, nos fuimos a un bar que estaba casi enfrente del hotel dónde nos quedamos en aquella ocasión, el hotel Kino. El bar se llama La Verbena, yo no sabía que esa palabra quiere decir en España, como una fiesta popular que se celebra al aire libre y por las noches. Rogelio fue el que me dijo. No es tan pendejo como a veces aparenta. Jijiji... Es broma… Pues ahí terminamos nuestro día. De pronto, de la nada, entran en el lugar varios jovencitos que cargaban instrumentos de percusión, tambores, maracas, güiros y demás, y junto con ellos, venía aquel joven a quien habíamos visto en el mercado aquella mañana. Nos sorprendimos. Trataron de tocar algo, pero no se les permitió. Pidieron una cerveza, pero tampoco se les dio servicio. De plano los corrieron a la fuerza del bar. Yo salí a la carrera tratando de no sé qué, hacer algo ¿no? No puede hacer absolutamente nada. Me acerqué a aquel joven. Me dijo que se llamaba Mario, que vivía junto con otros tres muchachos en un cuarto pequeño junto al mercado. Todas las mañanas empezaba su día allá, en el mercado. A esos de las doce del día o una de la tarde, tocaba en el parque que esta junto a la UNI. Y ya en la noche buscaba algún lugar donde les permitieran a él sólo, o a todos, tocar su música. Regresé dentro del bar porque ahí había dejado mi bolsa. Rogelio al verme me preguntó qué había pasado. No le dije nada, simplemente recogí mi bolsa y salí apresurada para afuera. Le dí a Mario, un billete de $100 pesos. —Yo sé que no es mucho, pero, peor es nada ¿no crees? Él lo tomó con una mirada de agradecimiento. —Muchas gracias seño, de verdad, muchas gracias, ya tenía varios días sin comer bien. La mera verdad tengo hambre. Que Dios se lo pague. No supe que decirle. Simplemente apreté su mano al despedirme y le deseé la mejor de las suertes. Cuando se lo conté a Rogelio, porque él no quiso salir, se quedó en el bar y pidió otro tequila, quedó mudo, alzó los ojos y se aclaró la garganta diciéndome: —Pues gracias a la virgencita, tú y yo, sí tenemos que comer. Fue en ese preciso momento, cuando se me reveló una verdad muy cruda, fue cuando descubrí que significa realmente tener hambre. © David Alberto Muñoz Testimonios
Un cuento Por David Alberto Muñoz Era el día en que teníamos el examen final de inglés. Mi madre me había dicho que lo único que ella quería era que pasara la clase. No importaba que mi calificación fuera baja. Porque en todas las demás clases, mi madre esperaba un nueve por lo menos, si no es que el diez redondito. Pero creo que ella entendía que el aprender otro idioma no era tan fácil, aunque mi papá sí lo hablaba. Total, como decía, era un viernes, en la escuela Sara Alarcón, de la ciudad de México, esa que está cerca de dónde era la Glorieta de los Hongos hace ya algunos años. Había kínder, primaria, secundaria y preparatoria. Todos íbamos uniformados. Al principio me acuerdo que el uniforme era de color caqui, el pantalón, camisa blanca y suéter rojo, después cambiaron a pantalón gris, camisa blanca y suéter azul marino. Las muchachas traían sus falditas grises cuadradas, bien cortitas, con sus calcetas blancas y sus zapatos de charol. Todos andábamos con las hormonas bien alborotadas. Me acuerdo de Miguel, así se llamaba un compañero güerito, de ojos azules, cabello rubio bien lacio, y piel blanca, que se masturbaba enfrente de todos, sobre su pantalón, todos le hacíamos burla. Se enojaba mucho el cabrón, pero ¿óyeme? “Eso se hace en privado”, le decía Nahúm, un gordito morenito muy simpático. Él era pobre. Eso lo sé porque siempre se iba caminando a su casa, o en camión, y en algunas ocasiones, su papá, que se miraba era un señor de esos bien trabajador, lo iba a recoger, y se iban juntos en el camión que pasaba en la esquina de Mariano Escobedo y otra calle, no recuerdo cuál era, en la mera esquina de la escuela. Pues como decía, todos andábamos más alborotados que nada con eso de las hormonas. También las chavas, nada más que en mi época, nos enseñaron a no ser tan descarados como son ahora los chamacos, bueno, eso pensamos nosotros. Recuerdo muy bien a Maricela, una niña de piel blanca con pecas en el rostro; me gustaba mucho. No sé por qué estaba obsesionado con el color blanco de la piel, “la rubia que todos quieren”, ¿sí se acuerda? Ahora que lo pienso, era una muchachita común y corriente igual que yo, pero qué va uno a saber cuándo el cuerpo te está cambiando junto con la voz y la mera verdad se te para sin estar seguro de por qué. Pero no es eso lo que debo contar, ¿verdad? —¡Por supuesto que no! Habla pues, no tenemos tu tiempo. No estoy seguro cómo pasó todo. Recuerdo que era el fin del año escolar. Estábamos terminando la prepa. Ya habíamos tomado el examen de entrada a la UNAM. Todos habíamos pasado, nada más teníamos que terminar con el mentado examen de inglés. Éramos como un grupito de 6 o 7 muchachos que íbamos a ir juntos a la universidad. Aquel incidente lo he querido olvidar porque no entiendo que sucedió. —¡Habla ya, y deja de decir idioteces! Nunca me he sentido tan culpable en toda mi vida como en aquella ocasión. Salí de mi casa temprano, iba a ir a la UNAM para ver lo de mi inscripción, pero andaban todos los estudiantes muy alborotados, muy acelerados. Y pues yo, como ya dije, andaba bien calenturiento que no podía pensar en nada. Silvia me dijo que me iba a ver allá, en la estación del metro Tacuba, para de allí irnos directamente a la universidad. Ambos vivíamos en el estado de México. Y desde el momento en que nos conocimos, pues algo pasó, nos flechamos mutuamente, nos deseamos, nos enamoramos o como quiera usted llamarlo. La verdad yo andaba bien caliente. —Continúa… Cuando llegué a Tacuba ella no estaba. La esperé como media hora, pero no llegaba. Decidí irme porque el tiempo se me pasaba y tenía miedo de no encontrar espacio en las clases que necesitaba. Me subí al metro y fui en dirección de la estación Universidad…pero nunca llegué… —¿Qué pasó? Habla… Al entrar en la estación de Tacuba vi de lejos a Silvia, estaba junto con un hombre de barbas, pelo chino, fornido. La traía agarrada de un brazo. Ella no se miraba muy cómoda…aunque…lo besaba de vez en cuando… —¿Te dio celos? Me sorprendió bastante. Aunque Silvia y yo todavía no lo hubiésemos hecho, para allá íbamos. Yo había imaginado el final de ese día muy distinto. Quizás en un hotel, en Polanco, porque había estado ahorrando ya de tiempo. En fin…al verla los seguí. Fueron a dar al Panteón Francés, el que está cerca del Centro Médico. Cada segundo que pasaba, todo se me hacía raro, como una película de terror, o de crimen, ¿sí me explico? A eso de las 6:15pm ellos entraron en un pequeño mausoleo dentro del cual, había un ambiente muy oscuro. —¡No seas mamón! ¿De dónde sacaste la pistola? ¿Ya la llevabas o se la quitaste a Cardona? ¿Cardona? ¿Así se llamaba? —¡Contesta la pregunta! ¡Yo no traía ninguna pistola! Yo era un chamaco caliente que andaba detrás de Silvia, a punto de entrar en la universidad. No recuerdo absolutamente nada desde que entré al mausoleo. Todo se volvió negro. No tuve conciencia de nada hasta que desperté en el hospital con la pierna rota y lleno de moretones. —Eso no es lo que Silvia testificó. ¿Qué dijo ella? *** Rolando y yo nos vimos en la estación de metro de Tacuba. Nos gustábamos mutuamente, es la verdad. Pero ya ve usted que los hombres son a veces medio pendejitos y no saben cómo tratar a una mujer. Es verdad, todos los jóvenes andábamos de rebeldes, en contra de todo lo que fuese el status quo, el establecimiento, las reglas morales de una sociedad hipócrita. Mi padre era miembro del departamento de policía de la ciudad de México. No era ni el mero mero, pero tampoco era, el más bajo en rango. Era un hombre trabajador que le tocó estar dentro del sistema legal, y pues…así fue la cosa. —¿Cómo fue la cosa Silvia? *** Rolando Meraz, y Silvia Rodríguez, estaban en la estación del metro Tacuba. Subieron en dirección a la Universidad Nacional Autónoma de México. Deseaban inscribirse porque acababan de terminar la escuela preparatoria en la Escuela Sara Alarcón. Por algún motivo se detuvieron y fueron en dirección al Panteón Francés de la Piedad, localizado en Buenos Aires, 06780, CDMX, México. Ahí se encontraron con Abigaíl Cardona, jefe de una banda conocida como la de El Chango Mayorca, delincuentes comunes en busca de un gran asalto. —¿Chango? Soy yo, Rolando… —¿Y Silvia? Hubo una prolongada pausa. —Aquí estoy… —Ya se habían tardado. —Perdón Chango, es que mi papá no salía de la oficina. —Me trajeron los datos. —Los tiene Rolando. —Dámelos pues. —Espérame, ¿traes el dinero? —Chamaco pendejo… El Chango aventó a Rolando hasta el piso para luego comenzar a patearlo sin clemencia alguna. Silvia solamente optó por hacerse a un lado, mientras el Chango descargaba su coraje sobre el pobre muchacho. Ya que lo dejo inconsciente, le quito unos papeles que había metido en su cartera. Tomó a Silvia de la mano, y casi a fuerzas se la lleva. Ella se fue con él por voluntad propia. *** —¿Llegaron al banco? Sí…pero antes él, El Chango, me cogió dentro del mausoleo. —¿Por eso Rolando le disparó? Creo que sí, yo no sé más. El Chango me violó —¿Silvia? ¿Estabas tú involucrada con el Chango Mayorca? “Un prolongado silencio se escuchó a gran distancia”. Eso que lo conteste Rolando. Yo ya no digo más. *** —Cuando llegó la policía tenías el arma en tus manos Rolando. Estabas parado de frente, en dirección al Chango, y era más que obvio que acababas de dispararle. Yo no me acuerdo de nada oficial. Yo nada más andaba detrás de Silvia. Lo juro por mi madrecita. —Firma pues tu testimonio. *** Ambos firmaron, ambos se contradijeron, ambos eran culpables, ambos eran inocentes, todos los involucrados tuvieron algo que ver con la muerte del Chango Mayorca. Desde el padre de Silvia, hasta los oficiales que interrogaron a los sospechosos. —En este país ya no hay inocentes oficial. Todos somos culpables. Somos una rara sombra, un cuerpo sin reposo, un alma extraviada en medio de una impunidad que no tiene madre. —Puede que Silvia tuviese algo con el Mayorca. Puede también que Rolando nada más se esté haciendo pendejo por conveniencia. Puede que al Chango se le fueron los pies, y algún enemigo lo mató. Puede que el padre de Silvia esté metido en el asunto, puede que yo mismo haya disparado en contra de él, no importa, ya no importa, no hay testimonio verídico, ya hemos caído todos en una retórica vacía donde no creemos ni en nuestras propias palabras. Estos fueron los testimonios entregados al fiscal del distrito. Testimonio: Declaración que hace una persona para demostrar o asegurar la veracidad de un hecho por haber sido testigo ocular de él. Todos los testimonios son iguales, yo no fui, yo no vi nada, a mí que me esculquen, fue él, fue ella, fueron aquellos, la culpa no es mía… Ya no se puede creer en el testimonio de nadie, ni en el propio. —Pero, ¿qué pasó? Sólo Dios sabe. Todos fuimos testigos oculares de los hechos. Pero al final de cuentas, ya nadie cree en nada… © David Alberto Muñoz El indudable apocalipsis
Un cuento Por David Alberto Muñoz Me sentía cansada, no sólo físicamente, también emocionalmente. La verdad, estaba desecha. ¿Cuántos años de aguantar el mismo trato, la misma ausencia de amor, simplemente la falta de muestras de cariño por parte de Orlando? Tal vez es el tiempo que todo lo enfría, quizás es la vida moderna, ya no tenemos tiempo de nada, o a lo mejor, él…sí…él, ya no me quiere como lo hizo en algún momento. Ya no me hace sentir deseada. Hace menos de cinco segundos que terminamos de hacer el amor, si así le podemos llamar, e inmediatamente se levantó, se subió los pantalones, que ya ni siquiera se quita, y se fue sin decirme nada. ¿Por qué es así? Ya no recuerda cuando pasábamos horas enteras simplemente platicando. Cuando no podía dejar de tocarme, cuando me desnudaba con la vista, y sus manos erizaban mi piel. Todo se ha vuelto tan monótono, tan rutinario. Parecemos máquinas trabajando sin ninguna sensación verdadera. Me dejó aquí tendida en la cama, medio vestida, y con su semen regado entre mis piernas. Hace sólo unos años no me importaba eso, ahora me da asco que lo haga con tanta prisa, casi con desesperación, y que se levante sin preocuparse por la persona que estaba debajo de él, yo, en este caso, ¡porque también lo ha hecho con otras! Lo único que deseamos las mujeres es sentirnos deseadas, amadas, ¿no es mucho pedir? ¿O sí? Nunca me he negado a nada con él, siempre trato de complacerlo. ¿Por qué él no puede hacer lo mismo? La verdad todos los hombres son iguales. Después de cierto tiempo, todo cambia en la intimidad. Se vuelve hueca, sin sentimientos, sin placer… Eso no lo entiendo… ¿Por qué? Todavía recuerdo aquellos días en los que no sabíamos estar separados. Llegaba a casa a medio día para sorprenderme, y terminar en la cama. O cuando jugábamos a ser descubiertos y hacíamos el amor en plena calle, detrás de alguna pared pérdida, en medio de algún cuarto olvidado en el Mall. O en la casa de mi tía Esther, que siempre nos daba espacio, porque ni mis padres ni los suyos, nos daban libertad sexual. Eran muy conservadores, cuestión a la cual él y yo nos rebelamos, y aun siendo muy jóvenes, buscamos nuestro lecho propio, nuestras propias experiencias, nuestras escapadas al campo de football de la High School, para poder estar el uno con el otro. ¿Qué pasó Orlando? ¿Dónde nos perdimos? *** Raquel ha cambiado mucho. Yo entiendo que con los hijos y su trabajo ahora, pues es difícil. Todo mundo anda a la carrera. Ella a veces no entiende que tengo que encargarme del negocio. Si no lo trabajo no hay ventas, y sin no hay ventas el dinero no entra. Ya sé que ella ahora me ayuda con su chamba, pero hoy en día tanto el hombre como la mujer necesitan trabajar. I think I am a feminist, and I mean that! Hemos llegado a platicar al respecto, pero los dos nos ponemos demasiado a la defensiva y acabamos discutiendo. Todo es puro pleito últimamente. Todo lo que hago está mal. Ha dejado de ser cariñosa conmigo. Antes buscaba halagos y apodos que darme, Gordo, Honey, Caramelo, Sweetheart, en fin… Incluso, ahora, cuando nos vamos a la cama, hace que me sienta mal, como que me dice, ándale pues, apúrate…tengo cosas que hacer… Eso no se vale. Recuerdo que antes de casarnos, antes de vivir juntos, ella se arreglaba mucho. No podía salir de su casa sin arreglarse. Hoy en día ya no le preocupa eso. Y bueno, yo también he subido de peso como todos mis amigos. ¿Qué quieren? ¡Cómo cuesta trabajo estar delgado! Cada vez que tengo ganas y me acerco, ella me rechaza. Cada vez que ella se aproxima, yo no puedo o no ando de humor… En fin, chingada madre… ¿Yo qué sé? Todo era tan distinto antes. Me derretía con sólo verla. Había una frescura especial en ella. Y no quiero decir que ya no la quiera, al contrario, es la madre de mis hijos, pero con un carambas, las cosas cambian, y a veces pienso que las cosas no se pueden repetir. Como que el amor se apaga, y cuando uno quiere regarlo, aunque sea un poquito, ya no se puede. ¿Sí me explico? *** Raquel y Orlando se separaron. Estuvieron juntos por un tiempo. Todo mundo decía que bonita pareja. Aun así, decidieron separarse. Si les preguntas ¿qué pasó? Ninguno de los dos sabrá contestarte. Ambos ya se juntaron con otra persona. Ahora son, Raquel e Ignacio, y Orlando y Mariela. Tres años después Raquel, Ignacio, Orlando y Mariela se separan de nuevo. ¿Por qué? Por lo mismo que Orlando y Raquel. Ya nadie sabe cómo lograr una relación de éxito, ni siquiera sabemos qué es eso. Hemos perdido nuestra capacidad de sentir. Ya no sabemos qué es el amor, el cariño. Nos decimos unos a otros, yo no sé amar. Yo no amo a nadie. Diez años después llegará el indudable apocalipsis. No es la destrucción total de nuestro planeta. Es la eliminación de todo sentimiento de humanidad que todavía poseemos por dentro. Nadie sabrá que fue, ni querrá tenerlo nuevamente. Todos habremos caído en el abismo del egoísmo, y ya no podremos salir de ahí. Quizás hace ya mucho tiempo que vivimos en ese infierno, ese Hades que representa el inframundo, y el lugar de los muertos. Ya no importa con quién estemos, sólo deseamos pretender que nos sentimos bien. Ya que el amar, ya no es entregarse en alma y cuerpo, sino más bien, es recibir y hacer una especie de transacción económica. Me das lo que quiero, y te devolveré algo, pero, confórmate con lo que te dé. *** —¿Raquel? —Dime Orlando. —¿Qué vamos a hacer? —No sé. —¿Qué quieres tú hacer? —No estoy segura. —¿Valdrá la pena? —No sé, tal vez…por los niños… —Sí, tal vez…aunque ya están creciendo. —Pero a lo mejor también no. No hay garantías ¿verdad? —No… —¿Quieres tratar una vez más? —Estoy cansado. —Yo también. —Pero creo que es lo único que podemos hacer. Se miraron con ojos de lástima mutua. Se abrazaron, desnudaron sus cuerpos, y una vez más hicieron lo único que podían hacer, el amor…no, ya no se le dice así, lo único que podían hacer es lo que hemos estado haciendo todos los humanos desde el principio de la historia…coger…sí…coger, tener sexo, porque no sabemos hacer otra cosa. Raquel y Orlando cogieron una vez más, mientras el indudable apocalipsis continuaba demoliendo el afecto humano. © David Alberto Muñoz Entendimiento
Un cuento Por David Alberto Muñoz —Quisiera poder tener mucho dinero e irme muy lejos con la mujer que yo deseo y que nadie supiera nada de mí. Perderme en una isla en medio del pacifico y no saber nunca más de problemas, envidias, pleitos ni nada. Sería muy bueno ¿no crees? Una joven de escasos 20 años de edad observaba el rostro de Alan Brito Delgado, oriundo de tierras aztecas, un muchacho que hablaba de más. —No quiero ver a nadie más, I just wish people would leave me alone… La muchacha se llamaba Elsa Ladina Pérez. Lo único que tenían ellos en común era nombres raros, hasta chistosos. —¿Nunca has pensado en irte y nunca regresar? —¡Ah Brito, todos hemos imaginado eso, pero no podemos! —¿Y por qué? Why not? La joven Ladina simplemente sonrió y elevó la mirada hacia arriba. —Todo mundo debería dejarme en paz, eso es lo que quiero, no quiero que mis padres anden detrás de mí todo el tiempo, diciéndome que hacer y qué no hacer; no quiero que mis amigos me busquen para contarme sus penas, o pedirme dinero, me encantaría que las mujeres que a mí no me gustan, me dejaran en paz, y aquellas, a las que deseo, me hagan caso, que se derritan por mí, quiero ser feliz y no puedo… Nadie me deja… ¿Me entiendes? —Así es la vida Brito, nada es fácil, ni gratis en esta existencia humana. —Quisiera poder tener mucho dinero con sólo el abrir y cerrar de ojos, quisiera ser el Casanova más exitoso en todo el planeta, desearía que todo mundo buscara mis palabras, mis consejos, lo que soy yo, porque nadie realmente me conoce. —Yo sí te conozco Brito. —¿Ah sí? A ver ¿cómo soy? —Eres el ser más egoísta que he conocido. Solamente piensas en ti, quieres que todo mundo te entienda, pero tú ni siquiera haces el esfuerzo de entender a los demás. Te la pasas criticando a medio mundo. Si alguien no está de acuerdo contigo, lo mandas por un tubo. No tienes madurez para recibir consejos. Tiene uno que decirte lo que quieres oír, si no, te molestas. Sólo piensas en ti… ¿Entiendes? ¡Eres muy egoísta! El joven Brito la miró con gran incredulidad. Pensó brevemente, para después tirar al suelo aquellas honestas palabras. —Tú eres una ladina, en el sentido negativo de la palabra. Grosera, y además presumida. Bitch! Ladina sonrió con mucha gracia. —No Brito, me llamo Elsa Ladina Pérez, Ladina es mi apellido paterno. Tú te llamas Alan Brito Delgado, y ¿sabes qué? Eres un bruto, pero aun así soy tu amiga. —Tú no entiendes nada. La muchacha suspiró profundamente. —No Brito, disculpa, “yo”, no entiendo nada. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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