El espejo
Un cuento por David Alberto Muñoz Cayó sobre la cama del hospital sin estar seguro por qué. Solamente observaba su cuerpo como si pudiese salir del mismo y verlo desde las alturas. Sí, casi como una de esas películas de ciencia ficción. Sentía que no pesaba absolutamente nada, y además, poseía una increíble rapidez que podía llevarlo a cruzar el océano de un sólo salto. Los médicos se cuestionaban unos a otros. —¿Cómo es posible que esto haya pasado? ¿Nadie vio los números antes? —Me temo que no doctor. Todo fue muy repentino. —Quizás, porque son medidas de metros y centímetros. Y aquí todavía usamos pies y pulgadas. Y se dice que somos el país más desarrollado del planeta. Damn it! —¿Qué vamos hacer? —I don’t know… Rigoberto estaba flotando dentro de una grisácea nube, dónde fantaseaba su propia figura detrás del mismo aire que respiraba. Su mente no podía aclarar qué era lo que estaba sucediendo. Volteaba, y por momentos se encontraba acostado, con suero puesto en su brazo derecho, y una máquina para poder respirar mejor. Por otros instantes, volaba sobre los mismos techos de aquel hospital del cuál no se acordaba cómo había llegado. De pronto, hizo memoria de la historia de la mariposa. Sí, creo que fue Chuan Tzu, que soñó que era una mariposa y se sentía feliz siendo ese insecto lepidóptero, que tiene el cuerpo alargado, con cuatro alas grandes, y de colores muy vistosos producidos por unas escamillas o polvillo que la cubría. Y de pronto, despertó, y se dio cuenta que era un hombre, un ser humano. Entonces se preguntó: Soy un hombre soñando que soy una mariposa, o una mariposa soñando que soy un hombre… —La realidad humana puede en ocasiones perderse detrás de nuestra propia imaginación. El cerebro determina que es lo que creemos es real y lo que no. Existe de acuerdo con algunos investigadores, ciertas áreas dónde los humanos bien podemos perdernos dentro de nuestra propia mente. Dígame usted si no mucha gente vive aislada de todo lo demás que esté fuera de su propio entorno. Sobre todo, si hemos estado tomando medicamentos químicos, o naturales, ¿sí me explico? —Entonces doctor, ¿usted cree que el señor Rigoberto Luna, está consciente? —La conciencia es algo tan difícil de definir. Who knows? De repente, aparecemos en un mundo que no conocemos. Llegamos totalmente desamparados. Somos influenciados por nuestros padres, nuestros amigos, la gente que nos rodea. Se nos enseñan cosas que nunca cuestionamos. Bueno, tal vez con el paso del tiempo. Pero al final de cuentas todos caemos dentro de ese aire tenebroso de nuestra propia verdad. Dicen por ahí que todo está en el cerebro. ¿Sí? ¿Será cierto? Quizás… no sé… no estoy seguro. Cuando era niño, yo miraba una figura que se paraba junto a mi cama. Era simplemente una sombra. No me daba miedo. Recuerdo que una vez le pregunte: ¿Quién eres? Y no respondió nada. Cuando intenté prender la luz para verlo bien, desapareció. ¿Quién era? Un pigmento de mi imaginación, un espejismo dentro de mi cerebro, o simplemente una imagen que por algún motivo atravesó mi existencia en momentos difíciles. —¿Doctor? —Sí, dígame Rigoberto. —¿Qué me pasó? —Creo que le dimos más medicamento del que usted necesitaba. La cantidad de la medicina se basa en el peso suyo y en su estatura. Como vera usted, usted mide un metro con 58 centímetros. Pero como usted vera en el récord que mantenemos, aquí dice que usted mide un metro con noventa. —¿Y cómo es eso posible? —No estoy seguro… debe de ser alguna falta de la computadora, un desliz humano, un error al final de cuentas, o algo así. Rigoberto se sentó en la cama. Estiró los brazos hacia afuera. Sacudió su cabeza con cierta desesperación. Se tocó el cuerpo como para asegurarse de que realmente estaba ahí, vivo, y poseía los mismos miembros que cualquier otro ser humano. Esperó… Pero nada pasó… —¿Estaré muerto, dormido, drogado? A lo mejor estoy soñando que estoy en un hospital… o quizás… divagando que no lo estoy… Sí, así como en la historia de la mariposa… Entonces se dio cuenta de algo… estaba solo, despoblado de cualquier ciudad o aldea. Cimbrado dentro de su propia mente que producía intentos para lograr entender que estaba pasando. Él, Rigoberto Luna, simplemente platicaba consigo mismo. —¿Dónde estoy? ¿Qué significan estas imágenes que miro constantemente? A veces puedo volar e irme muy lejos, dejando mi cuerpo, y permitiendo que mi alma salga de esta prisión en la que vivo... En la que todos vivimos… Otras, mi cuerpo se aferra a mi espíritu, y me agarra con una fuerza que casi no puedo moverme. Así pensaban los griegos, ¿verdad? El alma es prisionera del cuerpo. Y al final de cuentas, la duda, ¿cuál es la realidad verdadera? —¿Dr. Jones? —Yes. —Se le está acabando al señor Luna la droga que le dimos. Bueno, la medicina que le proporcionamos. —¿Qué le dimos? What did we give him? —No recuerdo… creo que fue esa pastilla nueva, que provoca somnolencia, pasividad. De esa manera podemos conectar al paciente con la máquina que registra sus actividades cerebrales. —¿Y hemos descubierto algo? —Me temo que es lo mismo de siempre. —¡Ah! ¿Cuánto tiempo lleva el Sr. Luna conectado a la máquina? —Ya más de seis meses. La máquina nos dice que, sí hay actividad cerebral, pero no logra descifrarla. El señor Luna simplemente balbucea palabras. Es como si se ha olvidado de hablar de forma correcta. Creo que está viviendo dentro de su propia realidad. —Ya veo… tal vez eso es lo que todos hacemos. Desconéctelo de inmediato. —Pero doctor, podría morir. —Todos ya estamos muertos desde el primer día que nacimos. Busquemos otro paciente, por favor, debe de haber alguien que nos permita rastrear toda esa actividad cerebral. —Como usted diga doctor. Entonces Rigoberto despertó… estaba sentado en la cama de su recámara, viendo su propia imagen en ese raro espejo, llamado realidad. Y detrás de él, también podía ver su cuerpo acostado en la cama de algún hospital. ¿Qué rara es la realidad? ¿No? Todos decimos conocerla, poder verla, pero pocos vemos ambos lados de la misma. —¿Mi realidad? —preguntó Rigoberto Luna. No sé… nadie sabe… todos tenemos un espejo diferente. Y el tuyo… bueno… el tuyo… Es muy distinto al mío… o quizás… son iguales… —¿Entonces? ¿Cuál es mi realidad? No sé, tal vez aquella que escogemos nosotros mismos. Por eso todos nos vemos frente a ese espejo… © David Alberto Muñoz
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Masacre
Un relato por David Alberto Muñoz Sabía el significado de la palabra, pero nunca lo había visto en vivo y a todo color. No dejaba de ser un chamaco calenturiento de segundo de secundaria, quién jugaba a ser el gran médico cuando teníamos laboratorio de biología, y nos poníamos esas batas blancas que todos los doctores se ponían, al menos en mis tiempos; hoy en día algunos usan el color azul o verde, aunque todavía puedo ver algunos que caminan con un pasito de orgullo, luciendo ese emblema que no tengo la menor idea de dónde salió. Aunque dicen por ahí que originalmente los médicos utilizaban una bata de color negro, porque hasta el siglo XIX, el negro representaba seriedad, mesura, formalidad, por eso los curas visten de negro, y pues hay que decirlo, la medicina de aquella época representaba la antesala de la muerte. ¡No manches! Además, la medicina no era una ciencia, era pura charlatanería, no se consideraba a los llamados médicos como individuos que utilizaban la ciencia para sanar las enfermedades. Con el paso del tiempo se descubre que la mejor forma de curar es prevenir, por lo tanto, surge una cultura de antisepsia, y eventualmente se elige el color blanco como símbolo de la medicina en general. La limpieza, la higiene, el blanco pasa a ser símbolo de la pureza. Pero yo no iba a eso, sino a contarles la masacre que la misma maestra de biología nombró, el día en que nos pidió que cada uno de nosotros lleváramos un animalito a la clase. El día de mañana vamos a tener una verdadera masacre, pero, es necesaria para su aprendizaje. ¡Ahí están todos los pelos de ombligo, que quieren ser pendejos, pero no llegan! ¡Ya cállate Radiador! Que a ti se te pegan todos los bichos. Pues como decía, la maestra de biología cuyo nombre ya no recuerdo, nos pidió que lleváramos una paloma, una rata o ratón, un hámster, o un cuyo, un animalito para poder ver huesos verdaderos y compararlos con el pinche esqueleto que teníamos enfrente del laboratorio de biología en la secundaria. Me acuerdo muy bien que dijo la maestra. Vamos a tener una masacre, pero es necesario para que todos puedan aprender cuales son los huesos, sus nombres propios, su función, y compararemos los esqueletos de todos estos animalitos con los huesos humanos. Ya dijiste eso, ¿por qué lo repites? Para crear suspenso güey, ¿para qué más? ¡No mames! ¡En la madre! Grité yo. ¿Y cómo le vamos hacer teacher? Habló el sabelotodo del Felipe. Qué nada más se la pasaba presumiendo que hablaba el inglés, junto con el francés, y que su papá lo iba a mandar a Europa en el verano porque tenía el plan de que eventualmente asistiera a una escuela francesa, de Francia, como diría Vicente Fox, si usted es mexicano me va a entender. Y a mí, cómo me caía mal el susodicho. Nada más lo veía y la sangre se me alebrestaba. Siempre ponía la atmósfera en tensión. Todo lo que tú hubieras hecho o dicho, él ya lo hizo, y lo repitió centenares de veces y mejor, sí, mucho mejor que tú. ¡Pinche mamón! Lo que pasa es que ustedes no conocen los valores de la cultura mundial, nos decía. Y todos nada más lo mandábamos a la chingada. Pero, en fin, como decía, literalmente se convocó a tener una masacre de alrededor de 20 animalitos más o menos, para la clase de biología del segundo año de secundaria de la escuela Sara Alarcón, en la ciudad de México. La maestra dijo con mucha seriedad. Vamos a dormirlos primero con cloroformo, y luego tendrán ustedes la oportunidad de ver un corazón latiendo en vivo, para después darle suficiente cloroformo para que descansen en paz, y luego disecaremos la piel o más bien les quitaremos toda la piel para ver los esqueletos. Ahora me pregunto si realmente sabían los maestros lo que estaba haciendo. Todavía recuerdo lo salvaje que podemos ser los seres humanos. La mayoría de mis compañeros riéndose vulgarmente, haciendo chistes de barrio, alusiones a las partes privadas del cuerpo, sugestiones de muy mal gusto para con las muchachas. Yo siempre fui medio pendejo, por no decir un total pendón, pero no me parecía lo que estábamos haciendo. Siempre he sentido en mi corazón algo por los animalitos, cuando decía esto, todos se burlaban de mí. ¡Cabrones! Pensaba. Aunque dicen por ahí que también nosotros somos animales y eso lo pude comprobar aquella mañana cuando se llevó a cabo una matanza sin piedad alguna. Una que otra muchachita lloraba al ver aquella escena, en la que muchos les cortaban la cabeza a las palomas, las abrían del pecho y el corazón seguía latiendo, a los roedores, les enterraban un bisturí en la mera médula que nos hace existir a todos, algunos los envolvían en servilletas o toallas y los estrellaban contra la pared para que murieran y poder abrirlos. Lo más curioso de todo, fue que los maestros no intervinieron para nada. Solamente al principio nos dieron cloroformo, unas toallitas y nos mostraron como hacerle con un cuyo doméstico que trajeron. Pero una vez que todos empezaron con sus crueldades, todos, absolutamente todos los maestros permanecieron en silencio y observando, en ocasiones me pregunto si no fue en realidad una especie de prueba psicológica o algo así. La verdad, ha sido una de las más crueles escenas que he vivido en toda mi vida. Todos los maestros de biología quedaron anonadados. Nunca imaginaron, o si lo imaginaron nunca lo vieron en sus mentes, así tal cuál, cómo se llevó a cabo. Fue como que de pronto todos nos convertimos en adultos, dejando ya la supuesta inocencia de la pubertad, ya que todos en un momento dado, recurrimos a transformarnos en seres salvajes, seres con la única intención de destruir, de dejar salir esa especie de frustración o ansiedad que todos traemos por dentro. Esta vida nuestra, que bien puede llevarnos a la locura, al éxtasis, a la desgracia, al monte mismo de la transfiguración, e igualmente hundirnos en el profundo pozo de nuestra propia humanidad. Busqué la palabra masacre en el diccionario de la Real Academia Española y decía: Matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida. No, no eran personas, pero sí, seres vivientes que estaban indefensos. No, no fue un ataque militar, pero sí, con la causa de lograr su muerte para satisfacer un proyecto de clase. Recuerdo que recién sucedido aquello, yo no sentía nada. No lograba entender las ramificaciones de los hechos, de lo que yo había hecho con mis propias manos. Matar, quitar la vida, pero no sólo eso, sino que ayudé a quitarles la vida a esos animalitos por medios crueles, salvajes. Cómo que me decía a mí mismo, entre más pronto lo hagas sufrirán menos. Entonces tomaba a las palomas y le reventaba el cuello con mis propias manos, es más, le arranqué la cabeza a varias, según yo, ayudando a mis amigas que no podían hacerlo, mientras su mirada fija en mis ojos me hacía sentir poderoso, eficaz, una tonta ilusión de haber logrado algo, aunque no supiera que fue aquello. Con el paso de los años, eventualmente lo descubrí. Fue mi propia crueldad humana. Esa fuerza que llamamos vida que fluye dentro de nuestros cuerpos físicos, que nos hace movernos, correr, detenernos y observar, imitar, realizar las acciones que los demás nos dicen hacer, y que quizás, al menos en su momento, ignoramos sus consecuencias. Hoy desperté, y el primer pensamiento que vino a mi mente fue ese… la masacre en la cual yo participé… De alguna manera, todos somos culpables de algo… yo soy culpable de haberles quitado la vida a esos animalitos... y la mera verdad, creo que desde aquel día me siento culpable… ¿Qué llevaste tú Enrique? Yo llevé un pescado cocido, y me lo comí… por lo menos así, según yo, me sentí menos culpable… ¡No mames! Sí, eso fue lo que hice, engañarme a mí mismo… así somos los seres humanos… © David Alberto Muñoz El tranvía
por David Alberto Muñoz El ferrocarril se escuchaba a distancia. No estaba muy lejos pero tampoco muy cerca. Por la ventana de su recámara se podía ver la luz de la luna. Luz tan natural que cuando le tomas una foto parece como si fuera un foco encendido, perdiendo ese encanto que solo se puede apreciar estando ahí. Además, ese raro sonido a sombra, cantaba con sumo deseo mientras que los gatos andaban de parranda entre pleitos, cogidas y curiosidades. El tren siempre le había fascinado. Desde que estaba chico sus padres lo llevaban en Pulman desde la ciudad de México hasta Mexicali, Baja California. Al principio le causaba tanta admiración. Había cuartos que aunque eran pequeños les permitían tener cierta privacidad. El baño sí era compartido entre todos los viajeros del vagón pero aun así, era una emoción levantarse a media madrugada para ir a tirar el agua, y ver la forma en la que habían convertido los asientos en camas literas de dos pisos. Unas cortinas tapaban para darles privacidad a los inquilinos transeúntes. De pronto, el silbato del tranvía se dejaba escuchar. No entendía por qué todo mundo sabía que era de un tren. Los carros no sonaban así, ni los aviones, ni ninguna máquina que él conociera. Ese pitido fuerte, seguro, atrevido, lo hizo soñar de niño con querer manejar una de esas maquinarias modernas y avanzadas. Al menos en sus tiempos. Una curiosa voz se podía percibir a distancia. Era como las voces de unos niños. ¿Los niños? No percibía con certeza si eran risas o llantos o quizás, una combinación de ambos, no obstante, mientras las antenas de sus oídos prestaban más atención, aquel eco se desplazaba con mayor facilidad. Recordó la historia que le contó Jacinta, la sirvienta que vivió con ellos por más de 15 años. Mujer de rostro indígena y cuerpo bello, que inició a muchos en la familia en el placer sexual. Algunos en la vecindad decían que era una bruja, un fantasma que había sido dejada prisionera entre los rieles del tren por haber pecado contra las leyes de Dios. A él, se le hacía una tontería eso del pecado. Siempre se sintió muy bien con Jacinta, sobre todo cuando tuvieron sus atrevidas aventuras. Era una mujer que siempre hizo lo que quiso sin importarle los juicios de los demás. —Era una noche como esta mi niño. Sólo que había mucha neblina, casi no se podía ver; se sentía un poco de frío. La noche cabalgaba a paso lento, dejando escuchar solamente el andar del caballo, ese animal perisodáctilo que tiene la habilidad de correr a toda velocidad. —¿Peridosí qué? —¡Ah mi niño! Lo bruto a veces se hereda. —¡Vas a ver Jacinta! La mujer sonreía después de su frustración para abrazar al jovenzuelo dejando que su cabeza se embarrara en sus pechos grandes y voluptuosos. —Aquel caballo llevaba las almas de 3 recién nacidos, que habían fallecido porque su padre borracho se detuvo a orinar a media vía del tren. —¿Eran trietes? —¡Trillizos, alma de zonzo! —¡Vas a ver Jacinta! Le voy a decir a mi mamá. —¿Qué le vas a decir? ¿Qué te gusta agarrarme las tetas? ¿Qué me espías desde tu ventana para verme cuando me cambio de ropa? ¿Qué tratas de ver debajo de mi falda cada oportunidad que tienes? ¿Eso le vas a decir? El adolescente la mira con unos ojos grandes, llenos de prepotencia y picardía. —No, le voy a decir que tú me dejas. Pausa. —¡Ven para acá chamaco de porra! Precioso, chulo, ese es mi macho, mi varón en proceso—le dice mientras lo agarra con fuerza para besarlo en los labios—¿Quieres escuchar la historia o no? —Sí… —Esos tres recién nacidos representaban el lapso de su existencia, el principio, Dios, la edad madura, el Hijo, y el ocaso, el Espíritu Santo. Pero él nunca prestó atención a símbolos ni interpretaciones, todo lo que sabía hacer era emborracharse y perderse en el despeñadero de su propia incapacidad. Era un hombre sumamente solo, que no supo lidiar con la responsabilidad. Huyó de cualquier obligación, lo asustaba. Corría literalmente en pánico antes que tener que cumplir con su cometido de hombre. Todo lo resolvía con unas cuántas copas. El chifle del tranvía se dejaba escuchar más y más cerca. Incluso, la velocidad parecía incrementarse. Se sentía en el ambiente como si algo fuese a suceder. ¡Ese pinche silencio que se escucha antes de que alguien muera! —Aquellos tres niños se quedaron en el carro. El hombre no supo cómo ni qué pasó. Pero ese tranvía del infierno degolló las vidas de aquellos inocentes ante la mirada atónita de aquel hombre que cobró sobriedad en menos de un segundo. Desde entonces, esas almas vagan en medio de los rieles, el sonido del tren y el pitido con su semblante de muerte. Cada vez que un automóvil queda atrapado, los tres ayudan para que salga del peligro, pero si el conductor está ebrio, no pueden perdonar lo que hizo su padre, y ellos mismos detienen el carro, cerrando las puertas para que quién sea que esté en el interior, muera al igual que ellos. —Está como de miedo la historia ¿no Jacinta? —No mi niño lindo, no es de miedo, es para que recuerdes que todo lo pagamos en esta tierra. Todo lo que hacemos regresa a nosotros por el tranvía… aún la muerte no puede separarnos de nuestro destino… por eso le dicen el tranvía del fin, la defunción de nuestro propio cuerpo. El jovenzuelo quedó hipnotizado completamente, con la boca abierta y el corazón latiendo a mil por hora. Mientras que yo… yo, ya de grande, recuerdo esa historia cada vez que escucho al ferrocarril pasar cerca de mi casa. © David Alberto Muñoz Palabras…
Un cuento Por David Alberto Muñoz —No seas hablador. Tú nada más te la pasas prometiendo y a la hora de hora no cumples. Si hay algo que te sobra es verbo. Tienes una habilidad de enredar a la gente con lo que dices pero al final de cuentas, nada, entiendes, nada. —Lo que pasa es que tú no me entiendes. Quieres que todo sea de acuerdo con tus intereses, de acuerdo con lo que tú quieres. Nunca piensas en los demás. Yo sé que no soy perfecto pero tampoco soy tan mala onda. —¡Ya cállate Miguel! Ya me tienes harta, ya no te aguanto. A través de los poros de la pared que los rodeaba, Miguel y Jimena parecían bailar con la misma sombra de la existencia humana. Al son de un danzón tocado por músicos de tercera, la pareja pretendía hacer el amor en medio de una cansada rutina. Rodeados de un raro automatismo, sus movimientos parecían ser los mismos cada vez que se veían. Aquel cuarto donde se encontraban, estaba sudando literalmente reproches. Miguel se sacudía la nuca con frustración. Jimena se ponía las medias que se había quitado hace solamente unos cuantos minutos, mientras que él se ponía los pantalones y se subía el cierre. Ambos se miraban con aquella mirada de hábito. Eran los mismos ojos que una vez a la semana se reunían en el Hotel 6 de la avenida pecado, contra esquina de la ley. —Mira Miguel, esto no puede seguir así. Estoy cansada. Ya no somos unos adolescentes que se meten en un pinche hotel para hacer sus cochinadas. Te estás haciendo viejo, no te das cuenta. Mírate nada más la panzota de cervecero que te traes. Te estás quedando pelón. No me decías el otro día que te dolían las rodillas. ¿Cuántos años tenemos de estar juntos? ¡Juntos! Más bien, ¿cuántos años tengo de ser tu amante? —Jimena... La mujer lanzó un llanto a la usanza femenina. Con todo su digno porte, se sentó en la cama, cruzó la pierna y encendió un cigarro, mientras se servía una copa de Brandy que ambos habían estado bebiendo. Miguel, parado a distancia, la observaba, como pensando. —¿Qué tengo que decir para mantenerla? ¡Qué complicadas pueden ser las mujeres! Se acercó a la ventana del cuarto que estaba localizado en el tercer piso. Pudo ver a través de la ventana pequeñas figuras de hombres y mujeres enfrascados en el eterno dilema de los géneros. Cada uno de ellos se desplazaba con aire de torpeza, cansancio, desprendían de sus cuerpos un raro aroma a lascivia asediada. Gritos de histeria se escuchaban, reproches por cosas hechas hace medio siglo, fuertes golpes de una vana cordura disfrazada de egoísmo. —Jimena, las cosas no son como tú crees. Tengo hijos… — Palabras, palabras, palabras—respondió ella. Al igual que un animal en celo, Miguel rodeó a la hembra con movimientos litúrgicos, arrebatos, creados por la misma naturaleza humana, por la necesidad de sentir el cuerpo del sexo opuesto junto a él. Levantaba las manos en son de guerra. Discursaba palabras incomprensibles, combinaba poesía con narrativa, ensayo con cuento, novela con crónica. Así, dándole matices de seguridad a su propia voz, intentaba conquistar aquella mujer que había sido su amante ya por tantos años. La complexión de su voz cambiaba dependiendo de qué frase utilizara. Sus cuerdas vocales eran tocadas al igual que un instrumento musical, con la única intención de conquistar a la hembra que estaba sentada frente a él, molesta con él, en aquel cuarto de hotel, donde una vez a la semana se reunían para hacer el amor ya por costumbre. En un momento dado, ella hizo la decisión, y sin razón, se entregó a él. Dio su cuerpo para ser acariciado por un varón. Lanzó sus brazos violentamente ante la sorpresa de Miguel que tardó en reaccionar como buen hombre. Ella desnudo su propia alma cediendo a una gran necesidad de sentir calor humano, olor a carne, deseo sexual. A cada momento, sus ojos gemían al sentir las caricias bruscas de un hombre ya en estado de descomposición. Al terminar, él la miró con ese vano orgullo masculino. Continuó disertando pendejada y media. Ella, simplemente lo miró directamente a los ojos y le dijo: —Palabras, Miguel, palabras, palabras, son simplemente palabras. Del libro: El Santo Don Patricio y otros demonios, Editorial Garabatos, 2007. © David Alberto Muñoz Mopohua Leyenda, visiones híbridas de un México que sigue buscando su identidad, de Víctor Hugo Preciado Hernández
por David Alberto Muñoz Cada vez que me piden que escriba una reseña de alguna obra literaria, al empezar tengo un debate conmigo mismo. Considero, que criterio voy a utilizar, porque es menester el utilizar un criterio literario para analizar cualquier trabajo que consideremos una pieza literaria. Entonces, comienzo a pensar, ¿qué tal el estético? Esto sería demasiado presuntuoso, aparte de ser ingenuo. Podría también utilizar un criterio personal, pero también esto sería un poco exagerado, muy subjetivo. Sería muy arbitrario utilizar un criterio temático, porque podríamos caer en un dogmatismo impuesto por las teorías académicas aprendidas en las universidades. De manera que, en esta ocasión, decidí abordar la novela de Víctor Hugo Preciado Hernández, desde una perspectiva muy básica y sencilla. Primeramente, debemos de entender el concepto de la literatura. Daré una muy sencilla y profunda. Aristóteles define: “La literatura es el arte de la palabra”. Y yo agrego, el arte de la palabra escrita. Ampliemos un poco, el arte de escribir, está en el centro del arte de la creación literaria. Además, tiene una relación muy íntima, con las artes de la gramática, la poética y la retórica. Podemos decir, que una crítica literaria parte de una obra escrita, que posee los siguientes elementos y que es considerada literatura. Número uno: El contexto, social, político, e histórico Número dos: Los antecedentes del autor Número tres: Influencias en la creación de la obra misma Número cuatro: La recepción que ha tendido en los lectores Y es precisamente de este último punto, dónde deseo partir, para comentar este trabajo, sin hacer a un lado los aspectos estéticos, personales, y temáticos, porque si la base de nuestra interpretación descansa en el impacto que puede tener una narrativa, en este caso una novela sobre sus lectores, al menos para mí, esto puede traer una reacción muy personal al leerla. La novela se titula Mopohua Leyenda, por Víctor Hugo Preciado Hernández. La palabra mopohua, es una palabra náhuatl, que quiere decir: “narración” (mi traducción), y nos presenta una historia muy interesante sobre 3 chinacos. La palabra chinaco significa de acuerdo con la Real Academia Española: Un guerrillero liberal de la época de Maximiliano. La obra en su contexto histórico es un viaje por la intervención francesa en México, y de aquí surge la historia principal, la historia de Chencho, personaje del pueblo, quién tiene una herencia y un linaje desconocido, y de sus dos mejores amigos, el Gorgonio y el Chon, personajes indígenas a quienes les gustaba en ocasiones irse a tomar unos tragos a la cantina Salsipuedes. Un chinaco, también es entendido como una persona de bajo nivel social. En este contexto encontramos una leyenda ficticia como el mismo autor lo expone en su introducción, cito: “Brevemente, estas son las historias que me inspiraron a hacer este pequeño trabajo, el cual es completamente ficticio. Espero que les guste a mis lectores y lo disfruten. Si les gusta, habré logrado mi objetivo, que no es otro que brindarles una lectura amena y entretenida sin el afán de ser muy complicada, para que sea comprensible”. (6) El maestro Lázaro J. Fierro, resume de una forma muy eficiente la trama, cito: “Tres Chinacos es un viaje al México post Intervención Francesa. Su autor… deja de ser un lector empedernido para convertirse en narrador de historias basadas en el conocimiento que adquirió al leer cientos de libros y al escuchar las interesantes historias que sus abuelos le contaron… narra la vida y costumbres de ricos hacendados y de humildes peones de la época. Los abusos de los pudientes y los sufrimientos de los sirvientes se plasman con singular precisión. La cultura resultante del encontronazo entre los pueblos autóctonos y europeos se pinta sugestivamente en las historias que se entrelazan para proporcionar al lector un clímax que lo llevará a perder horas de sueño”. (4-5) En esta sección es dónde veo muy claramente la teoría de Néstor García Canclini planteada, quién expresa en su libro: Culturas Híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad, que las culturas híbridas es el proceso de interacción y reconstrucción de dos culturas locales. En este caso, la cultura europea, visualizada en la novela con los hacendados, los terratenientes, los latifundistas, que dominaban el poder de la época, y los pueblos autóctonos, los indígenas conquistados, ese pueblo deseando mantener sus tradiciones, sus costumbres, y a la misma vez, atemorizados por la nueva religión del catolicismo a obedecer, con la amenaza de irse al infierno. Cito: “El Chencho era un hombre que había crecido con la devoción a la Virgen de Guadalupe, como toda la gente que vivía en esa región y en todo México, y con todas las costumbres y tradiciones de la gente del pueblo. Por tanto, era un poco supersticioso. Aunque era valiente, sin rayar en la temeridad, él creía que, si en algún momento le llegara a pasar algo relacionado con los díceres de la gente, tendría el valor para enfrentarlo”. (15-16) La misma condición social y de crecimiento encontramos en la Inés, quién será la mujer del Chencho, cito: “La Inés y su familia eran personas muy devotas a la virgen de Guadalupe como toda la gente de ese México post colonial. Hay que tomar en cuenta que el clero mexicano había hecho un excelente trabajo al catequizar a los pueblos indígenas como parte del sometimiento colonialista para que estos fueran temerosos de Dios. Necesitaban que aceptaran su destino y fueran sumisos ante los amos. Para lograrlo, el padre Casimiro les hablaba del cielo y el infierno, de los pecados, de los premios y los castigos que llevaba el ser o no un buen cristiano”. (22) En estos pasajes podemos ver con suma claridad este concepto presentado por García Canclini, la reconstrucción de dos culturas locales en una sola, es precisamente ésta, la hibridad cultural. La obra se despliega de situaciones muy comunes de la época, el dueño de la tierra, quién cree que tiene el derecho a dormir con cualquier mujer indígena antes que esta se case. La forma en que Chencho e Inés escapan, y la venganza que da el “Patrón”, sobre su propia gente. Y todo esto sin saber, que existe una estirpe oculta, un patrimonio que se descubrirá más adelante en la obra. Pero quizás, el centro de la narrativa se encuentra en esta leyenda muy bien presentada por Preciado Hernández, quién nos narra en su novela lo siguiente, cito: “Al Chencho se le habían pasado las “cucharadas” y había discutido con el Chon y a punto estuvieron de llegar a las armas y darse de plomazos afuera del Salsipuedes. Si no hubiera sido por el Gorgonio, quien sabe si la estaría contando, porque el Chon tenía fama de tener buen tino. No jerraba tiro. El estar tuerto era en esos menesteres una ventaja. Además, él sabía que ya había despenado a muchos durante las escaramuzas en donde participaron. Esa noche el Chencho se escapó de pelos gracias al Gorgonio que fue quien los había separado, diciéndoles a gritos: —Si son amigos, pa’ que andan con pleitos”. (72-73) “Justo en ese momento, el Chencho lo vio. Era un perro al que le brillaban los ojos como si fueran tizones, así como cuando las brasas del fogón de la Inés se avivaban con el soplador. No era un perro muy grande, era un perro blanco que parecía tener fierro en las patas por el sonido que producía. Estaba detrás de él, como si lo siguiera. A cada paso que daba, sonaba como si arrastrara cadenas. Pero no eran cadenas, eran las patas del perro las que producían aquel ruido aterrador al caminar sobre las piedras. Tal parecía que el perro llevase herraduras”. (76) En esta parte de la novela, se combinan varios elementos, realidad, imaginación, leyenda. En el México campirano, los mitos muchas veces cobran vida que van más allá de nuestra realidad postmodernista. La narrativa parece convertirse en una sutil franja de elementos portadores de crudezas, y alcanzan dimensiones profundas, que cualquier ser con sentimientos humanos puede entender y percatarse de ellas. Mopohua Leyenda, representa el ideal del sentir de un pueblo explotado. Un México, que al menos en mi generación existe solamente en la mente y el corazón nuestro. Este pueblo, valiente, sufrido, nacido del maíz, que todavía busca justicia y equidad, lucha por sobrevivir, en medio de esas fuerzas culturales opuestas, que siguen chochando la una con la otra. Ese México, ha estado enterrado en medio de leyendas y brujerías, en medio de supersticiones y escepticismos, seguidas por la gente del pueblo, que de alguna manera logran liberarse dentro de la novela de Preciado Hernández, para llevarnos a un clímax que posee en mi concepto personal, algo de realismo mágico, que nos lleva eventualmente a un final, y esto es cierto, si acaso un tanto idealista, pero definitivamente justo, de acuerdo con las leyes de la lógica. Algo que me llamó mucho la atención, fue el hecho de que el autor es quién narra la historia. No es un narrador omnisciente quien cuenta los sucesos. Por el contrario, es el mismo Víctor Hugo Preciado Hernández, quien comparte esta historia. Y esto lo podemos ver, porque de pronto encontramos expresiones, y estoy parafraseando, como, “…pero regresamos a nuestra historia… eso es otro asunto… volvamos a nuestra narrativa”. Esto le da a la novela un sentir de familiaridad entre el lector y su autor. Guardando todas las proporciones, Mopohua Leyenda, me recordó las novelas de Juan Rulfo, el cuento de “Macario”, y toda esa literatura indigenista, o más bien autóctona mexicana, que reposa en la base de una identidad contemporánea, que todavía está en proceso de desarrollo. Creo que cada lector disfrutará mucho de su lectura. Y cierro al estilo de Peregrinos y sus letras, si el lema mío es ¡A escribir se ha dicho! Hoy pronunciamos ¡A leer se ha dicho! En hora buena Víctor Hugo. Gracias. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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