Realidades, vidrios, espejos, reflejos e imaginaciones
Un cuento por David Alberto Muñoz —Nunca pensé en esto…la mera verdad, después de todo, ya estaba arreglado cada detalle. Los humanos podemos ser tan raros. —Si se nos salen del currículo, van a ver jijos de la chiquita, si no, también van a ver, no hay que ser tan buenos ni tan obedientes… ni tan pendejos con un carambas. —A veces ni currículo traemos. —¿No piensas que es mejor que hablemos? Con calma, total, como dice la canción. Es mejor ponernos de acuerdo, si no, nos va a llevar la chingada. Todos deseaban atender aquella loca propuesta de reconciliación. Mateo, los miraba con cierto coraje, a todos, Felipe, Emma sobre todo, no se calló para nada. Al contrario, entre más pasaba el tiempo, más hablaba la mujer. —Esto es precisamente por lo que yo no deseaba tener negocios con los amigos. Luego vienen los pleitos, los problemas. Se los digo. Cuando menos lo pensemos nuestra amistad se va a ir para el mismito infierno. —Pero óyeme, no exageres; quiero que sepas que dicen por ahí: “El perezoso trabaja doble”. Cuando se hace algo a la carrera, no vemos en la obligación de volver hacerlo otra vez. Además, acuérdate, trabajando ya bien tarde por la noche, hasta temprano en la mañana, cambiando puntos de vista, sólo por cambiar, no deberíamos de ser así. Emma se puso de pie bastante molesta. Ya tenía más de varios meses intentando cerrar el negocio, que no era la gran cosa, pero sí se podría hacer algo para que aquel grupo de amigos ganaran algo más de dinero; cada uno de ellos, ya entrando en sus 40 años, no podían evitar el cegarse a ellos mismos simplemente al estar el uno frente al otro, las mismas palabras se repetían una y otra vez mientras que no podían evitar el dejar de ser unos simples mancebos con sentimientos de enajenación, locura, una rara demencia que vive dentro de todos los humanos, pero que la mayoría sabe controlar sin ningún problema. Pero en el caso de Felipe, Emma, Mateo y el caso de la susodicha aparecida, que digo aparecida, resucitada, brotada de la misma fosa donde se suponía un muerto descansaba, pero nadie conocido estaba presente. —¿Mateo?—hablaba la extraña mujer con bastante seguridad. —¿Qué quieres? ¿Cómo dices que te llamas?—Mateo se dirigía a la cuarta participante de aquel algo grotesco tramo de lo absurdo que puede ser el teatro humano. En ocasiones nada tiene sentido. Absolutamente nada, aunque tengamos conciencia de nuestro pensamiento. —A veces nada tiene sentido. Nos movemos por instinto simplemente. Desearíamos encontrar cuáles son cada una de las reglas de manera que de esa forma podríamos participar con más libertad, aunque básicamente, las reglas ya se definieron hace buen rato. —Pues yo me llamo Magdalena, y creo que es mejor resolver todo lo que nos abrume. Debemos de tratar de ser dadivosos, buena onda, a veces me pregunto, por qué los humanos somos así, sin ninguna marca de humanidad. —Pues a veces pienso que es nuestra propia ineficiencia. —¡Porque somos una bola de pendejos! Y dicho con el debido respeto. Desconocemos nuestras mismas bases, nuestros propios caminos, algunos ya negros, otros rojos, algunos incluso grises, que somos amigos ya de hace muchos años, y en ocasiones no sabemos cómo hacerle, o qué hacer. ¿Sí me explico? Todos voltearon a mirarse con mucha precaución. —¿Qué vamos hacer pues?—Dijo Mateo. —Lo mismo que hemos hecho hasta este momento. Pretender, sin dejar la oportunidad de que, de alguna manera, las cosas de verdad cambien… bueno… las cosas nunca cambian entre lo seres humanos. Todo parece ser un absurdo, una locura en medio de un vidrio que muestra cómo nos gustaría a nosotros que la vida fuera… sin ninguna cadena que nos amarre. ¿Qué vamos a hacer? Lo que hasta este momento hemos hecho. Pretender cosas buenas, que todo lo que nos viene es para mejorar, no hagamos invenciones negativas, creo que podríamos vivir mejor el tiempo y no dejar que nuestra mente nos domine. —Nunca había pensado en esto… total, al menos, se respira mejor… Realidades, vidrios, espejos, reflejos e imaginaciones, he aquí la realidad de todos. Nosotros mismos la creamos, la sacrificamos, volteamos su reflejo para verlo nuevamente sobre una base que en ocasiones puede ser simplemente un reflejo a lo que fue. Así es la realidad… se esfuma de tus manos de la noche a la mañana. © David Alberto Muñoz
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Rutina
Un relato Por David Alberto Muñoz Todos los días se levantaba a las 5 de la mañana para ir a hacer ejercicio en un parque que estaba cerca de su casa. Le gustaba correr por lo menos 3 millas diarias. En ciertas ocasiones, cuando se sentía inspirado, lograba correr hasta 5 millas. Tenía la precaución de estirar su cuerpo cuidadosamente antes de correr, y además, vigilaba su postura con sumo cuidado. Una vez que regresaba a su casa, se bañaba y se preparaba para su día de trabajo. Era manager en una tienda de computadoras. Supervisaba a cuatro empleados. Todos en la tienda, procuraban tener los últimos productos técnicos de la cultura del nuevo siglo, ya que la tecnología viajaba a 100 millas por hora, y si no lograban deshacerse de la mercancía, podían perder dinero. Todas las mañanas, Robert Pérez, nacido en tierras del tío Sam, desayunaba con su esposa de 34 años de edad, mujer estadounidense, de costumbres distintas a las de su familia. --If you want breakfast, you will have to take what I am giving you. I work you know; I don’t have time to cook for you, your…how do you call it? Oh yes, your chelaqueles. OK? Era una güerita, súper rubia, de ojos azules, con algunas pecas en el rostro, además de poseer un hermoso cuerpo que lo había cautivado hace ya algunos años. Sus amigos le hacían burla. —¡Tu mamá no te daba Corn flakes de breakfast Robert! Your Mom, was como mi amá, she used to cook chilaquiles, y memelas, because she was from Puebla. You have been there ese. Pero tu mujer…She doesn’t even know what is a tortilla ese. Robert, quién se cambió el nombre de Roberto a Robert nada más entro en la Jr. High, solamente movía la cabeza como diciendo: “Así son las cosas”. --It is what it is. Salían ambos de su casa hacia sus trabajos. Todos los días peleaban en contra del maldito tráfico de cualquier ciudad urbana capitalina dentro de la nación rojo azul. Carros que van muy aprisa. Individuos a quienes parecen los van matando. Insultos de gente que ni siquiera conocían. Policías metidos en carros civiles, con la única intención de agarrar a los choferes miembros del volante rápido y darles un ticket. Se tardaba en ocasiones hasta una hora y cuarenta minutos de viaje, cuestión que era normal para una ciudad como Los Ángeles, que es donde vivían Robert Pérez y su esposa, Jennifer Jones, quién no usaba el apellido de su esposo por obvias razones. --In America, we do things our way. El señor Pérez pasaba todo su día en su lugar de trabajo que se llamaba: COMPUSTORE Sales & Service. Por la tarde, recogía a Jennifer que era secretaria ejecutiva de un alto funcionario de WALMART, y de quién Robert sospechaba haber intentado sobrepasarse con su mujer. Pero al preguntarle a la susodicha, ella simplemente sonrió diciendo: --Don’t be stupid! Have you ever try to flirt with a woman? Llegaban a su casa y si no compraban algo para comer Jennifer sacaba T.V. dinners y las ponía en el Microwave, sin poder faltar nunca, una botella de vino tinto que a ambos les encantaba. Si era fin de semana, hacían el amor una o dos veces dependiendo de su ánimo. Ya no se decían nada, simplemente se quitaban la ropa y hacían el acto como si estuvieran haciendo ejercicio o cocinando algo para comer. Generalmente pasaban la noche viendo televisión mientras se entretenían mucho más con sus teléfonos celulares; cada cual ya tenía sus amantes virtuales, y se observaban directamente a los ojos, con miradas de niños traviesos haciendo diabluras. Al día siguiente continuaban con su misma rutina… Un día… Descubre que él y Jennifer se mueven simplemente como robots sin sentido alguno. Parece ya no haber nada dentro de sus almas. Existen simplemente como dos troncos con extremidades y una cabeza que ya no dirige absolutamente nada. Viven como átomos construidos al azar para llenar un universo perdido dónde el ser humano se encuentra intentando ser, y darle significado a su existencia. Hay quienes dicen haber encontrado la verdadera felicidad, en el trabajo, en la familia, en la iglesia, en la lógica, en el vicio, en la política, en los ideales, en el placer, en los amantes, qué sé yo…en la mierda misma que brota de nuestro cuerpo. En esos precisos momentos, Robert deseó poder huir, correr de su rutina diaria, escapar de esa esa pinche sensación de estar repitiendo las mismas acciones una y otra vez…sin saber si realmente existe un final, un hasta aquí…anheló evadir todos esos movimientos que no provocan pensamiento, esas acciones hechas incluso sin saber por qué, arrebatos que no razonan, pero ni siquiera sienten. Se dio cuenta que no le gustaba pensar…porque pensando se percataba de cómo eran las cosas verdaderamente. Él estaba sólo, incluso su mujer, también estaba sola, todos los seres humanos estamos solos, metidos en una rutina que no nos permite deliberar, porque el pensar es peligroso, puedo llegar a darme cuenta de cosas que tal vez será mejor mantenerlas en silencio, en el anonimato, detrás de aquel muro inexplicable de la locura humana. Robert y Jennifer eran una psicosis, un anudamiento de emociones que ni nosotros mismos comprendemos. Y muchas veces pretendemos haber encontrado eso que buscábamos. Somos furor, manía, delirio, rabia, frenesí, alienación, estamos privados del juicio de la razón, y la razón se nos da, cuando descubrimos que la locura que más se lamenta, es aquella de no haber hecho, de no haber tomado aquella loca oportunidad porque era una total demencia. Al día siguiente, Robert y Jennifer se levantaron al igual que todos los días. Y simplemente continuaron con su rutina. —Esto es para volverse loco… Así se vivía a principios del siglo XXI. © David Alberto Muñoz Recuerdos de un niño
Un relato Por David Alberto Muñoz Estaría yo en tercero o cuarto año de primaria. Asistía a una escuela privada. Mis padres tuvieron la bendición de poder darnos una buena educación. Me acuerdo del uniforme, pantalón gris, camisa blanca y suéter color azul marino, con el escudo de la escuela puesto del lado izquierdo. Las niñas iban igual, solamente que traían falda, eso sí, decían los administradores de la escuela, tiene que estar a dos centímetros sobre la rodilla, cuando mucho. Bien me acuerdo que ocasiones, les medían a las niñas y a las jovencitas de secundaria para asegurarse de que sus faldas eran moralmente apropiadas. Era la época de la minifalda, a todos nosotros nos gustaba ver, y a las muchachas les gustaba ponerse falditas cortas, fue parte de mi generación. Pero en la escuela había que tener cuidado. Todos eran muy moralistas. Había maestras que también llegaban enseñando pierna, pues ya te has de imaginar el escándalo que hacíamos los chamacos. Había unos que eran bien groseros, y ya, a sabiendas de todo, lo juro por mi madre, no sé cómo, pero a corta edad ya hasta te hablaban de posiciones y no sé de qué más. Andaban diciéndote pendejada y media, y pues como uno era medio inocentón, nada más te reías pretendiendo entender el harta de tonteras que nos decían. La escuela era de tres pisos, tenía en la parte baja precisamente en la entrada principal al edificio, un salón de reuniones. Era como un pequeño teatro, con escenario, telón, y bancas al estilo de los cines. Ahí nos reuníamos cuando teníamos asambleas, que, para presentar un tema especial, que, para hablar de los problemas de la escuela a nivel estudiantil, que, para la chingada madre, dicho siempre con el debido respeto. Recuerdo que a mí y a mis amigos nos gustaba cerrar las cortinas del lugar, de manera que el cuarto entero, se ponía muy oscuro, a veces nos enseñaban películas, y una vez que la oscuridad reinaba el local, jugamos una especie de escondidas, metidos tras las bancas, corriendo por todos lados. Ese día, del que te estoy contando, mi amigo Miguel y yo, íbamos a nuestro salón de clases. No sé exactamente que pasaba en la escuela, pero en ocasiones no teníamos clases, nos dejaban salir a jugar al patio y de pronto regresábamos al interior, subíamos a la azotea, andábamos de chamacos latosos buscando en que lío meternos. Pasamos por enfrente de las oficinas de la directora, una señora muy hecha a la antigua, elegante, pero con una moralidad que hoy en día todo mundo se reiría, porque al menos ella trataba de ser lo más moralista posible. Ya después supe, que al final de su vida se trastornó, porque nunca se casó, o más bien nunca tuvo varón, le vino algo raro, y los chismes dicen que casi se volvió loca si no es que así fue. Pobre mujer, en aquella época sería una hembra de unos 40 años de edad, imagino solamente lo que le pudo haber pasado. Era una mujer guapa, con mucho porte, pero llegué a escuchar a maestros decir que era muy apretada y bien sangrona, que no quería salir con nadie porque nadie le llegaba a su medida, ni a sus expectativas morales. Total, Miguel y yo dimos la vuelta hasta el fondo del pasillo dónde estaba nuestro salón de clases. Entramos, y vimos al fondo, sentado en una de las sillas o mesitas que había en esa época a Ricardo, un niño medio fifí, dirían hoy en día, con ojos de color azul, y piel blanca. Eran pocos los morenos como yo y Miguel en aquella escuela, no todo mundo podía pagar la colegiatura, a mi padre le dieron beca por ser hijo de un político de abolengo. Todas estas cosas en aquel tiempo no las sabía. Pues Ricardo se nos queda viendo con ojos de asustado. De pronto nos dimos cuenta de que estaba llorando. —¿Qué pasó Ricardo? ¿Por qué lloras?—le preguntó Miguel. La criatura de escasos 8 o 9 años de edad, no lograba expresar palabra alguna. De pronto, empezó a darme un olor feo, al principio no sabía exactamente qué era, pero poco a poco descubrimos Miguel y yo, que olía a mierda, a caca. Ricardo, finalmente habló con llanto compungido. —La maestra Sara no me dejo ir al baño. Le dije que tenía que ir, pero no me dejó. Miguel y yo volteamos a vernos sorprendidos, para casi de inmediato sonreír a todo lo ancho de nuestros labios, e intentando ocultar la burla, que sin querer queriendo le hicimos al pobre de Ricardo. —¿Te acuerdas… del chiste… que te había dicho Miguel? —Sí… muy chistoso… Ricardo simplemente suspiró y nos vio con ojos de misericordia. —Ojalá a ustedes, nunca les pase esto—sentenció con voz de madurez. Volteó su cuerpo hacia la ventana del salón de clases, y nos ignoró completamente. Miguel y yo salimos casi corriendo para soltar unas buenas carcajadas en el pasillo y correr al patio a contarles a todos lo que le había pasado al pobre de Ricardo. Ahora que lo pienso con más cuidado, lo veo todo tan distinto. Pinche maestra Sara, ¿por qué no dejó que el niño fuera al baño? ¿Qué mal pudo haber cometido aquella criatura para darle ese castigo tan humillante? Recordé años después, al perpetuar este incidente que permaneció en mi memoria, que todos somos simplemente seres humanos, seamos fifí o no, seamos de piel blanca o morena, nuestra humanidad se refleja en ese acto que todos tenemos que realizar durante un día normal de la vida: defecar. No sé qué habrá pasado con Ricardo, dónde estará, o si él recuerda este penoso incidente, de lo que sí estoy seguro, es que al menos a mí, me mostró, que en ciertas ocasiones es bueno pensar en los demás. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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