Colgó la bocina
Un cuento David Alberto Muñoz Un calor y una humedad de los mil demonios rodeaban el cuerpo de Norma. Era verdad lo que habían dicho en las noticias por la mañana, sería un día muy caliente con mucha humedad. Ella se sentía cansada, un tanto deprimida. No era para menos. Ya no tenía ganas de llorar. Su cuerpo desnudo acariciaba las sábanas de su lecho, mientras que su mirada, se perdía en el abanico colocado estratégicamente sobre su cama. A su lado derecho, estaba la copa de tequila que nunca le gustaba terminar. Prefería llenarla una vez que se disponía a dormir. Para al menos aparentar, que siempre dejaba una copa a medias. No le gustaban las copas vacías. Junto a ésta, se observaban los cigarros que fumaba uno tras otro, y frente a ella, el inmenso espejo que Rafael le había regalado hace ya muchos años, en algún aniversario perdido. Se levantó de repente para verse a ella misma reflejada en aquel espejo. Sintió un poco de lastima, pero no fue lo suficiente para permitir que su coraje disminuyera. De cuando en cuando sacudía su nuca con la mano izquierda. Apretaba sus pechos con dureza y además lanzaba una patada al aire con cierta desesperación. Su rostro se miraba rojo, su silueta todavía bien formada, sugería el deseo de ser abrazada, de encontrar un momento de calor humano. Anhelaba poder estar con alguien. Sentir caricias sobre su despeinada cabellera, sentirse deseada, y simplemente experimentar, el calor de un cuerpo junto a ella. El teléfono sonó. —¿Bueno? —¿Norma? —Sí Rafael, soy yo. La voz de Norma temblaba. Encendió un cigarro de inmediato; respiró el humo que el suave tabaco dejaba caer sobre sus pulmones. Bebió su copa semivacía de un sólo trago. Levantó su cuerpo casi al instante, una vez que escuchó, la voz del hombre con quién había vivido ya más de veinte años. —¿Recibiste los papeles? —Sí. Una larga pausa dibujaba la melodramática escena. El eterno drama entre una hembra y un varón. Dos seres humanos terminando su vida conyugal. Dos entes que habían compartido cama, vivencias, sueños, conflictos, frustraciones y alegrías. La escena daba risa. —¿Por qué Rafael? —Ya no tiene caso hablar Norma. —¿Por qué? —¡Porque no! —gritó Rafael casi con desesperación. Un oleaje de un rápido mareo hizo que aquella mujer irguiera su cuerpo. Se miró así misma nuevamente en el espejo. Estaba desnuda y desafiante, levantó su rostro mientras que fumaba con mayor urgencia. —Mira Rafael, yo sé que ya no soy joven, sé que mi cuerpo te puede cansar, que deseas probar carne fresca. Está bien, cuando el hombre tiene dinero puede comprar unos pechos más firmes. —Norma, no es eso. —Por favor Rafael, no te engañes. Todos los hombres son iguales. ¿Qué acaso no te has visto en el espejo? —Norma, por favor… —Tú también eres un viejo. Tú también cargas sobre tus hombros el peso de la edad. Estás gordo, el pelo se está cayendo, además estás enfermo, no lo niegues. ¿O crees que te van a querer por tu linda cara? Pues no, es tu dinero lo que quieren, no a ti, aunque no te guste. —Mira Norma ya estuvo suave. Firma los papeles y se acabó. Te voy a dar lo que me pediste y un poco más, si es eso lo que quieres. Entre más pronto mejor—y colgó la bocina. La peculiar madeja del vivir humano envolvía a todos. Mientras Norma terminaba su matrimonio de muchos años, su hermana se casaba. Mientras Rafael buscaba a su joven amante para desquitarse del enojo que Norma le produjo, su hermana engañaba a su esposo con un hombre más joven. Mientras sus hijos lamentaban la separación de sus padres, los abuelos celebraban sus bodas de oro. Mientras su sobrina luchaba por no perder su virginidad en el estacionamiento de la escuela, la solterona de la familia le pedía a Dios de todo corazón perder la suya. Mientras la vida continuaba, el ser humano seguía simplemente viviendo. Sí, todo era y es un absurdo total...Y Rafael, Rafael simplemente colgó la bocina. © David Alberto Muñoz
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Ni yo, tampoco…
Un relato Por David Alberto Muñoz No sé por qué a la gente le gusta tanto matarse. Y no hablo solamente de quitarse la vida, del mentado suicidio, también estoy hablando de que nos encanta matarnos los unos a los otros. Todos los días, surgen en los noticieros noticias, de que encontraron un cuerpo, en su propia casa, en algún escondido departamento, en medio de la calle, lleno de disparos, muerto pues, y ya tienen un sospechoso, cuya foto podemos ver, y se nos dice que es muy peligroso y que probablemente esté armado. Es verdad, estas voces surgen de entre las paradas de autobús, los centros comerciales, los vecindarios, ya sean éstos ricos o pobres, en su mayoría siempre parecen ser voces de guerra, odio y combate. No sé por qué el ser humano es un ser tan raro, tan peculiar, tan representativo, ya que mata simplemente por el placer de hacerlo. Porque le gusta hacerlo… Siempre ha estado obsesionado con la sangre. Sangre derramada por los pecados, sangre vertida por la nación, sangre desperdiciada por necios caprichos de algún individuo que decidió mostrarle al otro que él, era mejor. Recuerdo que cuando era niño, asistía a las funciones de Lucha Libre en la Arena que al menos en aquella época se llamaba Naucalpan, enfrente del seguro social, unidad Cuauhtémoc, en el estado de México; la gente gritaba con voces que sonaban casi de desesperación: —¡Yo quiero ver sangre! ¡Yo quiero ver sangre! Asunto al cual yo simplemente me reía con una estúpida sonrisa de mancebo, me llevaba las manos a los labios y lograba disfrutar de un espectáculo de furia. Cuando la sangre finalmente brotaba, todos los presentes nos emocionábamos a lo grande. Nos gozábamos de ver el líquido rojo que nos mantiene vivo a todos. — Por eso, los judíos creen que la vida está en la sangre. Un amigo de mi padre, que era luchador, me contaba que lo que en realidad producía la sangre era unos pequeños artefactos llamados "palomas". Eran navajas de rasurar cubiertas con cinta adhesiva, a excepción de una de las puntas; los luchadores se cuarteaban el rostro, y posteriormente le pasaban la paloma al referee, ya que era peligroso traerlas mientras luchaban. Ahora que lo pienso, no sé por qué se le ocurre a un ser humano cortarse el rostro, y dejar salir el líquido rojo por mano propia. — Lo que deseaban era alborotar a la raza. Y lo lograban. No entiendo cómo las personas tenemos esa estúpida necesidad de destrucción. En unos cuando segundos podemos destruir lo que nos ha costado tantos años edificar. Con unas cuantas palabras lanzamos al abismo nuestras relaciones intimas, nuestras amistades, nuestros empalmes, todo lo que somos, lo podemos perder en un momento de ira. Y lo curioso es, que tenemos conciencia de lo que hacemos. Incluso en ocasiones hacemos alarde de la forma en la que nos enojamos. —¡No me hagas enojar, una cosa sí te digo, tú, no me quieres ver enojado, no me hagas perder la cabeza! Cuando lo miras cuidadosamente, se pueden ver dos niños peleando inmaduramente por salirse con la suya. No sé por qué, pero pienso que lo que mueve en sí a la humanidad, es el deseo de poder. Todos lo queremos, en ocasiones parecemos necesitarlo, y pues si no lo tengo en mi trabajo, tal vez pueda obtenerlo en mi hogar, si no lo encuentro ahí, saldré al mundo exterior, y aunque sea lo impondré sobre el niño que vende chicles en la estación del metro Tacuba. ¡Que rara es la gente! Más bien…qué raro somos los humanos…tenemos una gran capacidad de amor, de misericordia, de dar incluso nuestra vida por otro ser, por un ideal, pero a la misma vez, somos capaces de ser sádicos, brutales y sanguinarios. Las mentes humanas se pierden por verdaderos laberintos mentales sin salida, dónde la susodicha crueldad, controla literalmente nuestra mente y todos nuestros sentimientos, y sólo podemos pensar en odiar, en aborrecer y en rechazar al otro, porque no es igual que yo, porque es un tonto que no me entiende, porque me cae mal, porque yo soy mejor que él, ¡porque quiero chingada madre! Pensamos: —¿Y si pensó eso de mí? ¿Qué soy un pendejo…? No puedo permitir que piense de mí de esa forma. ¿Quién se cree que es? No puedo permitir que todo el mundo piense que yo soy un cualquiera, un idiota. —¿Eres un idiota? ¡No! —¿Entonces? Es verdad, aunque preferimos jactarnos de inteligentes, de valientes, de sabios, de yosoyelmáschingón. Pero la verdad, la mayoría de las veces construimos verdaderas catedrales de la ficción, novelas quijotescas donde todos los personajes están en contra de nosotros. Pero eso sí, al menos en nuestra mente, nos convertimos en el Guzmán de Alfarache, en el Amadís de Gaula, y a la Cervantina, salimos adelante como verdaderos caballeros de una aventura urbana y contemporánea de principios de siglo. No sé por qué no podemos vivir en paz. No sé por que tenemos que mentirnos unos a otros. No sé por qué deseamos aprovecharnos del más débil, no sé por qué preferimos gritar con odio, que gritar en contra de las injusticias. No sé por qué somos seres humanos… Y en medio de este cuadro tragicómico, lo único que tenemos en realidad, es la vida, estamos vivos nos guste o no; y por eso nos aferramos a ella, a esta incomprensible y compleja experiencia humana. ¿No sé, por qué? —Ni yo, tampoco… © David Alberto Muñoz La lucha de Esteban
Un cuento David Alberto Muñoz El verano empezaba a calar con su ardiente sol. La temperatura subía a cada momento. El sol acariciaba a todos los pobladores del valle del sol con ese peculiar ardor de astro de desierto. Era ese constante calor que quema el rostro sin pedir permiso. El sudor no se hacía esperar. Por el contrario, las axilas desprendían el preciado liquido que a cada momento todo habitante de la capital arizonense bebía como deseando saciar su afán. La vida continuaba al igual que siempre. Llena de inexplicables paradojas, perplejas propuestas, y curiosas conclusiones; viajaba entre encrucijadas que desviaban al viajero hacia el nopal, hacia las víboras y lagartijas, hacia el perdido laberinto de la existencia humana, ésta, saturada por entes rutinarios, se detenía en medio de imágenes ilusorias en las mentes condescendientes. Aquellos espejismos dibujados por un rostro de enfado, sed y hambre. La vida simplemente era, existía, vivía, estaba anclada en el muelle de una realidad nunca conocida. Ahí, en medio de este desértico panorama, estaba Esteban, hijo del maíz y heredero de una lengua que no fue de sus padres. Al hablar torcía la boca desprendiendo esa rara actitud del ser poblador de la tierra prometida del nuevo siglo. —Can you please bring me a beer? Acariciaba con su misma sombra el lado izquierdo de su cuerpo. Los contornos de su espalda se doblaban suavemente, como intentado seducirse él mismo en medio de una música posmodernista; tocada en un cabaret a las once de la mañana. —Who plays in a cabaret at 11 o’clock in the morning? Respiraba humos de aire, como si estuviera fumando un cigarro, inhalaba al compás de un ritmo latino, como queriendo detener el aliento de vida, sin la menor intención de alimentar el cerebro. Ya había caminado por tres días, igualito que el Mesías, redentor de los hombres. Siempre se preguntó si las mujeres eres incluidas. —Technically yes, they are, but realistically, no, a female is only that, a woman. Pinche discriminación, hasta en la religión aparece. Así, iba rumbo al norte, o tal vez hacia el sur, no importa, lo importante es que al igual que muchos, él, decidió probar suerte en suelo extranjero. —Salí de mi pueblo un día, no porque quisiera, sino porque no había trabajo, ni comida, y la pobreza amargó a mi gente. Esta tierra fue de mis abuelos, de mis padres, la frontera los saltó a ellos, no ellos saltaron la frontera—se decía así mismo con el deseo de animarse—Nuestra tragedia fue y es ser vecinos de este condenado imperio, que tiene más dinero, más poder, y en el cual yo mismo vivo. Levantó su mirada buscando apoyo. —El hombre blanco nos desplazó, nos hizo creer que la tierra es del conquistador, no de quien la trabaja. Un día llegaron y cambiaron todo, nos dijeron este ya no es tu país, ya no deben de hablar su lengua, vas a tener que obedecer si no te vamos a mandar a tu país. ¿A mi país? Si yo soy de aquí, solamente que no sé ni cómo acabe allá, y tú me dijiste que no era de aquí. Se crearon feudos modernos; el águila real fue remplazada por el águila calva, deseaban controlar el oro negro, ese espeso líquido productor de un nuevo dios en el nuevo siglo: la moneda verde, el money. —Si la posees, tendrás el mundo a tus pies, si no, se te castigará sin piedad alguna. —No sabía que la pobreza era pecado. La ciudad entera se miraba solitaria. Cascadas de hierro caían sobre el soñoliento individuo parado en una esquina en espera del cambio de luces. Recintos de asfalto surgían del mismo infierno; era una metrópolis bañada por envidias, chismes, resentimientos, y dos amantes haciendo el amor en el tercer piso de un antiguo hotel, localizado en el centro de la urbe, cuyo dueño ya los conocía, y les preparaba cada viernes el cuarto 307 a las dos de la tarde. Las imágenes se confundían en la mente de Esteban. No sabía de donde era, que rumbo seguir, que dirección tomar. Cascadas de urbanidad descendían sobre su mente sin identidad, todo parecía ser un paradigma existencial saturado por placer y dolor, las dos grandes fuerzas que controlan al humano de acuerdo con uno de esos locos que dice ser filósofo. —Tú ya te hiciste gringo—le decían sus amigos. —Es que he vivido ya por tantos años en este suelo de Aztlán. —¡Eso de Aztlán es un pinche mito y nada más! —Pero es el mito de mi pueblo, de mi raza, de todos aquellos que de la noche a la mañana aparecimos en el centro del imperio rojo azul—la voz de Esteban sonaba cansada. Por los aires volaban los pájaros de la curiosidad. Sus alas se desplazaban elegantemente por la avenida de la imaginación, mientras que su cántico resonaba en los oídos de Esteban, como himno nacional, tocado en el saludo a la bandera todos los lunes en las escuelas del país de sus ayeres. Todo permanecía igual. Nada cambiaba, todo persistía, mientras que los tiempos, las modas y los intereses se adaptaban a la vida del nuevo milenio, Esteban, simplemente procuraba seguir viviendo su loca realidad. Incluso la vida, esta rara, hermosa y compleja experiencia humana, que era lo único que Esteban poseía, cobraba matices de fábula, de leyenda urbana, de historia bíblica, de cuento contado oralmente por los abuelos quienes lo trasmitieron a las nuevas generaciones. —Érase una vez, en tierras lejanas, cuando los dioses del maíz eran los reyes de Aztlán… —¿Me recordaran mis descendientes? ¿Sabrán quien fui? ¿Les importará? ¿Recordarán nuestra historia? El verano empezaba a punzar con su caliente sol. Y en medio del mismo, Esteban todavía estaba ahí, viviendo, soñando, luchando, y sintiendo. Y la lucha parece que continuaba…es esa precisamente, la lucha de Esteban. © David Alberto Muñoz Los poros del cuerpo
Un cuento David Alberto Muñoz Todavía podía respirar el aroma que brotaba de su cuerpo, era esa fragancia a hembra en celo. Sus manos mantenían el sudor de otro ser, le temblaban mientras se desprendía aquel bálsamo embriagante de mujer. Su corazón parecía latir a mil kilómetros por hora. A cada instante, acercaba su mano a su nariz, deseoso de rescatar aquella perdida memoria que ya estaba impregnada en su cuerpo. Todo parecía regresar a la normalidad. La rutina, tradición que practicaba desde hace ya muchos años lo acariciaba como buscando resguardo; los rostros de cada una de las personas con la cuales entraba en contacto a diario, surgían de alguna forma mágica, se reintegraban a su existir. Eran esas figuras dantescas que su abuelo había mencionado en aquel libro que escribió hace ya muchos años, y que su padre le regaló esa tarde cuando no pudo verlo. Nunca conoció a su abuelo paterno. Su mismo caminar, se apresuraba afanoso en busca del recuerdo. El poder recordar se convertía en su mejor aliado. De esa manera, podemos revivir cada segundo si así lo queremos y cuántas veces lo deseemos. Deseaba vivir en esa dimensión estética donde se ahoga la razón en la profundidad de la locura, y solamente el sentir domina los corazones. Aquella amanecida, había despertado casi a media madrugada. Sin saber qué hacer, estaba prisionero en el cuarto de las nostalgias. Las sombras de sus memorias de cuando en cuando cruzaban por su habitación murmurándole al oído cosas impronunciables. Él, sentado frente a la ventana de su estancia, se columpiaba con los mismos dioses del maíz, permitiendo que Xochiquétzal, diosa del amor y la belleza, mordiera su cuerpo haciéndolo sangrar. Su mirada se perdía entre los sonidos vacíos que la noche regalaba, y las escandalosas palabras de demonios ocultos detrás de las llamadas buenas costumbres o moralidad. Así, en medio de una obra de teatro totalmente absurda, abrazaba el sentimiento de lujuria con todas las fuerzas de su ser, y lleno del sabor de la nada, ese hombre buscaba discernir lo que jamás será comprendido. No sabía qué hacer. De pronto, escuchó una voz femenina. —¿Ricardo? —¿Qué?—respondió con cierta alteración. Era su conciencia. —Tengo que hablar contigo. Ricardo volteó y miró el cuerpo de una mujer que parecía ser una diosa caída, adulada solamente por su inigualable belleza, y esa mirada de tentación, que desde chico le habían dicho era el mismo reflejo de la maldad hecha carne. —¿Por qué es malo, si me hace sentir tanto placer? Era una mujer no muy alta, con curvas, y un cuerpo bien definido. Vestía un elegante traje negro que le daba mucho porte. Tenía en su cuello un collar de perlas, que hacía resaltar el color blanco de su piel. Sus ojos eran color café claro, y su cabello oscilaba entre el rubio y el negro, pasando por toda la gama de colores. —Es mi amante—pensó Ricardo. Ella se acercó dulcemente, besó la mitad de sus labios y acarició su pelo. Ricardo la abrazaba casi como un niño abraza a su madre. Por un momento, él detuvo el tiempo, acariciando las entrañas de su propia razón, se perdía en el estúpido placer del momento; mientras que ella, desnudaba sus grandes pechos para provocarlo y darle a beber la leche que emana del deleite, y ambos quedaran mitificados en los anales de la simple concupiscencia humana. —¿Qué tienes? —preguntó ella. —No sé. —Así me ves…nada más…Necesitas aclarar tu mente... —¿Para qué? —Para ver más allá de los poros de tu cuerpo. Ricardo se levantó violentamente. De repente parecía haberse molestado por las palabras de aquella mujer. La miraba una y otra vez con ojos de enojo. Lanzaba sus brazos al aire en señal de cólera. Murmuraba reproches inventados en la antesala de la profanidad. —No te entiendo. Siempre has sido muy evasiva, siempre andas corriendo, a la carrera. Nunca sé lo que quieres. Si hablo o me quedo callado termino en las mismas. Apareces cada vez que se te antoja. A veces, haces que me sienta culpable, no sé de qué. Me seduces a tu antojo y por si fuera poco te burlas en mi propia cara de mis infantiles reacciones. No te entiendo. ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? Ya estás metida en mi propia sangre desde aquella vez que mordiste mi cuerpo. Eres tan rara… —Ricardo—dijo ella con mucha dulzura. —¿Qué? No puedo escapar de mi propia conciencia. Así como eres te busco día a día. Permaneces como un aguijón en la carne que se empeña en hacerme sangrar. —Y a ti te gusta sangrar...Ricardo...soy solamente tu amante, pero antes que todo soy hembra y mujer. Aquella noche Ricardo descubrió, que no podía entender a su propia conciencia. Ella, se burlaba mansamente de él, permitiendo que sus manos acariciaran ciertas partes de su cuerpo. Mientras que él, seguía luchando por entender o lograr deducir lo que nadie nunca podrá comprender: qué hay detrás del corazón de una mujer. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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