Los poros del cuerpo
Un cuento David Alberto Muñoz Todavía podía respirar el aroma que brotaba de su cuerpo, era esa fragancia a hembra en celo. Sus manos mantenían el sudor de otro ser, le temblaban mientras se desprendía aquel bálsamo embriagante de mujer. Su corazón parecía latir a mil kilómetros por hora. A cada instante, acercaba su mano a su nariz, deseoso de rescatar aquella perdida memoria que ya estaba impregnada en su cuerpo. Todo parecía regresar a la normalidad. La rutina, tradición que practicaba desde hace ya muchos años lo acariciaba como buscando resguardo; los rostros de cada una de las personas con la cuales entraba en contacto a diario, surgían de alguna forma mágica, se reintegraban a su existir. Eran esas figuras dantescas que su abuelo había mencionado en aquel libro que escribió hace ya muchos años, y que su padre le regaló esa tarde cuando no pudo verlo. Nunca conoció a su abuelo paterno. Su mismo caminar, se apresuraba afanoso en busca del recuerdo. El poder recordar se convertía en su mejor aliado. De esa manera, podemos revivir cada segundo si así lo queremos y cuántas veces lo deseemos. Deseaba vivir en esa dimensión estética donde se ahoga la razón en la profundidad de la locura, y solamente el sentir domina los corazones. Aquella amanecida, había despertado casi a media madrugada. Sin saber qué hacer, estaba prisionero en el cuarto de las nostalgias. Las sombras de sus memorias de cuando en cuando cruzaban por su habitación murmurándole al oído cosas impronunciables. Él, sentado frente a la ventana de su estancia, se columpiaba con los mismos dioses del maíz, permitiendo que Xochiquétzal, diosa del amor y la belleza, mordiera su cuerpo haciéndolo sangrar. Su mirada se perdía entre los sonidos vacíos que la noche regalaba, y las escandalosas palabras de demonios ocultos detrás de las llamadas buenas costumbres o moralidad. Así, en medio de una obra de teatro totalmente absurda, abrazaba el sentimiento de lujuria con todas las fuerzas de su ser, y lleno del sabor de la nada, ese hombre buscaba discernir lo que jamás será comprendido. No sabía qué hacer. De pronto, escuchó una voz femenina. —¿Ricardo? —¿Qué?—respondió con cierta alteración. Era su conciencia. —Tengo que hablar contigo. Ricardo volteó y miró el cuerpo de una mujer que parecía ser una diosa caída, adulada solamente por su inigualable belleza, y esa mirada de tentación, que desde chico le habían dicho era el mismo reflejo de la maldad hecha carne. —¿Por qué es malo, si me hace sentir tanto placer? Era una mujer no muy alta, con curvas, y un cuerpo bien definido. Vestía un elegante traje negro que le daba mucho porte. Tenía en su cuello un collar de perlas, que hacía resaltar el color blanco de su piel. Sus ojos eran color café claro, y su cabello oscilaba entre el rubio y el negro, pasando por toda la gama de colores. —Es mi amante—pensó Ricardo. Ella se acercó dulcemente, besó la mitad de sus labios y acarició su pelo. Ricardo la abrazaba casi como un niño abraza a su madre. Por un momento, él detuvo el tiempo, acariciando las entrañas de su propia razón, se perdía en el estúpido placer del momento; mientras que ella, desnudaba sus grandes pechos para provocarlo y darle a beber la leche que emana del deleite, y ambos quedaran mitificados en los anales de la simple concupiscencia humana. —¿Qué tienes? —preguntó ella. —No sé. —Así me ves…nada más…Necesitas aclarar tu mente... —¿Para qué? —Para ver más allá de los poros de tu cuerpo. Ricardo se levantó violentamente. De repente parecía haberse molestado por las palabras de aquella mujer. La miraba una y otra vez con ojos de enojo. Lanzaba sus brazos al aire en señal de cólera. Murmuraba reproches inventados en la antesala de la profanidad. —No te entiendo. Siempre has sido muy evasiva, siempre andas corriendo, a la carrera. Nunca sé lo que quieres. Si hablo o me quedo callado termino en las mismas. Apareces cada vez que se te antoja. A veces, haces que me sienta culpable, no sé de qué. Me seduces a tu antojo y por si fuera poco te burlas en mi propia cara de mis infantiles reacciones. No te entiendo. ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? Ya estás metida en mi propia sangre desde aquella vez que mordiste mi cuerpo. Eres tan rara… —Ricardo—dijo ella con mucha dulzura. —¿Qué? No puedo escapar de mi propia conciencia. Así como eres te busco día a día. Permaneces como un aguijón en la carne que se empeña en hacerme sangrar. —Y a ti te gusta sangrar...Ricardo...soy solamente tu amante, pero antes que todo soy hembra y mujer. Aquella noche Ricardo descubrió, que no podía entender a su propia conciencia. Ella, se burlaba mansamente de él, permitiendo que sus manos acariciaran ciertas partes de su cuerpo. Mientras que él, seguía luchando por entender o lograr deducir lo que nadie nunca podrá comprender: qué hay detrás del corazón de una mujer. © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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