Separación
Un cuento por David Alberto Muñoz Yo me acuerdo muy bien la noche en la que mis papás se separaron. Era una noche de esas calientes que caen siempre por estos rumbos del desierto de Sonora. Todo mundo andaba sudando, con el calor en la nuca, y esa mentada comezón, que entre más te rascas, más comezón te da. Mi mamá me dijo con mucha seriedad: —¡Matilde! Vete para tu cuarto, que tengo que hablar con tu padre. Siempre que querían pelear nos mandaban a nuestro cuarto. Mis hermanos ya estaban dormidos, eran muy chiquitos, pero yo, como era la más grande y siempre le ayudaba a mi mamá a terminar con sus encargos de lavar y planchar ropa, me quedaba más tarde. Mi papá nada más me vio con ojos de coraje. ¿Yo qué hice? Pensé. Pero casi de inmediato, pude ver un rostro lleno de tristeza y frustración. En aquella época yo no entendía de relaciones entre hombre y mujer. Apenas era una jovencita calenturienta que andaba quedando bien con el Juan Pacot, sí, así se apellidaba. Una vez le preguntamos todos en el barrio que por qué se llamaba así, nos dijo que Pacot, era una vecindad de Haití, en Puerto Príncipe. Y pues que su familia venía de allá. Cuando nos lo dijo solamente volteamos a vernos unos a otros, porque el Juan, aunque es moreno, no es negrito, pero, en fin, él nos decía que su apellido significaba amor por la naturaleza, gente que vive al aire libre y demás. Pues yo andaba de volada con él. Era un muchacho mucho más grande que yo, como de 17 años o a lo mejor ya tenía los 18, y yo apenas una niña de 14 que se creía la divina garza porque me habían crecido los pechos muy pronto. Aquella noche me quede a un lado de la puerta del cuarto de mis papás. Como que presentí algo. Ya sabía que mis papás peleaban, pero nunca imaginé escuchar lo que estaba a punto de oír. Mi padre de pronto, sin ninguna muestra de querer preparar a mi madre le dice: —Ya no te quiero Demetria. Es más, voy a ser sincero contigo, ya estoy harto de tener que aguantar esta situación. Es mejor que nos separemos. Mi madre reaccionó sin sorpresa, como si ya estuviese esperando aquellas palabras que al menos a mí me asustaron mucho. Nunca imaginé, que mis padres se fueran a separar, el divorcio era pecado, siempre nos lo había dicho mi abuela Crisanda, la madre de mi papá, y, además, en la familia de mi mamá, había un sacerdote, el tío Florencio, que, de acuerdo con todos en la familia, nos iba a dar entrada al cielo, porque los curas tienen contacto directo con el mero mero y pues pueden ayudar a que los requisitos no sean tan estrictos. —No tienes vergüenza Orencio, primero te la pasas haciendo tus cochinadas y luego vienes a decirme que ya no me quieres. —¡Mujer es la verdad! ¿Desde hace cuánto tiempo no tenemos relaciones? Te has convertido en una vieja amargada y regañona, que solamente sabe quejarse de todo y me echas encima cosas que no son mi culpa. —¡Y tú qué poco hombre eres! Estás gordo, ya no te cuidas tampoco, tomas todo el día. Por eso te corrieron del trabajo. Te la pasas horas y horas en la cantina y llegas exigiendo tu comida, no tienes madre Orencio. Nunca los había escuchado hablar de esa manera. Sí, había alegatas en la casa, pero todo era normal. Mi papá se quejaba que los muchachos les estaban pidiendo muchas cosas para la escuela. Cuando a mí me vino mi regla, me dijo, ten mucho cuidado porque no quiero al rato andar cargando con un niño extra. Y yo nada más me reí y le dije ¡Ay apá! Mi mamá se quejaba que ya nunca le compraba ropa, que ya no la sacaba, y que solamente la buscaba cuando necesitaba que le lavara o que le hiciera algo de comer. Pero de eso a lo que se estaban diciendo, no, nunca había escuchado eso. —¿Me vas a decir que no andas metido con la puta de Micaela? —¡Ya vas a empezar! ¿Y si ando con ella a ti qué? ¿Te importa? ¿No dejaste de dormir conmigo después que nació Matilde? Lo tomaste como excusa. No sé adónde chingados te vas, pero dice toda la gente que andas metida con el dueño de los abarrotes, el mentando Don Ranulfo, que entre paréntesis a mí nunca me ha caído bien. —Pues él por lo menos, sí es hombre, no una mierda de caricatura como lo eres tú. Mi papá se dejó ir sobre mi madre, y le pegó un golpe muy fuerte en su rostro. Ella cayó al suelo. Pude ver sangre en su boca, fue entonces cuando grité y salté queriendo que pararan todo eso que estaba pasando, los papás nunca se deben de pelear, tienen que cuidar de sus hijos, y a mí nunca me gustó que ellos pelearan. —Por favor—les supliqué—ya no peleen. Abrácense, perdónense. ¿Está bien? Son cosas que pasan, todo va a estar bien. Ustedes siempre me han dicho así, ¿verdad? Van a despertar a mis hermanitos y mañana hay que ir a la escuela. Por favor… Papá, mira como dejaste a mi mamá. Ya no por favor… No era la primera vez que mi papá golpeaba a mi madre, ya lo había hecho varias veces, pero esa vez, hasta le sacó sangre. Yo me asusté mucho. Ambos se miraron a los ojos reprochándose mutuamente y quizás preguntándose, dónde estaba el cariño que supuestamente se habían tenido. —Es mejor separarnos Demetria. No está bien que los hijos vean estas escenas. No sé qué pasó, algo se perdió entre nosotros. Quizás la rutina, las responsabilidades, la pinchi vida, perdóname, pero ya no puedo seguir contigo. No te deseo mal, pero quiero irme. —¿Y tú crees que yo no Orencio? ¿Ustedes creen que las mujeres no tenemos sentimientos, anhelos, deseos? ¿Pueden entender que en ocasiones queremos romper los moldes que se nos han impuesto? ¿Sabes? Si tú te acuestas con más de una mujer eres todo un hombre, ¿verdad? Y si tu hija o yo, hacemos lo mismo, somos unas putas. ¿Tiene eso sentido? —¡Tú fuiste la que llamaste a Micaela una puta! Mi madre soltó una fuerte y ruidosa carcajada. Era como si el mismito diablo se estuviera riendo. —¡No todo gira a tu alrededor Orencio! Creo que nunca lo vas a entender. Cuando nos casamos yo deseaba crecer contigo, aprender juntos, experimentar juntos, pero eso sí, yo deseaba… no… deseo hacer mi vida a mi antojo. Eso no quiere decir que no te quiera, al contrario, te lo demostré casándome contigo, pero tú nunca has entendido, no le pertenezco a nadie, no soy de nadie, soy yo simplemente y punto. ¿Entiendes? ¿Sabes de qué me doy cuenta ahora? Ahora Orencio, ahora, me doy cuenta que no vale la pena sacrificar toda mi vida por un hombre que jamás podrá entender que lo único que quiero es ser libre, y que el hombre que amo, me deje ser libre, aunque a veces no le gusten mis decisiones. —¿Por eso te metiste con Don Ranulfo? Ese hombre es un viejo que… —¡Ah Orencio, mejor ya cállate! ¿Sabes qué? Tienes razón, es mejor que nos separemos. —¿Y los niños? —Yo me quedo con los hijos. Al cabo a ti, te pueden estorbar. Aquella noche fue la última vez que vi a mi padre. Sé que tuvo algo de culpa, tal vez todo fue su culpa, pero nunca iba a dejar de ser mi padre, y yo lo quería mucho, con todo y su carácter, y su forma machista de ser. Con el paso del tiempo lo he extrañado… Ahora que ya soy adulta y lo pienso, me doy cuenta de muchas cosas. Mi madre quería ser libre, y nos enseñó a mí y a mis hermanos a ser libres. Recuerdo sus palabras como si fuese sido ayer: —Fíjate bien Matilde, sigue siempre tu corazón, aunque esto vaya en contra de todo el mundo. Y, sobre todo, no dejes que un hombre detenga tu camino. Sé feliz, muéstrame un corazón que sea libre de los necios sueños de un varón, y te mostraré a una verdadera mujer… una hembra feliz. Mi madre falleció a los tres años de haberse separado de mi papá, pero aquellas palabras todavía resuenan en mis oídos. Por años traté de entender qué significaban. Y creo que ya las comprendo totalmente. Quiero ser libre, a pesar de los necios sueños de un varón, y ese varón, se llama Juan Pacot, y yo, soy su esposa, bueno, no soy de nadie, lo que quiero decir es que me gusta ser libre y hacer lo que yo quiero. Quiero demostrarle a mi madre, que verdaderamente soy una hembra feliz. Y pues a Juan, a veces no le gusta lo que hago, pero, aun así, seguimos juntos, creo que eso era lo que mi madre siempre buscó. Me gusta pensar que vamos mejorando al menos un poquito… Sí mamá, poco a poco, pero yo nunca dejaré que un hombre controle mis decisiones, creo que así, viviré mejor. © David Alberto Muñoz
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Recuerdos de un niño
Un relato Por David Alberto Muñoz Estaría yo en tercero o cuarto año de primaria. Asistía a una escuela privada. Mis padres tuvieron la bendición de poder darnos una buena educación. Me acuerdo del uniforme, pantalón gris, camisa blanca y suéter color azul marino, con el escudo de la escuela puesto del lado izquierdo. Las niñas iban igual, solamente que traían falda, eso sí, decían los administradores de la escuela, tiene que estar a dos centímetros sobre la rodilla, cuando mucho. Bien me acuerdo que ocasiones, les medían a las niñas y a las jovencitas de secundaria para asegurarse de que sus faldas eran moralmente apropiadas. Era la época de la minifalda, a todos nosotros nos gustaba ver, y a las muchachas les gustaba ponerse falditas cortas, fue parte de mi generación. Pero en la escuela había que tener cuidado. Todos eran muy moralistas. Había maestras que también llegaban enseñando pierna, pues ya te has de imaginar el escándalo que hacíamos los chamacos. Había unos que eran bien groseros, y ya, a sabiendas de todo, lo juro por mi madre, no sé cómo, pero a corta edad ya hasta te hablaban de posiciones y no sé de qué más. Andaban diciéndote pendejada y media, y pues como uno era medio inocentón, nada más te reías pretendiendo entender el harta de tonteras que nos decían. La escuela era de tres pisos, tenía en la parte baja precisamente en la entrada principal al edificio, un salón de reuniones. Era como un pequeño teatro, con escenario, telón, y bancas al estilo de los cines. Ahí nos reuníamos cuando teníamos asambleas, que, para presentar un tema especial, que, para hablar de los problemas de la escuela a nivel estudiantil, que, para la chingada madre, dicho siempre con el debido respeto. Recuerdo que a mí y a mis amigos nos gustaba cerrar las cortinas del lugar, de manera que el cuarto entero, se ponía muy oscuro, a veces nos enseñaban películas, y una vez que la oscuridad reinaba el local, jugamos una especie de escondidas, metidos tras las bancas, corriendo por todos lados. Ese día, del que te estoy contando, mi amigo Miguel y yo, íbamos a nuestro salón de clases. No sé exactamente que pasaba en la escuela, pero en ocasiones no teníamos clases, nos dejaban salir a jugar al patio y de pronto regresábamos al interior, subíamos a la azotea, andábamos de chamacos latosos buscando en que lío meternos. Pasamos por enfrente de las oficinas de la directora, una señora muy hecha a la antigua, elegante, pero con una moralidad que hoy en día todo mundo se reiría, porque al menos ella trataba de ser lo más moralista posible. Ya después supe, que al final de su vida se trastornó, porque nunca se casó, o más bien nunca tuvo varón, le vino algo raro, y los chismes dicen que casi se volvió loca si no es que así fue. Pobre mujer, en aquella época sería una hembra de unos 40 años de edad, imagino solamente lo que le pudo haber pasado. Era una mujer guapa, con mucho porte, pero llegué a escuchar a maestros decir que era muy apretada y bien sangrona, que no quería salir con nadie porque nadie le llegaba a su medida, ni a sus expectativas morales. Total, Miguel y yo dimos la vuelta hasta el fondo del pasillo dónde estaba nuestro salón de clases. Entramos, y vimos al fondo, sentado en una de las sillas o mesitas que había en esa época a Ricardo, un niño medio fifí, dirían hoy en día, con ojos de color azul, y piel blanca. Eran pocos los morenos como yo y Miguel en aquella escuela, no todo mundo podía pagar la colegiatura, a mi padre le dieron beca por ser hijo de un político de abolengo. Todas estas cosas en aquel tiempo no las sabía. Pues Ricardo se nos queda viendo con ojos de asustado. De pronto nos dimos cuenta de que estaba llorando. —¿Qué pasó Ricardo? ¿Por qué lloras?—le preguntó Miguel. La criatura de escasos 8 o 9 años de edad, no lograba expresar palabra alguna. De pronto, empezó a darme un olor feo, al principio no sabía exactamente qué era, pero poco a poco descubrimos Miguel y yo, que olía a mierda, a caca. Ricardo, finalmente habló con llanto compungido. —La maestra Sara no me dejo ir al baño. Le dije que tenía que ir, pero no me dejó. Miguel y yo volteamos a vernos sorprendidos, para casi de inmediato sonreír a todo lo ancho de nuestros labios, e intentando ocultar la burla, que sin querer queriendo le hicimos al pobre de Ricardo. —¿Te acuerdas… del chiste… que te había dicho Miguel? —Sí… muy chistoso… Ricardo simplemente suspiró y nos vio con ojos de misericordia. —Ojalá a ustedes, nunca les pase esto—sentenció con voz de madurez. Volteó su cuerpo hacia la ventana del salón de clases, y nos ignoró completamente. Miguel y yo salimos casi corriendo para soltar unas buenas carcajadas en el pasillo y correr al patio a contarles a todos lo que le había pasado al pobre de Ricardo. Ahora que lo pienso con más cuidado, lo veo todo tan distinto. Pinche maestra Sara, ¿por qué no dejó que el niño fuera al baño? ¿Qué mal pudo haber cometido aquella criatura para darle ese castigo tan humillante? Recordé años después, al perpetuar este incidente que permaneció en mi memoria, que todos somos simplemente seres humanos, seamos fifí o no, seamos de piel blanca o morena, nuestra humanidad se refleja en ese acto que todos tenemos que realizar durante un día normal de la vida: defecar. No sé qué habrá pasado con Ricardo, dónde estará, o si él recuerda este penoso incidente, de lo que sí estoy seguro, es que al menos a mí, me mostró, que en ciertas ocasiones es bueno pensar en los demás. © David Alberto Muñoz Conversación filosófica
Un cuento breve Por David Alberto Muñoz Dos filósofos dialogaban en un Café-Bar. Ahí, en medio de tazas de café, con copas de coñac, whiskey o vino tinto, junto con humo de cigarro, pipa o puro, un existencialista discutía sus personales perspectivas con un defensor del realismo filosófico. —En esta vida lo importante es el individuo. La historia ha sido hecha por individuos, no por ideas. —Pues yo creo que los objetos poseen una existencia independiente a los que los observan. —¡Claro!—expresa alegremente el existencialista—Somos los individuos, esos seres que aisladamente y personalmente, movemos toda la existencia humana. Punto final, las ideas surgen de los individuos. El filósofo realista pone cara de compunción. —¿Qué te pasa amigo realista?—pregunta el susodicho existencialista. —Hay algo que me aterra. —¿Qué es? —Que lo que vive y permanece dentro de la historia humana son las ideas, no necesariamente las personas, ya que los individuos se esfuman transformándose en materia distinta. Porque la materia nunca desaparece, sólo cambia su forma. Y nadie sabe con total certeza, qué sucede cuando el alma abandona este cuerpo. —Pero hermano, la existencia precede a la esencia. —Eso es especulación, lo único que sabemos es que, en esta existencia nuestra, lo único que ha permanecido siempre, son las ideas de las personas. Chingada… el existencialista dudó quizás por primera vez. Ambos se miraron directamente a los ojos, y decidieron beber una copa más, permitiendo que el alcohol calmase la angustia que ambos sentían. Y ambos, guardaron silencio. Como dijo el sabio maestro: “Yo sólo sé que no sé nada”. © David Alberto Muñoz Las cosas no son de nadie
Un relato Por David Alberto Muñoz Recuerdo que mi tía Olivia siempre llegaba a la casa con sus dichos y diretes. Mis primos, mis hermanos y yo, a veces nos burlábamos de ella, pero ya que le poníamos atención, nos decía un montón de cosas que era como una lección para toda la familia. Una tarde de domingo, estaba todo mundo peleando por cosas que la mera verdad no valen la pena. Mis papás discutían si deberían de comprar un auto nuevo, mi madre decía que ya teníamos más de 10 años con el mismo carro, mientras que mi padre se empeñaba en seguir ahorrando según él dinero. —Si compramos carro nuevo tenemos que dar un enganche, y aparte la mensualidad, que hoy en día pueden ser más de $200.00 dólares. Y acuérdate del trámite de las placas, el registro, el seguro, y todo lo demás que tienes que pagar. —¡Ah Ramiro José! ¿Cuántas veces has tenido que llevar el coche para que lo arreglen? El mes pasado fueron 5 veces. Ya necesitamos uno nuevo. ¿No crees? Mi hermana y yo discutíamos sobre quién era el dueño de aquellos discos de 45 revoluciones que descubrimos en el garaje de la casa de mis papás. Uno era de Los Beatles, el famoso Let it be, y aparte, había dos de los Creedence Clearwater Revival, uno de Mungo Jerry, y uno de Bobby Sherman. Sólo la gente que vivió esos tiempos se va acordar de quienes eran estos músicos, y pues mi hermana y yo casi agarrados a trancazos porque ambos deseábamos llevarnos los discos a nuestras casas. Y para acabarla de amolar, los hijos, no solo los nuestros sino también de todos los primos, se estaban peleando por jugar un juego de video que ni sé cómo se llamaba. Total, era una alegata como ya era costumbre en la familia. De pronto, mi tía Olivia se pone de pie, y con esa autoridad que tenía nos dice a todos que nos callemos, que parecemos todos viejas chismosas. ¡Ah güey! —No saben ustedes que las cosas no son de nadie. Sí, no son de nadie. Se nos prestan simplemente durante esta loca vida que tenemos, pero al final de cuentas, cuando todos entreguemos el cuerpo, no nos vamos a llevar absolutamente nada. ¿Cuándo nacieron como llegaron a este mundo? Desnudos, totalmente encuerados, sin ropa ni nada, y cuando muramos, nos vamos a ir igual sin nada, porque esta caja terminará siendo polvo de la tierra porque las cosas simplemente no son de nadie, ni siquiera este cuerpo al cual tanto amamos. ¿Oyeron? ¿Entienden? Todos asentamos con la cabeza. La tía Olivia tenía toda la razón. Las cosas no son de nadie. A veces me pregunto porque guardamos tantas cosas, según nosotros son recuerdos, y puede que sí, recuerdos de nuestra vida, pero al final de cuentas, llegaremos al olvido porque después de dos o tres generaciones, la gente olvidará quienes fuimos, hasta nuestros nombres desaparecerán, y todas nuestras cosas que tanto queríamos irán a la basura, porque perderán todo su significado. Mi tía tenía, y tiene toda la razón. Las cosas no son de nadie. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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