La firma
Un cuento Por David Alberto Muñoz Tenía dudas en su mente. No recordaba cuándo le iban a traer aquellos papeles de los que tanto le habían hablado. Sentado en el sillón de la sala, tomaba café, al cuál siempre le ponía su piquete, porque decía que el tequila era bueno para dar energía durante el día. El problema era que Jacinto se seguía y para las doce mediodía ya estaba ebrio. Su mujer le había dicho que tenía que firmar unos papeles muy importantes, que era de vida o muerte. Jacinto no entendía bien de qué le hablaban. Era ya un hombre relativamente viejo, y aunque no era nada tonto, simplemente él dejaba las cosas en las manos de su mujer, que por cierto se llamaba María Jacinta. —Cuando me di cuenta que te llamabas casi igual que yo, fue cuando me dije, esta tiene que ser mi mujer. —¡Ah Jacinto! Tú y tus cosas. Mañana sí te traigo esos papeles. Es muy importante que los firmes. ¿Oíste? Jacinto seguía sentado en la sala de su casa, esperando, sí… simplemente esperando a que su mujer le trajera los mentados papeles para firmar. A él, eso lo hacía sentirse importante, porque nunca había podido sacar una tarjeta de crédito, siempre jugaba a firmar pretendiendo que los demás tomaban el valor de su firma con mucha importancia. —A lo mejor tiene que ver con las escrituras de la casa. Ya tenemos muchos años viviendo aquí, es posible que sea el título de este hogar en el cual hemos vivido María Jacinta y yo por tantos años. Aquí nacieron nuestros hijos. Debe de ser eso, o quizás es un seguro que me están comprando mis chamacos porque, aunque no lo quiera aceptar, ya no soy un jovencito y bien sé que al rato me voy a morir, y cuando uno se muere pues uno qué, ya se fue para el otro lado, y no hablo de Gringolandia, pero los que se quedan son los que sufren, y la verdad, a mí no me gustaría hacerles gastar dinero en mi funeral. A mí que me cremen, es más, que regalen mi cuerpo a la ciencia, total, ya muerto uno qué. ¿O no? La mente de aquel hombre vagaba por los laberintos de sus propias respuestas. Recordaba de pronto, que María Jacinta ya tenía cierto tiempo de no dormir con él, como hace muchos años se enfermó y pues él asumió que simplemente se iba a descansar en la otra recamara, la que estaba frente a la suya. De vez en cuando aparecía por ahí una mujer vestida de azul, ha de ser la sirvienta pensaba Jacinto, porque entra y me limpia el cuarto y hasta en ciertas ocasiones, me ha dado a mí un baño de esos que les dan a los viejitos, pero él no le había mencionado nada a María Jacinta, era una mujer muy celosa. Como buen varón, simplemente se dejaba querer, pensaba. —En cierta ocasión por poco nos divorciamos. La historia de siempre, algo pasa en los matrimonios y todo el fuego que sentíamos el uno por el otro como que va desapareciendo. Aunque ya después descubrimos los dos que es mejor simplemente tolerarse mutuamente, porque nadie quiere estar solo en la vejez, ha de ser muy feo. ¿No crees María Jacinta? —Así es señor Maldonado, exactamente como usted dice. Aquel hombre pensaba mientras observaba con detenimiento su sala. Estaba llena de libros que su padre siempre le enseñó a valorar. Un piano color caoba, casi escondido en una de las cuatro esquinas de la habitación. En las paredes la inevitable foto de matrimonio en blanco y negro, que él y su esposa se habían tomado hace ya más de 50 años. —A lo mejor ya estoy más viejo de lo que pienso—se decía así mismo. Un aroma a cansancio se podía respirar. Era quizás el poco aliento que respiraban las paredes, cuando se prendía el calentón automático y podíamos escuchar a la maquina entrar en acción. —Tengo que tener cuidado, que no me vaya a dar a firmar algo, donde ceda mis bienes. Todo lo tenemos dividido a la mitad, ¿cómo se dice?, bienes mancomunados. Me acuerdo que una vez, mi hijo me hizo firmar un papel, y luego él puso esa firma en su boleta de calificaciones. No sé si seguirán haciendo lo mismo, pero cuando mis hijos fueron a la escuela, tenían que firmar los papás, para darse cuenta de qué tan bien le estaba yendo. —¡Jacinto! Entró la mujer del hombre en cuestión. —Finalmente tengo los papeles. Por favor, fírmalos antes de que otra cosa vaya a suceder. Jacinto tomó el bulto de papeles que su esposa le había traído. Pretendió leerlos con mucho cuidado, pero con trabajos miraba las letras que ya no tenían ningún sentido para él. —¿De qué es esto mujer? No recuerdo… —Son cosas que tienes que arreglar, y sólo tú tienes el poder de hacerlo. Firma Jacinto, por favor. Observó a su mujer con cariño, le pidió un beso, al que ella acudió casi de inmediato, para después darle la pluma y hacerlo firmar en cada página que requería su firma. Ella, tomó y revisó cada una de las firmas hechas por Jacinto para después sonreír y lanzar un suspiro de tranquilidad. —¡Por fin! Bueno Jacinto, nos estaremos viendo. Le da un cariñoso beso en la frente y sale rápidamente del cuarto de sala, para que a los pocos minutos entren tres hombres con uniformes de enfermeros y se lleven a Jacinto al asilo de ancianos Casa Inmaculada. *** —¿Cómo llegué aquí? —Usted mismo lo solicitó señor Maldonado. —¿Yo? —Así es, usted firmó los papeles voluntariamente, y de esta forma cedió la patria potestad a nosotros. —Me quiero ir a mi casa. —Lo siento mucho señor Maldonado, eso no es posible. Mire bien aquí, esta es su firma. Jacinto observó los papeles que aquel médico le mostraba, y era verdad, él había firmado. —¿Dónde están mi esposa y mis hijos? —Desafortunadamente, no lo sabemos señor. Un largo y gris letargo, saturado de tristeza al darse cuenta de su realidad, penetró dentro de las mismas venas del señor Jacinto Maldonado. —Tome su medicina, y enseguida le traen su desayuno. Silencio… —Yo mismo firme… no es justo… Nadie dijo que la vida fuese gusta Jacinto. © David Alberto Muñoz
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Soledad
Un minicuento Por David Alberto Muñoz Nunca supo cómo murió su alma. Un día, despertó, y ya no hubo conciencia. Desde entonces, sólo vaga por las sombras de sus propios mitos, buscando no descanso, sino más bien, alguien, con quién conversar. Ella se llamaba Soledad. © David Alberto Muñoz La cocina de mi madre
Un relato Por David Alberto Muñoz ¿Recuerdas aquellas platicas que escuchabas de la boca de tu madre en la cocina? Se metía a preparar la comida todos los días. Hablaba de recetas, secretos de cocina, como mezclar verduras, frutas, carnes de res, de pollo, de cerdo, te hablaba de plantas raras, algunas, que tal vez hasta la fecha no sabes qué son. Literalmente disertaba sobre el aguacate, chicozapote, pitaya, tomate, papaya, chayote, epazote, huazontles, zapote negro, jícama, huaya, chile de todas clases, serrano, jalapeño, habanero, piquín, chipotle, chile de árbol, en fin. Te decía que en México había más de 64 clases diferentes de chiles. Además, siempre te daba a ti, y tus hermanos un té, de un montón de cosas para aliviarlos de cualquier enfermedad. Té verde, que decía la gente era una verdadera medicina natural, rico en minerales, sodio, vitaminas A, B y C. Éstos, reforzaba el sistema inmunitario y ayudaba al cuerpo a protegerse en caso de virus o infecciones. El té de gordolobo se los daba dizque, para tratar las picaduras de insectos, para el asma, era un remedio casero para la tos, además de los tés de albahaca, hierbabuena, mejorana, árnica, eucalipto etc. etc. Tu madre parecía tener un remedio para todo… Todos de chicos pasamos por miedos y temores. Recuerdas la primera vez que dormiste fuera de tu casa. Te dio un miedo inmenso, aunque ibas a dormir en la casa de uno de tus amigos. La verdad un verdadero terror se apoderó de ti, tu rutina era violada, y lo curioso fue que fuiste tú mismo quién decidió quedarte en aquel extraño hogar. En aquel momento los recuerdos que llegaron a ti fue el olor de la comida que tu madre les cocinaba. El aroma a maíz recién calentado, el queso derretido dentro de unos huazontles, y el agua de jamaica, todos estos efluvios lograron darte tranquilidad y pudiste dormir aquella primera noche nefasta. Hasta imaginaste que un monstruo iba a entrar al cuarto y a comerte en vida. ¿Te acuerdas? Pero luego los temores continuaron, la escuela, aquel niño que siempre te pegaba, aquella maestra que te tenía mala voluntad, el director que nada más al mirarte decía, tenías que ser tú, sin contar con los amigos de la cuadra, el despertar sexual, y de pronto, el darte cuenta que tienes que trabajar porque si no trabajas, no comes. Pasados los años, te dicen que tienes que casarte, aunque en tu generación todos decían que eso del matrimonio era cuestión del sistema, y que no debías de confiar en nadie que tuviera más de 30 años. Tú te casaste de cualquier modo. No estás seguro por qué, pero así lo hiciste. Y en tu boda cocinaron mole poblano, te dijeron que era el original, con diez dientes de ajo, chile ancho pasilla y mulato, jitomate, almendra, cacahuate pelado, clavos de olor, pimienta negra, canela, semilla de anís y ajonjolí, y por supuesto, chocolate, creando esa especie de crema con el cual bañaron las piezas de pollo sumergidas en esa mezcolanza que puede salir medio picosa o medio dulce. Toda tu vida regresabas a la cocina de tu madre, y cada palabra que ella repitió era como un raro hechizo. Ni siquiera estabas seguro que lo que repetías eran las recetas correctas, simplemente gozabas con el recuerdo del aroma, los platillos, la forma con la cual tu madre le encontraba una forma de solucionarlo todo, absolutamente todo. —Fíjate bien mijito, cuando desees atraer el amor, el éxito a tu vida, planta en una maseta especial una mata de castaño de guinea. Te traerá fortuna en los negocios, y mucha prosperidad económica en tu hogar, además de ayudarte a conseguir el corazón de la mujer que ames. Si quieres atraer las energías positivas, usa un bambú, y el jazmín con esa bella fragancia, te dará un magnetismo para la conquista. De esa forma creciste, entre plantas, recetas, comidas, y consejos dados dentro de una cocina. Lo único que tu madre no pudo aliviar, fue la tristeza por la muerte. Esos rasgos de hombre ya grande, con la mirada perdida, arrugado y con el constante desvelo contra el cual él lucha. Ya no se mueve. Ha quedado completamente paralizado en medio de su propia existencia, y los movimientos los hace el viento al hacer sonar ese grito frío representando su presencia. O quizás, la muerte puede ser el cálculo tuyo de cada palabra, una lechuza escarbando el alero, un fantasmagórico perro negro que se cobija debajo de la cama del difunto, o tal vez una niña perdida en el bosque que a los dos minutos ve a una mariposa y se pone a jugar con ella. —¿Para qué vivir si la vida va a durar dos días? Escuché a una mujer decirme, cuando yo pensaba que la muerte no tenía tiempo para recogernos a todos. Tú no entendías con certeza las palabras de tu madre. Todo era para ti, el regresar a esa cocina, el olfatear el bálsamo a comida recién preparada, el saberte querido por ella, y el acariciar su cuerpo desde abajo, como niño que eleva sus brazos hacia la madre. Tú no sabes si la vida valdrá la pena vivirla. Lo que sí sabes es que en dos días se pueden construir catedrales al corazón humano, y mientras broten palabras, o sentimientos encontrados entre dos personas, todo vale la pena, absolutamente todo valdrá la pena. Esa mañana regresaste a la cocina de tu madre como lo habías hecho toda tu vida, aunque fuese solamente en tu imaginación. Buscabas esos olores que siempre te dieron consuelo, tratabas de preparar ese té que calmaría tus nervios y te daría descanso. Pero ese día, aquella cocina desapareció, y el mismo árbol de dónde naciste quedó truncado por el tiempo. Ese tiempo que no perdona, ese lapso que no se detiene, y que cuando menos lo pensamos, nos deja atrás mientras encontramos nuestra propia vejez. Quizás así morirás, un día, al igual que todos, lleno de aquel aroma que extrañaste y buscaste toda tu vida, el aroma de la cocina de tu madre. © David Alberto Muñoz No se dio cuenta
Un microcuento Por David Alberto Muñoz Sobre una banca que estaba en el parque central de la ciudad, dormía un hombre vestido de traje y corbata, de color amarillo. Él pensó, nunca había visto una corbata amarilla. Pobre tipo, no solamente debió haberse emborrachado anoche, sino que tampoco tiene gusto por el vestir. Y se fue. No se percató que aquel hombre era su propio cuerpo muerto. Sus propios deslices lo habían ido a tirar en el parque porque ya no deseaban seguir viviendo con él de esa manera. Él, ni cuenta se dio de su muerte. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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