La cocina de mi madre
Un relato Por David Alberto Muñoz ¿Recuerdas aquellas platicas que escuchabas de la boca de tu madre en la cocina? Se metía a preparar la comida todos los días. Hablaba de recetas, secretos de cocina, como mezclar verduras, frutas, carnes de res, de pollo, de cerdo, te hablaba de plantas raras, algunas, que tal vez hasta la fecha no sabes qué son. Literalmente disertaba sobre el aguacate, chicozapote, pitaya, tomate, papaya, chayote, epazote, huazontles, zapote negro, jícama, huaya, chile de todas clases, serrano, jalapeño, habanero, piquín, chipotle, chile de árbol, en fin. Te decía que en México había más de 64 clases diferentes de chiles. Además, siempre te daba a ti, y tus hermanos un té, de un montón de cosas para aliviarlos de cualquier enfermedad. Té verde, que decía la gente era una verdadera medicina natural, rico en minerales, sodio, vitaminas A, B y C. Éstos, reforzaba el sistema inmunitario y ayudaba al cuerpo a protegerse en caso de virus o infecciones. El té de gordolobo se los daba dizque, para tratar las picaduras de insectos, para el asma, era un remedio casero para la tos, además de los tés de albahaca, hierbabuena, mejorana, árnica, eucalipto etc. etc. Tu madre parecía tener un remedio para todo… Todos de chicos pasamos por miedos y temores. Recuerdas la primera vez que dormiste fuera de tu casa. Te dio un miedo inmenso, aunque ibas a dormir en la casa de uno de tus amigos. La verdad un verdadero terror se apoderó de ti, tu rutina era violada, y lo curioso fue que fuiste tú mismo quién decidió quedarte en aquel extraño hogar. En aquel momento los recuerdos que llegaron a ti fue el olor de la comida que tu madre les cocinaba. El aroma a maíz recién calentado, el queso derretido dentro de unos huazontles, y el agua de jamaica, todos estos efluvios lograron darte tranquilidad y pudiste dormir aquella primera noche nefasta. Hasta imaginaste que un monstruo iba a entrar al cuarto y a comerte en vida. ¿Te acuerdas? Pero luego los temores continuaron, la escuela, aquel niño que siempre te pegaba, aquella maestra que te tenía mala voluntad, el director que nada más al mirarte decía, tenías que ser tú, sin contar con los amigos de la cuadra, el despertar sexual, y de pronto, el darte cuenta que tienes que trabajar porque si no trabajas, no comes. Pasados los años, te dicen que tienes que casarte, aunque en tu generación todos decían que eso del matrimonio era cuestión del sistema, y que no debías de confiar en nadie que tuviera más de 30 años. Tú te casaste de cualquier modo. No estás seguro por qué, pero así lo hiciste. Y en tu boda cocinaron mole poblano, te dijeron que era el original, con diez dientes de ajo, chile ancho pasilla y mulato, jitomate, almendra, cacahuate pelado, clavos de olor, pimienta negra, canela, semilla de anís y ajonjolí, y por supuesto, chocolate, creando esa especie de crema con el cual bañaron las piezas de pollo sumergidas en esa mezcolanza que puede salir medio picosa o medio dulce. Toda tu vida regresabas a la cocina de tu madre, y cada palabra que ella repitió era como un raro hechizo. Ni siquiera estabas seguro que lo que repetías eran las recetas correctas, simplemente gozabas con el recuerdo del aroma, los platillos, la forma con la cual tu madre le encontraba una forma de solucionarlo todo, absolutamente todo. —Fíjate bien mijito, cuando desees atraer el amor, el éxito a tu vida, planta en una maseta especial una mata de castaño de guinea. Te traerá fortuna en los negocios, y mucha prosperidad económica en tu hogar, además de ayudarte a conseguir el corazón de la mujer que ames. Si quieres atraer las energías positivas, usa un bambú, y el jazmín con esa bella fragancia, te dará un magnetismo para la conquista. De esa forma creciste, entre plantas, recetas, comidas, y consejos dados dentro de una cocina. Lo único que tu madre no pudo aliviar, fue la tristeza por la muerte. Esos rasgos de hombre ya grande, con la mirada perdida, arrugado y con el constante desvelo contra el cual él lucha. Ya no se mueve. Ha quedado completamente paralizado en medio de su propia existencia, y los movimientos los hace el viento al hacer sonar ese grito frío representando su presencia. O quizás, la muerte puede ser el cálculo tuyo de cada palabra, una lechuza escarbando el alero, un fantasmagórico perro negro que se cobija debajo de la cama del difunto, o tal vez una niña perdida en el bosque que a los dos minutos ve a una mariposa y se pone a jugar con ella. —¿Para qué vivir si la vida va a durar dos días? Escuché a una mujer decirme, cuando yo pensaba que la muerte no tenía tiempo para recogernos a todos. Tú no entendías con certeza las palabras de tu madre. Todo era para ti, el regresar a esa cocina, el olfatear el bálsamo a comida recién preparada, el saberte querido por ella, y el acariciar su cuerpo desde abajo, como niño que eleva sus brazos hacia la madre. Tú no sabes si la vida valdrá la pena vivirla. Lo que sí sabes es que en dos días se pueden construir catedrales al corazón humano, y mientras broten palabras, o sentimientos encontrados entre dos personas, todo vale la pena, absolutamente todo valdrá la pena. Esa mañana regresaste a la cocina de tu madre como lo habías hecho toda tu vida, aunque fuese solamente en tu imaginación. Buscabas esos olores que siempre te dieron consuelo, tratabas de preparar ese té que calmaría tus nervios y te daría descanso. Pero ese día, aquella cocina desapareció, y el mismo árbol de dónde naciste quedó truncado por el tiempo. Ese tiempo que no perdona, ese lapso que no se detiene, y que cuando menos lo pensamos, nos deja atrás mientras encontramos nuestra propia vejez. Quizás así morirás, un día, al igual que todos, lleno de aquel aroma que extrañaste y buscaste toda tu vida, el aroma de la cocina de tu madre. © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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