El Colmillos
Un cuento por David Alberto Muñoz Era un día común y corriente. Me levanté de malas. No quería hablar con nadie. Me sentía el ser más despreciado del universo. Las quejas en el trabajo del patrón. Mi mujer y su constante hablar, que no sabes hacer las cosas, que siempre andas con tus amigotes, que ya no te importa la familia, ni tus hijos, ni yo. Los mismos vecinos andaban de pleito conmigo porque en ocasiones estacionaba mi carro demasiado frente a sus casas, y eso cómo les molestaba. Los gringos son muy peculiares para esas cosas. Si es su propiedad, es su propiedad y se acabó. No había podido dormir bien, traía un dolor de cabeza, así, como si anduviera crudo, pero no, no había tomado ni una gota de alcohol. Me estaba quejando con el dios que me inculcaron de chico. ¿Por qué nada más a mí me chingas eh? ¿Qué te he hecho cabrón? ¿Qué acaso merezco esto? Ya ni la friegas, eres un desgraciado. Por eso la gente ya no cree en ti, porque nada más nos mandas problemas, disgustos, pendejada y media. Total, así empezó mi día aquella mañana cuando mi destino simplemente me decía irás a tu trabajo, aguantaras a los compañeros mamones, el patrón te gritara una vez más, y tú simplemente le dirás, sí señor yo me encargo, no se apure. Tal vez, lo único que te dará algo de satisfacción es el verle las piernas a Eleonora, la nueva secretaria del mentado jefe. Ya sé que a lo mejor eso es medio machista, pero es nada más un taco de ojo, no sean gachos, yo respeto a las mujeres, tengo madre, hermanas, esposa e hijas. Pero no dejo de ser hombre, me gusta ver a las mujeres. ¿Es pecado eso? No creo, digo yo, aunque hoy en día ya ni sé. Pues esa mañana cuando me iba a subir a mi carro, que veo que adentro estaba un perrito. ¡Sí, un perrito! Quién sabe de qué raza era, nosotros les decíamos a los perros callejeros en la cuadra, es corriente cruzado con de la calle. Estaba bien bonito, con esa cara de piedad que a veces tiene los perritos. Movió su colita al verme. Cómo que le dio gusto. No sé. Me acerqué y comencé a acariciarlo. Me di cuenta que era macho. Me hizo sonreír. Lo bajé del auto, era casi un cachorro prácticamente. Le dimos de comer no sé que cosa. Dialogamos en mi hogar quizás por primera vez en mucho tiempo. Mis hijos querían que nos quedáramos con él. Mi señora no estaba segura, pues ni yo tampoco. Había que cuidarlo, alimentarlo, y pues no andábamos tan bien económicamente que digamos. La mera verdad no sabíamos qué hacer. Fue entonces cuando Elián, mi hijo mayor nos dice. —Pues si no nos vamos a quedar con él, hay que llevarlo a la perrera. De inmediato se armó una discusión entre nosotros. ¿Cómo lo vamos a dejar en la perrera? Eso no se hace. ¿Y tú desde cuándo tan defensor de los derechos de animales? Ahí por lo menos lo van a cuidar, no sólo le van a dar de comer, lo pueden poner en adopción. Acuérdate que ya no estamos en México papá. Aquí las organizaciones protegen a los animales de verdad. Es uno de los beneficios de vivir de este lado de la frontera. Es más, llévalo a la Sociedad Protectora de Animales. —¡No empieces a darme tus lecciones de civismo chamaco! ¿Y por qué lo tengo que llevar yo? —Pues tú lo encontraste ¿no? —Chistosito… —Además, aquí no dan civismo papá. Es simplemente servicio a la comunidad. Pues lo que sea le dije al chamaco. Y pues, finalmente llegamos todos a una decisión. Iba yo a llevar al perrito a la asociación protectora de animales. Que por cierto estaba casi a una hora de nuestra casa. Iba a perder tiempo en el trabajo, y ya ves cómo pueden ser a veces en las chambas, Como no trabajo por contrato, más bien por hora, pues me van a quitar todo el tiempo que no esté ahí literalmente trabajando en esa pinche fábrica de tornillos. Total, voy a hacer una labor humanitaria. Me subí con el cachorro al auto. Tenía un rostro muy dulce. Le vi rasgos de un Pastor Alemán, pero con las orejas como de Gran Danés. Pero al querer imaginarme a esas dos razas apareándose, lo único que logré fue reírme de lo lindo. Poco a poco el cachorro se me fue pegando. Comencé a acariciarlo. El perrito nada más volteaba su panza para que lo acariciara. Comencé a platicar con él. ¿Qué te paso? ¿Dónde está tu mamá? ¿Cómo fue que llegaste a mi carro? ¿Cómo te llamas? Bueno se me hace que todavía no tienes nombre. O si lo tienes no lo sabes. Se me hace que te debes llamar Colmillos, mira nada más que colmillotes tienes. Siempre me han gustado los perritos, pero ahorita no podemos cuidarte. Con trabajos sacó dinero para alimentar a la familia, que los gastos de la comida, de ropa para los muchachos, uno que otro vestido para la nena, y bueno, mi mujer también se merece uno, ¿no crees? Ella no trabaja, se encarga de atender el hogar. Además, los libros de la escuela, los cuadernos, que lápices de colores que yo sé qué. Y pues la verdad, un perrito nos iba a traer problemas ¿no crees? El ya llamado Colmillos, nada más me miraba con sus ojos grandes, y torcía su cabeza hacia un lado tratando de entender mis palabras. Creo que sí podía comprender, a veces pensamos que los animalitos no nos entienden, pero lo que pasa es que hablan otro idioma. Tiene otra forma de comunicarse. Y yo creo que los perritos, son verdaderamente fieles. Más fieles que los humanos, que podemos fallar en cualquier momento, me cae de madre. Ya me sentía yo tan cómodo con el animalito, que iba haciéndole cariños, diciéndole cosas, pendejada y media pues, pero lo cierto es que me abrí como si fuese él mi mejor amigo. Y tal vez en ese momento sí lo fue, porque le conté todas mis tragedias y pude sacar todo aquello que traía bien enterrado dentro de mí. Llegamos al lugar destinado. Lo levanté sin pensar en que era lo que iba hacer. Entré al lugar. Había una muchacha en la entrada que estaba recibiendo a la gente. Me miró con ojos de sorpresa. ¿Será que como casi nunca voy a lugares como esos se me nota? Me preguntó qué deseaba. Le dije, vengo a dejar a este perrito, me lo encontré en mi carro y no es mío. Tal vez ustedes lo puedan ayudar. —Póngalo en aquella jaula. Volteé en dirección hacia donde me dijo, y pude ver una pequeña jaula sobre unas ruedas. Con trabajo lo metí y el pobre Colmillos me miró con ojos de piedad. ¿Por qué me estás dejando aquí? ¿Qué no éramos ya amigos? ¿No me habías contado cómo tu mujer ya no te hace el amor? ¿Cómo tus hijos ya ni te respetan tanto? Nada más se la pasan pidiéndote dinero. Ya no te piden permiso para salir, nada más se van…No es justo, ¿por qué me dejas aquí? Lo miré por última vez detrás de aquellas rejas. E imaginé el dejar a mi mejor amigo en la cárcel. A sabiendas que, si no lo encontraba su dueño y nadie lo adoptaba, la eutanasia sería su destino. Me sentí el ser más despreciable del planeta. Elevé mis ojos hacia el cielo y con mucho coraje le dije a ese dios del cual me habían hablado toda mi vida. ¿Por qué eres así? Este perrito ¿qué te hizo? Yo sí he sido un desgraciado hijo de la chingada, castígame a mí no a este pobre animal, que no ha hecho nada más que existir. ¿Dónde está el supuesto amor que todos me han dicho que tienes? No, ya te olvidaste de nosotros. Nos dejaste, te fuiste porque te defraudamos. No fuimos los seres que tú esperabas, por lo tanto, te desapareciste del mapa, y todas las peticiones nuestras rebotan en la entrada del tercer cielo del Hades, dónde todos dicen está el mentado paraíso. ¿Sabes? Puede que sí crea que existes, pero te olvidaste de tu creación, porque no te salió como tú lo deseabas. Eres un verdadero cabrón. Igual que yo, porque yo soy peor, yo sí deje al Colmillos en aquella jaula, y él está sentenciado a morir, y no puede hacer nada para cambiar su destino. Seis meses después, me dejó mi mujer. Ya no te aguanto Emiliano. Ya no existe nada entre nosotros. Y se fue… lo único que permanece en mi mente, es el Colmillos, ese perrito que quizás debí de haber salvado. Pero no lo hice, y no estoy seguro del por qué. Era un perro corriente, cruzado con de la calle, y se llamaba el Colmillos. Hasta este momento, ha sido mi mejor amigo. © David Alberto Muñoz
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Descubrimiento
Un microrrelato por David Alberto Muñoz Nunca se dio cuenta absolutamente de nada. No sabía que estaba entre la realidad y la fantasía, sino hasta cuando miró directamente al espejo, y descubrió su imagen, era la imagen de nadie. © David Muñoz La abuela Adolfa
Un cuento por David Alberto Muñoz Las abuelas vivieron en esa época dónde todo se guardaba en secreto. Me acuerdo que varias veces llegué a escuchar a mi abuela Adolfa decir, esto me lo voy a llevar hasta la tumba. Y todas mis tías afirmaban con la cabeza y me sacaban del cuarto porque no querían que supiera de qué estaban hablando. Mis tías se sentaban con ella. Era como un curioso matriarcado dónde la abuela era la mera mera, y sus hijas, mis tías, incluso mi madre, eran como guardianes de algún secreto que todas conservaban en su corazón. Era como un extraño ritual que juntas realizaban de cuando en cuando. Creo que hasta las mismas miradas se compaginaban una y otra vez ya con el paso del tiempo. Se sentaban a eso de las 11 de la mañana, frente a la casa de mi abuela. Se bebían un tequila, y según ellas platicaban de los quehaceres de a diario. Pero en realidad, todas se mantenían en un silencio perturbador. Incluso llegué a ver lágrimas en los ojos de algunas de ellas. Todas vestidas a la forma de antaño, un ayer lejano a mi generación, pero tan cerca porque eras los vestidos de mi abuelita, de mis tías, de mi madre, la única que era diferente era mi tía Natalia, ella siempre fue la rebelde de la casa, se vestía atrevidamente, se pintaba toda la cara y usaba incluso falditas cortas que escandalizan a todos en la familia. A mí me gustaba verle las piernas, es la verdad, no lo digo con malicia, lo digo con gusto. Más de una vez me dieron una buena cintariza por ser tan sincero. Mi tía Natalia siempre me defendía. —¡Déjenlo en paz por el amor de Dios! Al final de cuentas es hombre. ¿Me van a decir que a nosotras las mujeres no nos gusta llamar la atención? Cuando uno es niño mantienes un poco de inocencia, hasta que… bueno, hasta que la pierdes y empiezas a ver con malicia todas las cosas. Te vas enterando de todo, los grandes piensan que porque somos niños, no nos damos cuenta de qué está pasando. Y puede que hasta cierto punto tengan razón, pero han quedado en mí, tantos recuerdos, que ya que crecí, me di cuenta de que en mi familia existía un gran secreto que nunca se compartió. Cada vez que le preguntaba a mi abuela por su familia, por mi abuelo, por detalles que uno desea saber; la abuela me contestaba muy bruscamente, si es qué me contestaba. Bien me acuerdo como nada más elevaba la cabeza y se iba sin decir una sola palabra. Mi tía Ofelia, me miraba con ojos de lástima. Se me acercaba y me sentaba en sus piernas para decirme con voz de sabiduría: Hay cosas que son mejor no decirlas Gabrielito. ¿Sí me entiendes? Hay cosas que es mejor callar. ¿Cómo qué tía? Le preguntaba, y ella nada más me daba un beso y me mandaba a jugar para afuera. Mi abuela Adolfa tenía unos retratos puestos en su recámara. A mí me gustaba mucho ir a verlos. Eran todos en blanco y negro. Eran de tiempos muy antiguos. A mí se me figuraban ser de la época de la revolución, y pues sí, sí eran de esos tiempos. Mi abuela siempre vestía muy elegante. De vestido largo con encajes, sombrero amplio, y casi siempre traía una sombrilla a su lado. Todo le combinaba. No era como las soldaderas. Se miraba mujer de sociedad. Con el paso de los años me di cuenta de que en realidad, mi abuela tuvo ciertos privilegios durante aquel período de guerra en México. Lo qué a mí siempre me impresionó, fue la imagen de aquel señor al que todos en la casa de mi abuela Adolfa le decía, el señor Agapito Flores. Todas mis tías hablaban de él con mucho cariño. Se miraba que era un hombre importante, con dinero, con prestigio. Sin embargo, nunca supieron explicarme bien, ¿quién era ese señor? ¿De dónde salió? ¿Cómo fue que tuvo que ver con la abuela Adolfa? Cada vez que preguntaba se salían todas por la tangente. Ni siquiera de mi abuelo podían decirme mucho. Todo terminaba con la abuela Adolfa diciéndome que ella había conocido a Zapata y a Villa y que de ahí nada importaba. Con el pasó de los años y la muerte de mi abuela, pude ir un día a encontrar ese secreto que ya me imaginaba en mi mente perversa. Encontré a Doña Estelita, una vecina de mi abuela que vivió por muchos años junto a la casa de ella. Ya era una mujer grande, de movimientos torpes, y mente algo atrofiada. Sus pensamientos en ocasiones iban de la racionalidad a la fantasía y de regreso, muchas veces uno no sabía hasta que punto la verdad era realmente dicha. La descubrí en el rincón de un asilo de ancianos. Estaba escondida entre recuerdos y vidas ya ignoradas por los demás. Es increíble como olvidamos los humanos aun a nuestros seres queridos. Cuando envejecen, ya no parecen servirnos para mucho. Los colgamos en algún cuarto dónde se nos promete que los cuidaran y por lo menos nos conformamos de saber que alguien les estará dando de comer. Así me topé con Doña Estelita. Ya cansada, pero eso sí, con su mente todavía en su lugar. Si a veces a mí se me va la onda, que le puedes pedir a una mujer de más de 98 años. Ella me vio con ojos de recelo, pero cuando descubrió que era nieto de Adolfita le dio mucho gusto. Me sentó y comenzó a platicar conmigo sobre su vida, sus recuerdos, sus logros, incluso sus tristezas. Cuando eres viejo parece que lo que más deseas es que alguien te escuche y reconozca tu presencia como ser humano en esta vida a veces de mierda, la verdad. —Nadie nunca te dijo nada de tu abuela ¿verdad mijo? Ya me lo imaginaba. Adolfa siempre fue una mujer muy adelantada. Muy fuera de su tiempo. Muy hecha a su manera y punto. Jamás le pidió disculpas a nadie por ser como era. Al contrario, siempre discutió sus derechos y los juicios de una sociedad machista, enfermiza, que hasta este día te juzga por lo que haces y por lo que no haces. Yo nada más me le quedaba viendo como un idiota, estaba anonadado. La anciana pausó como sabiendo que su próxima confesión tenía que ser revelada. —Agapito Flores fue amante de tu abuela Gabriel. Todo el mundo lo sabía. Pero era un secreto a voces. Algo que nadie se atrevía a decir en voz alta, porque caían sobre ellos unos juicios despreciables que toda la sociedad porfiriana ejercía sobre los suyos. Tu abuela conoció a tu abuelo por ahí, no importa dónde. Se amaron, vivieron un romance. No lo digo con la intención de lastimarte hijo, es la verdad. Tu abuela decidió siendo aún muy joven, que iba a tomar control de su vida sexual. Ella y Agapito se conocieron jóvenes, pero él ya estaba casado. Y en aquella época los matrimonios no se separaban, punto. Si te casas es para siempre, aunque te vaya mal, como me dijo mi propia madre. Pero Adolfa y Timoteo Agapito Flores se amaban. Tanto, que vivieron por años su romance. Nadie decía nada, todos en su casa y las de sus vecinos lo comentaban de vez en cuando, pero ella era tan fuerte, tan decidida, que callaba cualquier crítica de inmediato. Cuándo murió el pobre de Timoteo, Dios lo tenga en su santa gloria, su mujer se hizo cargo de destruir cualquier lazo que existía entre Agapito y tu abuela. Y hijo… mírame a los ojos y escucha con cuidado. Tú eres nieto de ese señor. Agapito Flores es tu abuelo. ¿No te has fijado cuánto te pareces a él? No se trata de llorar y decir tonteras gritando, ¡por qué nunca me lo dijeron! Eso nunca lo sabremos, fue decisión de tu abuela. Y bueno, de tu madre también, pero esa ya es otra historia. Por eso casi nunca quería decirte cosas de tu abuelo. Pero él, siempre estuvo frente a ti. No supe qué pensar ni qué decir por varios días. Me imaginé a la abuela y al mentado señor como amantes. Pero nunca pensé en descubrir ese secreto que me digo Estelita. O a lo mejor, son puras mentiras… palabrería de todas las mujeres de la vecindad, chisme de viejas… las mujeres pueden ser muy crueles la una con la otra… o a lo mejor es la puritita verdad… Las abuelas vivieron en esa época dónde todo se guardaba en secreto… y la verdad yo creo, que tal vez, nunca sabré qué fue lo que realmente pasó… O a lo mejor no quiero saberlo… la verdad es tan difícil como el fuego, siempre parece cambiar, y a veces, es tan difícil de entender… Doña Estelita falleció hace tres días… y con ella, se fue la verdad de mi abuela Adolfa. © David Alberto Muñoz Hechizo
Un cuento por David Alberto Muñoz Me sentía cansado de más. Mi cuerpo era invadido por un gran agotamiento que me daba trabajo hasta caminar unos cuantos pasos. Cuando tomaba agua, se me figuraba como si estuviese bebiendo pequeños pedazos de vidrio. Fue una sensación muy rara. Por un momento no estaba seguro si estaba soñando o si en verdad estaba ocurriendo esa rara situación. Estaba mareado, pero a la misma vez, era como si mi cuerpo permanecía en el sillón donde estaba sentado, y mi espíritu volara, como que se iba para arriba y yo podía ver mi propio cuerpo desde las alturas. No sentí miedo ni nada, simplemente trataba de entender que estaba pasando. Nunca me había sentido así. Me acordé de Diana, cuando empecé a sentirme mal; ella era la bruja de la cuadra. Nunca estuve seguro si así se llamaba o así le decían todos. Ella siempre dijo ser diosa de la luna y la caza. Una vez fuimos yo y Raúl, mi vecino de al lado, para pedirle un hechizo. Yo quería que me quitara de encima a Diego, y que Isabel me hiciera caso. Yo la deseaba mucho. Estaba muy chico y creo que lo que hizo me asustó bastante. Pero ella me prometió que mis deseos se cumplirían. No sé por qué, pero desde que empecé a sentir todos estos síntomas raros, Diana no ha dejado de venir a mi mente. Era una mujer joven en aquella época, de unos 28 años más o menos. De cabellos café castaño, ojos grises, y labios abultados. Siempre se pintaba con sumo cuidado. Trataba de que nadie la viera sin estar arreglada. Además, se ponía ropa rara, de esas que se ponen la brujas, ¿cómo se dice? Ropa gótica, sí… esa vez nos hecho las cartas a Raúl y a mí. Nos dijo que deberíamos de tener cuidado porque había una especie de maldición puesta sobre nuestras cabezas. Raúl inmediatamente la mandó al diablo, y salió de aquel cuarto más enojado que una cabra, pero yo… yo sí me quedé. Diana puso en una mesa que estaba en el centro de aquel cuarto dónde ella supuestamente daba consultas, las mentadas cartas del tarot. Descubrí que hay un chingo de ellas. Está el tarot de Marsella, que fue el que ella utilizó, el tarot gitano, el tarot del amor, el tarot egipcio, chino, celta. Y cada uno de ellos se lee de manera distinta. Diana hablaba con una voz muy rara. Sonaba como voz de fumadora, ronca, como que estaba algo dañada. Se miraba como una bruja joven, bonita, a mí me gustaba. Fantaseé varias veces con ella en mi cama. Se movía de forma peculiar. La oscuridad que reinaba en su casa era un tanto tenebrosa, pero ya que te acostumbrabas, no sé, había algo que te hechizaba literalmente. —Necesitamos una vela negra, un muñeco de vudú, una pluma de pájaro y un cuarto de kilo de cobre. Hay que poner la pluma sobre el cobre, encender la vela negra, poner el muñeco sobre la pluma, y cuando todo esté listo, debes de perforar el corazón del muñeco con un alambre también de cobre. Ten cuidado, porque si te hacen magia negra a ti, debes de usar un rompe hechizos, un hechizo que anule toda la magia negra hecha en contra tuya. En un mes más o menos, si lo has hecho bien, la enfermedad caerá sobre aquel varón, a quién le deseas el mal, y la mujer que deseas será tuya. Me acuerdo que sacó humo no sé de dónde y rodeó toda la habitación con él, pero no olía a quemado, ni a incienso, era un extraño olor a tierra, a campo, a montaña, todavía no logro descifrar qué era. Y, además, decía unas cosas que yo no podía entender. Como que dialogaba en otro idioma, una lengua oscura, medio satánica. Todo aquello eventualmente se me olvidó, hasta que, hace unos cuantos días comencé a enfermarme de una manera muy rara. Y no sé por qué surgió el recuerdo de Diana. *** Desperté. Sentí una aguja en mi brazo derecho. Había algo sobre mis narices. Escuchaba una especie de máquina que sonaba con un chillido constante. Voces que no lograba comprender. Poco a poco mi visión empezó a aclararse. Miré de frente y el rostro de una mujer que se parecía a Diana apareció. Traía una bata blanca y un estetoscopio al cuello. Una enfermera estaba a su lado. Sí, era una enfermera, estaba vestida con esos trajes que se ponen hoy las enfermeras, era de color azul clarito, o verde. Me di cuenta. Estoy en el hospital. La voz de Raúl apareció de pronto. —¿Estás bien Tomás? Lo único que logré decir fue ¿qué pasó? No entendía nada absolutamente. Vi de frente aquella mujer. Era igualita a Diana. Pero estaba vestida de otra forma. Tú eres Diana, le dije. Ella nada más se sonrió y tomó mi mano derecha. Fue cuando me di cuenta que tenía puesto suero y me estaban metiendo no sé qué cosa dentro de mi cuerpo. Me hacía sentir más adormecido de lo que ya estaba. Además, me estaban dando oxigeno por la nariz. Ella me decía, fíjese bien Sr. Vargas, su tratamiento ya está en marcha. No se va a sentir muy bien, pero es la única manera que tenemos de matarle ese mal que usted tiene. —¿Mal? ¿Qué chingados estás diciendo? Quise ponerme de pie, pero no pude. Por poco me caigo. Raúl me atrapó. —Ya cálmate Tomás. Estás en el hospital, acuérdate, te enfermaste. —¡No! Estábamos en la casa de Diana. Ella nos hizo una consulta, nos leyó las cartas del tarot, las de Marsella, porque dijo que las egipcias eran muy destructivas. ¿No te acuerdas? —No Tomás, eso está nada más en tu mente. —¡Pero lo recuerdo como si hubiese sido hace sólo unos segundos! De pronto, vi a mi amigo de cerca. Había envejecido. Tenía el pelo casi completamente blanco, y su rostro completamente arrugado. Le pedí que me diera un espejo y me vi a mí mismo. Estaba también hecho ya un anciano. ¡No es posible! ¿Cómo puedo estar uno viejo si hace apenas unos minutos era un jovencito pidiéndole ayuda a la vidente, sí a Diana? ¡Fuiste tú Diana! Tú me hechizaste. Tú me hiciste esto. Fuimos a tu casa para que nos leyeras las cartas, y a pedirte un hechizo, nos hechizaste, a Raúl y a mí, con eso de la pluma y el cobre, pusiste ese alambre sobre el muñeco y el muñeco era yo. ¡Chingada madre! Éramos unos adolescentes apenas, ¿por qué hiciste eso? ¿Por qué? —Su amigo no está bien Sr. Raúl. Necesita quedarse con nosotros y seguiremos con el tratamiento. Creemos que tiene cáncer y está bastante delicado. Ya está perdiendo la cordura me temo. Es mejor que lo dejé. ¿No tiene familia? —No Dra., es él nada más. Nunca se casó. Pensó que iba a vivir para siempre. —Desafortunadamente la cosa no es así. Está bien, aquí lo cuidaremos. Venga mañana y a ver que noticias le tenemos. Vi como Raúl se fue después de despedirse de mí. A lo mejor sí, todo ha sido un sueño, ¿pero, por qué no recuerdo nada? De repente, vi como la Dra. se acercó a mi cama. Sacó de su bata la pluma, la vela negra, el muñeco y el cobre. Y me dijo: —¿Querías un hechizo? Pues aquí lo tienes. Te he otorgado todo lo que deseabas, todo lo que has pedido. Pero ya es hora de pagar tu precio. —¿De qué hablas? Te acabo de pedir todo eso. Hace apenas unos minutos que estábamos en tu casa. No te entiendo Diana. ¿Por qué he envejecido? Raúl estaba igual. ¿Qué pasa no entiendo? ¿Qué nos hiciste? —Es momento de que pagues. Vas a morir sin ningún recuerdo, porque toda tu vida, me la entregaste a cambio de tus deseos. Es hora de pagar, y el precio son todos tus recuerdos. Lo único que retengo en mi mente, es esa tarde en la casa de Diana, cuando me leyó las cartas del tarot, y aquella mañana despertando en el hospital. Todo lo demás ha quedado borrado… A veces llega gente como tratando de verme. No los reconozco, no sé quién son, intento hablarles, preguntarles, pero no puedo… Y escucho que entre ellos dicen: Que en paz descanse… Creo que estoy hechizado… Sí… Ese fue el hechizo que me hicieron. Me robaron mis recuerdos… por lo tanto… permanezco sin vida… como un fantasma de mi propio hechizo. © David Alberto Muñoz |
David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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