Hechizo
Un cuento por David Alberto Muñoz Me sentía cansado de más. Mi cuerpo era invadido por un gran agotamiento que me daba trabajo hasta caminar unos cuantos pasos. Cuando tomaba agua, se me figuraba como si estuviese bebiendo pequeños pedazos de vidrio. Fue una sensación muy rara. Por un momento no estaba seguro si estaba soñando o si en verdad estaba ocurriendo esa rara situación. Estaba mareado, pero a la misma vez, era como si mi cuerpo permanecía en el sillón donde estaba sentado, y mi espíritu volara, como que se iba para arriba y yo podía ver mi propio cuerpo desde las alturas. No sentí miedo ni nada, simplemente trataba de entender que estaba pasando. Nunca me había sentido así. Me acordé de Diana, cuando empecé a sentirme mal; ella era la bruja de la cuadra. Nunca estuve seguro si así se llamaba o así le decían todos. Ella siempre dijo ser diosa de la luna y la caza. Una vez fuimos yo y Raúl, mi vecino de al lado, para pedirle un hechizo. Yo quería que me quitara de encima a Diego, y que Isabel me hiciera caso. Yo la deseaba mucho. Estaba muy chico y creo que lo que hizo me asustó bastante. Pero ella me prometió que mis deseos se cumplirían. No sé por qué, pero desde que empecé a sentir todos estos síntomas raros, Diana no ha dejado de venir a mi mente. Era una mujer joven en aquella época, de unos 28 años más o menos. De cabellos café castaño, ojos grises, y labios abultados. Siempre se pintaba con sumo cuidado. Trataba de que nadie la viera sin estar arreglada. Además, se ponía ropa rara, de esas que se ponen la brujas, ¿cómo se dice? Ropa gótica, sí… esa vez nos hecho las cartas a Raúl y a mí. Nos dijo que deberíamos de tener cuidado porque había una especie de maldición puesta sobre nuestras cabezas. Raúl inmediatamente la mandó al diablo, y salió de aquel cuarto más enojado que una cabra, pero yo… yo sí me quedé. Diana puso en una mesa que estaba en el centro de aquel cuarto dónde ella supuestamente daba consultas, las mentadas cartas del tarot. Descubrí que hay un chingo de ellas. Está el tarot de Marsella, que fue el que ella utilizó, el tarot gitano, el tarot del amor, el tarot egipcio, chino, celta. Y cada uno de ellos se lee de manera distinta. Diana hablaba con una voz muy rara. Sonaba como voz de fumadora, ronca, como que estaba algo dañada. Se miraba como una bruja joven, bonita, a mí me gustaba. Fantaseé varias veces con ella en mi cama. Se movía de forma peculiar. La oscuridad que reinaba en su casa era un tanto tenebrosa, pero ya que te acostumbrabas, no sé, había algo que te hechizaba literalmente. —Necesitamos una vela negra, un muñeco de vudú, una pluma de pájaro y un cuarto de kilo de cobre. Hay que poner la pluma sobre el cobre, encender la vela negra, poner el muñeco sobre la pluma, y cuando todo esté listo, debes de perforar el corazón del muñeco con un alambre también de cobre. Ten cuidado, porque si te hacen magia negra a ti, debes de usar un rompe hechizos, un hechizo que anule toda la magia negra hecha en contra tuya. En un mes más o menos, si lo has hecho bien, la enfermedad caerá sobre aquel varón, a quién le deseas el mal, y la mujer que deseas será tuya. Me acuerdo que sacó humo no sé de dónde y rodeó toda la habitación con él, pero no olía a quemado, ni a incienso, era un extraño olor a tierra, a campo, a montaña, todavía no logro descifrar qué era. Y, además, decía unas cosas que yo no podía entender. Como que dialogaba en otro idioma, una lengua oscura, medio satánica. Todo aquello eventualmente se me olvidó, hasta que, hace unos cuantos días comencé a enfermarme de una manera muy rara. Y no sé por qué surgió el recuerdo de Diana. *** Desperté. Sentí una aguja en mi brazo derecho. Había algo sobre mis narices. Escuchaba una especie de máquina que sonaba con un chillido constante. Voces que no lograba comprender. Poco a poco mi visión empezó a aclararse. Miré de frente y el rostro de una mujer que se parecía a Diana apareció. Traía una bata blanca y un estetoscopio al cuello. Una enfermera estaba a su lado. Sí, era una enfermera, estaba vestida con esos trajes que se ponen hoy las enfermeras, era de color azul clarito, o verde. Me di cuenta. Estoy en el hospital. La voz de Raúl apareció de pronto. —¿Estás bien Tomás? Lo único que logré decir fue ¿qué pasó? No entendía nada absolutamente. Vi de frente aquella mujer. Era igualita a Diana. Pero estaba vestida de otra forma. Tú eres Diana, le dije. Ella nada más se sonrió y tomó mi mano derecha. Fue cuando me di cuenta que tenía puesto suero y me estaban metiendo no sé qué cosa dentro de mi cuerpo. Me hacía sentir más adormecido de lo que ya estaba. Además, me estaban dando oxigeno por la nariz. Ella me decía, fíjese bien Sr. Vargas, su tratamiento ya está en marcha. No se va a sentir muy bien, pero es la única manera que tenemos de matarle ese mal que usted tiene. —¿Mal? ¿Qué chingados estás diciendo? Quise ponerme de pie, pero no pude. Por poco me caigo. Raúl me atrapó. —Ya cálmate Tomás. Estás en el hospital, acuérdate, te enfermaste. —¡No! Estábamos en la casa de Diana. Ella nos hizo una consulta, nos leyó las cartas del tarot, las de Marsella, porque dijo que las egipcias eran muy destructivas. ¿No te acuerdas? —No Tomás, eso está nada más en tu mente. —¡Pero lo recuerdo como si hubiese sido hace sólo unos segundos! De pronto, vi a mi amigo de cerca. Había envejecido. Tenía el pelo casi completamente blanco, y su rostro completamente arrugado. Le pedí que me diera un espejo y me vi a mí mismo. Estaba también hecho ya un anciano. ¡No es posible! ¿Cómo puedo estar uno viejo si hace apenas unos minutos era un jovencito pidiéndole ayuda a la vidente, sí a Diana? ¡Fuiste tú Diana! Tú me hechizaste. Tú me hiciste esto. Fuimos a tu casa para que nos leyeras las cartas, y a pedirte un hechizo, nos hechizaste, a Raúl y a mí, con eso de la pluma y el cobre, pusiste ese alambre sobre el muñeco y el muñeco era yo. ¡Chingada madre! Éramos unos adolescentes apenas, ¿por qué hiciste eso? ¿Por qué? —Su amigo no está bien Sr. Raúl. Necesita quedarse con nosotros y seguiremos con el tratamiento. Creemos que tiene cáncer y está bastante delicado. Ya está perdiendo la cordura me temo. Es mejor que lo dejé. ¿No tiene familia? —No Dra., es él nada más. Nunca se casó. Pensó que iba a vivir para siempre. —Desafortunadamente la cosa no es así. Está bien, aquí lo cuidaremos. Venga mañana y a ver que noticias le tenemos. Vi como Raúl se fue después de despedirse de mí. A lo mejor sí, todo ha sido un sueño, ¿pero, por qué no recuerdo nada? De repente, vi como la Dra. se acercó a mi cama. Sacó de su bata la pluma, la vela negra, el muñeco y el cobre. Y me dijo: —¿Querías un hechizo? Pues aquí lo tienes. Te he otorgado todo lo que deseabas, todo lo que has pedido. Pero ya es hora de pagar tu precio. —¿De qué hablas? Te acabo de pedir todo eso. Hace apenas unos minutos que estábamos en tu casa. No te entiendo Diana. ¿Por qué he envejecido? Raúl estaba igual. ¿Qué pasa no entiendo? ¿Qué nos hiciste? —Es momento de que pagues. Vas a morir sin ningún recuerdo, porque toda tu vida, me la entregaste a cambio de tus deseos. Es hora de pagar, y el precio son todos tus recuerdos. Lo único que retengo en mi mente, es esa tarde en la casa de Diana, cuando me leyó las cartas del tarot, y aquella mañana despertando en el hospital. Todo lo demás ha quedado borrado… A veces llega gente como tratando de verme. No los reconozco, no sé quién son, intento hablarles, preguntarles, pero no puedo… Y escucho que entre ellos dicen: Que en paz descanse… Creo que estoy hechizado… Sí… Ese fue el hechizo que me hicieron. Me robaron mis recuerdos… por lo tanto… permanezco sin vida… como un fantasma de mi propio hechizo. © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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