Recuerdos de un niño
Un relato Por David Alberto Muñoz Estaría yo en tercero o cuarto año de primaria. Asistía a una escuela privada. Mis padres tuvieron la bendición de poder darnos una buena educación. Me acuerdo del uniforme, pantalón gris, camisa blanca y suéter color azul marino, con el escudo de la escuela puesto del lado izquierdo. Las niñas iban igual, solamente que traían falda, eso sí, decían los administradores de la escuela, tiene que estar a dos centímetros sobre la rodilla, cuando mucho. Bien me acuerdo que ocasiones, les medían a las niñas y a las jovencitas de secundaria para asegurarse de que sus faldas eran moralmente apropiadas. Era la época de la minifalda, a todos nosotros nos gustaba ver, y a las muchachas les gustaba ponerse falditas cortas, fue parte de mi generación. Pero en la escuela había que tener cuidado. Todos eran muy moralistas. Había maestras que también llegaban enseñando pierna, pues ya te has de imaginar el escándalo que hacíamos los chamacos. Había unos que eran bien groseros, y ya, a sabiendas de todo, lo juro por mi madre, no sé cómo, pero a corta edad ya hasta te hablaban de posiciones y no sé de qué más. Andaban diciéndote pendejada y media, y pues como uno era medio inocentón, nada más te reías pretendiendo entender el harta de tonteras que nos decían. La escuela era de tres pisos, tenía en la parte baja precisamente en la entrada principal al edificio, un salón de reuniones. Era como un pequeño teatro, con escenario, telón, y bancas al estilo de los cines. Ahí nos reuníamos cuando teníamos asambleas, que, para presentar un tema especial, que, para hablar de los problemas de la escuela a nivel estudiantil, que, para la chingada madre, dicho siempre con el debido respeto. Recuerdo que a mí y a mis amigos nos gustaba cerrar las cortinas del lugar, de manera que el cuarto entero, se ponía muy oscuro, a veces nos enseñaban películas, y una vez que la oscuridad reinaba el local, jugamos una especie de escondidas, metidos tras las bancas, corriendo por todos lados. Ese día, del que te estoy contando, mi amigo Miguel y yo, íbamos a nuestro salón de clases. No sé exactamente que pasaba en la escuela, pero en ocasiones no teníamos clases, nos dejaban salir a jugar al patio y de pronto regresábamos al interior, subíamos a la azotea, andábamos de chamacos latosos buscando en que lío meternos. Pasamos por enfrente de las oficinas de la directora, una señora muy hecha a la antigua, elegante, pero con una moralidad que hoy en día todo mundo se reiría, porque al menos ella trataba de ser lo más moralista posible. Ya después supe, que al final de su vida se trastornó, porque nunca se casó, o más bien nunca tuvo varón, le vino algo raro, y los chismes dicen que casi se volvió loca si no es que así fue. Pobre mujer, en aquella época sería una hembra de unos 40 años de edad, imagino solamente lo que le pudo haber pasado. Era una mujer guapa, con mucho porte, pero llegué a escuchar a maestros decir que era muy apretada y bien sangrona, que no quería salir con nadie porque nadie le llegaba a su medida, ni a sus expectativas morales. Total, Miguel y yo dimos la vuelta hasta el fondo del pasillo dónde estaba nuestro salón de clases. Entramos, y vimos al fondo, sentado en una de las sillas o mesitas que había en esa época a Ricardo, un niño medio fifí, dirían hoy en día, con ojos de color azul, y piel blanca. Eran pocos los morenos como yo y Miguel en aquella escuela, no todo mundo podía pagar la colegiatura, a mi padre le dieron beca por ser hijo de un político de abolengo. Todas estas cosas en aquel tiempo no las sabía. Pues Ricardo se nos queda viendo con ojos de asustado. De pronto nos dimos cuenta de que estaba llorando. —¿Qué pasó Ricardo? ¿Por qué lloras?—le preguntó Miguel. La criatura de escasos 8 o 9 años de edad, no lograba expresar palabra alguna. De pronto, empezó a darme un olor feo, al principio no sabía exactamente qué era, pero poco a poco descubrimos Miguel y yo, que olía a mierda, a caca. Ricardo, finalmente habló con llanto compungido. —La maestra Sara no me dejo ir al baño. Le dije que tenía que ir, pero no me dejó. Miguel y yo volteamos a vernos sorprendidos, para casi de inmediato sonreír a todo lo ancho de nuestros labios, e intentando ocultar la burla, que sin querer queriendo le hicimos al pobre de Ricardo. —¿Te acuerdas… del chiste… que te había dicho Miguel? —Sí… muy chistoso… Ricardo simplemente suspiró y nos vio con ojos de misericordia. —Ojalá a ustedes, nunca les pase esto—sentenció con voz de madurez. Volteó su cuerpo hacia la ventana del salón de clases, y nos ignoró completamente. Miguel y yo salimos casi corriendo para soltar unas buenas carcajadas en el pasillo y correr al patio a contarles a todos lo que le había pasado al pobre de Ricardo. Ahora que lo pienso con más cuidado, lo veo todo tan distinto. Pinche maestra Sara, ¿por qué no dejó que el niño fuera al baño? ¿Qué mal pudo haber cometido aquella criatura para darle ese castigo tan humillante? Recordé años después, al perpetuar este incidente que permaneció en mi memoria, que todos somos simplemente seres humanos, seamos fifí o no, seamos de piel blanca o morena, nuestra humanidad se refleja en ese acto que todos tenemos que realizar durante un día normal de la vida: defecar. No sé qué habrá pasado con Ricardo, dónde estará, o si él recuerda este penoso incidente, de lo que sí estoy seguro, es que al menos a mí, me mostró, que en ciertas ocasiones es bueno pensar en los demás. © David Alberto Muñoz
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David Alberto MuñozSe autodefine como un cuentero, a quién le gusta reflejar "la compleja experiencia humana". Viaja entre 3 culturas, la mexicana, la chicana y la gringa. Es profesor de filosofía y estudios religiosos en Chandler-Gilbert-Community College, institución de estudios superiores. Archives
July 2021
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